__ XII __
Al día siguiente, a las cinco, Laura se dirigió a Queen’s Gate; en su aflicción, recurría a lady Davenant por recurrir a algo. Su vieja amiga estaba en casa y, gracias a una suerte extraordinaria, sola; sentada junto a la ventana, alzó la vista del libro y dirigió a la joven que se le aproximaba una mirada perspicaz por encima de las gafas. Una mirada que solicitaba alguna respuesta; no dijo nada pero dejó el libro y extendió las dos manos enguantadas. Laura las tomó y las atrajo hacia sí, se dejó caer de rodillas y enterró el rostro, sollozando, en el regazo de la anciana. Durante un rato no dijeron nada: lady Davenant se limitó a acariciarla con las manos.
—¿Es algo muy malo? —preguntó por fin.
Laura se levantó y, mientras se sentaba, preguntó:
—¿Ha oído contarlo y la gente lo sabe?
—No he oído nada. ¿Es algo muy malo? —repitió lady Davenant.
—No sabemos dónde está Selina… y su doncella se ha ido.
Lady Davenant miró a su visitante un momento.
—¡Dios mío, qué imbécil! —terminó por exclamar, poniendo el abrecartas dentro del libro como señal—. ¿Y a quién ha convencido para que se la llevara? ¿A Charles Crispin? —añadió.
—Eso suponemos… Suponemos… —dijo Laura.
—Otro imbécil —interrumpió la anciana—. ¿Y quién supone eso? ¿Geordie y Ferdy?
—No lo sé… ¡todo es tan oscuro!
—Querida, ha sido una suerte: ahora podrá usted vivir en paz.
—¡En paz! —exclamó Laura—. ¿Mientras la desgraciada de mi hermana lleva una vida semejante?
—Oh, querida Laura, me atrevería a decir que resultará muy cómoda; siento mucho decir algo en favor de semejante comportamiento, pero muchas veces es una ventaja. No se preocupe, se lo toma demasiado a pecho. ¿Se ha ido al extranjero? —prosiguió la anciana—. Imagino que se habrá ido a algún lugar bonito y alegre.
—No sé nada. Sólo sé que se ha marchado. Estuve con ella anoche y se fue sin decir una palabra.
—Bueno, pues mejor. Las escenas de despedida son odiosas: ¡son demasiado sensibleras!
—Lionel tiene gente que los vigila —dijo la joven—. Agentes, detectives, no sé quién. Hace ya mucho tiempo; yo no lo sabía.
—¿Quiere decir que se lo habría dicho usted a ella si lo hubiera sabido? ¿Y para qué sirven ahora los detectives? ¿No se ha librado ya de ella?
—Oh, no lo sé: él es tan malo como ella; dice cosas horribles, quiere que todo el mundo se entere —gimió Laura.
—¿Y se lo ha contado él a su madre?
—Supongo que sí: este mediodía ha salido corriendo a verla. Estará abrumada.
—¿Abrumada? ¡Qué va! —exclamó lady Davenant, casi con alegría—. ¿Desde cuándo algo en este mundo puede abrumarla? ¿Por quién la toma? Se limitará a pronunciar un discursito insólito y encantador. En cuanto a que lo sepa la gente —añadió—, lo sabrá quiera él o no. Pobrecita, ¿cuánto tiempo cree que se puede mantener el engaño?
—Lionel espera tener alguna noticia esta noche —dijo Laura—. En cuanto sepa yo dónde está, me pondré en marcha.
—¿Hacia dónde?
—Iré a buscarla… haré algo.
—Algo ridículo, querida. ¿Espera hacerla volver?
—Él no la dejaría entrar —dijo Laura con ojos secos y afligidos—. Lionel quiere el divorcio. ¡Esto es horrible!
—Bueno, puesto que ella también lo quiere, ¿dónde está el problema?
—Sí, ella quiere divorciarse. Y Lionel jura por todos los dioses que Selina no puede conseguirlo.
—Santo cielo, ¿no basta con un solo divorcio? —preguntó lady Davenant—. Me parece que tendremos algunas lecturas entretenidas.
—Es horrible, horrible, horrible —murmuró Laura.
—Sí, no deberían permitir que se publicaran. Me pregunto si no podríamos detener todo esto. En cualquier caso, lo mejor es que él no diga nada: dígale que venga a verme.
—No conseguirá influir en él; está furioso con ella. ¡En qué se ha convertido hoy esa casa!
