__ I __

El tren se retrasó media hora y el camino desde la estación se hizo más largo de lo que había supuesto, de manera que cuando llegó a la casa los huéspedes se habían dispersado a fin de vestirse para la cena y lo condujeron directamente a su habitación. En aquel refugio las cortinas estaban corridas, las velas lucían encendidas, el fuego brillaba y, en cuanto el criado se apresuró a sacar la ropa de la maleta, aquel lugar pequeño y cómodo resultó atractivo: parecía prometer una casa agradable, gente diversa, charlas, conocidos, afinidades, por no mencionar el ambiente cordial. Su profesión lo absorbía demasiado y no podía hacer muchas visitas al campo, pero había oído decir a personas que tenían más tiempo que había casas que «te hacen mucho bien». Preveía que los propietarios de Stayes le harían mucho bien. Por lo general, en cuanto ocupaba su dormitorio en una casa de campo, lo primero que hacía era mirar los libros de la estantería y los cuadros colgados en la pared; creía que esos objetos daban cierta medida de la cultura e incluso del carácter de los anfitriones. Aunque en esta ocasión tenía poco tiempo para dedicarles, una inspección somera le reveló que, si bien la literatura, como de costumbre, era sobre todo americana y de género humorístico, el arte pictórico no consistía en ejercicios infantiles de acuarelas ni en grabados «monos». Las paredes estaban adornadas con litografías antiguas, principalmente retratos de caballeros rurales con cuellos altos y guantes de montar: eso sugería —y era alentador— que la tradición del retrato se tenía en alta estima. En la mesilla de noche se encontraba la habitual novela de Le Fanu; la lectura ideal en una casa de campo después de medianoche. Oliver Lyon apenas pudo abstenerse de empezarla mientras se abotonaba la camisa.

Quizá por ello no sólo encontró a todo el mundo reunido en el salón cuando bajó sino que, por la rapidez con que pasaron todos al comedor para cenar, advirtió que habían estado esperándolo. No fue necesario entretenerse presentándole a ninguna señora porque salió de la sala con un grupo de hombres solos, sin tal apéndice. Éstos avanzaron despacio y fueron quedándose rezagados junto a la puerta del comedor, y el dénouement[24] de esta pequeña comedia fue que llegó a su lugar el último. Eso lo llevó a pensar que se encontraba en compañía razonablemente distinguida porque, si lo hubieran humillado (que no lo hicieron), no habría podido consolarse pensando que tal destino era natural para un artista joven, oscuro y esforzado. No podía ya considerarse muy joven y, si su posición no era tan brillante como debería, tampoco podía justificarla considerándola esforzada. Tenía cierta fama y, al parecer, se encontraba en un grupo de personas célebres. Esta idea incrementó la curiosidad con que examinó de un lado a otro la larga mesa mientras se instalaba en su sitio.

Era un grupo numeroso, veinticinco personas; era raro que lo hubieran invitado también en aquella ocasión, pensó. No estaría rodeado de la tranquilidad que vela por el buen trabajo; sin embargo, nunca había interferido en su obra la contemplación del espectáculo de la vida humana en sus ratos de ocio. Y, aunque él no lo sabía, en Stayes nunca reinaba la tranquilidad. Cuando trabajaba bien se encontraba en ese estado de felicidad —el más feliz de todos para un artista— en el que todo contribuye y encaja con la idea concreta, la respalda y justifica, de manera que el artista cree por unos momentos que nada en el mundo puede sucederle, aunque sea bajo la apariencia del desastre o el sufrimiento, que no contribuya a mejorar el objeto de su interés. Además —ya lo conocía por experiencia—, le estimulaban los cambios rápidos de escena, el salto, en la penumbra de la tarde, desde el brumoso Londres y su estudio, tan familiar, a un lugar tan animado, en el centro de Hertfordshire, a una pieza teatral en pleno desarrollo, una obra con mujeres hermosas y hombres notables, con orquídeas maravillosas en jarrones de plata. Observó, como hecho no carente de importancia, que una de esas mujeres hermosas estaba junto a él: un caballero se sentaba al otro lado. Pero no se interesó todavía por sus vecinos: estaba ocupado buscando a sir David, al que no había visto nunca y por el que sentía una curiosidad razonable.

Era evidente, no obstante, que sir David no se encontraba presente en la cena, circunstancia que justificaba con creces la otra circunstancia que constituía el principal dato que nuestro amigo conocía de él: tenía noventa años de edad. Oliver Lyon había esperado con placer la oportunidad de pintar a un nonagenario y, aunque la ausencia del anciano en la mesa suponía, en cierto modo, una decepción (una oportunidad menos de observarlo antes de ponerse a trabajar), parecía también señal de que se trataba de una reliquia sagrada y, tal vez, por ello mismo, imponente. Lyon miró a su hijo con el mayor interés y se preguntó si el brillo rosado de sus mejillas se lo habría transmitido sir David. Sería hermoso pintarlo en el anciano: el arrugado rubor de una manzana en invierno, especialmente si la expresión de los ojos era viva y el cabello blanco le daba un toque de escarchada. El cabello de Arthur Ashmore tenía un brillo estival, pero Lyon se alegraba de que su encargo consistiera en dibujar al padre y no al hijo, a pesar de no haber visto nunca al primero y de tener al otro sentado delante, en la feliz expansión de una generosa hospitalidad.

