__ II __
En efecto, se vieron a la hora de la cena y, si bien resultó que no estuvieron juntos, después lo compensaron en el mejor ángulo de un salón que ofrecía tanto luces como sombras, y que era muy apreciado, en el círculo en que se movían, por los acogedores «rincones» que había creado la hábil dueña de la casa. El rostro de la señora Grantham, en el que se mostraba el efecto de la visita de lord Gwyther, había acompañado a Sutton de manera tan constante durante las horas precedentes que, cuando ella lo regañó, nada más verlo, por cómo la había tratado por la tarde, él estuvo a punto de atribuir a su rostro el motivo de su marcha. Algo nuevo había aparecido de repente en su belleza; no podía todavía decir en qué consistía ni tampoco, en conjunto, si le sentaba bien o mal. En cualquier caso, no diría nada hasta que pudiera tomar una decisión al respecto; por lo que, con el necesario aplomo, esgrimió una excusa mejor. De modo que si, en resumidas cuentas, a pesar de la petición de la señora Grantham, la había dejado sola con lord Gwyther, había sido sencillamente porque la situación se había convertido de repente en algo tan estimulante que casi había temido contagiarse, caer en la tentación, totalmente inadecuada, de agregar algo.
En aquel momento, podían hablar a sus anchas de estas cosas. Otras parejas, cómodamente arrellanadas y dispersas, disfrutaban del mismo privilegio, y, por así decirlo, Sutton gozaba cada vez más de la ventaja de sentir que su interés por la señora Grantham se había convertido —tal era el lujo de un código social tan elevado— en una amistad reconocida y protegida. Sutton conocía lo bastante bien su mundo londinense para saber que estaba en camino de que lo consideraran el principal consuelo por la mala pasada que, varios meses antes, le había jugado en público lord Gwyther a la señora Grantham. No eran muchos los que, de acuerdo con el elevado código social en cuestión, creyeran que lord Gwyther tuviera derecho a aparecer de aquella manera, de un día para otro, comprometido. Pero Sutton, por su parte, pensaba que Londres, con sus atajos y su psicología barata, daba mucho por sentado. En su opinión, él nunca había sido —ni estaba en la naturaleza de las cosas que lo fuera— «sucesor» de ningún hombre. Lo que otros predecesores habían tenido en común era, aparentemente, que habían sido capaces de decidirse. Él, con peor suerte, se encontraba a merced del rostro de ella: ahora, más que nunca, a su merced, lo que, además, no implicaba que lo hubiera convertido en un esclavo, sino, en un sentido desconcertante, en un escéptico. Su rostro poseía la absoluta perfección de lo hermoso; pero, de un modo u otro, las cosas acababan reflejándose en él.
—He tenido la sensación —dijo— de que habían llegado a un punto en el que tenían derecho a sentirse cómodos sin la presencia de oyentes. He pensado que, cuando me ha hecho prometer que me quedaría, no había usted imaginado…
—¿Que vendría a verme con ese extraordinario recado? No, claro que no lo imaginaba. ¿Quién iba a imaginarlo? Pero ¿no ha visto lo poco que me preocupaba?
Sutton, indeciso, hizo una pausa. Y después, con una sonrisa, añadió:
—Creo que él ha visto lo poco que le preocupaba a usted.
—¿Y usted no?
Sutton se contuvo de nuevo, pero no tanto que no contestara:
—Ha estado magnífico, ¿verdad?
—Creo que sí —contestó ella al cabo de un momento. A lo que añadió—: ¿Y por qué ha fingido que lo conocía a usted?
—No ha fingido. En aquel momento le ha parecido que éramos amigos —Sutton había llegado más tarde a esa conclusión y le parecía verosímil—. Ha sido una efusión de alegría y esperanza, tanto se ha alegrado de verme allí y de encontrarla a usted feliz.
—¿Feliz?
—Feliz. ¿No lo es?
—¿Gracias a usted?
—Bien, ésa ha sido la impresión que ha tenido él al entrar.
—Entonces, ¿ha sido una impresión repentina e inesperada?
Su interlocutor pensó un poco.
—Preparada en cierto modo, pero confirmada al vernos allí juntos, tan comunicativos y contentos junto al fuego de la chimenea.
