__ VIII __

Laura era de talante serio por naturaleza y, a diferencia de muchas personas serias, no ponía especial empeño en el estudio del arte de ser alegre. Si sus circunstancias hubieran sido distintas, tal vez lo hubiera hecho, pero vivía en una casa alegre (¡y que el Cielo la conservara así!, acostumbraba a decir) y, por lo tanto, no se veía empujada a la diversión por motivos de conciencia. Las diversiones que buscaba eran serias y prefería las que más se alejaban de los intereses de Selina y Lionel. Sentía que la divergencia era mayor cuando intentaba cultivar su espíritu, y era una rama de ese cultivo la visita a las curiosidades, los restos históricos y los monumentos de Londres. Le gustaba la abadía de Westminster y el British Museum, y había extendido sus investigaciones hasta la Torre. Había leído las obras de John Timbs[9] y había tomado nota de los viejos rincones de la historia que seguían en pie, las casas en las que habían vivido y muerto los grandes hombres. Planeó un recorrido general de inspección de las iglesias antiguas de la City y una peregrinación por los extraños lugares celebrados por Dickens. Debe añadirse que, si bien sus intenciones eran grandes, hasta el momento sus aventuras habían sido pequeñas. No había encontrado la oportunidad ni la independencia necesarias; la gente tenía otras cosas que hacer que salir con ella, de manera que no alcanzó el privilegio de visitar instituciones públicas sin compañía hasta pasado cierto tiempo en el país y mucho después de empezar a salir sola. Algunos aspectos de Londres la asustaban, pero había otros, como The Poets’ Corner en la abadía o la sala de los mármoles de Elgin, donde prefería estar sola a encontrarse en compañía inconveniente. En la época en que el señor Wendover se presentó en Grosvenor Place, había empezado a «colocar», como ellos decían, un museo o algo similar cada vez que se le ofrecía la posibilidad. Además de la idea de que tales lugares eran fuentes de conocimiento (es de temer que las nociones de la pobre chica sobre lo que era el conocimiento fueran simultáneamente convencionales y toscas), eran también ocasiones para alejarse, una huida de los pensamientos inquietantes. Se olvidaba de Selina y «se formaba» un poco, aunque apenas sabía para qué.

El día en que el señor Wendover cenó en Grosvenor Place, hablaron de San Pablo y él manifestó que le gustaría ver la catedral, deseoso de hacerse una idea del gran pasado, así lo dijo, de Inglaterra, no sólo del presente. Laura mencionó que, el verano anterior, había pasado media hora en el gran templo negro de Ludgate Hill; tras lo cual él le preguntó si no le resultaría muy desagradable volver, para hacerle de guía. Lo había llevado a ver a lady Davenant, mujer notable y digna de un largo viaje, y ahora le gustaría devolverle el favor y enseñarle algo a ella. La dificultad estribaba en que, probablemente, no había nada que ella no hubiera visto; pero, si se le ocurría algo, estaba a su completo servicio. Durante esa cena se sentaron juntos y Laura le dijo que pensaría algo antes de terminar de comer. Al poco le hizo saber que se le había ocurrido un lugar encantador al que le daba miedo ir sola y donde agradecería tener un acompañante: le daría detalles más adelante. Acordaron entonces que cierta tarde de esa misma semana irían juntos a la catedral de San Pablo y prolongarían el paseo lo que el tiempo les permitiera. Laura bajó la voz para mantener esa conversación, como si sus alusiones fueran, en cierto modo, incorrectas. En aquel momento tendía a pensar que el señor Wendover era un joven bueno: tenía unos ojos bondadosos. Su principal defecto era que trataba todos los asuntos como si fueran igual de importantes; pero quizá eso fuera mejor que tratarlos con igual ligereza. Quizá, si alguien se interesara por él, podría llegar a enseñarle a discriminar.