Arthur Ashmore era un caballero inglés de mejillas lozanas y ancho cuello, pero no era un tema interesante; podría haber sido granjero o banquero: habría sido muy difícil retratar sus peculiaridades. Su esposa tampoco daba la talla: era una mujer grande, brillante, negativa, que, al igual que su marido, tenía aspecto de ser de algún modo tremendamente nueva, como si estuviera recién barnizada (Lyon no era capaz de saber si era por la tez o por el traje), y uno tenía la sensación de que merecía ya un marco dorado, como si fuera una referencia en un catálogo o una lista de precios. Parecía ya un retrato malo pero caro, hecho sin esmero por una mano eminente, y a Lyon no le apetecía copiar esa obra. La mujer hermosa de la derecha estaba ocupada con su acompañante, situado un puesto más allá, y el caballero de la izquierda parecía encogido y asustado, de modo que Lyon pudo entretenerse en su diversión favorita de mirar una cara tras otra. Esta diversión le deparaba el mayor placer que conocía, y con frecuencia pensaba que era una suerte que la máscara humana lo interesara y que ésta fuera tan rica (si bien algunas veces apenas alcanzaba los requisitos mínimos), puesto que tenía que ganarse la vida reproduciéndola. Aunque Arthur Ashmore no fuera un personaje que le apeteciera pintar (le inquietaba que, si acertaba en el trabajo con su suegro, a la esposa de Arthur se le metiera en la cabeza que había demostrado ser digno de aborder[25] a su marido) y aunque fuera una página sin puntuación (con buena impresión y márgenes), no dejaba de ser una superficie irisada, refrescante. Pero el caballero situado cuatro personas más allá… ¿quién era? ¿Podía ser un tema interesante o su rostro no era más que una placa en la puerta, la enseña legible de su identidad, bruñida con escrupulosos lavados y afeitados, el dato mínimo por el que era decente conocerlo?

Este rostro paralizó a Oliver Lyon: en un primer momento le pareció muy guapo. Podía decirse que el caballero todavía era joven y poseía unos rasgos regulares; tenía un bigote claro y abundante, rizado en las puntas, un aire brillante, galante, casi intrépido, y llevaba una aguja de corbata grande y reluciente en mitad de la camisa. Parecía un individuo satisfecho y Lyon advirtió que ahí donde fijaba los ojos, éstos tenían la misma influencia que un agradable sol de septiembre, como si fuera capaz de hacer madurar las peras y las uvas, o incluso los afectos humanos, con sólo mirarlos. Lo que resultaba extraño en él era la mezcla de corrección y extravagancia; como si fuera un aventurero que imitara a un caballero con rara perfección o un caballero aficionado a moverse con armas ocultas. Podría haber sido un príncipe destronado o el corresponsal de guerra de un periódico: representaba a un tiempo la iniciativa y la tradición, los buenos modales y el mal gusto. Al final Lyon entabló conversación con la dama que estaba a su lado —prescindieron, como había tenido que prescindir en anteriores cenas, de la presentación— y le preguntó quién podía ser aquel personaje.

—Oh, es el coronel Capadose, ¿no lo conoce? —Lyon no lo conocía y solicitó más información. Su vecina tenía una actitud sociable y, sin duda, estaba acostumbrada a las transiciones rápidas; abandonó a su otro interlocutor con gesto metódico, como un buen cocinero alza la tapa de la siguiente olla—. Ha estado mucho tiempo en la India, es bastante famoso, ¿no? —preguntó. Lyon confesó que nunca había oído hablar de él y ella prosiguió—: Bueno, quizá no lo sea; pero él dice que lo es y, si uno se para a pensarlo, es lo mismo, ¿no?

—¿Y usted lo piensa?

—Quiero decir que si él se considera famoso es como si lo fuera, imagino.

—¿Sugiere usted que dice cosas que no son ciertas?

—Oh, no… puedo equivocarme. Es inteligentísimo y divertidísimo, la persona más inteligente que hay en la casa, a menos que usted lo sea más todavía. Pero eso aún no puedo decirlo, ¿verdad? Sólo sé cosas de la gente que conozco, ¡me parece que es fama suficiente!

—¿Suficiente para ellos?

—Ah, ya veo que usted es inteligente. ¡Suficiente para mí! Pero he oído hablar de usted —prosiguió la señora—. Conozco sus cuadros y los admiro. Pero creo que usted no se parece a ellos.

—Casi todos son retratos —dijo Lyon—, así que, por lo general, no es mi intención que se me parezcan.

—Entiendo lo que quiere decir. Pero tienen mucho más color. ¿Y ha venido a pintar a alguien?

—Me han invitado a retratar a sir David. Me ha decepcionado bastante no verlo aquí esta noche.

—Oh, se acuesta a una hora antinatural, a las ocho o algo parecido. Sabrá usted que es una vieja momia.

—¿Una vieja momia? —repitió Oliver Lyon.

—Bueno, lleva media docena de chalecos y cosas así. Siempre tiene frío.

—No lo he visto nunca y nunca he visto un retrato o fotografía suyos —dijo Lyon—. Me sorprende que nunca se haya hecho un retrato, que hayan esperado tantos años.

—Ah, eso es porque tenía miedo, ¿sabe usted?; era una especie de superstición. Estaba seguro de que si lo retrataban se moriría justo después. Sólo ha accedido ahora.

—¿Está ya dispuesto a morir, entonces?

—Oh, ahora es tan viejo que no le importa.

