__ XI __

Uno de los últimos días de junio, la señora Berrington le enseñó a su hermana una nota que había recibido de «tu querido amigo», tal como llamaba al señor Wendover. Por lo general lo denominaba así pero, en la fase que atravesaba en aquel momento su relación con Laura, nunca se había permitido renovar las insinuaciones, francamente perversas, con las que había intentado, tras el incidente en el museo Soane, confundirla. El señor Wendover proponía a la señora Berrington que ella y su hermana lo honraran con su presencia en un palco que tenía reservado para la ópera tres días más tarde: acontecimiento que suscitaba gran curiosidad, ya que era la primera aparición de una joven cantante americana de la que se esperaba mucho. Laura dejó en manos de Selina la decisión de si debían aceptar o no la invitación, y Selina defendió dos o tres opiniones contradictorias. Al principio, dijo que no sería conveniente que fuera ella y escribió al joven con este fin. Después, pensándolo mejor, consideró que podía ir y telegrafió un consentimiento. Después vio motivos para lamentar la aceptación y comunicó esta circunstancia a su hermana, la cual observó que no era demasiado tarde para cambiar de criterio. Hasta el día siguiente Selina la dejó en la ignorancia sobre si ella también se había retractado; después le dijo que había dejado las cosas como estaban: irían. A esto, Laura contestó que se alegraba por el señor Wendover.

—Y por ti misma —dijo Selina, haciendo que la joven se preguntara por qué todo el mundo (esa universalidad la representaban la señora de Lionel Berrington y lady Davenant) se había encaprichado con la idea de que sentía pasión por su compatriota. Era claramente consciente de que no era ése el caso; aunque se alegraba de que su estima por él todavía no se hubiera visto alterada por algún motivo que la impulsara a creer que lady Davenant había intervenido ya, de acuerdo con su terrible amenaza. Laura se sorprendería al enterarse más tarde de que Selina había, en la jerga londinense, «plantado» una cena para poder ir a la ópera. La cena habría supuesto algún retraso y no le interesaba: quería oír la ópera entera.

Las hermanas cenaron solas y juntas, sin que Lionel hiciera ninguna pregunta, y al bajar en el Covent Garden encontraron al señor Wendover esperándolas en el pórtico. Su palco resultó ser amplio y cómodo: y Selina fue cortés con él y le dio las gracias por su consideración al no llenarlo de gente. Él le aseguró que sólo esperaba a otro ocupante, un caballero con tendencia a replegarse en sí mismo que no ocuparía mucho sitio. El caballero apareció tras el primer acto; fue presentado a las señoras como el señor Booker, de Baltimore. Sabía mucho sobre la joven a la que había ido a escuchar y no sólo no se replegó sino que intentó impartir buena parte de sus conocimientos incluso mientras ella cantaba. Antes de que el segundo acto terminara, Laura divisó a lady Ringrose en otro palco al otro lado del teatro, acompañada de una dama desconocida. Al parecer, había otra persona en el palco y se volvían a hablar con ella de vez en cuando. Laura no comentó nada con su hermana, y advirtió que Selina en ningún momento dirigió hacia lady Ringrose los gemelos. Sin embargo, que la señora Berrington no había dejado de verla quedaría demostrado cuando al final del segundo acto (la ópera era Los hugonotes de Meyerbeer), dijo de repente, volviéndose al señor Wendover:

—Espero que no le importe si me voy un momento a sentarme con una amiga que está al otro lado del teatro.

Sonrió con toda su dulzura mientras anunciaba su intención, y a su favor pesó el hecho de que una expresión de disculpa siempre favorece a una mujer bonita. Pero se abstuvo de mirar a su hermana y ésta, tras mirarla inquisitivamente, miró al señor Wendover. Se dio cuenta de que se sentía decepcionado, incluso levemente herido: se había tomado la molestia de alquilar aquel palco y no era placer pequeño verse agraciado con la presencia de una famosa belleza. Pero la situación se frustraba si la famosa belleza trasladaba su luz a otra parte. Laura era incapaz de imaginar lo que se le habría metido a su hermana en la cabeza para comportarse de manera tan desconsiderada, tan grosera. Selina intentó llevar a cabo su acto de deserción de modo tranquilo y conciliador, en lo que se refiere a las miradas de súplica; pero no dio especial motivo para su escapada, no mencionó el nombre de los amigos en cuestión y no dio la menor muestra de saber que no era costumbre que las señoras fueran de palco en palco. Laura no le hizo ninguna pregunta, pero le dijo, tras cierta vacilación:

—No tardarás, ¿verdad? Sabes que no deberías dejarme aquí —Selina hizo como si no oyera y no se disculpó de ningún modo con la joven. El señor Wendover se limitó a exclamar con una sonrisa, en alusión a la última observación de Laura:

—Oh, si se trata de dejarla a usted aquí…

A pesar de que poseía el gran defecto (y era el único que le veía) de tener una escala de seriedad siempre ascendente, Laura lo juzgaba con interés suficiente para sentir verdadero placer al advertir que, aunque le molestaba que Selina se fuera sin decir si volvería pronto, se conducía tal como lo haría un caballero y se rendía respetuosa y galantemente a su deseo. El señor Wendover sugirió que, tal vez, podría convencer a sus amigos para que fueran a su palco, pero cuando ella objetó: «Oh, es que son demasiados», le puso el chal sobre los hombros, abrió la puerta del palco y le ofreció el brazo. Mientras todo esto sucedía, Laura vio a lady Ringrose examinándolos con sus anteojos. Selina rechazó el brazo del señor Wendover.

—Oh, no. Quédese usted con ella, seguro que él quiere acompañarme —dijo, mirando al señor Booker con aire sugerente. Selina nunca decía un nombre cuando bastaba un pronombre. Por supuesto, el señor Booker, se apresuró a satisfacer su petición con un mandamiento de su amigo para que la trajera de vuelta con presteza. Mientras se alejaban, Laura oyó que Selina le decía a su acompañante, y se dio cuenta de que el señor Wendover también lo oía—: ¡Por nada del mundo la habría dejado sola con usted!

A Laura aquella frase le pareció extraordinaria: le pareció incluso vulgar; especialmente si se tenía en cuenta que no había visto a aquel joven hasta media hora antes y, desde entonces, no habían cruzado más de veinte palabras. Llegó a sus oídos con tanta claridad que se sintió empujada a manifestarlo diciendo entre risas:

—Pobre señor Booker, ¿qué imagina Selina que puedo hacerle?

—Oh, teme por usted, no por él —dijo el señor Wendover.

Al cabo de un momento, Laura prosiguió:

—Tampoco habría debido dejarme sola con usted.

—Oh, sí, claro que sí, a fin de cuentas —contestó el joven.

Ella había pronunciado aquellas palabras sin deseo alguno de coquetear, sino porque expresaban parte de la idea que le merecía la actitud de Selina. Tenía la sensación de que aquello no estaba bien, de que la trataba como si no tuviera ninguna importancia; porque la señora Berrington sabía, sin duda, que las señoras honorables no arreglaban las cosas (por guardar las apariencias) para dejar a una hermana soltera sentada sola, en público, en un teatro, con un par de hombres jóvenes, ya que serían dos en cuanto el señor Booker volviera. A Laura le desagradaba que las personas del palco de enfrente, el grupo al que Selina se había sumado, la vieran desde esa perspectiva. Corrió un poco la cortina, se desplazó un poco hacia atrás y oyó que su acompañante exhalaba un suspiro vagamente implorante y protector que parecía expresar la sensación (que ella compartía por completo) de que aquel espléndido momento se había estropeado de repente. Al cabo de unos minutos, Laura advirtió entre lady Ringrose y sus acompañantes un movimiento que parecía indicar que Selina había entrado. Las dos damas que estaban delante se dieron media vuelta: algo sucedía en la parte posterior del palco.

—Ya está allí —dijo Laura, indicando el lugar; pero la señora Berrington no se dejó ver, quedó enmascarada por los demás. Tampoco se veía al señor Booker; al parecer, no lo habían persuadido para que se quedara allí y, ciertamente, Laura veía que tampoco había sitio para él. El señor Wendover observó, atribulado, que puesto que la señora Berrington no podría ver nada desde donde estaba, había cambiado un buen lugar por uno muy malo—. No me lo puedo imaginar… no me lo puedo imaginar —dijo la joven; pero hizo una pausa, perdiéndose en reflexiones y preguntas, en conjeturas que pronto se transformaron en ansiedades. El recelo, en cuanto a Selina concernía, estaba tan arraigado en su corazón que podía hacerla desgraciada, incluso cuando no señalaba en ninguna dirección concreta; y, al cabo de un cuarto de hora, se dio cuenta de qué poco se habían adormecido sus miedos desde aquella escena de desmelenamiento y contrición al amanecer.

