__ VII __
—¿Se acuerda de nosotros? —preguntó el caballero y sonrió; la dama que estaba a su lado también sonreía. No hablaba como un peregrino ansioso o un turista pesado sino como un viejo amigo. La historia se repetía de una forma que Gedge nunca había esperado, casi todo era igual, salvo que se encontraban hacia el tibio final de un mes de abril, salvo que los visitantes ya no estaban de luto y mostraban todo su esplendor —además de parecer, igual que, sin duda, el mismo Gedge, aunque de modo tan distinto, un poco mayores— y, sobre todo, salvo que… volverlos a ver de repente lo afectó de una manera totalmente inesperada—. Estamos otra vez en Inglaterra y nos encontrábamos cerca; tengo un hermano en Oxford con el que hemos pasado el día y se nos ha ocurrido venir aquí —dijo el joven con tono agradable mientras nuestro amigo reparaba en la extraña circunstancia de que les estaría pareciendo que los miraba con asombro y frialdad. Se habían presentado igual que la otra vez, a la hora tranquila del cierre; otro agosto había pasado, y aquélla era la segunda primavera; la Casa Natal, dada la hora, estaba a punto de suspender su actividad hasta la mañana siguiente; se había ido ya el último rezagado y a los visitantes les apetecía, otra vez, dar una vuelta solos. Sin duda, parecía que así lo permitían los términos en que se habían separado la última vez; de manera que si, de modo inconsciente, se quedó mirándolos fue precisamente porque estaba lejísimos de haberlos olvidado. Pero la visión de la pareja, afortunadamente, tuvo una consecuencia doble, y la primera precipitó la segunda: ésta fue, en realidad, la repentina idea de Gedge de que todo, tal vez, para él, dependiera de que no admitiera la existencia de ninguna complicación. Debía seguir adelante directamente, puesto que ésa había sido su elegante respuesta durante más de un año, debía mantener el tipo con coherencia, puesto que a eso había quedado reducida su dignidad. No debía temer nada en un sentido, de la misma manera que tampoco había temido nada en otro; además, se le ocurrió de repente, con una fuerza que lo sonrojó, que el objeto de la visita de la pareja, en esencia, era él. Otra vez, se encontraba en buena sociedad, y ellos no habían cambiado. Así que no le correspondía a él comportarse como si no estuviera a la altura.
Estas profundas vibraciones de Gedge fueron tan rápidas como profundas; en realidad, llegaron de repente, por lo que su respuesta, su declaración de que no había ningún inconveniente. —«¡Oh, claro! En su caso, la hora no importa»— sólo se retrasó un instante; y cuando estuvieron dentro y la puerta se cerró a sus espaldas, en la penumbra del templo, en el que, igual que en la ocasión anterior, las ofrendas votivas brillaban en las paredes, él respiró hondo como quien, tras traicionarse a sí mismo, podría haber hecho algo demasiado terrible. Porque lo que los volvía a traer no era, sin duda, el sentimiento que inspiraba el santuario —puesto que él sabía lo que pensaban—, sino su fundamentado interés en el raro caso del sacerdote. Su visita era el tributo de la curiosidad, de la comprensión, de una compasión que, dadas las circunstancias, resultaba exquisita: un tributo también a aquella rareza, lo que los autorizaba a la más franca bienvenida. Deseaban, por generosa curiosidad, ver cómo seguía adelante, cómo un hombre así en un lugar como aquél podía seguir adelante; y no cabía duda de que, en gran medida, habían esperado ver que la puerta la abría su sucesor. Bien, era cierto que alguien lo había sucedido, aunque sólo fuera mediante un extraño subterfugio; de la misma manera que ellos, pobrecillos, tendrían que deducirlo por sí mismos, con un bochorno por el que los compadecía. Nada podría haber sido más extraño, pero, sin duda, era la imagen inquieta de su posible desconcierto y la compungida visión de lo que se les daba a cambio de su amabilidad lo que determinó, en definitiva, el tono de Gedge. Los meses transcurridos sólo habían conseguido que sus nombres le resultaran más familiares; en la otra ocasión los habían escrito, junto con miles de otros nombres, en el registro público, y, desde entonces, por motivos personales, motivos sentimentales, Gedge había vuelto a mirarlos una y otra vez. En sí mismos no querían decir nada; no le decían nada —«Sr. y Sra. B. D. Hayes, Nueva York»—, una de esas designaciones americanas que eran exactamente igual que cualquier otra designación americana y que era, precisamente, lo más notable de unas personas obligadas a conseguir una identidad por otras vías. Podrían ser el señor y la señora B. D. Hayes y, sin embargo, sin que se confirmara ninguna suposición, podían ser… bueno, lo que eran aquellos visitantes. Con suma rapidez había aclarado un poco más la situación el hecho de que, como recordaba, en la otra ocasión sus amigos le hubieran advertido del peligro que corría y de que la última nota que sonara entre ellos fuera la de su inquietud por esa causa. Lo que temía Gedge, con aquel recuerdo, era que, al encontrarlo todavía a salvo, lo felicitaran de entrada y tal vez incluso, con similar sinceridad, le preguntaran cómo lo había conseguido. Con la sensación de atajar de entrada las preguntas, sin perder el tiempo y conteniéndose con mano firme, empezó allí mismo, en el piso de abajo, a mostrar cómo lo había conseguido. Evitó la pregunta con la firmeza de su respuesta.