—Bueno, espero no matarlo —dijo Lyon—. Me pareció raro que me llamara su hijo.

—Oh, no tienen nada que ganar, en este momento ya es todo suyo —replicó su interlocutora, como si se tomara la conversación al pie de la letra. Su locuacidad era sistemática: confraternizaba con tanta seriedad como si estuviera jugando al whist—. Hacen lo que quieren, llenan la casa de gente, tienen carte blanche[26].

—Entiendo, pero todavía está el título.

—Sí, pero ¿eso qué más da?

Ante estas palabras, nuestro artista se echó a reír y su interlocutora lo miró fijamente. Antes de que Lyon recobrara la compostura, ésta batía ya la llanura con el otro vecino. El caballero que Lyon tenía a la izquierda por fin se aventuró a pronunciar un comentario y tuvieron algunos fragmentos de conversación. Este personaje representaba su papel con dificultad; hablaba igual que disparan las señoras: mirando para otro lado. Para poder darle la réplica, Lyon tenía que acercar la oreja y ese movimiento lo llevaba a observar a una hermosa criatura que estaba sentada en su mismo lado, más allá de su interlocutor. Estaba de perfil y al principio sólo le llamó la atención su belleza; después le produjo una impresión todavía más placentera: la sensación de un recuerdo sin empañar y una asociación íntima. No la había reconocido al instante porque no esperaba ni remotamente encontrarla allí; tanto tiempo hacía que no la veía en ningún sitio y no tenía noticias suyas. Ocupaba sus pensamientos con frecuencia, pero había desaparecido de su vida. Pensaba en ella dos veces por semana: podría decirse que eso era a menudo, tratándose de una persona a la que hacía doce años que no veía. Un instante después de reconocerla, tuvo la sensación de que era bien cierto que sólo ella podía ser así: no podía existir réplica alguna de una de las cabezas más hermosas del mundo (y aquella dama la poseía). Estaba un poco inclinada hacia delante y de perfil, como si escuchara a alguien al otro lado. Escuchaba, pero también miraba y, al cabo de un momento, Lyon siguió la dirección de sus ojos. Éstos reposaban en el caballero que le habían descrito como coronel Capadose; y le pareció que descansaban en él con algo similar a una complacencia habitual, visible. No era extraño, ya que el coronel estaba inconfundiblemente hecho para atraer las miradas de simpatía de las mujeres; pero a Lyon le decepcionaba un poco que ella pudiera permitir que él la contemplara tanto tiempo sin devolverle la mirada. Ya no había nada entre ellos y él no tenía derecho alguno, pero seguramente ella sabía que él iba a estar allí (por supuesto, tampoco era ningún acontecimiento extraordinario, pero no podía haber estado en la casa sin saberlo) y no era natural que no le diera ninguna importancia.

La mujer miraba al coronel como si estuviera enamorada de él, raro accidente para la más orgullosa y reservada de las mujeres. Pero, sin duda, aquello carecía de importancia, si a su marido le gustaba o no se daba cuenta: años antes, le había llegado la vaga noticia de que se había casado y daba por hecho (puesto que no había oído que hubiera enviudado) la presencia de aquel hombre afortunado al que ella había concedido lo que le había negado a él, el pobre estudiante de arte de Múnich. El coronel Capadose no parecía darse cuenta de nada y esta circunstancia, por incongruente que pareciera, irritó más que satisfizo a Lyon. De repente, la dama volvió la cabeza y mostró su rostro plenamente a nuestro héroe. Éste tenía el saludo tan preparado que sonrió al instante, como desborda una jarra que alguien agita; pero ella no respondió, volvió la cabeza otra vez y se echó atrás en su asiento. Lo único que dijo su rostro en aquel instante fue: «Ya ve usted, soy tan bella como siempre». A lo cual él añadió para sí: «Bueno, ¡para lo que me sirve!». Preguntó al joven que estaba a su lado si conocía a aquella bella invitada, la quinta a partir de él. El joven se inclinó hacia delante, miró y dijo:

—Creo que es la señora Capadose.

—¿Es su esposa? ¿La de aquel individuo? —y Lyon indicó al objeto de la información dada por su vecina.

—Oh, ¿éste es el señor Capadose? —preguntó el joven, que parecía muy distraído. Reconoció su despiste y lo explicó diciendo que había allí mucha gente y él había llegado el día anterior. Lo que sí estaba claro para Lyon era que la señora Capadose estaba enamorada de su marido; por lo que deseó más que nunca haberse casado con ella.

—Es muy fiel —se encontró diciendo tres minutos más tarde a la dama de su derecha. Añadió que se refería a la señora Capadose.

—Ah, entonces, ¿la conoce?

—La conocí hace tiempo, cuando yo vivía en el extranjero.

—Entonces, ¿por qué me preguntaba sobre su marido?

—Justo por ese motivo. Se casó después, ni siquiera sabía cómo se llama ahora.

—Entonces, ¿cómo es que ahora ya lo sabe?

—Este caballero acaba de decírmelo, resulta que él sí lo sabe.

—No sabía que supiera nada —dijo la señora, mirando hacia delante.

—Creo que no sabe nada más que eso.

—Entonces, ha averiguado usted por sí mismo que es fiel. ¿Qué ha querido decir?

—Ah, no debe interrogarme, soy yo quien quiere hacer preguntas —dijo Lyon—. ¿Qué opinión tienen ustedes de ella?

—¡Pregunta usted demasiado! Sólo puedo hablar por mí misma. Me parece dura.