—Claro, querida, por supuesto.
—Sí, pero para mí es terrible: es más de lo que puedo soportar.
—Querida niña: instálese en mi casa —dijo la anciana amablemente.
—Oh, ¡no puedo abandonarla, no puedo dejarla!
—¿Dejar? ¿Abandonar? ¡Qué manera de expresarlo! ¿No la ha abandonado ella a usted?
—¡No tiene corazón! ¡Cuánta maldad! —exclamó la joven. Tenía la cara pálida y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.
Lady Davenant se levantó y fue a sentarse en el sofá, a su lado: la rodeó con los brazos y las dos mujeres se abrazaron.
—Su habitación está lista —observó la anciana. Y luego añadió—: ¿Cuándo se marchó? ¿Cuándo la vio por última vez?
—Oh, de la manera más extraña, brutal y cruel, la más insultante para mí. Fuimos juntas a la ópera y me dejó allí con un caballero. Desde entonces no sabemos nada de ella.
—¿Con un caballero?
—Con el señor Wendover, aquel americano, y sucedió algo terrible.
—Por Dios, ¿la besó? —preguntó lady Davenant.
Laura se levantó rápidamente y le dio la espalda.
—Adiós, me marcho, me marcho —y, como respuesta a la irritada exclamación de protesta de su anfitriona, añadió—: ¡A cualquier sitio, huyo a cualquier sitio!
—¿Huye de su americano?
—¡Le pedí que se casara conmigo! —la joven se dio media vuelta con expresión trágica.
—No debería haberle dejado a usted esa tarea.
—Sabía que esto tan horrible iba a suceder y se me metió en la cabeza, ahí en el palco, de repente, la idea de que debía asegurarme otra vida, alguna protección, alguna respetabilidad. Al principio pensaba que yo le gustaba, se había comportado como si así fuera. Y a mí me gusta, es un hombre muy bueno. Así que se lo pregunté, no pude evitarlo, fue horrible… ¡me ofrecí a él! —Laura, de pie y con ojos dilatados, hablaba como si estuviera contando que lo había apuñalado.
Lady Davenant se levantó de nuevo y se le acercó; tras quitarse el guante, le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Está usted enferma, tiene fiebre. Estoy segura de que, dijera lo que dijera, fue algo encantador.
—Sí, estoy enferma —dijo Laura.
—No voy a permitir que se vaya a su casa, tiene que meterse ahora mismo en la cama. ¿Y qué le dijo él?
—Oh, fue lamentable —exclamó la joven, ocultando de nuevo la cara en la pañoleta de su amiga—. Yo estaba completamente, completamente equivocada; ¡ni se le había pasado por la cabeza!
—¿Y por qué diantre corría así tras usted? ¡Fue un bruto al decir eso!
—No lo dijo y nunca ha corrido detrás de mí. Se ha comportado siempre como un perfecto caballero.
—No tengo paciencia, ¡no puedo aguantarlo! ¡Me habría gustado verlo! —declaró lady Davenant.
—Sí, habría estado bien. No volverá a verlo nunca más; si de veras es un caballero, desaparecerá.
—¡Santo cielo, cuántas desapariciones! —murmuró la anciana. A continuación rodeó a Laura con el brazo y añadió—: Haga el favor de subir conmigo al piso de arriba.
Media hora más tarde tuvo una conversación con el mayordomo, tras la cual éste consultó el librito de registro en el que, como parte de sus tareas, transcribía con gran pulcritud las direcciones que aparecían en las tarjetas de visita de los nuevos visitantes. Este volumen, que se guardaba en el cajón de la mesa de la entrada, reveló que el señor Wendover se alojaba en George Street, Hanover Square.
—Suba a un coche ahora mismo y dígale que venga a verme esta noche —dijo lady Davenant—. Hágale entender que se trata de algo que le interesa personalmente, que cancele sus compromisos, sean los que sean. Dese prisa y seguro que lo encuentra: seguro que está en casa vistiéndose para la cena.
Lady Davenant había calculado bien porque unos pocos minutos antes de las diez se abrió la puerta de su salón y anunciaron al señor Wendover.
—Siéntese aquí —dijo la dama—. No, allí no, más cerca. Tenemos que hablar en voz baja. Estimado caballero, ¡no muerdo!
