XXXIX. LOS ÁRABES EN SICILIA

En el año 625, la flota bizantina se encontró en aguas de Alejandría con la árabe. Fue un duelo encarnizado que concluyó con la aniquilación de los griegos, cuyas naves fueron casi totalmente destruidas. El Mediterráneo se convirtió en un lago musulmán y durante algunos siglos los califas ejercieron en él un dominio sin oposición alguna.

No habían pasado muchas semanas después de aquella batalla cuando algunas naves rápidas árabes echaron sus anclas en la bahía de Siracusa, que era entonces un floreciente centro comercial bizantino. El desembarco ocurrió al amanecer, en la playa desierta y caldeada por el sol. La ciudad, cogida por sorpresa, fue sometida a un horrible saqueo. Las iglesias fueron profanadas, y violadas las mujeres. Terminada la razzia, los árabes regresaron a sus barcos y volvieron las proas hacia la tierra africana de la que habían partido.

A esta incursión siguieron otras, sobre todo en el siglo siguiente, cuando la guerra de los corsarios tomó en todo el Mediterráneo proporciones alarmantes. Por supuesto, no eran solo los musulmanes quienes la practicaban, sino también los cristianos, igualmente feroces pero menos organizados. Las autoridades no solo procuraban pasar por alto esas empresas, sino que animaban a ellas. Los piratas eran presidiarios, evadidos, delincuentes comunes, vagabundos sin oficio ni beneficio con unas enormes ganas de botín y de pelear: una especie de legión extranjera antes de tiempo. La piratería musulmana atacó especialmente las costas de Sicilia, Cerdeña y Córcega, con rápidas incursiones que, sin embargo, nunca fueron, hasta comienzos del siglo IX, acompañadas de unos planes previos de invasión.

En el año 827, a petición de un puñado de rebeldes siracusanos, que se habían sublevado contra el gobierno bizantino, el emir aglabí Ziyadat Alah I envió en su ayuda setenta naves con setecientos caballos y diez mil hombres, entre ellos algunos millares de piratas. Así comenzó la sistemática ocupación de Sicilia por los árabes. La primera ciudad que cayó en sus manos fue Marsala, que se convirtió en la cabeza de puente de las siguientes conquistas.

En 831, los invasores emprendieron la marcha hacia el nordeste. El mismo año capituló Palermo, donde se instaló un gobernador general. La conquista árabe señaló el término de la dominación bizantina. Los griegos, con sus planes fiscales, se habían hecho impopulares. Las numerosas tentativas de los rebeldes sicilianos fueron ahogadas en sangre. El descontento de sus habitantes contribuyó a la floja resistencia de la isla a los árabes, que llevaron allí el aliento de una cultura rica, fresca y refinada. Esta cultura se impuso a la bizantina y la cubrió.

Palermo se convirtió en el faro de esa civilización de extraordinaria fuerza aglutinante que, como una mancha de aceite, se extendió por toda Sicilia y llegó incluso a rozar el sur de la península. Elevada a la categoría de emirato, la isla imitó los esquemas administrativos de las otras provincias del imperio islámico. La autoridad del emir era absoluta. Teóricamente no dependía más que del califa de Bagdad que lo había designado y que, en cualquier momento, podía deponerlo, pero en la práctica, la distancia y las dificultades de los medios de comunicación, lo hacían independiente. La administración de las ciudades estaba confiada a un prefecto y el mantenimiento del orden público a un cuestor. La burocracia fue reclutada, al comienzo, entre los musulmanes. Solo más tarde la carrera administrativa fue abierta a los aborígenes, que afluyeron en masa porque garantizaba un puesto estable y un sueldo seguro. La justicia estaba en manos de un alto magistrado, el cadí, que presidía hasta cincuenta procesos al día. Durante las discusiones, que eran públicas y se desarrollaban en el tribunal constituido cerca de la mezquita, los jueces estaban sentados sobre almohadones de seda mientras que los acusados permanecían de pie. Los abogados eran legión. En cada familia había por lo menos uno, poco más o menos como ahora.

Con la nueva civilización, los árabes llevaron a la isla nuevos impuestos e incrementaron los ya existentes. El fisco musulmán no fue menos despiadado que el bizantino. Impuso el tributo sobre la prostitución y aumentó los impuestos de aduanas. Un cronista de la época cuenta que solo el aire que se respiraba estaba libre de impuestos. El que se sustraía a las obligaciones fiscales terminaba en la cárcel. En cambio, el que cumplía tales obligaciones recibía una cuerdecilla que llevaba al cuello a modo de recibo. Este tratamiento, naturalmente, estaba reservado a los infieles. Los musulmanes gozaban de especiales privilegios, sobre todo fiscales, que hacían de ellos una casta privilegiada. Los cristianos no podían montar a caballo ni hacer carrera en el ejército y en la justicia, pero tenían libre acceso a las demás profesiones. Eran banqueros, médicos, comerciantes, agentes de cambio y tintoreros. Entre estos últimos, eran numerosos los hebreos, que tenían el monopolio de las lavanderías.