—Eso es sólo porque es franca y sincera.

—¿Insinúa que me gusta la gente en proporción a su capacidad de engaño?

—Creo que eso nos pasa a todos, siempre que no averigüemos la verdad —dijo Lyon—. Y, además, su rostro es de tipo romano, a pesar de que tenga ojos tan ingleses. De hecho, es inglesa de pies a cabeza; pero la tez, la frente pequeña y esa linda onda de su cabello oscuro hacen que parezca una preciosa contadina[27].

—Sí, y para acrecentar el efecto se pone siempre en el pelo horquillas y pasadores. Debo decir que me gusta más su marido. Es muy inteligente.

—Bueno, cuando la conocí no había comparación que pudiera perjudicarla. Era el ser más encantador de Múnich.

—¿Múnich?

—Su familia vivía allí. No eran ricos. En realidad, llegaron allí por motivos económicos, pues Múnich era muy barato. Su padre era el hijo menor de una casa noble, no sé de cuál; se había casado por segunda vez y tenía muchas boquitas que alimentar. Ella era hija de la primera esposa y no le gustaba su madrastra, pero era encantadora con sus hermanos pequeños. En una ocasión hice un dibujo de ella caracterizada como la Charlotte de Werther, cortando pan y mantequilla mientras los niños se apiñaban a su alrededor. Todos los artistas del lugar estaban enamorados de ella, pero ella no miraba a «gente como nosotros». Era demasiado orgullosa, se lo aseguro; pero no era pretenciosa ni se las daba de señorita importante: era sencilla, franca y amable. Me recordaba a la Ethel Newcome de Thackeray. Me dijo que tenía que casarse bien: era lo único que podía hacer por su familia. Supongo que usted dirá que se ha casado bien.

—¿Y se lo dijo a usted? —sonrió la vecina de Lyon.

—Sí, claro. Yo también le pedí que se casara conmigo. Pero no cabe duda de que ella piensa que ha hecho una buena boda —añadió él.

Cuando las señoras dejaron la mesa, el anfitrión, como es costumbre, pidió a los caballeros que se agruparan, por lo que Lyon se encontró delante del coronel Capadose. La conversación versaba principalmente sobre la caza porque, al parecer, había sido un día muy bueno. La mayoría de los caballeros comunicaron sus aventuras y opiniones, pero la agradable voz del coronel Capadose era la más audible del coro. Era un órgano fresco y brillante, pero masculino; la voz que, en opinión de Lyon, correspondía a un «hombre refinado». De sus comentarios se deducía que era un jinete más que correcto, tal como Lyon habría esperado. No fanfarroneaba, ya que sus alusiones eran discretas e intrascendentes; pero todas hacían referencia a experiencias peligrosas y situaciones de riesgo. Al cabo de un rato, Lyon se dio cuenta de que la atención que prestaban los presentes a las observaciones del coronel no estaba en proporción directa al interés que éstas parecían tener; el resultado fue que el narrador, que observó que al menos él sí lo escuchaba, empezó a tratarlo como su oyente particular y a mirarlo mientras hablaba. Lyon no debía hacer otra cosa que adoptar una expresión comprensiva y asentir, ya que el coronel Capadose parecía dar por sentadas la comprensión y el asentimiento. Un hacendado de la vecindad había sufrido un accidente; se había dado un golpe en mal lugar, justo al final de la cacería, con consecuencias que parecían graves. Se había golpeado en la cabeza; por lo que se sabía hasta el momento, seguía inconsciente: resultaba evidente que había sufrido una conmoción cerebral. Se intercambiaron opiniones sobre su recuperación, cuánto tardaría en producirse o si llegaría a producirse algún día; lo que llevó al coronel a confiar por encima de la mesa a nuestro artista que él no perdería la esperanza, aunque tardara semanas en recobrar el conocimiento —semanas y más semanas—, meses e incluso años. Se inclinó hacia delante; Lyon también se inclinó para escuchar, y el coronel Capadose dijo que sabía por propia experiencia que uno podía permanecer inconsciente un tiempo indefinido sin que pasara nada irremediable. Le había sucedido a él en Irlanda, años atrás; había salido despedido de un carro tirado por caballos, había dado un salto mortal y había aterrizado sobre la cabeza. Lo daban por muerto, pero no lo estaba; primero lo llevaron a la cabaña más cercana, donde estuvo varios días entre los cerdos, y después a una posada en un pueblo cercano: poco faltó para que lo enterraran. Estuvo del todo inconsciente, sin reconocer ni remotamente a ningún ser humano, tres meses enteros; no daba la menor muestra de conciencia. Estaba en una situación tan crítica que no podían acercarse a él, no podían darle de comer, apenas podían mirarlo. Y un buen día abrió los ojos ¡sano como una manzana!

—Le doy mi palabra de que me sentó bien, me descansó el cerebro —dijo, como dando por hecho que, con una inteligencia tan activa como la suya, esos períodos de reposo eran providenciales. A Lyon aquella historia le pareció muy sorprendente, aunque deseaba preguntarle si no había falseado un poco los hechos: no al contarlos, sino al quedarse quieto tanto tiempo. Sin embargo, vaciló antes de insinuar una duda, tan impresionado estaba con el tono en que el coronel Capadose decía que no lo habían enterrado vivo por un pelo. Eso le había sucedido a un amigo suyo en la India, un individuo que daban por muerto de fiebres tropicales y lo metieron en un ataúd. Estaba a punto de describir el destino final de aquel desgraciado caballero cuando el señor Ashmore se incorporó y todo el mundo se levantó para seguirlo al salón. Lyon se dio cuenta de que, en aquel momento, nadie prestaba atención a lo que le decía su nuevo amigo. Los dos se levantaron de la mesa, cada uno por su lado, y se encontraron mientras los demás caballeros se entretenían antes de salir.

