__ VI __

Laura Wing corrió a su habitación a prepararse para el paseo; pero cuando llegó se limitó a arrodillarse, temblorosa, junto al lecho. Enterró el rostro en el suave cubrecama de seda acolchada; y así se quedó un rato, con cierta aversión a alzarlo otra vez a la luz. Le ardía de horror y el terso brillo de la seda resultaba fresco. Tenía la sensación de haberse visto envuelta en una espantosa transacción, y, ante todo, cosa extraña, sentía vergüenza: no de su hermana, sino de sí misma. No creía lo que ésta decía: eso era lo que estaba en la base de todo, y la había obligado a mentir, la había forzado al perjurio, y había asociado el perjurio con las sagradas imágenes de los muertos. No dio ningún paseo, sino que se quedó en su habitación, y, bastante tarde, hacia las seis, oyó en la gravilla, delante de su ventana, las ruedas del coche que traía de nuevo a casa a la señora Berrington. Era evidente que no sólo había estado en Plash, sino también en otro sitio; sin duda, había ido a la vicaría, era capaz incluso de eso. Podía hacer «visitas de compromiso» como aquélla (visitaba la vicaría unas tres veces al año), y también podía ir a ver a su suegra y comportarse con ella amablemente, con sus frescos labios todavía más frescos por la mentira que acababa de decir. Porque Laura sentía con tanta claridad como si fuera un nervio doloroso que no creía a Selina y, si no la creía, las palabras que ésta había dicho eran mentira. Para la joven, lo peor de todo era la mentira, que le hubiera mentido a ella, la mentira que le había arrancado. Si hubiera admitido su locura, si la hubiera explicado, matizado, confundido, se habría sentido inclinada a su favor; pero ahora seguía portándose mal porque actuaba con dureza. Estaba cubierta de metal pulido. Y era capaz de hacer planes y calcular, actuar y maniobrar para conseguir un fin concreto. Podía ir directamente a ver a la anciana señora Berrington y a la esposa del párroco y sus muchas hijas (de la misma manera que había retenido a los niños después de comer, durante un rato deliberadamente largo) porque todo eso parecía inocente, doméstico, y revelaba un alma ligera como una pluma.

Un sirviente se acercó a la puerta para anunciarle que el té estaba servido; en respuesta a su pregunta sobre quién se encontraba abajo (porque había oído las ruedas de un segundo vehículo poco después del regreso de Selina), se enteró de que Lionel había vuelto. Al oír esta noticia, pidió que le subieran un poco de té a su habitación y decidió no bajar a cenar. Cuando llegó la hora de la cena, mandó decir que le dolía la cabeza y se iba a acostar. Se preguntó si Selina subiría a verla (tenía una capacidad sorprendente para olvidar las escenas desagradables); pero su deseo ferviente de que no se acercara se vio satisfecho. Sin duda, si la reunión entre ésta y su marido suponía una conmoción siquiera la mitad de intensa de lo esperado, ya se enteraría. Sin darse cuenta, en cuanto supo que su cuñado estaba en la casa, Laura se encontró escuchando atentamente: en cierto modo, esperaba oír señales de violencia, fuertes gritos o el sonido de un enfrentamiento. Le parecía evidente que no tardaría mucho en producirse una terrible escena de la que, aunque no se encontrara mal, la discreción habría debido alejarla en cualquier circunstancia. No se acostó: en parte, porque ignoraba lo que podría suceder en la casa. Pero también se sentía inquieta por el modo en que todo aquello la afectaba: las cosas habían llegado a un punto en que le parecía necesario tomar una decisión. Dejó las velas apagadas y aguardó despierta hasta la madrugada, a la lumbre del fuego. La escena con Selina le había dejado claro que lo peor estaba por llegar (mientras miraba el fuego, a medida que avanzaba la noche, tuvo una rara visión de la catástrofe que se cernía sobre la casa), y analizó, o intentó analizar, qué era lo que más le convenía. Lo primero, huir de allí.

Puede relatarse sin demora que Laura Wing no huyó y que —aunque esta circunstancia mengüe el interés que pudiera suscitar su carácter— ni siquiera tomó decisión alguna. No era tan fácil tomarla si tenía que obrar en consecuencia. Al mismo tiempo, no podía escudarse en la convicción de que si no se marchaba —es decir, si seguía bajo el techo de su cuñado— obligaría con ello a Selina a cumplir con su deber y la devolvería al camino recto. Las esperanzas en este sentido habían quedado ya atrás; las ilusiones que se hacía sobre su hermana eran mínimas. Había pasado ya por la fase de superstición, que había sido la más larga: la época en que le parecía, como al principio, una especie de profanación dudar de Selina y juzgar a su hermana mayor, de cuya belleza y éxito siempre se había sentido tan orgullosa, y que se comportaba, si bien con el talante más benévolo y fraternal, como si procediera de lo más alto. En anteriores momentos de arrepentimiento por alguna sospecha irrefrenable, se había llamado a sí misma mojigata presuntuosa: tan raro le parecía, al principio, ese impulso de criticar a su brillante protectora. Pero, pasada la revolución, se encontraba ahora con una libertad desolada y solitaria que, si no le parecía la más cínica de las actitudes de este mundo, se debía a que más cínico era el comportamiento de Selina. Imaginaba que acabaría por enterarse, aunque temía saberlo, de lo sucedido entre la dama y su marido mientras ella pasaba la noche en vela, sufriendo. Pero, ante su sorpresa, al día siguiente nada parecía haber cambiado, excepto que Selina conocía ahora el alcance de sus sospechas. Como eso no tenía ningún efecto aleccionador sobre la señora Berrington, nada se había ganado con la exhortación de Laura. Dijera lo que dijera Lionel a su mujer, éste no se lo contó a Laura: dejó en sus manos la posibilidad de olvidar el tema que tan abiertamente había sacado a la luz ante ella. Aquello era muy característico de su buen talante; se le había ocurrido que, al fin y al cabo, a ella tal vez no le gustara aquel asunto y, si le compensaba el disgusto tener a su disposición en todo momento los ponis grises, podía pedirlos cualquier día de la semana y borrar aquel desagradable episodio de su cabeza.