—Oh, esta silla es muy cómoda —contestó el señor Wendover vagamente, sonriendo a pesar de una inquietud visible. Era muy natural que se preguntara qué quería de él la imperiosa amiga de Laura Wing a aquellas horas de la noche; pero la elegancia de su esfuerzo por ocultar los síntomas de alarma era insuperable.
—Debería usted haber venido antes, ¿sabe? —prosiguió lady Davenant—. Me habría gustado verlo más de una vez.
—Estaba cenando fuera y me he dado mucha prisa. No he podido venir antes, se lo aseguro.
—Yo también he cenado fuera y he pasado por casa a propósito para verlo a usted. Pero no me refería a esta noche, lo ha hecho usted muy bien. Tenía ganas de hacerle venir el otro día, pero se me olvidó por algún motivo. Además, sabía que a ella no le gustaría.
—¡Vaya, lady Davenant! Me propuse venir a verla, después de aquel día —exclamó el joven, ni más tranquilo ni, por supuesto, más ilustrado.
—Seguro que sí, pero no tiene usted que justificarse; eso es precisamente lo que no quiero; no lo he hecho venir para eso. Tengo algo muy especial que decirle, pero es muy delicado. Voyons un peu![11]
La anciana pensó un poco, sin dejar de mirarle a la cara, la cual estaba adquiriendo una expresión de gravedad. Ésta sugería que el señor Wendover todavía no entendía a lady Davenant, pero no se la tomaba a broma. Aparentemente, las meditaciones ayudaron un poco a lady Davenant, como si estuviera buscando la forma de expresión más apropiada, porque terminaron con una brusca intervención:
—Me pregunto si se da cuenta usted de lo excelente que es esta muchacha.
—¿Se refiere… se refiere…? —balbuceó el señor Wendover, haciendo una pausa, como si no hubiera autorizado a la dama a negarle la posibilidad de concebir alternativas.
—Sí, me refiero a ella. Está arriba, en la cama.
—¡En el piso de arriba, en la cama! —el joven la miró fijamente.
—No se asuste, ¡no voy mandar a buscarla! —rio su anfitriona—. Al fin y al cabo, que esté ella aquí es lo de menos; lo que importa es que ha venido: sí, sin duda, ha venido. Pero ha sido asunto mío que se haya quedado aquí. Mi doncella ha ido a Grosvenor Place a buscar sus cosas y a comunicarles que se quedará en mi casa por ahora. ¿Hablo con claridad?
—En absoluto —dijo el señor Wendover, casi con dureza.
Sin embargo, lady Davenant no era dada a imaginar en su interlocutor severidad alguna ni a preocuparse por su posible existencia, llegado el caso, y la dama prosiguió con su fluida oratoria.
—Bien, debemos tener paciencia; lo resolveremos juntos. Temía que se marchara usted, por eso no he perdido el tiempo. Ante todo, quiero que le quede claro que ella no tiene la menor idea de que lo he hecho venir y debe prometerme que nunca, nunca, nunca se enterará. Se pondría hecha una furia. Ha sido idea mía y asumo la responsabilidad. Es cierto que lo conozco poco, pero me ha hablado bien de usted. Además, no acostumbro a equivocarme con la gente y el otro día usted me gustó, aunque parecía pensar que yo tenía ciento ochenta años.
—Me siento muy honrado —replicó el señor Wendover.
—¡Me alegro de que esté complacido! Deberá estarlo si le digo que ahora me gusta usted aún más. Veo cómo es usted; lo único que no veo es su fortuna. Quizá no importe mucho, pero ¿tiene usted dinero? En otras palabras, ¿tiene buenas rentas?
—¡No, lo cierto es que no! —rio el joven, desconcertado—. La verdad es que tengo muy poco dinero.
—Bueno, supongo que tiene usted tanto como yo. Además, eso será prueba de que ella no se mueve por interés.
—En ningún momento me ha aclarado usted de quién está hablando —dijo el señor Wendover—. No me considero autorizado a deducir nada.
—¿Teme usted traicionarla? La aprecio más incluso de lo que desearía que la apreciara usted. Me ha contado lo que sucedió entre ustedes anoche, lo que le dijo en la ópera. De eso quería hablarle.
—Se comportó de un modo muy extraño —observó el joven.
—No estoy tan segura de que se comportara de un modo extraño. Sin embargo, me parece bien que lo piense usted, bien sabe Dios que ella también lo piensa. Está horrorizada de sus palabras; está totalmente abatida y trastornada.