La ópera siguió su curso, pero el señor Booker no regresó. La cantante americana lanzaba trinos y gorgoritos, ejecutaba vuelos notables y se la aplaudió mucho, todo indicaba un gran éxito; pero Laura cada vez prestaba menos atención a la música, ya que no tenía ojos más que para lady Ringrose y su amiga. Las contempló con insistencia e intentó sondear con los gemelos la oscuridad velada que tenían a sus espaldas. Sólo prestaban atención al escenario y en aquel momento no daban muestras de estar acompañadas. Sus acompañantes se habían ido o no les prestaban gran atención. Laura era incapaz de adivinar ningún motivo concreto por parte de su hermana pero cada vez estaba más convencida de que no había ofendido de aquella manera al señor Wendover sólo para charlar un ratito con lady Ringrose. Había algo más, había alguien más en el asunto. Y en cuanto la joven tuvo clara esta idea, tardó poco más en asociarla con la imagen del capitán Crispin. Y esta imagen la empujó a esconderse aún más tras la cortina, porque se sonrojó; y, si bien se ruborizaba de vergüenza, también lo hacía de rabia. El capitán Crispin estaba allí, en el palco de enfrente; aquellas horribles mujeres lo ocultaban (se le olvidaba lo inofensiva y leída que le había parecido lady Ringrose en aquella ocasión en Mellows); se habían entregado a aquel despreciable proceder. Selina estaba ahí cobijada, protegida por ellas, y había cometido la bajeza de utilizar a una joven decente, a la más leal, la más abnegada de las hermanas, para ese mismo fin. Laura enrojeció con la sensación de que, sin sospecharlo, había formado parte de una trama, de que la utilizaban, igual que a las dos damas de enfrente, pero que, por añadidura, la habían ofendido en la medida en que ella no era cómplice consciente, como ellas, y la habían engañado de aquella manera delante de centenares de personas. Le vino a la cabeza lo mal que se había portado Selina el día de Lincoln’s Inn Fields y cómo, a pesar de la comedia que había representado en el ínterin, la mujer que había encontrado entonces semejantes palabras de ofensa sin duda podría atacarla por otro flanco con un arma nueva. Por tanto, mientras la música pura llenaba el lugar y la hermosa imagen del escenario resplandecía tras ella, Laura se encontraba frente a la extraña inferencia de que la maldad de la naturaleza de Selina la hacía desear —puesto que se había entregado a ella— que su hermana se le pareciera, haciéndola pasar por una mujer tan «ligera» como ella. La joven se dijo que tal vez lo hubiera conseguido ya, ante la cínica mirada de Londres; y para su espíritu agitado, aquel teatro inmenso tenía un sinfín de ojos, ojos que ella conocía, ojos que la conocerían, que la verían allí sentada con un joven desconocido. Había reconocido ya muchos rostros y su imaginación se apresuró a multiplicarlos. Pero tras arder un rato con esta sublevación particular, dejó de pensar en sí misma y en lo que, según le parecía, había pretendido Selina: todos sus pensamientos se concentraron entonces en calcular el momento del regreso de la señora Berrington. Como no volvía y seguía sin volver, Laura sentía el corazón muy oprimido. No sabía qué temía, no sabía qué suponía. Estaba tan nerviosa (igual que la noche en que esperó, hasta el amanecer, a que su hermana regresara a la casa de Grosvenor Place) que cuando el señor Wendover hacía alguna observación ocasional no lo entendía y era incapaz de contestar. Afortunadamente, hizo muy pocas; estaba abstraído —bien fuera porque se preguntaba también lo que Selina era «capaz de hacer» o, lo que era más probable, simplemente, porque estaba absorto en la música—. Sin embargo, lo que Laura sí había comprendido era que, cuando, en tres ocasiones, inquieta, dijo: «¿Por qué no vuelve el señor Booker?», él contestó: «Oh, tenemos mucho tiempo. Estamos muy cómodos».

Laura fue muy consciente de esas palabras; les dio una importancia especial y se entrelazaron con su inquietud. También advirtió, en su tensión, que, tras preguntarlo por tercera vez, el señor Wendover había dicho algo de ir a buscar a su amigo, si no le importaba que la dejara sola un momento. Salió del palco y, en este intervalo, Laura puso todo su empeño en observar con los gemelos lo que le sucedía a su hermana. Pero era como si las damas de enfrente se hubieran preparado y hubieran dispuesto las cortinas para frustrar semejante intento: le fue imposible asegurarse de lo que empezaba a sospechar: que Selina ya no estaba con ellas. Y, si no estaba con ellas, ¿dónde se habría metido? Mientras pasaba el tiempo, antes del regreso del señor Wendover, se dirigió a la puerta del palco y se quedó contemplando el pasillo, por si casualmente volvía acompañado por la ausente. En aquel momento, lo vio volver solo y algo en la expresión de su rostro la hizo salir al pasillo para ir a su encuentro. Sonreía, pero tenía una expresión extraña e incómoda, especialmente cuando la vio allí de pie, como dispuesta a marcharse.