En un principio, Laura nada dijo a su hermana de su cita con él: los sentimientos con que consideraba a Selina eran tales que no le resultaba fácil tener una conversación sobre asuntos relacionados con su comportamiento con aquella devota del placer a cualquier precio, ni, en cualquier caso, comunicarle sus actividades, como haría con una persona de buen juicio. De todos modos, como le horrorizaba ocultar algo deliberadamente (Selina ya lo hacía por las dos), tenía intención de mencionar a la hora del almuerzo del día en cuestión que había quedado en acompañar al señor Wendover a la catedral de San Pablo. Sin embargo, resultó que la señora Berrington no estuvo en casa aquella comida; Laura la compartió con la señorita Steet y sus jóvenes pupilos. Por aquel entonces era bastante habitual que las hermanas no se vieran por la mañana, pues Selina se quedaba hasta muy tarde en su habitación y la antigua costumbre de visitarla en ese lugar se había interrumpido de manera notable. Selina tenía el hábito de enviar desde su fragante santuario pequeñas notas jeroglíficas en las que expresaba sus deseos o le daba órdenes para todo el día. En la mañana del día al que me refiero, la doncella de Selina puso en la mano de Laura uno de esos comunicados, el cual contenía las siguientes palabras: «Por favor, sustitúyeme y ocúpate de los niños a la hora de comer. Tenía intención de dedicarles esta hora, pero he recibido un mensaje desesperado de lady Watermouth; se encuentra peor y me ruega que vaya a verla; salgo corriendo para coger el tren de las 12.30». Aquellas líneas no exigían respuesta y Laura no tenía nada que preguntarle de lady Watermouth. Sabía que estaba agotadoramente enferma, exiliada, condenada a privarse de las diversiones de la temporada y a llamar a sus amigos, en una casa que había alquilado para tres meses en Weybridge (debido a ciertos aires muy especiales), a la que Selina había ido ya a visitarla. El cariño que Selina le tenía parecía digno de encomio: tanto pensaba en ella. Laura había observado en su hermana estos súbitos arrebatos de caridad dirigidos a otras personas y objetos y se decía, mientras los contemplaba: «¿Se deberán a que es mala persona y desea compensar de algún modo sus actos y librarse así de un posible castigo?».

El señor Wendover fue a buscar a su cicerone y acordaron dar un paseo romántico y bohemio (el joven era muy dócil y aceptó la propuesta de buen grado), recorrer andando la breve distancia hasta la estación Victoria y tomar el misterioso ferrocarril subterráneo. En el vagón, previó la pregunta que imaginaba que él le iba a formular y dijo riendo:

—No, no. Esto es excepcional; si ambos fuéramos ingleses y, además, lo que somos, no haríamos esto.

—¿Y si sólo uno de los dos fuera inglés?

—Dependería de cuál.

—Bien, pongamos que yo.

—Oh, en ese caso, estoy segura de que, dado que nos conocemos desde hace muy poco, yo no saldría a visitar la ciudad con usted.

—Bueno, pues en ese caso me alegro de ser americano —dijo el señor Wendover, sentándose delante de ella.

—Sí, puede dar gracias a su suerte, es mucho más sencillo —añadió Laura.