—¿Y quiere decir que enterraron vivo a su amigo? —preguntó Lyon, algo intrigado.

El coronel Capadose lo miró un momento, como si hubiera perdido el hilo de la conversación. Después su rostro se iluminó… y cuando se iluminó resultó doblemente atractivo.

—¡A fe mía que lo tiraron al hoyo!

—¿Y lo dejaron allí?

—Lo dejaron hasta que llegué yo y lo saqué.

—¿Llegó usted?

—Soñé con él, es una historia extraordinaria. Por la noche oí que me llamaba. Me propuse desenterrarlo. Ya sabe que hay gente en la India, una especie de casta de bestias, los ghoul, que se dedican a profanar tumbas. Tuve una especie de presentimiento de que irían por él. Cabalgué sin demora, se lo aseguro; y, por Júpiter, un par de ellos estaban ya cavando un agujero. ¡Paf, paf! Un par de tiros y pies para qué os quiero, puede imaginárselo. ¿Me creerá si le digo que lo saqué yo mismo? El aire lo despejó y la verdad es que no estaba nada mal. Ahora cobra una pensión, vino el otro día a casa; haría cualquier cosa por mí.

—¿Y lo llamó a usted en mitad de la noche? —preguntó Lyon, sobresaltado.

—Eso es lo interesante. ¿Qué era? No era su fantasma, porque no estaba muerto. Y no era él porque no podía. ¡Una cosa u otra! La India es un país extraño, tiene algo misterioso: la atmósfera está llena de cosas inexplicables.

Salieron del comedor y el coronel Capadose, que pasó de los primeros, quedó separado de Lyon; pero un minuto más tarde, antes de que llegaran al salón, volvió a reunirse con él.

—Ashmore me ha dicho quién es usted. Desde luego, he oído hablar muchas veces de usted y me alegro mucho de conocerlo. Mi esposa lo trató a usted en otros tiempos.

—Me alegro de que me recuerde. La he reconocido durante la cena, pero temía que ella no me reconociera a mí.

—Ah, imagino que estaba avergonzada —dijo el coronel con talante indulgente.

—¿Avergonzada de mí? —preguntó Lyon en el mismo tono.

—¿No pasó algo con un retrato? Sí, usted la pintó.

—Muchas veces —dijo el artista—, y tal vez le avergonzara el resultado.

—Pues a mí no, estimado amigo; fue precisamente la visión de ese retrato, que tuvo usted la amabilidad de regalarle, lo que hizo que me enamorara de ella.

—¿Se refiere a aquel en que está rodeada de niños, cortando pan y mantequilla?

—¿Pan y mantequilla? No, claro que no. Hojas de parra y una piel de leopardo, como una bacante.

—Ah, sí —dijo Lyon—. Ya me acuerdo. Fue el primer retrato decente que pinté. Me gustaría saber qué me parecería ahora.

—No le pida que se lo enseñe, ¡se sentiría muy avergonzada! —exclamó el coronel.

—¿Avergonzada?

—Nos desprendimos de él… de la más desinteresada de las maneras —contestó riendo—. Un viejo amigo de mi esposa, al que su familia había tratado mucho cuando vivían en Alemania, se encaprichó de él: era el gran duque de Silberstadt-Schreckenstein, ¿lo conoce? Llegó a Bombay cuando vivíamos allí y vio el cuadro (ya sabrá usted que es uno de los mayores coleccionistas de Europa): puso una cara tal que le aseguro que ella le dijo, para quitárselo de encima, que podía quedárselo, ya que casualmente era su cumpleaños. Se quedó encantado, pero nosotros perdimos el cuadro.

—Es muy amable por su parte —dijo Lyon—. Si ahora esa obra de mi juventud incompetente se encuentra en una gran colección, me siento muy honrado.

—Oh, lo tiene en uno de sus castillos, no sé cuál, ya sabe usted que tiene muchos. A cambio, antes de irse de la India nos regaló un magnífico jarrón antiguo.

—Pues es más de lo que valía —señaló Lyon.

El coronel Capadose no pareció escuchar esa observación; se diría que estaba pensando en otra cosa. Al cabo de un momento, dijo:

—Si viene a vernos en la ciudad, ella le enseñará el jarrón —y mientras pasaban al salón, dio al artista un empujoncito amistoso—: Vaya a hablar con ella, allí la tiene, estará encantada.

Oliver Lyon dio sólo un par de pasos para entrar en el gran salón; se detuvo un momento para mirar la hermosa composición del grupo de bellas mujeres iluminadas por la lámpara, las figuras individuales, el gran escenario en blanco y oro, los paneles con damasco antiguo, en el centro de cada uno de los cuales destacaba un solo cuadro y de autor famoso. La escena tenía un brillo amortiguado y una atmósfera acorde con los lustrosos trajes de cola que se deslizaban por las alfombras. En el extremo más alejado de la sala estaba la señora Capadose, algo aislada; se encontraba sentada en un pequeño sofá, con un sitio libre a su lado. Lyon no podía hacerse ilusiones de que lo hubiera dejado para él; el hecho de que no hubiera respondido a su saludo en la mesa contradecía esa idea, pero sintió un deseo intenso de ir a ocuparlo. Además, tenía la sanción del marido; así que cruzó la sala, entre trajes de cola, y se detuvo delante de su vieja amiga.

