XLII. MAROZIA Y COMPAÑÍA

La muerte de Carlomagno y el desmembramiento del Imperio franco provocaron la disolución de aquel poder laico que había sostenido el papado impidiéndole degenerar. A finales del año 800, dominaban en Roma dos facciones: la toscana, de los Túsculo, y la espoletina, de los Crescenzo. Aunque las dos eran de origen longobardo y emparentadas entre sí, disputábanse la tierra, elegían los papas, los deponían y convocaban los sínodos. Todo estaba en sus manos. La urbe servía de fondo a esta anarquía que duró más de un siglo.

Las crónicas de la época están llenas de delitos, intrigas palaciegas y golpes de Estado. El clero, abandonado a sí mismo, se sumió en la corrupción. Los pontífices y obispos vivían en un lujo digno de Las mil y una noches. Vivían en palacios resplandecientes de mármoles y oro. Rodeábanse de siervos y de concubinas, disponían mesas dignas de Trimalción, organizaban conciertos, danzas y mascaradas. Por la mañana, celebrada la misa, montaban a caballo y se iban de caza, seguidos por un grupo de cortesanos. Los romanos los amaban porque de vez en cuando distribuían vino y trigo, pero sobre todo porque, cuando morían, la plebe tenía libre acceso a sus mansiones y podía desvalijarlas a su gusto. La Iglesia, desgarrada por luchas internas y prisionera de su mundanidad, nunca había caído tan bajo.

En mayo del año 896, después de cuatro años y medio de reinado, murió aquel Papa Formoso que había coronado a Arnolfo. Los señores de Spoleto, que en su tiempo se habían opuesto a su elección, proclamaron Papa a Esteban VI, hijo de un sacerdote romano. En su pontificado se celebró el proceso póstumo contra Formoso, acusado de haber ceñido la tiara a pesar de ser obispo de Oporto. En efecto, los antiguos concilios habían declarado que los obispos no podían abandonar sus sedes y convertirse en papas. Esta acusación era, naturalmente, un pretexto y escondía otra bastante más grave: la de que Formoso había llamado a Italia al rey de Carintia y lo había sostenido contra Guido de Spoleto.

El macabro proceso se desarrolló en febrero del año 897 ante el tribunal de un sínodo convocado a propósito. La tumba de Formoso fue abierta y su esqueleto conducido a la sala del concilio, ante los jueces, y colocado en una silla de brazos. Junto al cadáver, de pie, había un viejo diácono que hacía las veces de abogado defensor. Esteban IV abrió la audiencia y después, dirigiéndose a la momia, dijo: «¿Por qué, hombre ambicioso, has usurpado la cátedra de San Pedro?». El diácono trató de defender a Formoso, pero fue acallado por un diluvio de silbidos e insultos. Formoso fue declarado culpable y depuesto. Todos aquellos que habían sido hechos obispos por Formoso, tuvieron que ser consagrados de nuevo. Al concluir el proceso, un sacerdote arrancó del cadáver los paramentos sagrados, le cortó tres dedos de la mano derecha —aquellos con los que se da la bendición—, le cercenó la cabeza y, entre injurias dirigidas por la plebe, arrojó aquellos míseros despojos al Tíber[31]. Los restos de Formoso, según el Libro Pontifical, fueron encontrados después por unos pescadores y colocados de nuevo en la tumba que tenían en San Pedro. Cuando las reliquias cruzaron el umbral de la basílica, las imágenes de los santos inclinaron la cabeza en señal de reverencia.