El señor Wendover guardó silencio un momento.
—Le aseguré que la admiraba más que a nadie. Me mostré amabilísimo con ella.
—¿Lo dijo en este tono? ¡Tenía que haberse echado a sus pies! Desde el momento en que no se arrodilló… seguro que comprende usted a las mujeres lo suficiente para entender lo que eso significa.
—Tenga en cuenta dónde estábamos: ¡en un lugar público, con muy poco espacio para echarse a los pies de nadie! —exclamó el señor Wendover.
—Ah, lejos de culparlo a usted de nada, ella dice que su conducta fue perfecta. Soy yo quien quiere hablar seriamente con usted —prosiguió lady Davenant—. Es tan lista, tan encantadora, tan buena y tan desgraciada.
—Cuando he dicho que se comportaba de modo extraño me refería sólo al modo en que se volvió contra mí.
—¿Se volvió contra usted?
—Me dijo que esperaba no volver a verme nunca más.
—Y a usted, ¿le gustaría volver a verla?
—¡Ahora no, ahora no! —exclamó inquieto el señor Wendover.
—No quiero decir ahora, no soy tan tonta. Me refiero a algún día, cuando deje de acusarse, si alguna vez lo hace.
—Ah, lady Davenant, eso debe dejarlo en mis manos —contestó el joven, tras vacilar un momento.
—No tema decirme que me estoy metiendo donde no me llaman —dijo su anfitriona—. Por supuesto, ya me doy cuenta de que me meto: lo he llamado precisamente para meterme. ¿Y quién no lo haría, por una criatura como ella? Conmueve a cualquiera.
—Lo siento muchísimo por ella. No sé qué cree que dijo.
—Bueno, pues le preguntó a usted por qué iba con tanta frecuencia a Grosvenor Place. No veo nada tan terrible en eso, si es cierto.
—Sí, con mucha frecuencia. Me gustaba.
—Bien, ése es el asunto que desearía aclarar —dijo lady Davenant—. Si le gustaba ir, había un motivo y éste era Laura Wing, ¿no es así?
—Me parecía encantadora y sigue pareciéndomelo ahora más que nunca.
—Entonces, es usted un hombre cabal. En definitiva, vous faisiez votre cour[12].
El señor Wendover no contestó de inmediato: los dos se quedaron mirándose.
—No me resulta fácil hablar de estas cosas —dijo por fin—, pero si quiere usted decir con eso que deseaba pedirle que fuera mi esposa, debo decirle que no tenía esa intención.
—Ah, entonces estoy totalmente confundida. Le parecía a usted encantadora y deseaba verla a diario. Entonces, ¿qué era lo que deseaba?
—No iba a diario. Por otra parte, me parece que en este país tienen una idea muy distinta de lo que constituye… en fin, de lo que es un cortejo. Aquí los hombres se comprometen antes.
—¡Oh, no tengo la menor idea de sus extrañas costumbres! —exclamó lady Davenant con cierta irritación.
—Bueno, pero yo tenía motivos para suponer que esas damas sí la tenían: al menos ellas eran americanas.
—«Ellas», ¡estimado caballero! Por el amor de Dios, no meta en esto a la horrible Selina.
—¿Y por qué no, si también yo la admiraba? La admiro muchísimo y la casa me parecía muy interesante.
—Alabado sea Dios, si ésa es la idea que tiene usted de una casa agradable. Pero no lo sé, siempre he guardado un poco las distancias —añadió lady Davenant, conteniéndose. Después prosiguió—: Si tanto le gusta la señora Berrington, lamento informarle de que esa mujer no vale nada.
—¿Nada?
—¡Nada de nada! He estado pensando si debía contárselo y he decidido hacerlo porque deduzco que no tardará en saberlo por sí mismo. Selina se ha largado, como dicen comúnmente.
—¿Se ha «largado»? —repitió el señor Wendover.
—No sé cómo lo dicen ustedes en América.
—En América no hacemos esas cosas.
—Ah, si se quedan en casa, como acostumbran a hacer en el extranjero, la cosa está mejor. Supongo que no la creía usted capaz de comportarse correctamente, ¿no?
—¿Quiere decir que ha abandonado a su marido y se ha ido con otro?
—Ni más ni menos; con un individuo llamado Crispin. Al parecer, todo sucedió anoche y tenía sus motivos para hacerlo del modo más ofensivo: en público, con torpeza y la más vulgar osadía. Laura me ha contado lo que pasó y debe permitirme usted que le diga cuánto me sorprende que usted no adivinara ese asunto miserable.