—Espero que no tenga intención de rechazarme —dijo.

Ella alzó la vista para mirarlo con expresión de completo placer.

—Me alegro muchísimo de verlo. Me gustó muchísimo saber que venía.

—He intentado que me sonriera durante la cena, pero no lo he conseguido.

—No lo he visto, no lo he entendido. Además, no me gustan nada las sonrisitas y los gestos. Y soy muy tímida, no lo habrá olvidado. Ahora podemos comunicarnos con comodidad.

Se apartó para dejarle más sitio en el pequeño sofá. Él se sentó y disfrutó de la conversación mientras recordaba los motivos por los que ella le gustaba en otros tiempos y sentía de nuevo similar aprecio. Ella seguía siendo la belleza menos estropeada que había visto nunca, con una tal falta de coquetería o arte de insinuación que parecía casi una facultad omitida; en algunos momentos le daba la sensación de que era una hermosa criatura procedente de un sanatorio, una sorprendente sordomuda o una ciega que se manejaba con desenvoltura. Su noble cabeza pagana le concedía privilegios que pasaba por alto y, mientras la gente admiraba su frente, ella se preguntaba si habría un buen fuego en su dormitorio. Era sencilla, amable y buena; inexpresiva, pero no por ello inhumana o tonta. De vez en cuando decía algo que parecía tamizado, seleccionado: sonaba a impresión de primera mano. No tenía imaginación, pero había puesto cierto orden en sus sentimientos, en algunas de sus reflexiones sobre la vida. Lyon habló de los viejos tiempos en Múnich, le recordó incidentes, placeres y dolores, le preguntó por su padre y los demás; y ella le contó, a cambio, que le impresionaba tanto su fama, su brillante posición en el mundo, que no estaba muy segura de que quisiera hablar con ella ni de que el discreto gesto que había hecho en la mesa estuviera dirigido ella. En definitiva, sus palabras eran sinceras —era incapaz de otra cosa— y él quedó impresionado ante tanta humildad por parte de una mujer cuyo estilo era único. Su padre había muerto; uno de sus hermanos estaba en la marina y el otro en un rancho en América; dos de sus hermanas estaban casadas y la más joven empezaba a despuntar y era muy bonita. No mencionó a su madrastra. Se interesó por la historia personal de Lyon y él le dijo que lo más importante que le había sucedido era que no se había casado.

—Oh, debería haberlo hecho —dijo ella—. Es lo mejor.

—¡Me gusta que diga esto… precisamente usted! —contestó él.

—¿Y por qué no puedo decirlo? Soy muy feliz.

—Éste es el motivo de que yo no pueda serlo. Es cruel por su parte cantar alabanzas a su estado. Pero he tenido el placer de conocer a su marido. Hemos charlado un poco en la otra sala.

—Tiene que conocerlo mejor, tiene que conocerlo bien —dijo la señora Capadose.

—Estoy seguro de que, cuanto más se avanza, más se encuentra. Pero también él ofrece un hermoso espectáculo.

Ella posó sus bondadosos ojos grises en Lyon.

—¿No le parece guapo?

—Guapo, inteligente y ameno. Ya ve usted que soy generoso.

—Sí; tiene que conocerlo bien —repitió la señora Capadose.

—Ha vivido mucho —dijo su acompañante.

—Sí, hemos estado en muchos sitios. Tiene que ver a mi niña. Tiene nueve años: es preciosa.

—Tendrá que traerla un día a mi estudio, me gustaría pintarla.

—Ah, no diga eso —dijo la señora Capadose—. Me recuerda algo muy triste.

—Espero que no se refiera a cuando usted posaba para mí… quizá se aburría.

—No me refiero a lo que usted hacía, sino a lo que hemos hecho. Debo confesarle una cosa, ¡es una carga sobre mi conciencia! Me refiero a ese hermoso cuadro que usted me regaló y que tanto admiraba todo el mundo. Cuando venga usted a Londres, y espero que lo haga muy pronto, lo buscará por todas partes. No puedo decirle que lo guardo en mi dormitorio porque me gusta, por la simple razón… —hizo una pequeña pausa.

—Porque usted no sabe decir mentirijillas —dijo Lyon.

—No, no sé. Así que antes de que pregunte por él…

—Oh, ya sé que no lo tiene, ya he recibido ese golpe —la interrumpió Lyon.

—Entonces, ¿ya se lo han dicho? ¡Estaba segura! Pero ¿sabe cuánto nos dieron? Doscientas libras.

—Tendría que haber conseguido mucho más —dijo Lyon sonriendo.

—En el momento nos pareció mucho. Necesitábamos el dinero, fue hace mucho tiempo, cuando acabábamos de casarnos. Entonces teníamos muy pocos medios pero, afortunadamente, todo ha cambiado para mejor. Se nos ofreció la oportunidad, nos pareció una cantidad considerable y me temo que nos precipitamos. Mi marido tenía ciertas expectativas y, en parte, se han realizado, así que ahora no nos va mal. Pero, entre tanto, nos hemos quedado sin el cuadro.

—Por fortuna, queda el original. Pero ¿quiere decir que las doscientas libras era lo que valía el jarrón? —preguntó Lyon.