En 897, Esteban fue asesinado. Al año siguiente, después de un interregno de dos papas, fue elegido Juan IX, un benedictino de origen alemán, que gobernó dos años. Convocó un concilio que rehabilitó a Formoso. Anuló las actas del proceso que lo había condenado y afirmó que no podía juzgarse a un muerto. En un sínodo en Rávena, anunció la bancarrota de la Iglesia, que no tenía dinero ni siquiera para pagar los sueldos de los clérigos y los diáconos. Murió en julio del año 900, abrumado por las deudas. Le sucedieron tres papunculi, pontífices sin importancia, y en el año 904, Sergio III, que fue sostenido por la facción espoletina, dirigida por una mujer intrigante y hermosísima, Marozia, de la que Sergio era amante[32].

Sergio confirmó la condena de Formoso e hizo ahorcar a quienes lo habían absuelto. Después, como penitencia, ordenó a las monjas que rezaran, como rescate de su alma, cien Kyrie Eleison. Restauró numerosas iglesias, volvió a levantar la basílica lateranense y la llenó de candelabros, estatuas y tapices. Cuando murió, la tiara pasó a Anastasio III y después al conde longobardo Lando. En 914 fue coronado Juan X.

Hombre ambicioso y sensual, gozaba de la protección de Teodora, madre de Marozia, que se había enamorado perdidamente de él y que, para tenerlo cerca, lo había hecho Papa. Teodora era la esposa del conde Teofilacto. En Roma, todo estaba en sus manos y en las de la hija, Marozia. Caído el Imperio carolingio, el clero había quedado sin autoridad y era suplantado por aquella familia, originaria de Spoleto y, por lo tanto, de estirpe longobarda. Los pontífices, que debían su elección a dicha familia, estaban dominados por ella y no se atrevían a desobedecer sus órdenes.

Teofilacto se había adjudicado el título de senador de los romanos y había dado a su esposa el de senadora. Esto la investía automáticamente de la suprema autoridad civil y le confería plenos poderes. Estaba a la cabeza de la nobleza y la representaba ante el emperador.

En 915, bajo los auspicios de Juan X, Marozia se casó con el conde espoletino Alberico, del que tuvo un hijo, al que se le impuso el mismo nombre del padre. Enviudó y se casó con Guido, hermanastro de Hugo de Provenza, que era uno de los jefes de la facción toscana. Juan X, que se había opuesto a ese matrimonio, fue depuesto, encerrado en una cárcel y abandonado allí hasta que murió de hambre. Ocupó su puesto[33] el hijo que Marozia había tenido del Papa Sergio, que tomó el nombre de Juan XI. La coronación se celebró con gran pompa en la basílica de San Pedro.

El nuevo pontífice era un muchacho de doce años, prisionero de una madre haragana y avasalladora, de la que fue confesor. Cuando Guido murió, en circunstancias misteriosas, Marozia se buscó otro marido. Había pasado ya de los cuarenta años, pero todavía era una mujer atractiva, aunque carente de cultura, más aún, completamente analfabeta, como su madre Teodora y su padre Teofilacto. Reyes, príncipes y hasta papas habían aspirado a su mano.

Entre estos se hallaba aquel Hugo de Provenza que había sido coronado en Pavía rey de Italia. Se trataba de un hombre avaro, vulgar y crápula. Amaba la buena mesa, era un terrible bebedor y un apasionado jugador de dados. Se rodeaba de concubinas y sentía cierta debilidad por las aldeanas y las lavanderas, que le gustaban sudorosas y andrajosas. De estatura superior a la media, de corpulencia atlética, rubio y bigotudo, más que por un rey se le hubiera tomado por un capitán mercenario. Era un formidable caballero, un buen cazador y un guerrero temerario. Cuando ciñó la corona de Italia, distribuyó entre sus parientes las diócesis más importantes y las más ricas abadías de la Italia septentrional. Nombró paje de la corte al obispo de Pavía, Liutprando, que en su crónica lo celebró como príncipe filósofo, liberal y filántropo y puso a sus numerosas amantes nombres de divinidades griegas.

