__ II __

Pero, mientras tanto, en Londres, aconteció que Granger cayó con gripe y en el estado de abatimiento que de ésta se deriva. El ataque fue breve pero agudo: si se hubiera prolongado, sin duda Addie habría acudido en su ayuda; en realidad, como otra plaga resultado de la primera. Las bondadosas damas que posaban para él —las señoras de cabello rizado, pendientes de brillantes y mentones de recia tendencia— depositaban a la puerta de su alojamiento flores, sopa y cariño, de modo que, con su ayuda, pudo salir adelante; pero la convalecencia fue lenta y su debilidad, desproporcionada con lo amortiguado del golpe. Lo superó, pero quedó maltrecho; le cansaba pintar, tenía la sensación de que había estado enfermo un mes. Paseaba por Kensington Gardens cuando debería estar trabajando; se sentaba en sillas de a penique y meditaba, perdiéndose en sus ensoñaciones, impotente. Addie deseaba que regresara a París, pero se le ofrecían, al alcance de la mano, una serie de oportunidades a las que, en su opinión, tenía juicio suficiente para no renunciar. Le habría gustado ir a pasar una semana junto al mar, le habría gustado ir a Brighton; pero tenía que terminar con la señora Bracken: la señora Bracken no tardaría en embarcar. Consiguió terminarla a tiempo, la víspera del día fijado para iniciar una empresa todavía mayor: la circunvalación de la señora Dunn. La señora Dunn lo esperó, como estaba previsto, y él se sentó delante de ella, sintiendo, sin embargo, antes de levantarse, que debía aspirar profundamente como paso previo al ataque. No obstante, esa noche, mientras se preguntaba cuál sería el mejor lugar para volver a llenar los pulmones, le llegó de Addie, que había recibido de la señora Bracken tristes noticias de él, una comunicación que, además de demostrar un interés repentino y sorprendente, aludía directamente a su caso.

Su amiga le escribía animada por la emoción de haber descubierto, de un día para otro, la existencia de un pariente nuevo, una vieja prima, una dama de vida recluida, única superviviente de «la rama inglesa de la familia», que todavía residía en Flickerbridge, la «antigua casa solariega», y con la cual, con el fin de que él pudiera trasladarse al instante a una zona tan propicia para un cambio de aires, había ya hecho los arreglos pertinentes para ponerlos, como decía, en contacto. Para ser breves, de todo aquello salió que Granger se encontró en contacto con ella casi en el momento mismo de leer la carta: hasta el punto de que, no habían pasado veinticuatro horas y ya había entablado correspondencia con la señorita Wenham de Flickerbridge. Y al segundo día estaba ya en el tren, instalado para un trayecto de cinco horas hasta la puerta de aquella mujer afable que, de manera tan repentina y cordial, había decidido depositar en él su confianza, y de la que, la misma víspera, no había oído hablar jamás. Todo aquello era raro —el incidente entero lo era— y, durante el viaje, desde el rincón de su compartimento, tuvo tiempo de analizar en qué medida. Pero tenía la sensación de que la sorpresa, la incongruencia, no podía sino aumentar a medida que se acercaba. Era ya muy raro, a la luz de su experiencia reciente —o, mejor dijo, debido a la ausencia de luz—, que un ser tan complejo como Addie tuviera un sencillo lazo insular; pero era más raro todavía que lo tuviera desde hacía tanto tiempo y no le hubiera sacado partido por desconocimiento. No haberlo aprovechado, utilizado, explotado o, como mínimo, no haberlo mencionado —y, tal vez, incluso escrito sobre ello— suponía una oportunidad perdida, cosa que, debido a su formación, haría que Addie se estremeciera de espanto. En cualquier caso, estaba claro que ahora lo aprovechaba: lo utilizaba, lo explotaba y, sin duda, lo mencionaba; y, sí, era muy probable que también estuviera escribiendo sobre todo aquello. En resumidas cuentas, no cabía duda de que Addie estaba satisfaciendo un viejo anhelo y él podía sentirse contento con lo que hacía, tal como lo animaba el resto de los hechos, narrados de manera sucinta en una carta procedente de París que había recibido la misma mañana de su partida.

Se trataba de la historia singular de una separación brusca —en una buena casa inglesa—, sucedida años atrás. Un honorable ciudadano británico, de la más respetable clase media, cuando era muy joven, a principio de los años cuarenta, en Dresde, donde lo habían enviado a aprender alemán mientras desempeñaba un empleo en la contaduría de un tío, conoció, admiró y cortejó a una joven americana, debidamente atractiva, domiciliada en aquel período con sus padres y hermana, igualmente atractiva, en la capital sajona. Casó con ella, la llevó a Inglaterra y allí, tras varios años de armonía y felicidad, la perdió. Tras su fallecimiento, la hermana en cuestión fue a visitarlo a él y a su hijito, lo que hizo surgir entre ambos algo que terminó por definirse como un sentimiento irresistible. El viudo, cediendo a un nuevo compromiso y una nueva respuesta, y encontrándose ante la necesidad de esta nueva unión, sin embargo tuvo que enfrentarse a las leyes de su país, contrarias a semejante matrimonio. Y si bien en su país tales uniones se veían con el ceño fruncido, en el de su cuñada se contemplaban con una sonrisa, de manera que a su alcance estaba la solución. Obligado a elegir entre dos lealtades, abandonó la que parecía menos próxima y, en definitiva, trasladó sus posibilidades a un aire más favorable. El lazo se ató, para la pareja, en Nueva York, donde, para proteger la legitimidad de los hijos que pudieran llegar, se instalaron y prosperaron. Llegaron los hijos y una de las hijas, tras crecer y casarse a su vez, se convirtió, si Frank no se equivocaba, en la madre de su Addie, la cual se había visto privada de ella en la infancia debido a su fallecimiento, y la había criado, aunque sin excesivas tensiones, una madrastra, personaje repetido en esta historia.