—¿Qué jarrón?

—El jarrón antiguo, el hermoso jarrón indio, el regalo del gran duque.

—¿El gran duque?

—¿Cómo se llama? Silberstadt-Schreckenstein. Su marido me ha contado el intercambio.

—Oh, mi marido… —dijo la señora Capadose; y Lyon se dio cuenta de que se sonrojaba un poco.

Sin ánimos de aumentar su malestar y con el único deseo de aclarar la ambigüedad, prosiguió, si bien al instante advirtió que habría sido mejor dejarlo.

—Me ha dicho que ahora forma parte de su colección.

—¿Del gran duque? Ah, ¿conoce su fama? Creo que contiene tesoros —estaba desconcertada pero se recuperó, y Lyon se dijo que, por algún motivo, que le parecería bien cuando lo conociera, el marido y la mujer habían preparado distintas versiones del mismo incidente. Era cierto que no podía imaginar a Everina Brant pergeñando versiones; antes no era así y, desde luego, tampoco sus ojos parecían serlo ahora. En cualquier caso, a ambos les pesaba en la conciencia. Cambió de tema e insistió a la señora Capadose en que le llevara a la niña. Estuvo sentado un rato más con ella y le pareció que estaba un poco ausente, si bien quizá sólo fuera una impresión, como si le hubiera molestado verse sometida a un interrogatorio. Eso no impidió que él le dijera en el último momento, justo cuando las señoras empezaban a congregarse para irse a la cama:

—Por lo que dice, parece usted muy impresionada con mi fama y mi prosperidad, y es tan amable que las exagera. ¿Se habría casado conmigo si hubiera sabido que me sonreiría el éxito?

—Lo sabía.

—Bueno, yo no.

—Era usted demasiado modesto.

—No le pareció eso cuando le pedí que se casara conmigo.

—Bueno, si me hubiera casado con usted no podría haberme casado con él… y es tan encantador… —dijo la señora Capadose. Lyon sabía que lo pensaba de veras, se había dado cuenta durante la cena, pero lo ofendió un poco oírselo decir. El caballero designado por el pronombre apareció en mitad del prolongado apretón de manos para desearse buenas noches, y la señora Capadose, mientras se daba la vuelta, le dijo a su marido:

—Quiere pintar a Amy.

—Ah, es una niña encantadora, una criaturita muy interesante —le dijo el coronel a Lyon—. Hace cosas asombrosas.

La señora Capadose se detuvo en mitad de la rumorosa procesión que seguía a la anfitriona fuera de la sala.

—No se lo cuentes, por favor —dijo.

—¿Que no le cuente qué?

—Eso, lo que hace. Que lo averigüe por sí mismo —y se marchó.

—Cree que presumo de la niña, que aburro a la gente —dijo el coronel—. Espero que fume usted.

Apareció diez minutos más tarde en el salón de fumar con un atuendo espectacular, un traje de seda carmesí con pintitas blancas. Resultaba agradable a la vista de Lyon, le hacía pensar que la época moderna también ofrecía su esplendor y sus oportunidades para el vestuario. Si su esposa era una antigüedad clásica, él, en cambio, era una hermosa muestra de un período colorista: podría haber pasado por un veneciano del siglo dieciséis. Hacían una pareja notable, pensó Lyon, y, mientras contemplaba al coronel, erguido y brillante delante de la chimenea, exhalando grandes bocanadas de humo, pensó que no era sorprendente que Everina no lamentara no haberse casado con él. No todos los caballeros reunidos en Stayes eran fumadores y algunos se habían ido a la cama. El coronel Capadose señaló que, probablemente, la asamblea sería pequeña, ya que el día había sido muy duro. Eso era lo peor de las fincas de caza: después de cenar, los hombres tenían sueño; era endiabladamente estúpido para las señoras, incluso para las que cazaban, porque las mujeres eran extraordinarias y nunca mostraban cansancio. Aún así la mayoría de los caballeros se reanimaban bajo las estimulantes influencias de la sala de fumar y algunos de ellos, en esa confianza, terminarían por aparecer. Algunos de los motivos de esa confianza, pero no todos, podían verse en un grupo de vasos y botellas dispuestos en una mesilla cerca del fuego, que hacía relumbrar con un brillo sociable la gran bandeja y su contenido; los demás merodeaban todavía en diversos rincones indecorosos del pensamiento de los más locuaces. Lyon se quedó solo con el coronel Capadose unos momentos antes de que sus acompañantes, con diversos uniformes excéntricos, fueran entrando, y advirtió que aquel hombre extraordinario tenía poca pérdida de tejido vital que reparar.

Hablaron de la casa, ya que Lyon había reparado en una anomalía en la construcción del salón de fumar, y el coronel le explicó que estaba formada por dos partes distintas, una de las cuales era muy antigua. En definitiva, eran dos casas completas, la vieja y la nueva, ambas de gran extensión y las dos muy buenas, cada una en su estilo. Las dos formaban juntas una estructura enorme, Lyon no debía dejar de visitarlo todo. La parte moderna la había construido el anciano cuando compró la finca; oh, sí, la había comprado hacía cuarenta años, no era de la familia: en realidad, no existía ninguna familia en concreto que pudiera haberla poseído. Había tenido el buen gusto de no estropear la casa original, no la había tocado más de lo necesario para unirlas. Era muy curiosa: una mole misteriosa, irregular y errática, donde de vez en cuando se descubría una habitación tapiada o una escalera secreta. Sin embargo, a él le parecía lúgubre; ni siquiera los añadidos modernos, espléndidos como eran, conseguían convertirla en una casa alegre. Había una historia sobre un esqueleto encontrado años antes, durante unas reparaciones, bajo una losa de piedra del suelo de uno de los pasillos; pero la familia no era muy partidaria de que se hablara de ello. Por supuesto, en aquel momento se encontraban en la parte antigua, que contenía, en definitiva, algunas de las mejores salas: tenía la remota idea de que había sido la primitiva cocina, que se modernizó en alguna etapa intermedia.