También el servicio militar estaba reservado a los árabes, pero no era obligatorio. Como Mahoma había incluido el oficio de las armas entre los seis deberes de un buen musulmán, los voluntarios acudían en gran número. Iban a la guerra con la esperanza de morir y ganar así el paraíso.

En Sicilia, las costumbres del islam se difundieron con asombrosa rapidez, incluso en la vida ordinaria. En los principales centros de la isla aparecieron los primeros minaretes, de los que parecen derivar nuestros campanarios, y las primeras mezquitas. Los nuevos barrios residenciales se inspiraron en los barrios moriscos: amplios palacios con enjabelgado blanco, grandes terrazas y pequeñas ventanas. En el interior, rodeado de un porche, estaba el patio con fuentes y plantas exóticas. Los ambientes interiores estaban amueblados con sobriedad. En el comedor, el sofá y la mesa eran los únicos muebles. El suelo estaba cubierto por alfombras y las paredes decoradas con azulejos. En las alcobas, espejos y candelabros constituían los principales ornamentos. Los palacios de los ricos estaban rodeados de parques en los que crecían plátanos y cipreses. Los jardines aparecían poblados de cisnes, patos, pavos reales y pájaros exóticos.

Antes que por la arquitectura, los sicilianos fueron conquistados por la gastronomía árabe. Cuando llegaron a la isla, los musulmanes habían repudiado hacía ya tiempo ciertas costumbres culinarias de su país de origen que nuestro paladar rechaza. Ya no comían escorpiones, escarabajos ni comadrejas, y habían dejado de considerar al arroz como un alimento venenoso. A pesar de las prohibiciones del Corán, que desterraba de la mesa el vino, la cerveza y la carne de cerdo, considerada como portadora de la lepra, su cocina suplantó en poco tiempo a la autóctona. Sobre todo la pastelería, en la que los cocineros árabes no tenían rival.

Los musulmanes gustaban de las reuniones mundanas. Las recepciones se desarrollaban habitualmente los viernes, día de descanso semanal, y en ellas solo participaban los hombres. En vez de vinos, se servía zumo de frutas. El uso del café era todavía desconocido. En cambio, se bebía té, que algunos mercaderes habían importado de China. También era desconocido el tabaco. Los banquetes terminaban con cantos y danzas al son de orquestinas compuestas por cinco instrumentos, arpa, oboe, laúd, tambor y guitarra. Un autor árabe del siglo X compiló un código de buena educación para el uso de aquellos que participaban en tales reuniones.

Se lee en él que el perfecto caballero era cumplido y virtuoso, se abstenía de hacer bromas, mantenía sus compromisos y sabía guardar un secreto. En la mesa comía a pequeños bocados, masticaba bien, no se chupaba los dedos y no se los metía en la nariz, no probaba el ajo o la cebolla y, sobre todo, nunca usaba palillos para limpiarse los dientes. Se lavaba al menos una vez al día, se perfumaba la barba con agua de rosas, se depilaba las axilas, se pintaba los ojos y el viernes se cortaba las uñas. No llevaba calzones remendados y en la calle se detenía una vez al menos ante uno de los numerosos portadores de espejos para arreglarse el peinado.

El jueves por la noche abrían sus puertas los night-clubs de entonces, donde las bayaderas indias se exhibían bailando medio desnudas. Los locales nocturnos eran los únicos sitios en los que se podía beber alcohol, cuyo contrabando, muy floreciente, era ejercido por cristianos y hebreos.

Los pasatiempos favoritos de los hombres eran las luchas de gallos, el ajedrez y la caza. El juego de ajedrez, originario de la India, era practicado sobre todo por los nobles, que contaban con todo el tiempo necesario para dedicarse a él. En cambio, entre el pueblo, estaban difundidos los juegos de dados y el de la tabla real, también importado de la India.

Los árabes cazaban la liebre, la perdiz, las ocas salvajes y los patos que poblaban los campos sicilianos. Después de abatir la presa, los cazadores le cortaban el cuello, como ordenaba el Corán. Solo una vez hecho esto, las carnes inmundas se convertían en comestibles. Los deportes, con la única excepción de la lucha libre, eran impopulares porque fatigaban sin utilidad.