La brecha producida en Inglaterra por el odioso acto, tal como allí se consideraba, del abuelo de la niña, no había dejado de crecer, tanto más cuanto que por el lado americano no se había hecho nada para cerrarla. Se había instalado la frialdad y sólo la indiferencia había podido detener la hostilidad. Por consiguiente, y por fortuna, sobrevino la oscuridad y crecieron unos primos totalmente separados. A ambos lados del golfo infranqueable, de la cortina impenetrable, cada rama había ido echando hojas, y en la vegetación del lado americano ninguna señal o síntoma, según percibía Granger con claridad, indicaba que se echara de menos el clima o el entorno originales. El injerto en Nueva York había prendido y Addie era, de modo inconfundible, una flor de intenso colorido. Por otra parte, en Flickerbridge o cualquier otro lugar, por extraño que pareciera, el tallo paterno había tenido una fortuna relativamente magra, si bien es cierto que, en el sentido más vulgar del término, ninguno de los dos lados había alcanzado la fortuna. Los parientes cercanos de Addie eran tan pobres como numerosos, y Granger deducía que las pretensiones de riqueza por parte de la señorita Wenham no eran tantas que pudiera achacarse a ellas sus deseos de recuperar el parentesco. En cualquier caso, el linaje original había ido menguando, y nuestro joven recibió la oportuna advertencia de que le parecería tímida y solitaria. Lo sorprendente era que, en esas condiciones, deseara, soportara recibirlo. Pero aquello era una historia muy distinta, que resultaría perfectamente inteligible cuando la comprendiera. Granger sostenía las cartas de Addie, excepcionalmente copiosas, sobre el regazo; las examinaba de vez en cuando; seguía los hilos.

De vez en cuando contemplaba el ameno paisaje inglés, una acuarela de abril pintada con maravillosa amplitud. Conocía el equivalente francés y el americano, pero nunca había visto la versión inglesa. La veía ya como el extraordinario marco de la señorita Wenham. La hija del médico de Flickerbridge, con anteojos sobre la nariz, una paleta en la mano e inocencia en el corazón, había sido el milagroso vínculo. Se había dado cuenta, incluso allí, en este mundo maravilloso, de que, para las jóvenes equipadas como ella, la moda del momento la llevaba a formar parte de la vida parisina. Así pues, Addie la había encontrado por casualidad en las cuestas de Montparnasse, como una de las jóvenes inglesas que formaban parte de uno de aquellos escenarios perfectos. Se habían conocido en algún lugar sencillo y habían dado con un territorio común; tras lo cual, la joven, de regreso a Flickerbridge durante un breve paréntesis, relató allí sus aventuras e impresiones y mencionó a la señorita Wenham, que la conocía y protegía desde la infancia, que el nombre de esa misma dama, Adelaide, así como el apellido que lo acompañaba, por lo que ella sabía, lo llevaba también en París un extraordinario espécimen de joven americana. Después cruzó el Canal con un maravilloso mensaje, una duda cortés, dirigida al duplicado de su amiga, la cual, a su vez, asintió a su plena satisfacción. En otras palabras, el duplicado, con valentía, hizo saber a la señorita Wenham quién era exactamente. La señorita Wenham —en cuya tradición personal el tiempo parecía haber reducido la llama del resentimiento a las más pálidas cenizas, y para la cual la historia del gran cisma era ya sólo una leyenda que únicamente necesitaba algo más de luz para ser romántica— había contestado sin demora con una carta de la que trascendía la esperanza en que pudieran retomarse los antiguos hilos. Entre todos, debían resolver con paciencia aquella relación, y sondeaba a la otra parte sobre la posibilidad de una visita. Addie había contestado con una promesa clara; iría pronto, iría en cuanto estuviera libre, iría en julio; pero, mientras tanto, le enviaba a un representante. Frank se preguntaba con qué nombre había descrito, en qué papel lo había presentado en Flickerbridge. En conjunto, se sentía como si se dirigiera allí para averiguar si estaba comprometido con Addie. En realidad, en aquel momento, estaba desconcertado y no sabía por qué criterio se había decantado Addie. Sin duda, ante la señorita Wenham habría optado por una u otra cosa, y quizá la señorita Wenham lo revelara. Esta expectación era, en realidad, su excusa ante una posible indiscreción.

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