—Sí, sí, sigo aquí; supongo que, en cierto modo, uno hace en su propio beneficio todo lo que está en su mano.
En aquella ocasión hizo todo lo que estaba en su mano, con la expresión más grave que había adoptado jamás y una suave serenidad que era como si pasara una gran esponja húmeda sobre la visita anterior de la pareja; es decir, sobre todo lo sucedido en ella salvo su cordialidad.
—Como pueden comprobar, nos encontramos en la antigua sala que, felizmente, todavía podemos reconstruir con la imaginación a pesar de los estragos del tiempo, y que, por fortuna, hemos podido detener en años recientes. Sin duda, era tosca y humilde, pero debió de ser cómoda y pintoresca, y, por lo menos, tenemos el placer de saber que la tradición del respeto a los detalles que se conservan se ha respetado maravillosamente. Por esta puerta Él pasaba habitualmente; a través de esas bajas ventanas, durante su infancia, Él atisbaba un mundo que Él haría más feliz gracias al don de Su genio; sobre las tablas de este suelo (es decir, sobre algunas de ellas, ¡no vayamos demasiado lejos!) sus piececillos corretearon con frecuencia, y con empeño juvenil se esforzaría por saltar y tocar las vigas de este techo (¡cuidado con la cabeza en algunos lugares!). No es frecuente que en el primer hogar del genio y la fama aparezca tan desnuda la existencia, no es frecuente que podamos seguir, punto por punto, paso por paso, su relación con los objetos, con las influencias: que podamos reconstruir con los pequeños hechos sólidos de donde surgió. No hace falta que les diga que ello es lo que hace el pequeño espacio comprendido entre estas paredes, tan modesto en sus medidas, tan insignificante de aspecto, un lugar único en la tierra. No hay nada parecido —prosiguió Morris Gedge, insistiendo con voz tan suave y solemne ante su desconcertado público como si se encontrara sobre un púlpito—, no hay nada similar en ningún lugar del mundo. No hay nada, sólo reflejos, similar a esta combinación de grandeza y, si puedo aventurarme a decirlo, intimidad. Quizá encuentren en otros lugares muchísimos menos cambios, pero ¿dónde encontrarán una presencia tan amplia, indiscutible e inalterada? ¿Dónde, en concreto, encontrarán, por parte del espíritu morador, una eminencia igualmente destacada? En otros lugares encontrarán eminencias diversas, pero ¿dónde encontrarán, junto con ellas, cambios, al fin y al cabo, tan escasos, así como el elemento contemporáneo atrapado, por así decirlo, en el mismo instante?
Sus visitantes al principio estaban confundidos pero, cada vez más embelesados, seguían con la boca abierta, como hacía todo el mundo, preguntándose, creía Gedge, en qué extraña broma se había embarcado; y, sin embargo, empezaban a ver en él una intención que estaba más allá de la broma, y dieron un respingo, en aquel momento, casi un brinco, cuando, mediante una veloz transición, él dirigió hacia la antigua chimenea un rápido movimiento que parecía ilustrar, precisamente, el gesto de asir con impaciencia.
—En el rincón de esta vieja chimenea, la pintoresca chimenea con poyetes de nuestros antepasados, justo allí en el ángulo más alejado, donde estaba colocado Su taburetito y donde, me atrevería a decir, si pudiéramos mirar más de cerca, encontraríamos la piedra que desgastaron Sus piececitos, vemos al inconcebible niño contemplando las llamas de los viejos troncos de roble e imaginando retratos e historias; véanlo estudiando, la rizada cabeza inclinada, con Su gastada tablilla de cuerno con el abecedario, o enfrascado en algún fragmento de una balada antigua, alguna página de algún volumen de crónicas, toscamente encuadernado, que habría, podemos estar seguros, en el asiento de la ventana de Su padre.
Incluso Gedge se había dado cuenta en aquel momento de que lo había hecho muy bien; ningún oyente, entre tantos miles, lo había encontrado tan inspirado. La extraña timidez, ligeramente alarmada, de los dos rostros —como si en un salón de su «buena sociedad» de repente se hubiera mostrado alguna actitud incongruente, algo que rozara lo indecente, y les costara percibir aquella realidad dolorosa—, en definitiva, el efecto visible que había causado en sus amigos le hizo llegar a la conclusión de que eran dignos de la broma. La cosa ya salía sola: tan bien la sabía de memoria, pero quizá nunca le había salido tan bien, con el rancio contenido tan disfrazado, el interés tan renovado y la unción clerical que exigía el personaje de sacerdote tan bien destilada. El señor Hayes de Nueva York había mirado a su mujer más de una vez y la señora Hayes de Nueva York había mirado a su marido pero, hasta el momento, sólo de soslayo, con unos ojos que no había sido fácil despegar del extraordinario semblante mediante el cual su interlocutor los mantenía absortos. Sin embargo, en aquel momento, tras un cruce de miradas menos furtivo, insinuaron un gesto con el que indicaban que no había apelado a ellos en vano.