—Espero que no quiera irse —dijo, sosteniéndole la puerta para que regresara al palco.

—¿Dónde están? ¿Dónde están? —preguntó ella, sin moverse del pasillo.

—He visto a nuestro amigo: ha encontrado un sitio en la platea, cerca de la puerta de la entrada, justo debajo de nosotros.

—¿Y prefiere eso?

El señor Wendover la miró con una sonrisa forzada.

—Obedece a un ruego divertido de la señora Berrington.

—¿Un ruego divertido?

—Le ha hecho prometer que no volvería.

—¿Le ha hecho prometer…? —Laura lo miró fijamente.

—Le ha pedido, como favor especial, que no volviera con nosotros. Y él ha contestado que no lo haría.

—¡Ah, qué monstruo! —exclamó Laura, enrojeciendo.

—¿Se refiere al pobre señor Booker? —preguntó el señor Wendover—. Por supuesto, ha tenido que decirle que el deseo de una dama tan encantadora era ley para él. ¡Pero no lo entiende! —dijo el joven, echándose a reír.

—No más que yo. ¿Y dónde está la dama encantadora? —preguntó Laura, intentando recobrar la compostura.

—No tiene la menor idea.

—¿No está con lady Ringrose?

—Si quiere, iré a mirarlo.

Laura dudó y miró por el pasillo curvo del teatro, donde no se veía otra cosa que las puertecitas numeradas de los palcos. Estaban solos en el vacío iluminado por luz artificial; el finale del acto repicaba y resonaba tras ellos. Tardó un instante en decir:

—Me temo que debo molestarlo pidiéndole que me acompañe a coger un coche.

—Ah, ¿no quiere ver el final? Le ruego que se quede, ¿qué ha cambiado? —su acompañante mantenía abierta la puerta del palco. Laura lo miró a los ojos y le pareció encontrar en ellos, igual que en su voz, comprensión, súplica, justificación, ternura. Después echó de nuevo un vistazo al vulgar pasillo; algo le decía que, si regresaba, estaría dando el paso más importante de su vida. Meditó sobre ello y, mientras lo hacía, un gran estallido de aplausos llenó la sala al tiempo que caía el telón—. ¡Mire lo que nos estamos perdiendo! ¡Y el último acto es tan bueno! —dijo el señor Wendover. Laura regresó a su asiento y él cerró tras ellos la puerta del palco.

Después, en aquel pequeño cobijo tapizado, tan público y, sin embargo, tan privado, Laura Wing vivió los momentos más extraños de su vida. Como indicio de su extrañeza baste decir que, cuando advirtió que lady Ringrose y sus acompañantes habían desaparecido mientras ella estaba en el pasillo, observó la circunstancia sin aspavientos y guardó silencio. Su palco estaba vacío, pero Laura contempló esa situación sin dar por hecho que fuera señal de que Selina iba a volver de un momento a otro. Ya no volvería nunca, ni tampoco regresaría a casa desde la ópera. A estas alturas, aquello le parecía evidente: al principio se había acalorado y ahora sentía frío al pensar en lo que significaba exactamente la orden que Selina había dado al pobre señor Booker. Era digno de ella aprovechar el momento de la huida para propinar una patada con la peor intención. Grosvenor Place ya no sería su refugio aquella noche ni nunca más: por ese motivo intentaba salpicar a su hermana con el fango al que se arrojaba. No se habría atrevido a tratarla de aquella manera si pensara volver a verla. Lo más extraño de la situación era que el mayor argumento en favor de la contención de las emociones de nuestra joven dama no era la tremenda idea de que, en aquella ocasión, Selina se había «largado» definitivamente y que al día siguiente todo Londres lo sabría: eso había adquirido ya el tono de la certeza (un matiz horrible, sin duda); ahora, el frío que la atenazaba era el de un misterio que esperaba el momento de ser resuelto. Tenía el corazón lleno de inquietud: una inquietud cuya presión ella aprovechaba, intentando transformarla en esperanza. Ahí, sentada a su lado, se presentaba una oportunidad en la vida, pero desaparecería para siempre si esa misma noche no se acercaba; y Laura escuchaba y la contemplaba, para ver si se movía. No es necesario que informe al lector de que esa oportunidad se presentaba en la forma del señor Wendover, el cual, más que ninguna otra persona que conociera, tenía en sus manos la capacidad de alterar la aborrecible situación de Laura. Al día siguiente el señor Wendover se enteraría de todo y no tendría gran opinión de un miembro de aquella familia. Por lo tanto, era fundamental que hablara en aquel mismo momento. Por ese motivo Laura había regresado al palco, para darle la ocasión. Sumando todos los datos, bien podía pensar que él lo había estado buscando.