Laura pidió los ponis grises con frecuencia y paseó por todo el campo. Visitó no sólo a los pobres cercanos, sino también a los lejanos, y no dejó de salir sin detenerse a recoger a una de las lozanas hijas del párroco. Las más de las veces, Mellows estaba lleno de invitados y, cuando no era ése el caso, el señor y la señora se alojaban en casa de sus amigos, juntos o por separado. Algunas veces (y casi siempre que se lo pedía), Laura Wing acompañaba a su hermana y, en dos o tres ocasiones, fue sola de visita. Selina le había dicho muchas veces que deseaba que tuviera sus propios amigos, de manera que la joven sentía en aquel momento un gran deseo de demostrarle que los tenía. Laura no había tomado ninguna decisión; no se había decidido por nada. Se dejaba llevar, con los ojos cerrados, apartando la cara y, según creía, endureciendo su corazón. Esta constatación sugerirá sin duda al lector que era una joven débil, incoherente e inconstante, cuyos valores no eran —o no eran siempre— muy elevados; y no deseo otra cosa que aparezca tal como era. Debe incluso decirse de ella que, puesto que no podía escapar y vivir en una habitación alquilada pintando abanicos (motivos había para que esta combinación fuera imposible), decidió intentar ser feliz en las circunstancias en que se encontraba, y flotar sobre aquellas aguas someras y turbias. Renunció a intentar comprender aquel cínico modus vivendi al que parecían haber llegado sus compañeros; sabía que no era definitivo, pero les bastaba por el momento; y si a ellos les servía, por qué no iba a servirle a ella, a la hermanita dependiente, sin peculio, tolerada, representante de una clase a la que correspondía, ante todo, ocuparse de sus propios asuntos. Estaba llegando el momento en que todos tendrían que irse a la ciudad y allí, entre la multitud, con el movimiento añadido, la tensión sería menor y más fácil la indiferencia.

Independientemente de lo que hubiera dicho Lionel a su mujer aquella noche, ésta había dado con alguna respuesta: Laura se daba cuenta de ello, no tanto porque constatara algún cambio en la expresión simple del rostro pequeño y colorado de Lionel y el vano trajín de su existencia como por los aires que se daba Selina. Tenía mejor aspecto que nunca, la cintura más estrecha, la espalda más recta y la caída de los hombros más hermosa; los ojos almendrados eran más extrañamente encantadores y su manera de separar los codos del costado le permitía exhibir mejor sus bellos brazos. Así flotaba, con una serenidad que no alteraba la lentitud general, a través de su interminable sucesión de compromisos. Sus fotografías no se podían comprar en Burlington Arcade, a eso no llegaba; pero se parecía más que nunca a cómo habrían sido éstas si se vendieran allí. En algunas ocasiones, Laura pensaba que la inconstancia de su cuñado era demasiado frívola para ser espontánea: y eso la inquietaba con la conciencia de mayores peligros. Era como si Lionel hubiera estado cavando en la oscuridad y ahora todos fueran a caer en el agujero. Incluso se le ocurrió pensar si todo lo que le había contado aquella tarde en que la encontró en la sala de las clases no había sido una torpe broma, un tosco deseo de asustarla, como el de un niño jugando con una sábana en la oscuridad; o tal vez se debiera al coñac con soda, lo que venía a ser lo mismo. Fuera lo que fuere, debía reconocer que no había vuelto a ver esa manifestación del coñac con soda. Sin embargo, más sorprendente era la capacidad de Selina para recuperarse de los sobresaltos y perdonar acusaciones; besaba de nuevo —besaba a Laura— sin lágrimas y le planteaba preguntas relacionadas con un cambio en la guarnición de la comida y de las flores de la cena, con tanta ingenuidad —e interés— como si nunca se hubieran formulado preguntas más intensas. No se volvió a mencionar al capitán Crispin; ni, por supuesto, se le volvió a ver, al menos en lo que a Laura respectaba. Pero apareció lady Ringrose; fue a pasar dos días, durante una ausencia de Lionel. Para su sorpresa, a Laura no le pareció una Jezabel sino una mujer menuda e inteligente con monóculo y cabello corto que había leído a Lecky[8] y era capaz de darle consejos útiles sobre las acuarelas: esta reconciliación animó a la joven, porque en aquel momento ese camino le parecía el que debía cultivar.

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