—¡Oh, lo ha estropeado! —exclamó el joven; Laura no respondió a estas palabras, pero éstas le hicieron pensar que era más agudo, tal como acostumbraban a decir en su país, de lo que creía. Le pareció más agudo todavía después de bajar del tren en la estación de Temple (pensaban llegar hasta Blackfriars, pero saltaron al ver el letrero de Temple, animados por la idea de visitar también esta institución), cuando consiguieron entrar en el viejo jardín de los Benchers, que se extiende junto al río repleto y neblinoso, y contemplaron las tumbas de los cruzados en la baja iglesia románica, donde las figuras con las piernas cruzadas yacían tan cerca del eterno tumulto, y se demoraron en los acogedores patios de ladrillo con banderas, jambas cubiertas de inscripciones, ventanas apagadas y antiguas y atmósfera de recogimiento; se recrearon hablando de Johnson y Goldsmith y comentando el modo en que Londres ilustraba a Dickens a los ojos del visitante; y él se mostró más agudo que nunca en la alta y desnuda catedral, de un blanco sucio, cuando comentó que era bonita pero se preguntaba por qué no era más bonita todavía, mientras recorría, con una mirada tan fría como el cristal polvoriento e incoloro, los epitafios por los que hasta en la muerte la mayoría de los difuntos parecían aburridos. El señor Wendover era un hombre decoroso, pero se mostraba cada vez más alegre, y estas cualidades se manifestaban en él a pesar del hecho de que la catedral de San Pablo era bastante decepcionante. Después se alegraron de contar todavía con el otro lugar —el que a Laura se le había ocurrido durante la cena— como recurso: quizá fuera una compensación. A continuación subieron a un coche de caballos (eso decidieron, aunque habían ido andando desde el Temple hasta la catedral de San Pablo) y fueron hasta Lincoln’s Inn Fields, mientras Laura reflexionaba que era muy agradable pasear por Londres protegida —con una mezcla de seguridad y libertad— y que quizá había sido injusta y poco generosa con su hermana. De repente, le surgió una duda bondadosa y caritativa, una duda en favor de Selina. Lo que le gustaba de aquel momento era el elemento de imprévu, y quizá era sólo la misma feliz sensación de dejar atrás las leyes de Londres —por una vez— lo que había empujado a Selina a ir a París a pasear con el capitán Crispin. Quizá no habrían hecho nada peor que ir juntos a los Invalides y a Notre Dame; y si alguien la encontrara a ella en aquel momento, tan lejos de su casa, con el señor Wendover… Laura no terminó, mentalmente, la frase porque le asaltó la vieja idea (la había creído intermitentemente) de que la señora Berrington, en efecto, se había visto con el capitán Crispin, esa idea que ella rechazaba con tanta pasión. Al menos ella nunca negaría que había pasado la tarde con el señor Wendover; diría tan solo que era un americano que había llegado con una carta de presentación.

El coche de alquiler se detuvo en el museo Soane, que Laura Wing siempre había querido ver desde que, en una ocasión, un compatriota le contara que era una de las cosas más curiosas de Londres y una de las menos conocidas. Mientras el señor Wendover despedía el vehículo, la joven contempló aquella plaza imponente y pasada de moda (lo que la llevó a decirse que Londres era una ciudad interminable y no se podían conocer todos los lugares que lo componían) y vio una gran masa de nubes suspendida sobre la ciudad, nítido presagio de una tormenta de verano.

—Vamos a oír truenos, será mejor que no despida el coche —dijo ella; tras lo cual, su acompañante ordenó al hombre que esperara para que, a la salida, no tuvieran que ir andando bajo la lluvia en busca de un vehículo. Los objetos heterogéneos que coleccionó el difunto sir John Soane están dispuestos en una casa hermosa y antigua y el lugar nos retrotrae a un sábado por la tarde de nuestra juventud, como si visitáramos a una persona muy viajada, excéntrica y alarmantemente anciana y, bajo su mirada indulgente, nos dedicáramos a curiosear un largo rato sus pertenencias. Nuestros jóvenes amigos vagaron de sala en sala y lo encontraron todo raro, aunque algunos objetos les parecieron interesantes; el señor Wendover dijo que era un excelente lugar para dar con algo que no se encontrara en otra parte: ilustraba la prudente virtud de guardarlo todo. Se fijaron en los sarcófagos y en las pagodas de adorno, en los toscos mapas antiguos y en las medallas. Admiraron los hermosos cuadros de Hogarth; había también objetos inesperados e inquietantes de los que Laura se alejó y con los que habría preferido no compartir la misma sala. Llevaban allí media hora —había oscurecido mucho— cuando oyeron un tremendo trueno y se dieron cuenta de que había estallado la tormenta. La contemplaron un rato desde las ventanas del piso superior: un violento chaparrón de junio con relámpagos y lluvia que bailaba sobre las aceras. La aceptaron sin enfado y se entretuvieron junto a la ventana, aspirando el aroma del aire húmedo y fresco que salpicaba la ciudad bochornosa. Tendrían que esperar a que terminara y se resignaron con serenidad a la idea, sin dejar de repetir una y otra vez que no tardaría en pasar. Uno de los vigilantes les dijo que les quedaban algunas salas por ver y que había cosas muy interesantes en el sótano. Bajaron las escaleras, se hizo más oscuro y oyeron muchos truenos, y entraron en una zona de la casa que a Laura le pareció una serie de bóvedas irregulares y en penumbra —pasillos y estrechas avenidas— atestadas de objetos extraños, oscurecidos por el tiempo, si bien algunos tenían un aspecto perverso y temible, lo que la llevó a preguntarse cómo podían quedarse ahí los vigilantes.