La joven sumaba y sumaba, en el fondo del corazón, mientras seguía en silencio. En aquel momento no había música que los obligara a estar callados; sin embargo, él no decía nada, igual que ella, y, durante unos minutos, Laura también sumó ese dato a la lista. Tenía la sensación de estar corriendo una carrera contra el fracaso y la vergüenza; ganaría si llegaba a la meta antes de que la alcanzara la degradación del día siguiente. Pero eso no quedaba lejos, y cada minuto que pasaba estaba más cerca. En realidad, llegaría esa misma noche si el señor Wendover empezaba a darse cuenta de la brutalidad que suponía que Selina no regresara. El consuelo había sido que, hasta el momento, el señor Wendover no había advertido ninguna brutalidad. En la orquesta, algunos violines emitían sonidos de prueba; hacían más corta la espera e inquietaban a Laura, convencida de que él podía alejarla del fango, si quería. Pero el hecho de que observara el palco vacío de lady Ringrose sin hacer ningún comentario alentador no parecía demostrar que quisiera. Laura esperaba que dijera que, sin duda, su hermana aparecería ya, pero sus labios no pronunciaron esas palabras. Quizá le complacía que Selina estuviera ausente o quizá lo condenaba pero, en cualquier caso, ¿por qué no decía nada? Si no tenía nada que decir, ¿por qué había dicho ya algo, por qué había actuado, qué pretendía…? Pero el desafío que internamente la joven le lanzaba se perdía en una neblina de desfallecimiento; se estaba obligando a cumplir un propósito, y eso le dolía hasta el punto de angustiarla, y todo cuanto la rodeaba se movía y emborronaba mientras oía afinar los violines.

Cuando se dio cuenta, ya había pronunciado esas palabras:

—¿Por qué ha venido usted tan a menudo?

—¿Tan a menudo? ¿A verla, quiere decir?

—¿A verme a mí? ¿Era eso? ¿Por qué ha venido? —prosiguió.

Era evidente que Wendover estaba sorprendido, y su sorpresa la ofendió un poco, alimentó cierto deseo de que sus palabras lo hirieran, lo azotaran. Le dijo en voz baja:

—Ha venido muy a menudo… demasiado a menudo, ¡demasiado a menudo! —dijo Laura en voz baja, pero se oyó y pensó que si lo que había dicho le sonaba a él de la misma manera que a ella…

Él se sonrojó, parecía alarmado y, sin duda, se había llevado un tremendo susto.

—Bueno, ha sido usted tan amable, tan encantadora… —balbuceó.

—Sí, claro. ¡Y usted también! ¿Venía a ver a Selina? Está casada, ya lo sabe, y plenamente dedicada a su marido.

Un solo minuto había bastado para indicar a la joven que la pregunta había pillado a su acompañante totalmente desprevenido, que, sin duda, no estaba enamorado de ella y que se encontraba frente a una situación nueva por completo. El efecto de esta percepción consistía en empujarla a decir cosas más fuertes.

—¿Acaso no es natural visitar a menudo a las personas que uno aprecia? Tal vez haya sido una molestia… con nuestras costumbres americanas —dijo el señor Wendover.

—¿Y porque me aprecia me ha retenido aquí? —preguntó Laura. Se puso de pie, apoyándose contra la pared del palco, cuyas cortinas había corrido para que nadie la viera desde la sala.

Él también se levantó, pero más despacio; se había recuperado ya del primer momento de confusión. Sonrió a Laura, pero con una sonrisa terrible.

—¿Le cabe alguna duda sobre el motivo de mis visitas? Me agrada que me aprecie lo suficiente para preguntármelo.

Durante un instante, Laura pensó que se acercaría más a ella, pero no lo hizo: siguió donde estaba, jugueteando con los guantes. De repente, le asaltó una indecible sensación de vergüenza y horror, de horror de sí misma, de él, de todo, y se dejó caer en una butaca en la parte posterior del palco, apartando la vista e intentado hundirse en el rincón.