—¡Estupendo, estupendo, señor Gedge! —exclamó el señor Hayes—. Me parece que lo hemos encontrado inspirado.
Su esposa se apresuró a asentir y aquello relajó la tensión.
—Ése sería el mejor estilo —dijo ella con una sonrisa—, de no ser porque sería usted demasiado peligroso. ¡Tiene usted auténtico talento!
Gedge la miró fijamente, pero sin ceder una pulgada, aunque ella había puesto el dedo en un punto de la conciencia que se estremecía. Eso era lo que a él le parecía un prodigio y llevaba siéndolo todo un año: que le resultara todo tan fácil, que lo hiciera mejor de lo que había hecho nada en su vida; con un efecto tan amplio y elevado, en verdad, con una inspiración tan rica y tan libre, que su pobre esposa, en aquel momento, empezaba a experimentar temores de otro tipo. Gedge sabía que ella había pasado malos momentos después de sopesar el nuevo camino que había tomado él, momentos de nuevos recelos en los que se preguntaba si no se habría limitado a optar por otra perversidad, una distinta. Habría más de una forma de arruinar el espectáculo, y ¿no estaría ahora arruinándolo por exceso? De la misma manera que podía ofrecer una visión poco romántica, también podría serlo demasiado; hasta el momento no se le había ocurrido que pudiera serlo en exceso. En cualquier caso, era un sistema como cualquier otro de reducir aquel lugar al absurdo; y aquella reducción, si no iba con cuidado, los reduciría a ellos de nuevo a la perspectiva de la calle y esta vez, seguramente, sin posibilidad de apelación. En realidad, todo dependía —él sabía que ella lo sabía— de en qué medida Grant-Jackson y los demás, hasta dónde el Órgano, en una palabra, sería capaz de aceptar. Él sabía que ella sabía lo que él creía que llegarían a aceptar: Gedge consideraba que no podía ponerse límites a la cantidad. Ellos sólo querían gran cantidad, igual que los demás; ¿por qué, si nadie lo acusaba, como antes, iban Ellos a estar molestos? Antes lo habían tratado como a un idiota al que se le hace entrar en razón; pero, puesto que, en aquel momento, ya no había idiotez que no alabara sistemáticamente, empujándola en realidad a su propia destrucción, ¿quién iba a tirar de la cuerda de la guillotina? El hacha estaba en el aire, sí; pero en un mundo satisfecho hasta la saciedad no había revoluciones. Isabel había preguntado en vano si no había bramado súbitamente otro trueno. En aquel momento tenía pruebas de que los vientos estaban en calma. ¿Cómo podrían estar más calmados? Él se remitía a los ingresos por entradas. Eran días de gloria, el espectáculo nunca había ido tan bien. Eso argumentaba él, eso seguía argumentando; y, había que reconocer que todas las apariencias le daban la razón. Pero, si en el fondo se había estremecido ante el reconocimiento de su verosimilitud por parte de sus ruborizados amigos, era porque aquella era la auténtica base de su optimismo. La mujer encantadora que tenía delante reconocía su «talento», como él mismo había tenido que hacer. A él también le había sorprendido su facilidad hasta que se había acostumbrado. Hubiera o no encontrado, como nueva amenaza para su futuro, una nueva perversidad, lo cierto era que había dado con una vocación mucho más antigua, evidentemente, de lo que al principio estaba dispuesto a reconocer. No se había juzgado con justicia. Le gustaba ser valiente porque le resultaba fácil; no le costaba nada. Continuó en la Cámara Natal, tras haber conducido hasta allí a sus compañeros sin alterarse lo más mínimo. Ella podía tomarlo como quisiera, pero él había tenido la lucidez —y todo, por supuesto, por su propia seguridad— de recibir el homenaje de su bella sonrisa sin la cortesía de una respuesta. Aparentemente, la mujer lo tomó, igual que su marido, como muestra de su extraño humor, y lo siguieron hasta el piso de arriba con una expresión que ahora era un poco más receptiva a la forma en que, en aquel lugar, Gedge iba a desenvolverse. Y se desenvolvió, de acuerdo con la palabra de su receta personal garantizada, de una manera «fuerte». Echó un poco de menos, es cierto, las habituales preguntas con los ojos muy abiertos, las inveteradas intervenciones ingenuas con que, momento a momento, las tropas agrupadas, a lo largo de un año, habían dado pie a sus respuestas. El señor y la señora Hayes eran de Nueva York, pero, como había oído decir una vez a uno de sus americanos a propósito de algo, su entrega era tal que tenía la sensación de que aquello era como cantar «ante un público bostoniano». Con todo, hizo lo que pudo y, tal como tenía por costumbre, se plantó en un punto de la habitación y, tras haber captado la atención con una mirada y un gesto, de repente exclamó:
—¡Aquí!