Marozia, que en segundas nupcias se había casado con su hermanastro Guido, conocía bien a Hugo. Sabía que no era de madera de santo y tal vez precisamente por esto se enamoró de él o fingió enamorarse. Pero existía un grave obstáculo para el matrimonio. Marozia y Hugo eran cuñados, y las leyes canónicas prohibían a los cuñados casarse bajo pena de excomunión. Naturalmente, Hugo y Marozia se reían de las leyes canónicas, pero con un hijo Papa había que fingir que se las respetaba. El rey demostró que Guido no era su hermano, porque la comadrona lo había sustituido en la cuna por otro niño.

Juan XI acreditó la versión y se hicieron públicas las amonestaciones. Marozia llevaría como dote al marido la ciudad de Roma, incluido el Papa. No veía la hora de ser llamada reina y, quién sabe si un día emperatriz. El título de senadora era poca cosa para su ilimitada ambición.

En febrero del año 932 Hugo dejó Pavía con un pequeño ejército para dirigirse a Roma. A un par de kilómetros de la ciudad, ordenó a los soldados que acamparan ante las murallas y con una escolta se dispuso a entrar. Nobleza y clero lo acogieron con grandes honores y lo acompañaron a Sant’Angelo, donde se celebrarían las nupcias y esperaba la prometida. Marozia vestía una bellísima túnica color púrpura. En la frente lucía una diadema cubierta de piedras preciosas y dos brazaletes de oro, finamente cincelados, ceñían su brazo. Hugo, que no la veía desde hacía años, se quedó sorprendido por la generosidad de Dios, pero la encontró bastante envejecida. Ya no era la mujer de antes. La piel se le había marchitado y la cara estaba llena de arrugas. ¡Cuánto mejores eran las lavanderas de Pavía y las aldeanas de la Baja Lombardía!

La ceremonia tuvo lugar en el panteón de Adriano, delante del sarcófago de este, y la bendijo el Papa Juan. El castillo Sant’Angelo era entonces la fortaleza romana más fuerte y mejor dispuesta, una especie de laberinto prácticamente inexpugnable. En él fijaron su residencia los recién casados, que emplazaron su alcoba en el panteón de Adriano.

Hugo era un hombre irascible y brutal. Un día, el joven hijo de Marozia, Alberico, que hacía de paje, mientras le servía el vino dejó caer por descuido la jarra al suelo y la rompió. Hugo le propinó un bofetón. Alberico huyó llorando del castillo, inútilmente seguido por un mayordomo y un grupo de perros. Llegado al Coliseo, reunió un pequeño grupo de romanos y los arengó contra Hugo acusándolo de haber entregado la ciudad a los provenzales. La plebe romana, siempre a la búsqueda de pretextos para realizar un buen saqueo, se encendió de inmediato. Guiados por Alberico, un millar de hombres con bastones se pusieron en marcha hacia el castillo Sant’Angelo. Sonaron las campanas a rebato y anunciaron a la población que estaba sucediendo algo. Nadie sabía qué podía ser, en concreto, ni siquiera el hijo de Marozia, que solo quería vengarse del bofetón recibido del padrastro, que aún le ardía en la cara como una herida.

Desde una ventana, Hugo vio a la muchedumbre cruzar el puente sobre el Tíber y avanzar amenazadora hacia el castillo. Presa de terror, ordenó a los guardias de palacio que cerraran todas las puertas y después se refugió con su esposa en el panteón de Adriano esperando que el ejército que había quedado fuera de las murallas acudiera en su ayuda. Como este tardaba en llegar, decidió huir. Mientras Marozia dormía, salió del panteón y en plena noche se deslizó por una cuerda desde la ventana. Después de una breve cabalgada se reunió con los suyos y salió en dirección de Pavía.

En Roma, Alberico, dueño de la situación, había ocupado el castillo de Sant’Angelo y había hecho prisionera a su madre. El hermanastro Juan, acusado de haber unido en matrimonio a Marozia y a Hugo, fue encerrado en San Juan de Letrán y sometido a estrecha vigilancia.