Los campeones de lucha libre eran los ídolos del público, ganaban sumas fabulosas, poseían villas propias de nababs y no pagaban impuestos. Para conservar la fuerza física estaban obligados a practicar la castidad. Se cuenta que un célebre luchador de Palermo rechazó la mano de una Princesa.

Las mujeres árabes eran fascinadoras, aunque en público hacían lo posible para ocultar sus encantos. Mahoma las había obligado a llevar el velo, cuyo uso ya era muy difundido en Oriente, donde las ricas matronas lo llevaban para proteger el rostro de los rayos del sol y mantener fresca la piel. El cuidado de la propia persona era una de las mayores preocupaciones de la mujer musulmana, cuyo ideal de belleza estaba compendiado en los siguientes cánones: cara redonda, cabellos negros, mejillas blancas y rojas con un lunar como «una gota de ámbar sobre una bandeja de alabastro», ojos saltones como los de una cierva, mirada lánguida, boca pequeña, dientes blancos, caderas anchas, pechos generosos y dedos ahusados.

Eran numerosos los hammans, o institutos de belleza donde, al menos una vez a la semana, las damas de la aristocracia y de la alta burguesía iban acompañadas de eunucos. Las sesiones comenzaban por la mañana temprano, con el baño «turco». La mujer árabe necesitaba adelgazar, porque la alimentación pesada y la vida sedentaria constituían un continuo peligro para su «línea». Después del baño, el masaje, y por fin el peluquero. El cabello rubio no estaba de moda. Las que lo tenían, se lo teñían de negro. Solo al atardecer, las señoras volvían a sus casas, ocultas tras sus velos de la curiosidad de los hombres. Como vivían en el harén, que en árabe significa «santuario» y que era la parte de la casa a ellas reservada, solo los eunucos podían verlas.

De estos, en cada familia había por lo menos uno. Los negros eran originarios de África y de la India; los blancos, bizantinos en su mayoría. En Grecia, hacía tiempo que había sido introducida la costumbre de castrar a los monjes antes de que ingresaran en el convento. Así, los monasterios se convirtieron en la principal presa bélica de los ejércitos musulmanes. El precio de los eunucos era elevado, porque muchos jóvenes sucumbían a la delicada operación: costaban cuatro veces más que los esclavos, en parte porque solían ser mucho más dóciles. Se les confiaba la custodia del harén y la educación de los niños, que vivían en el gineceo hasta los siete años. A esta edad, las niñas se ponían el velo, se esmaltaban las uñas, se pintaban de negro los ojos como sus madres, y los varones eran circuncidados. Era un rito solemne. Solo asistían los hombres, a quienes se les ofrecía una fiesta que a veces se prolongaba durante días.

Los matrimonios eran muy precoces. Todavía hoy, la edad de los esposos en el mundo árabe, como, por lo demás, en nuestro Mediodía, es bastante inferior a la media. El hombre escogía a su mujer entre las muchachas de la vecindad y después consultaba al padre y al suegro, que antes de estipular el contrato matrimonial consultaban al astrólogo. Este debía proporcionar el horóscopo de los esposos, indagar en el carácter de las suegras y fijar la fecha de la boda. Entre el noviazgo oficial y la boda, pasaba un cierto tiempo en el que las familias atendían al arreglo de la casa de los novios y a los preparativos de la ceremonia. El matrimonio era celebrado por el cadí y se realizaba a la hora del crepúsculo, en la morada de la novia. Esta, al término del rito, era colocada en una carroza arrastrada por cuatro mulos y conducida así al harén del marido, que iba delante a caballo. La fiesta terminaba con un gran banquete.

Parecida conclusión tenían los funerales. El culto a los muertos era muy importante entre los árabes. El cadáver, que llevaba solo unos calzones, quedaba dispuesto en un lecho con cortinas de seda si se trataba de un personaje importante, o en una simple caja de madera, si era de humilde condición. Después de una vigilia, breve a causa del calor, el catafalco era llevado a la mezquita, donde se desarrollaban las exequias. Al término de la ceremonia, el cadáver era llevado a un instituto de belleza, donde se le sometía a una cuidadosa toilette. El Corán mandaba que el cuerpo fuera lavado al menos tres veces. Después de las abluciones, una manicura se adueñaba del cadáver, le cortaba las uñas y el bigote y le depilaba las axilas, como hacen hoy los morticians estadounidenses. Terminado el «maquillaje», el difunto ya estaba dispuesto para la sepultura. La fosa debía ser de un metro y sesenta y tres centímetros de profundidad y estar orientada hacia La Meca.