La buena gente siempre lo entendía: ahora aquella actitud casi le inspiraba afecto; siempre decían a coro y sin aliento:
—¿Ahí?
Y miraban el punto designado, como si todavía pudiera verse algún resto del gran acontecimiento. Tras ese gesto, Gedge volvía a mirar a su alrededor.
—¡Piénsenlo bien! ¡Éste es el lugar concreto de la tierra…!
—¡Oh, pero si no es la tierra! —decía, por lo general, el más atrevido, porque siempre había uno más atrevido.
Entonces, el guardián de la Casa Natal se comportaba con cierta altivez, como si el desgraciado se hubiera imaginado al Inmortal brotando de la tierra, como una patata.
—No estoy sugiriendo que Él naciera sobre el suelo desnudo. ¡Nació aquí! —exclamaba con un intransigente talonazo—. Deberían incrustar una placa de bronce.
—¿En el suelo? —siempre preguntaba alguien.
—Nacimiento y entierro, siembra, verano, otoño —eso siempre salía, con su cadencia especial, gracias a su fuente inagotable—. ¿Y por qué no, igual que en el suelo de una iglesia? ¿Han visto nuestra antigua y magnífica iglesia…?
Nadie había contestado nunca a la primera pregunta; en cambio, para compensar, se explayaban con la segunda. Incluso al señor y la señora Hayes los dejó mudos de entrada; si bien, para ser justos, tampoco habían pronunciado la palabra que daba el pie. No habían pronunciado ni una palabra mientras Gedge continuaba con el juego y (aunque eso lo hacía un poco más difícil), todavía pudo alzarse con aire triunfal delante de ellos después de terminar con su floreo. Sólo entonces el señor Hayes de Nueva York rompió su silencio.
—Bueno, si quisiéramos verlo, me parece que podríamos decir que estamos bastante satisfechos. Como dice mi esposa, parece que éste sería su estilo.
Ahora hablaba con mucha más soltura, como si se hubiera hecho la luz: pero no hizo ninguna broma por el motivo que resultó evidente más adelante. Estaban bajando las estrechas escaleras y fue a la bajada cuando su compañera añadió unas palabras.
—¿Sabe usted lo que nos rondaba por la cabeza…? —y después añadió dirigiéndose a su marido—: ¿Está mal que se lo diga?
Estaban en la planta de abajo y la joven, también aliviada, expresó su sensación con alegría. Sonrió a Morris Gedge, como antes, tratándolo como a una persona con la cual fuera posible tener trato social; sin embargo, se sintió insegura y pidió su opinión al señor Hayes.
—Teníamos muchas ganas… por lo que habíamos oído… —pero miró el rostro grave de su marido; éste todavía no las tenía todas consigo. Ante esto se sintió ligeramente desconcertada, pero abrevió—: Supongo que ya lo sabe… ¿no?… Que, con las multitudes que lo escuchan, nos han llegado noticias.
Él los miró, primero a uno, luego a otro, y, una vez más, algo le pasó. Se habían acordado de él, no temían ni se avergonzaban de decirlo, y era un franco interés, por parte de aquella criatura encantadora y aquel caballero perspicaz y cauto, un interés que resistía al olvido y sobrevivía a la separación, lo que había decidido su regreso. La visita anterior había sido uno de los momentos más luminosos de su vida, pero aquél era el más grave; de manera que, al cabo de un minuto, algo se quebró en él y su máscara cayó sola. Como habría dicho Gedge, abandonó la coherencia; ésta, mientras desaparecía, le llenó los ojos de lágrimas. Por ello esbozó una rara sonrisa.
—¿Han oído contar cómo me va?
El joven, aunque seguía escrutándolo, al oír esto se sintió seguro del terreno que pisaba.
—Claro, se habla muchísimo de usted. Se ha hecho famoso en todo el mundo.
—¿Han oído hablar de mí en América?
—¡Si no se habla de otra cosa!
—¡Eso fue lo que nos hizo pensar…! —contribuyó la señora Hayes.
—¿Que tenían que verlo con sus propios ojos? —de nuevo, el pobre Gedge miró de un rostro a otro—. ¿Quieren decir que he organizado un… escándalo?
—¡Claro que no! Ha despertado admiración. Así renueva el interés —observó el joven.
—¡Ah, de eso se trata! —dijo Gedge con unos ojos llenos de aventura que parecían posarse más allá del Atlántico.
—Lo oyen, mes tras mes, cuando vienen por aquí, como habrá visto usted; y luego vuelven a casa y hablan. Pero cantan sus alabanzas.