—Entonces, si él sabía que yo era feliz (cosa que, por otra parte, no es asunto suyo ni tampoco de usted), ¿se puede saber por qué ha venido?
—Bueno, como muestra de buena educación y empujado por su idea —dijo Sutton.
Ella lo escuchó sin que ningún gesto adusto o rencoroso pareciera impedir la discusión.
—Cuando usted habla de su idea, ¿se refiere a la propuesta de que actúe como abuela de su esposa? Y, si así es, ¿la propuesta es el motivo de que lo llame usted «magnífico»?
Sutton se echó a reír.
—Y, si se puede saber, el motivo de usted, ¿cuál es? —dado que se trataba de una pregunta y ella tardaba en contestarla (y, durante un momento, sólo pareció interesarle un grupo que se había formado en el otro extremo de la sala), prosiguió—: ¿Y cuál es el de él? A mi parecer, ésa sería la cuestión fundamental. Por su motivo me refiero a la decisión de lanzar a su mujercita, atada de pies y manos, en sus brazos. Inteligente como es usted y con estas tres o cuatro horas que ha tenido para reflexionar, todavía no entiendo que eso no consiga desconcertarla.
Ella seguía mirando a los vecinos de enfrente.
—Mujercita, la ha llamado. ¿Tan pequeña es?
—Diminuta, diminuta: tiene que serlo; diferente en todos los sentidos, necesariamente, de usted. Siempre son el polo opuesto, ya sabe —dijo Shirley Sutton.
Ella lo miró.
—¡Me parece usted de un descaro…!
—No, no. Sólo quiero que lo averigüemos juntos.
Ella miró otra vez a lo lejos y, al cabo de un poco, prosiguió:
—Estoy segura de que es encantadora y sólo espero que nadie deduzca que se ha cansado ya de ella.
—¡En absoluto! Está enamoradísimo y seguirá estándolo.
—Tanto mejor. Y si se trata —dijo la señora Grantham— de hacer lo que se pueda por ella, tal como le dije después de que usted se marchara, sólo tiene que darme la oportunidad.
—¡Estupendo! Entonces, ¿va a confiarla a su cuidado?
—Utiliza usted expresiones raras, pero ya hemos acordado que la traerá.
—¿Y va a ayudarla de veras?
—¿De veras? —preguntó la señora Grantham, otra vez con los ojos en él—. ¿Por qué no? ¿Por qué me toma?
—Ah, ¿no es eso lo que todavía, para mi inquietud, me pregunto cada día de mi vida?
Mientras Sutton decía esto, ella había hecho un gesto para ponerse de pie y, como si estuviera cansada del tono de su amigo, sus últimas palabras parecieron decidirla. Pero él la retuvo, mientras estaban ya los dos de pie, tiempo suficiente para que oyera lo que aún tenía que decir.
—Si de verdad la ayuda, le demostrará a él que lo ha entendido, ¿sabe?
—¿Que he entendido qué?
—Vaya, pues su idea: el profundo y agudo razonamiento que lo ha llevado a coger, por así decirlo, el toro por los cuernos; la reflexión de que, dado que, en cualquier caso, si usted pudiera meterse con ella probablemente querría hacerlo, opta por una jugada hábil y osada al dar por sentada su generosidad y ponerla públicamente en un compromiso.
La señora Grantham no sólo dio muestras de haberle escuchado sino, por un instante, de haber meditado.
—¿En qué consistiría eso que usted califica elegantemente de «meterse con ella»?
—Él se arriesga, pero lo convierte para usted en una cuestión de honor.
Ella pensó un poco más.
—Qué profundidades sobre el más sencillo de los asuntos. Y si su idea es —prosiguió— que si la ayudo le demostraré a él que lo he entendido, eso implica que si no lo hago…
—¿Le demostrará a él que no lo ha entendido? —prosiguió Sutton—. Exactamente. Pero, a pesar de que no desea usted que parezca que ha entendido demasiado…
—¿Todavía se puede confiar en que haré lo que pueda? Sin duda. Ya verá en qué cosas se puede confiar todavía que haga.
Y se alejó.