—Es espantoso, ¡parece una cueva llena de ídolos! —dijo a su acompañante; y luego añadió—: Mire eso, ¿es una persona o una cosa? —y, mientras hablaba, se fue acercando al objeto en cuestión: una figura en mitad de una pequeña colección de curiosidades, una figura que, cuando se acercaron, respondió a su pregunta con un breve grito. La causa inmediata de este grito fue, al parecer, el vivo destello de un relámpago, que penetró en la sala e iluminó tanto el rostro de Laura como el de aquella misteriosa persona. Nuestra joven reconoció a su hermana, igual que, sin duda, la señora Berrington la reconoció a ella—. ¡Vaya! ¡Selina! —exclamaron sus labios antes de que tuviera tiempo de contener las palabras. Al mismo tiempo, la figura se dio rápidamente media vuelta y Laura vio que estaba acompañada de otra, la de un caballero alto con una barba clara que brillaba en la penumbra. Las dos personas se ocultaron al mismo tiempo, se apartaron de la luz y desaparecieron en la oscuridad o en el laberinto de objetos exhibidos. El encuentro duró apenas un instante.

—¿Era la señora Berrington? —preguntó el señor Wendover con interés mientras Laura seguía inmóvil, mirando fijamente.

—Oh, no. Me lo ha parecido al principio —consiguió contestar al instante. Había reconocido al caballero: tenía la hermosa barba clara del capitán Crispin, y Laura tuvo la sensación de que el corazón le daba un vuelco. Se alegraba de que su acompañante no pudiera verle la cara y, sin embargo, deseaba salir de allí, subir corriendo las escaleras, donde él podría vérsela de nuevo, escapar de aquel lugar. No quería estar allí con ellos; un horror repentino la abrumaba. «Ha mentido… ha mentido… ha mentido»: ése era el ritmo al que habían empezado a bailar sus pensamientos. Dio unos pasos en una dirección y luego en otra: temía volver a darse de bruces con aquella terrible pareja. Señaló a su acompañante que ya era hora de salir y, cuando él le mostró el camino para volver a las escaleras, Laura se lamentó de no haber visto la mitad de las cosas. De repente, simuló interesarse muchísimo en ellas y se entretuvo merodeando y curioseando. Le ponía nerviosa la idea de que el señor Wendover la estaba viendo ponerse nerviosa y se preguntaba si él creía que la mujer que había gritado y había salido corriendo era o no Selina. Si no era Selina, ¿por qué había chillado? Y si era Selina, ¿qué pensaría el señor Wendover de la actitud de aquélla y de la suya, y de aquel extraño encuentro? ¿Qué debía pensar ella? Era asombroso que en la inmensidad de Londres se produjera un encuentro de una probabilidad infinitesimal. ¡Qué lugar tan insólito para personas como ellos! Se marcharían en cuanto pudieran, estaba segura, y prefería esperar un poco para darles tiempo.

El señor Wendover no hizo más observaciones y eso fue un alivio; aunque su mismo silencio parecía manifestar su desconcierto. Subieron otra vez al piso de arriba y, al llegar a la puerta, se encontraron, ante su sorpresa, con que el coche había desaparecido: circunstancia tanto más singular cuanto que no habían pagado al cochero. Seguía lloviendo, aunque con menos violencia, y la repentina tormenta había vaciado de vehículos la plaza. El portero, al advertir la consternación de nuestros amigos, les explicó que el coche lo habían tomado otra dama y otro caballero que habían salido unos minutos antes; y cuando preguntaron cómo lo habían convencido para que se marchara sin dinero, les contestó que había sido evidente que habían negociado un poco (no lo había oído, pero la dama parecía tener una prisa terrible) y que el caballero le había dicho que se lo pagarían y le darían mucho más. El portero aventuró la indiscreta hipótesis de que el conductor tal vez ganara diez chelines por el viaje. Pero había muchos otros; llegaría uno en un minuto y, además, la lluvia iba a parar.

—Vaya, ¡qué cara más dura! —dijo el señor Wendover. No hizo ninguna otra alusión a la identidad de la dama.

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