Nuestro amigo apenas podía creérselo.
—¿Allí?
—Allí. Me parece que ha salido usted incluso en los periódicos.
—¿Sin insultos?
—Oh, nosotros no insultamos a nadie.
La señora Hayes, con toda su belleza, quedó claro que insistía en este punto.
—Lo ponen a usted por las nubes.
—Entonces, ¿no lo saben?
—Nadie lo sabe —declaró el joven—. En cualquier caso, lo que nos inquietaba no era lo que pudiera saber alguien.
—¿Fue por motivos propios? Me refiero a su propia percepción del asunto.
—Bueno, llámelo así. Nos acordábamos y nos preguntamos qué había pasado. De manera —el señor Hayes reía ahora con franqueza— que hemos venido a verlo.
Gedge miró a través de las lágrimas.
—¿Han venido desde América para verme?
—Oh, en parte. Pero, una vez en Inglaterra, no podíamos dejar de verlo.
—¡Y ahora ya lo hemos visto! —añadió la joven con dulzura.
Gedge no podía por menos que seguir boquiabierto ante la sinceridad del halago. Pero intentó contestarles —eso era lo que menos le costaba— en su mismos términos.
—Bueno, ¿y qué les ha parecido?
La señora Hayes, pensó Gedge —como si su respuesta tuviera que ser importante—, soltó una risita nerviosa.
—Oh, pues mire…
Una vez más, Gedge los miró alternativamente.
—Es brutalmente fácil, ¿saben?
El marido alzó las cejas.
—Oculta usted su arte. La emoción… sí, tal vez eso sea fácil; el tono general debe fluir. Pero los hechos… tiene muchos: ¿cómo los hace pasar?
—¿Le parece que pongo demasiados…? —preguntó Gedge.
Los dos se divertían.
—¡Eso es justo lo que he venido a ver!
—Bueno, ya sabe. He ido tanteando; he ido paso a paso; no me creerían si les contara cómo he ido probando. Lo que han visto es el resultado —tras esto, como no decían nada, añadió—: ¿Pensaban que podría salir de ésta?
Una vez más, se limitaron a esperar, pero el marido habló.
—¿Tan tremendamente seguro está de que ha salido?
Gedge se detuvo, tal como lo hacía en los momentos de emoción, casi consciente de que, con sus hombros caídos, el largo y delgado cuello y aquella nariz tan prominente en comparación con otras partes del cuerpo, parecía más que nunca una jirafa. Entonces por fin lo entendió.
—¿Podría estar otra vez en peligro… y ese peligro es lo que los ha movido a ustedes? ¡Oh! —el pobre hombre casi soltó un gemido. La idea lo hizo flaquear; sin embargo, recobró la compostura—. ¿Tiene una idea clara de qué peligro corro?
En cuanto sonó esa nota definitivamente, el aire se aclaró de un modo maravilloso. Al cabo de un minuto, el lúcido señor Hayes se lo había resumido todo.
—No sé qué pensará de nosotros por tener una curiosidad tan brutal.
—Pienso —dijo el pobre Gedge con una mueca— que ustedes sólo son brutalmente amables.
—La culpa es toda suya —contestó su amigo— por presentarnos (no somos tontos, eh) el retrato de una crisis tan sorprendente. En nuestra otra visita, recordará —dijo con una sonrisa—, nos inquietó por la razón contraria. Por lo tanto, si esto volviera a ser una crisis para usted, nos ofrecería el caso completo.
—Hace usted que desee que lo sea —dijo Morris Gedge.
—Bueno, no intente provocar una para divertirnos. Me parece que no tiene usted mucho margen. Vaya con cuidado, vaya con cuidado.
Gedge reflexionó un poco.
—Sí, eso fue lo que me dijo hace un año. Me honró sintiéndose tan inquieto como mi esposa.
Esto determinó por parte de la joven una pregunta inmediata.
—¿Podría preguntar si ahora la señora Gedge está tranquila?
—Ya que lo pregunta, le diré que no. Como mínimo, teme que vaya demasiado lejos, no cree que tenga margen de seguridad. Nos asustamos después de su visita, ¿sabe?, vinieron a vernos.
Sus amigos eran todo interés.
—¡Ah! ¿Vinieron?
—Con todo su peso. Hicieron que me apeara de mis ilusiones y volviera a la realidad. Por eso…
—¿Por eso está usted hundido? —preguntó la señora Hayes dulcemente.
—Ah, querido amigo —intervino su marido—, no está usted nada hundido, sino muy arriba. Ha subido usted a otro árbol distinto, pero está en lo más alto.
—¿Me está usted diciendo que he subido demasiado alto?
—Ésa es exactamente la cuestión —contestó el joven—. Y no nos sentimos capaces, si no le importa, de sopesar esa posibilidad, en comparación con su primer peligro.
Gedge lo miró.
—Me parece que ya sé qué es lo que, en el fondo, esperaban.