—¡Déjeme, déjeme, márchese! —dijo con voz casi inaudible. Le parecía que toda la sala la escuchaba, apelotonándose para entrar en el palco.

—¿Que la deje sola, en este lugar, cuando la amo? No puedo hacerlo, de verdad.

—Usted no me quiere ¡y no me torture quedándose! —prosiguió ella, con voz convulsa—. Por amor de Dios, ¡márchese y no me diga nada más, no quiero volver a verlo ni a oírlo!

El señor Wendover no se movió, tremendamente agitado, como es natural, por aquella escena inconcebible. Se apoderaban de él sensaciones insólitas que lo empujaban en distintas direcciones. La orden de Laura de que se marchara era enérgica; sin embargo, intentó resistir, hablar. ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Querría verlo al día siguiente? ¿Permitiría que la esperara fuera?

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Márchese, se lo ruego!

En ese mismo instante, Laura se puso de pie de un brinco y se envolvió en la capa como si quisiera escapar de él y salir corriendo. El señor Wendover, no obstante, impidió ese movimiento dando una palmada en el sombrero y sosteniendo la puerta. La miró una vez más —Laura tenía los ojos cerrados— y exclamó con voz compungida:

—¡Oh, señorita Wing! ¡Oh, señorita Wing! —y salió del palco.

En cuanto se fue, Laura se derrumbó de nuevo en una de las butacas y ocultó la cara en un pliegue de la capa. Se quedó muy quieta durante unos minutos: sentía tanta vergüenza que no podía ni moverse. Lo único que podría haberla justificado, lo único que podría haber borrado el deshonor de su monstruosa tentativa de acercamiento habría sido, por parte de él, la rápida respuesta de una pasión inequívoca. No había sido ésa la respuesta, y ahora no le quedaba otra posibilidad que odiarse a sí misma. Y eso hizo con violencia durante un buen rato, en el rincón oscuro del palco, y sintió que él también la odiaba. «La amo»: ¡de qué modo tan patético había pronunciado aquellas palabras falsas y cuánta repugnancia habría sentido al hacerlo!

—¡Pobre hombre, pobre hombre! —se encontró murmurando de repente la pobre Laura Wing: su alma se llenaba de compasión al pensar en cómo lo había utilizado. En aquel preciso instante estalló la música: había empezado el último acto de la ópera y Laura se había levantado de un brinco y había abandonado el palco.

Los pasillos estaban vacíos y salió sin dificultad. Bajó al vestíbulo; no había nadie que pudiera verla, y su único temor era encontrarse con el señor Wendover. Pero, al parecer, no estaba y Laura vio que podía irse deprisa. Probablemente Selina se había llevado el coche: estaba segura; pero, si no había sido así, tampoco éste habría vuelto a buscarlas todavía; además, Laura no podía quedarse allí esperando mientras lo llamaban. Estaba pidiendo un coche a uno de los empleados de la entrada cuando alguien se acercó corriendo hasta ella, un caballero en el que, al darse la vuelta, reconoció al señor Booker. Parecía casi tan perplejo como el señor Wendover y su aparición la desconcertó casi tanto como lo habría hecho la de su amigo.

—Oh, ¿se marcha usted sola? ¡Qué pensará usted de mí! —exclamó el joven; y empezó a contarle algo de su hermana y a preguntarle, al mismo tiempo, si no podía acompañarla y ayudarla de algún modo. No preguntó nada sobre el señor Wendover, y Laura pensó más tarde que el trastornado caballero lo habría ido a buscar y lo habría enviado a ayudarla; y que, en aquel momento, quizá los contemplaba oculto tras alguna columna. Si hubiera aparecido, su presencia habría resultado odiosa; no obstante (en esa meditación posterior), una vocecita en su corazón elogiaba aquella delicadeza. Se escondía para ayudarla y, mediante persona interpuesta, se ocupaba de su regreso.

—¡Un coche, un coche! Eso es lo único que quiero —le dijo al señor Booker y casi lo apartó de un empujón con el gesto de la mano que indicaba su necesidad. Él se apresuró a ir a buscar uno y, al cabo de un minuto, el mensajero que ella había enviado llegó en un coche de caballos. Laura subió rápidamente y, mientras se alejaba, vio que el señor Booker aparecía a toda prisa con otro vehículo. Ella exhaló un intenso gemido: aquella confusión tan común parecía añadir una nota grotesca a sus apuros.

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