Las tumbas eran colocadas a cierta distancia entre sí, para impedir que el día del Juicio se produjeran en el cementerio peligrosos embotellamientos. Las mujeres tomaban parte también en los funerales y manifestaban su dolor arañándose el rostro y arrancándose los cabellos. Esta costumbre ha sobrevivido en el sur de Italia, con las «plañideras». El escritor Hamadani recomendó en su testamento a sus hijas que el día de su muerte no se abandonaran a escenas de histeria, y a las mujeres, que se abstuvieran de hundir puertas, derribar paredes y arrancar árboles. En el recibimiento que seguía al funeral, intervenían todos los parientes y amigos del difunto. A partir del siglo X, los que tenían medios para ello hacían llevar sus despojos a una de las tres ciudades santas, Medina, Jerusalén o Bagdad. Así comenzó a florecer en esos lugares un verdadero comercio de tumbas. Los historiadores cuentan que en Sicilia los empresarios de pompas fúnebres poseían una flota para el traslado de cadáveres a Oriente.

En la isla, el comercio más floreciente era el de los esclavos, cuya venta se realizaba en palacios de dos pisos: el primero reservado al mercado de masa y el segundo al de lujo. Los esclavos eran adquiridos como camareros, guardias de corps, porteros, cocineros, etc., o también eran alquilados para pequeños servicios por horas. Los mercaderes se preocupaban de que se presentara bien lo que vendían. Teñían de negro el cabello de las mujeres rubias, afeitaban a los viejos, disfrazaban de mujer a los chiquillos. Esto obligaba a los clientes a hacerse acompañar de un médico, que controlaba la autenticidad del producto. Para uso de los forasteros fue confeccionado un manual de etnología que proporcionaba informaciones sobre los esclavos, según el lugar de origen. Los turcos, según se lee en este manual, eran buenos cocineros, pero pródigos a la hora de gastar; los mejores cantantes procedían de Medina; las negras eran óptimas bailarinas, pero olían mal, y las abisinias eran ladronas. Entre los esclavos blancos, los armenios eran considerados los peores de todos, por su indolencia. Las condiciones de vida de los esclavos eran relativamente buenas. A veces los amos, en el lecho de muerte, los dejaban libres y hasta los hacían herederos de sus bienes, con la intención de ganar así el paraíso. Un anillo en la oreja era la única señal distintiva de esta clase que en Egipto, con los mamelucos, llegó a ser poderosa y temida.

En Sicilia, dos siglos y medio de dominación musulmana no solo modificaron las costumbres de sus habitantes, sino que dejaron profundas huellas en la cultura. En el siglo X surgieron en Palermo las primeras escuelas árabes, en las que se enseñaba que la tierra es esférica y tiene un centro equidistante de los cuatro puntos cardinales. Se difundió mucho el estudio de los astros, que influían en todo momento de la vida diaria. En Palermo, un peluquero se hizo fabricar un sextante para medir la posición de las estrellas sobre el horizonte. Antes de cortar el cabello o afeitar a sus clientes, lo consultaba y solo echaba mano de la navaja si las conjunciones astrales eran favorables. La astronomía le debe a la ciencia islámica una gran parte de su jerga: azimut, nadir y zenit son términos árabes.

En la isla perduran en todas partes modelos de la arquitectura árabe que, en la mezquita, fundió y resumió sus caracteres, la bóveda, el arco morisco y la decoración en arabesco. En el siglo X, el periodista Ibn Hawqal contó en Palermo trescientos de estos edificios.

Después del siglo XI la cultura árabe se encontró en Sicilia con la normanda. De la unión de las dos fluyó la más alta civilización de la Edad Media europea, en la que echó sus raíces, más tarde, el Renacimiento.

Palermo fue la base de la conquista de la isla y de algunos centros del Mediodía. En el año 841 los árabes ocuparon Bari y la retuvieron durante treinta años. Tres años después amenazaron Roma desde el mar. No lograron entrar en la urbe, pero saquearon la basílica de San Pedro extramuros y profanaron las tumbas de los pontífices.

En 849, una flota musulmana volvió a surcar las aguas de Ostia, pero fue literalmente destruida por una tempestad y por los barcos del Papa. Siracusa en 878 y Taormina en 902 fueron las últimas rocas fuertes bizantinas que sucumbieron ante la espada del islam. La dominación árabe en Sicilia duró hasta 1060, cuando las disputas entre los diversos gobernadores y las intrigas que los bizantinos, desde el día de su expulsión, no habían dejado de tramar, abrieron las puertas de la isla a los normandos del conde Roger. Pero esta es una historia que forma parte de otro libro.

Por ahora nos limitamos a comprobar que, gracias a los árabes, Sicilia y España fueron, en las tinieblas de estos siglos, dos focos de civilización. Y volvamos a los avatares de nuestro país.