—En el fondo, «esperábamos», por supuesto, que usted estuviera bien.
—¿A pesar de que todo el mundo queda como un idiota?
El señor Hayes de Nueva York sonrió.
—Pongamos que precisamente por esto. Lo único que pedimos es estar convencidos de que todo el mundo es idiota.
—Pero, sin duda, no habrán podido imaginar idiotas del tamaño que exige mi caso… —y Gedge hizo una pausa mientras su compañero aguardaba, como si estuviera a la espera de alguna prueba—. Bien, no intentaré hacerle creer que su inquietud no me ha puesto, no amenaza con ponerme un poco nervioso; aunque no lo entiendo si, como dice usted, la gente me pone por las nubes.
—Oh, esa noticia viene del otro lado; en nuestro país la gente lo pone todo por las nubes con facilidad. Ya habrá visto usted que los niños pequeños ríen hasta gritar cuando alguien les hace cosquillas en un sitio nuevo. En mi país hay millones de personas muy afables que no son más que niños pequeños. Continuamente ofrecen nuevos puntos a quien les hace cosquillas. A quienes hemos visto bajo otra luz —prosiguió el señor Hayes de buen humor— ha sido a sus compatriotas: el comité, el consejo o las autoridades correspondientes a las que deba usted rendir cuentas.
—Entonces, póngale el nombre de mi amigo Grant-Jackson, la persona que me respaldó al principio, aunque debo admitir que tal vez por ese motivo sea mi mayor crítico. Trato casi sólo con él; o, mejor dicho, es él quien me trata, quien ha tratado conmigo. Será él quien me sostenga o me haga caer. Pero fue él quien me dejó las riendas.
—¿Y no querrá que parezca que corre usted desbocado? —preguntó la señora Hayes.
—Por supuesto, entiendo lo que quiere usted decir. Corro a ciegas hacia el precipicio y Ellos me contemplan (¡son mis vigilantes!), esperando que llegue el golpe. Es maquiavélico, pero todo es posible. ¿Y a qué se refería hace un momento, especialmente si sólo ha oído hablar de mi prosperidad, cuando mencionaba esa «otra luz»?
Durante un instante sus amigos parecieron incómodos, pero el señor Hayes fue al grano.
—Hemos oído hablar de su prosperidad pero recuerde que también lo hemos oído a usted hace apenas unos minutos.
—Estaba decidido a que me oyeran —dijo Gedge—. Así que les parezco bueno… pero ¿exagero? —su tensa sonrisa seguía siendo escéptica.
En todo caso, así interpelado, su visitante se manifestó.
—Bueno, si no exagera, si dentro de seis meses está claro que no ha exagerado, entonces…
—Entonces ¿qué?
—Entonces es que es magnífico.
—Pero claro que es magnífico, mejor que nada parecido lo ha sido nunca. Exagero, sí, gracias a Dios; o exageraría si hubiera algo que pudiera exagerarse.
—Oh, bueno. ¡Si hay pruebas de que no puede…! —con esto y un gesto expresivo, el señor Hayes despejó sus temores.
Su mujer, sin embargo, durante un momento pareció incapaz de abandonarlos.
—Entonces, ¿ellos no quieren ninguna verdad? ¿Ni siquiera para salvar las apariencias?
—¡Apariencias —dijo Morris Gedge— es lo que ofrezco!
Eso hizo que ellos, los otros, se miraran. Después la mujer sonrió.
—Oh, bueno, ¡si eso es lo que piensan…!
—¿Usted, al menos, no? Es usted como mi mujer… —añadió Gedge—. ¡Y lo cierto es que, si no recuerdo mal, hace un año expresé un deseo sobre esa semejanza! En cualquier caso, la asusto.
—¡Ah, las esposas son terribles! —dijo el joven marido para relajar la tensión, y su visita no habría tenido ya más excusa para prolongarse si, en ese mismo instante, un movimiento en el otro extremo de la habitación no hubiera llamado de repente su atención. Había oscurecido tanto que, aunque Gedge, en el curso de la conversación, había encendido la lámpara más cercana, no habían distinguido, al tiempo que se abría la puerta de comunicación con la casa del guarda, la aparición de otra persona, una mujer inquieta que, en su impaciencia, apenas se había detenido antes de avanzar. La señora Gedge —su identidad tardó pocos segundos en ser patente— estaba ya allí mismo y no había llegado demasiado tarde para oír el último comentario del señor Hayes. Gedge se dio cuenta de inmediato que llegaba con novedades y, debido a esa certeza, tampoco le hizo falta la rápida respuesta de su mujer a las palabras que todavía flotaban en el aire.
—¡También podría decir, señor, que las pobres esposas muchas veces están terriblemente asustadas!
La señora Gedge no sabía nada de los amigos a los que, a aquella hora tan intempestiva, su marido estaba enseñando la casa; pero a Gedge no pudo llegarle señal más clara de que eso no importaba que el modo, lleno de posibilidades, en que su mujer pronunció la frase que, por así decir, le soltó en la cara.