Gregorovius ha escrito que aquella revolución fue al mismo tiempo una revolución de familia y de Estado. De familia, porque todos sus protagonistas eran parientes. De Estado, porque abatió el poder temporal del Papa y sirvió de base a una república popular. Los romanos proclamaron príncipe de esta a Alberico, que conservó también el título de senador, que aunque puramente honorífico ejercía un cierto efecto sobre los quirites. En realidad, más que una república popular fue una satrapía aristocrática, porque de ella solo formó parte la nobleza, es decir, una sola familia, la de Spoleto. Le faltó también el apoyo de una clase media, porque en Roma ya no existía. Todos los romanos eran sacerdotes, nobles o plebeyos. Los primeros vivían de legados, los segundos de rentas, los terceros de limosnas. No había industrias ni comercio. Los romanos carecieron siempre de aquel espíritu mercantil que constituyó la fortuna económica de Florencia y de Milán. Desde la Edad Media Roma fue una ciudad estancada, apática y parásita. Para gobernarla se necesitaban dos cosas: el bastón y la patraña. Alberico supo hacer uso de los dos.

Era un hombre bello y decidido, de aspecto marcial. Había en él algo del príncipe descrito por Maquiavelo. Alistó a sus expensas un cuerpo de policía, dividió la urbe en doce distritos y como guarnición de cada uno puso una milicia ciudadana, fiel y bien pagada. Los romanos le juraron obediencia. Quienes se negaron fueron desterrados y vieron cómo sus bienes eran confiscados. Las viejas monedas con las efigies de Hugo, Marozia y Juan fueron sustituidas por otras que llevaban la efigie del dictador, que hizo suya la administración de la justicia. Hasta entonces, los procesos se habían celebrado en Letrán, ante el emperador, el papa o los missi dominici. El nuevo príncipe convirtió sus palacios en el Aventino y la vía Lata en tribunales, que entendían también en las causas eclesiásticas.

Alberico era ambicioso, pero a diferencia de Marozia conocía los límites de su propio poder, que se circunscribía a los confines del ducado romano. Lo consolidó y aseguró a sus habitantes una paz de la que no gozaban desde hacía mucho tiempo.

En 933, un año después de su huida, Hugo intentó reconquistar la ciudad que había perdido por un arranque de ira y hacerse coronar emperador. Puso sitio a la urbe, pero no logró tomarla. Lo intentó de nuevo en 936, también sin éxito. Una epidemia de cólera diezmó su ejército y le obligó a llegar a un acuerdo con Alberico, que se firmó por mediación del abad de Cluny, Odón. Hugo lo confirmó, dando por esposa a su hijastro su propia hija Alda, nacida de su primer matrimonio. Por medio de esta estratagema esperaba poner pie en Roma y expulsar a Alberico, pero este sospechó la trampa y ni siquiera lo invitó al matrimonio.

En enero del mismo año murió Juan XI[34]. Le sucedió León VII, un monje que tenía fama de santo y tal vez lo fuera. Por todos los medios procuró aplicar en Italia aquella reforma benedictina que Berno y Odón de Cluny estaban realizando en Francia y que llevaría un poco de orden y limpieza al monaquismo de Occidente, sumido en la anarquía. En 939, el Papa León murió y ciñó la tiara Esteban VIII. Bajo Alberico, los papas no fueron más que marionetas que manejaba a su antojo, dedicados exclusivamente al servicio divino. No amaban al príncipe, aunque le debían su elección. Esteban VIII conspiró contra él, pero fue descubierto y encarcelado.

En 941, Hugo de Provenza volvió a la carga. Se había asociado en el trono con su hijo Lotario y se había casado por tercera vez con la viuda de Rodolfo II de Borgoña, Berta. Roma resistió otra vez y Hugo tuvo que regresar a Pavía. La urbe estaba a salvo y Alberico más firme que nunca en su trono.