—Vi que algo iba mal, pero no entendí de qué se trataba. Me temo que no soy muy rápido para estas cosas.
—Bienaventurada sea su situación; sin duda, no es usted muy rápido si podía pasar por la casa a menudo y no ver cómo era Selina.
—El señor Crispin, sea quien sea, nunca estaba allí —dijo el joven.
—Oh, era muy lista, la muy granuja —contestó su interlocutora.
—Sabía que era amiga de divertirse, pero eso era lo que me gustaba ver. Quería ver una casa así.
—¡Amiga de divertirse es una buena frase! —dijo lady Davenant, riéndose de la simplicidad con que el señor Wendover explicaba su asiduidad—. ¿Y Laura Wing le parecía en su sitio, en una casa así?
—Bueno, era normal que estuviera con su hermana y siempre me pareció muy alegre.
—¡Gracias a su presencia! ¿Y le pareció anoche muy alegre, con aquel escándalo que pendía sobre ella?
—No habló mucho —dijo el señor Wendover.
—Sabía lo que se acercaba, lo sentía, lo veía, y eso es lo que ahora la pone enferma, haberlo desafiado a usted cuando sabía que la iban a asociar, que la gente la asociaría en su pensamiento, con un asunto tan desagradable. La gente y usted cuando se enteraran de lo sucedido.
—Ah, la señorita Wing no tiene nada que ver con eso —dijo el señor Wendover. Habló despacio, pero se puso de pie con un movimiento nervioso que su compañera advirtió perfectamente: tomó nota con sensación de triunfo. lady Davenant era muy astuta, pero nunca se había comportado con tanta astucia como cuando decidió mencionarle el escándalo de la casa de Berrington a su visitante y sugerirle que Laura Wing se consideraba lo bastante cercana para sentirse involucrada—. Siento muchísimo enterarme de la conducta equivocada de la señora Berrington —prosiguió gravemente, de pie ante ella—. Y le agradezco muchísimo su interés.
—No hay nada que decir sobre mi interés —dijo, levantándose también y sonriendo—. En cuanto al otro asunto, no tardará en saberse. Lionel se ocupará de ella.
—Qué horror, qué espanto.
—Sí, horrible. Pero no me traicione.
—¿Traicionarla? —repitió él, como si se hubiera distraído un momento.
—Con la joven. ¡Piense en su vergüenza!
—¿Su vergüenza? —dijo el señor Wendover, con el mismo tono.
—Le pareció que un hombre honrado podría salvarla de lo que resultaba cada vez más patente, podría darle su apellido, su confianza, y ayudarla a salvar aquel mal paso. Exagera la gravedad de todo ello, el estigma de su parentesco. Por Dios, si así fuera, ¿dónde estaríamos algunos de nosotros? Pero ésas son sus ideas, totalmente sinceras, y se apoderaron de ella en la ópera. Tenía la sensación de encontrarse perdida y sufría muchísimo deseando que la rescataran. Se encontró con un caballero amable que parecía… que, sin duda, le había parecido… —y lady Davenant, con el anciano y bello rostro iluminado por su brillante sagacidad y con los ojos en los del señor Wendover, hizo una pausa y se detuvo en esa palabra—. Por supuesto, debió de tener un ataque de nervios.
—Lo siento mucho por ella —dijo el señor Wendover, con aquella gravedad que no comprometía a nada.
—¡Y yo! Y, por supuesto, si usted no estaba enamorado de ella, pues no lo estaba, ¿verdad?
—Debo despedirme de usted, me voy de Londres —fue la única respuesta que obtuvo lady Davenant a su pregunta.
—En ese caso, adiós. Es la muchacha más agradable que conozco. Pero insisto, ¡ponga cuidado en que no sospeche nada!
—¿Cómo va a sospechar nada si no voy a volver a verla nunca más?
—Oh, no diga eso —dijo lady Davenant suavemente.
—Me echó de allí con cierta ferocidad.
—¡Bobadas! —exclamó la anciana.
—Vuelvo a mi casa —dijo, mirándola con la mano en la puerta.
—Bien, seguro que estará allí mejor que en ningún sitio. ¡Y ella también! —añadió mientras él salía. No estaba segura de que le hubieran llegado estas últimas palabras.