—¡Grant-Jackson quiere verte ahora mismo!
—¿Estaba contigo?
—Sólo un minuto… acaba de llegar. Pero quiere verte a ti.
Gedge miró a los demás.
—¿Y qué quiere, Isabel?
—¡Dios sabe! Ahí está. A esta hora horrible… igual que la otra vez.
Se había vuelto hacia los demás con un gesto nervioso, desbordando hacia ellos su emoción, consternada, a pesar de que fueran desconocidos —como si fuera una mujer del pueblo, pensó él—. Era el ama de casa, con la cabeza descubierta, que charla en la calle sobre la pelea en casa, y Gedge la presentó de inmediato encarnando a este personaje.
—Ésta es mi querida e indecisa esposa, que hará todo lo posible por atenderlos mientras yo me ocupo de nuestro amigo —y le explicó a ella como pudo quiénes eran esos acompañantes que en aquel momento protestaban—: el señor y la señora Hayes de Nueva York, que estuvieron ya aquí.
Gedge era consciente, sin conocer el motivo, de que el anuncio hecho por su mujer lo había dejado helado; pero no acababa de entender por qué lo había helado de aquel modo. Sus buenos amigos también habían quedado visiblemente afectados, y el cielo sabía que las profundidades donde meditaba sus especulaciones eran fáciles de estimular por contacto. Si querían una crisis, la habían encontrado, aunque ya habían anunciado antes su intención de retirarse. Pero Gedge no quería permitirlo.
—¡Ah, no! Tienen que quedarse y ver qué pasa.
—Pero no podremos soportarlo, ¿sabe? —dijo la joven—, si el resultado es que los echan.
Su crudeza era muestra de su sinceridad, y fue esta última, sin duda, lo que detuvo a la señora Gedge.
—Es para echarnos.
—¿Se lo ha dicho, señora? —preguntó el señor Hayes: era asombroso cómo el soplo de la fatalidad los había unido.
—No, no me lo ha dicho, pero hay algo en él (me refiero a su horrible actitud) que encaja demasiado bien con otras cosas. Ya hemos visto muchas otras cosas —dijo, pálida, la pobre señora.
La joven casi la agarró.
—¿Y es muy horrible su actitud?
—Es sólo la actitud de un hombre muy importante —intervino Gedge.
—Bueno, pues los hombres muy importantes —dijo su mujer— son horribles.
—¡Eso es exactamente lo que estamos averiguando! —rio él—. Pero no debo hacerlo esperar. Nuestros amigos aquí presentes están directamente interesados. No debes permitir que se vayan antes de que sepamos algo.
Sin embargo, el señor Hayes lo retuvo y no pudo marcharse.
—Tenemos un interés tan directo que quisiera decirle una cosa: si sucediera algo…
—¿Sí? —preguntó Gedge amablemente al ver que vacilaba.
—Bueno, tendremos que colocarlo en algún sitio.
La señora Hayes coincidió rápidamente.
—¡Oh, sí! Acuda a nosotros.
Una vez más, no pudo hacer otra cosa que mirarlos. Eran, sin duda, unas magníficas personas. ¡El señor y la señora Hayes! Aquello afectó incluso a Isabel, a pesar de su alarma; sin embargo, el bálsamo, en cierto modo, parecía presagiar la herida. Gedge había alcanzado la puerta de sus dependencias; se detuvo allí como si fuera la puerta de la sala del juicio. Pero se echó a reír: al menos, podía ir a oír su sentencia como un valiente.
—Muy bien, entonces ¡acudiré a ustedes!
Eso estaba muy bien, pero no impidió que su corazón, un minuto más tarde, al final del pasillo, latiera con tal fuerza que podía contar los latidos. Hizo otra pausa antes de entrar; al otro lado de esa segunda puerta, iban a entregarle a su pobre futuro sin ataduras. Éste, en el mejor de los casos, estaba destrozado y sin brío, pero ¿no estaba allí Grant-Jackson, como un domador en la jaula, con leotardos, lentejuelas y actitud circense, para azotarlo con el elegante látigo oficial y obligarlo a saltar por encima de él? En aquellos momentos analizó plenamente el efecto que había tenido en sus nervios la impresión causada en sus amigos, tan extrañamente sinceros, cuya sinceridad, en realidad, en el espasmo de aquel último esfuerzo, había estado en un tris de molestarlo. Su contacto lo había inquietado; tenía miedo, en sentido literal, de hacer frente a su destino de rodillas; tenía la plena sensación de que no habría hecho falta mucho más para conseguir que se acercara, con la frente en el polvo, al gran hombre cuyas iras debía evitar. El señor y la señora Hayes de Nueva York le habían llenado los ojos de lágrimas; pero ¿estaba reservada a Grant-Jackson la capacidad de hacerlo llorar como un niño? Deseaba, sí, mientras palpitaba, que el señor y la señora Hayes de Nueva York no hubieran tenido un interés tan excéntrico porque, de un modo u otro, parecía deberse a su influencia el que estuviera desmoronándose tan deprisa. Antes de mover el pomo de la puerta, sin embargo, le sobrevino otro momento extraño, cuando comprendió que había sido estrictamente su caso lo interesante, su curioso poder, aunque fuera accidental, para mostrar como en un retrato la actitud de otros: no su personalidad pobre y oscura. Sin embargo, era lo que quedaba de ella lo que caminaba hacia la ejecución. Y dice mucho en favor de nuestro amigo que creyera, mientras se preparaba para girar el pomo, que lo iban a colgar; así como no dice menos que, llegado el momento, dedicara su último pensamiento a su mujer. Así como, posiblemente, con su último aliento capaz, agradeció a su estrella, no siempre buena, la existencia del señor y la señora Hayes de Nueva York. Al menos, se ocuparían de Isabel.
Y eso hacían con cierto éxito cuando, diez minutos más tarde, regresó a donde estaban. Isabel estaba sentada entre ambos en la embellecida Cámara Natal, y más tarde no habría podido asegurar que cada uno de ellos no le sostuviera la mano. En cualquier caso, los tres juntos tuvieron el efecto de recordarle —era demasiado fantasioso— un cuadro, una reproducción sentimental que había visto y admirado en su juventud, titulada algo así como «A la espera del veredicto», «Contando las horas» o algo parecido; la humilde respetabilidad aguardando expectante por la humilde inocencia. No sabía qué pinta tenía él y no le importaba; lo importante era que no estaba llorando, aunque no le habría costado mucho; el brillo de sus ojos era seco, sin duda, aunque los rostros de los demás cuando se levantaron para recibirlo demostraron con creces que los de Gedge tenían un brillo especial o algo igualmente desconcertante. Los ojos de su mujer taladraron los suyos, pero fue la señora Hayes de Nueva York quien habló:
—¿Ha sido por…?
Al principio se limitó a mirarlos: ahora tenía la sensación de que podía hacerlo a gusto.
—Sí, ha sido por «eso». Es decir, quería hablar de cómo he estado comportándome. Ha venido a hablar de eso.
—¿Y se ha marchado ya? —se permitió preguntar el señor Hayes.
—Se ha marchado.
—¿Ya se ha terminado todo? —preguntó Isabel con voz ronca.
—Se ha terminado.
—Entonces, ¿nos vamos?
Le agradó poder contestar a aquella pregunta.
—No, Isabel, nos quedamos.
Casi se oyó un triple grito ahogado; el alivio tardó en hacer efecto.
—Entonces, ¿para qué ha venido?
—Con su buen corazón henchido y para manifestar la satisfacción de Ellos. Para expresar que es consciente…
El señor Hayes se echó a reír, pero su mujer quería saberlo todo.
—¿Del gran trabajo que está usted haciendo?
—De la forma en que lo he pulido. Son muy generosos. Al parecer, los ingresos por taquilla hablan…
Gedge disfrutaba con el efecto que producía; Isabel lo miraba fijamente y los demás estaban pendientes de sus labios.
—¿Sí? ¿Hablan…?
—Por sí solos y dicen muchísimas cosas. Dicen la verdad.
Al oír esto, el señor Hayes volvió a reírse.
—Oh, ¿por lo menos ellos sí la dicen?
Una vez más, a su lado, Gedge se dio cuenta de lo bien que se entendían y, con el regreso a esta agradable coincidencia, su tensión se relajó, como si se hubiera soltado la correa de un muelle, y volvió a sentir que su viejo rostro estaba tranquilo.
—De manera que no podrán decir ustedes —prosiguió— que no nos gusta.
—Me inclino ante ella —dijo el joven con una sonrisa—. Es lo que he dicho antes: es magnífico.
—Es magnífico —dijo Morris Gedge—. No podría serlo más.
Su mujer todavía lo miraba, conteniendo la ironía.
—Entonces, ¿estamos como antes?
—No, no como antes.
Ella dio un brinco.
—¿Mejor?
—Mejor. Nos lo han subido.
—¿El sueldo?
—Nuestro precioso estipendio, por voto del Comité. Eso era lo que él, como presidente, venía a anunciarnos.
Los mismos ecos de la Cámara Natal durante un instante quedaron mudos; a los tres acompañantes del guarda les faltaba la respiración. Pero Isabel, casi con un grito, fue la primera en recuperarla.
—¿Nos lo duplican?
—Bueno, algo así. «En reconocimiento». Ya lo ves.
Isabel produjo otro sonido, pero en esta ocasión inarticulado; en parte porque la señora Hayes de Nueva York había saltado sobre ella para darle un beso. Entre tanto, el señor Hayes, como si tuviera demasiado que decir, se limitó a tender una mano que nuestro amigo estrechó en silencio. De este modo Gedge dijo la última palabra:
—¡Ya lo ves!