—Mi habitación también está en la parte antigua, me alegro mucho —dijo Lyon—. Es muy cómoda y contiene las instalaciones más modernas, pero, al salir, he observado la profundidad del hueco de la puerta y la evidente antigüedad del pasillo y de la escalera, la primera pequeña. Ese pasillo con paneles es admirable; parece como si se extendiera, en esa penumbra marrón (se diría que las lámparas no lo alteran mucho), a lo largo de media milla.

—¡Oh, no vaya hasta el final! —exclamó el coronel sonriendo.

—¿Lleva a una habitación encantada? —preguntó Lyon.

Su acompañante lo miró un momento.

—Ah, ¿lo sabía?

—No, no hablo desde el conocimiento sino desde la esperanza. Nunca he estado en una casa peligrosa: no he tenido esa suerte. Los lugares a los que voy son tan seguros como Charing Cross. Me gustaría ver lo que hay, sea lo que sea; lo que tengan por aquí. ¿Hay un fantasma?

—Claro que sí, uno magnífico.

—¿Y lo ha visto usted?

—Oh, no me pregunte lo que yo he visto, pondría a prueba su credulidad. No me gusta hablar de estas cosas. Pero hay dos o tres habitaciones tan malas (¡o tan buenas!) como las de cualquier otro sitio.

—¿Se refiere a mi pasillo? —preguntó Lyon.

—Creo que lo peor está al final. Pero no sería aconsejable que durmiera allí.

—¿No sería aconsejable?

—Hasta que haya terminado su obra. Mañana recibirá unas cartas importantes y tendrá que tomar el tren de las 10.20.

—¿Quiere decir que inventaré un pretexto para salir corriendo?

—A menos que sea usted más valiente que nadie. Pocas veces ponen a la gente a dormir allí, pero de vez en cuando la casa está tan llena que no les queda más remedio. Y siempre sucede lo mismo: una agitación disimulada a la hora del desayuno y unas cartas de suma importancia. Por supuesto, es una habitación individual y mi mujer y yo estamos en el otro extremo de la casa. Pero vimos la comedia hace tres días, al día siguiente de que llegáramos. Habían puesto allí a un joven, ya no recuerdo cómo se llamaba, porque la casa estaba llena; y pasó lo de siempre. Una carta a la hora de desayunar, una cara rarísima, la necesidad urgente de ir a la ciudad, lo mucho que lamentaba tener que interrumpir la visita. Ashmore y su mujer se miraron y el infeliz se marchó.

—Ah, eso no me vendría nada bien; tengo que hacer el retrato —dijo Lyon—. ¿Pero les preocupa que hable usted de eso? Algunas personas que tienen un buen fantasma están muy orgullosas de él, ya lo sabe.

Nuestro héroe no llegaría a saber qué respuesta estaba a punto de dar a su pregunta el coronel Capadose porque en ese momento su anfitrión entró en la sala acompañado por tres o cuatro caballeros. Lyon advirtió que, en cierto modo, era ya una respuesta que el coronel no siguiera hablando del asunto. Sin embargo, por otra parte, resultó natural porque uno de los caballeros lo requirió para saber su opinión sobre un detalle que estaban discutiendo, algo relacionado con la eterna historia de la cacería del día. El señor Ashmore se puso a hablar con Lyon y le manifestó cuánto sentía no haber podido conversar con él todavía. Naturalmente, brotó de manera espontánea el tema más relacionado con el motivo de la visita del artista. Lyon señaló que era un gran inconveniente para él no haber establecido cierto trato preliminar con sir David: por lo general le parecía de suma importancia. Pero, en este caso, el modelo era de edad tan avanzada que, sin duda, no había tiempo que perder.

—Oh, puedo contarle lo que quiera de él —dijo el señor Ashmore, y durante media hora le contó muchas cosas. Fue muy interesante y muy laudatorio, y Lyon llegó a la conclusión de que era un anciano encantador que se había hecho querer por un hijo que, sin duda, nada tenía de sentimental. Al final se levantó y dijo que tenía que irse a la cama si quería estar fresco para el trabajo al día siguiente. A lo cual el anfitrión contestó—: En ese caso, debe llevarse una vela. Han retirado las luces porque no obligo al servicio a estar despierto hasta tan tarde.

Al poco tuvo Lyon una vacilante candela en la mano y, mientras salía de la habitación (no molestó a los demás dando las buenas noches; estaban absortos en el exprimidor de limones y el corcho de la botella de soda), recordó otras veces en las que se había ido solo a la cama en una oscura casa de campo; tales ocasiones no habían sido raras, porque era casi siempre el primero en abandonar la sala de fumar. Si bien no había estado en casas notoriamente encantadas, en cambio (dado su temperamento artístico), sí había encontrado que los grandes y oscuros vestíbulos y escaleras eran bastante «espeluznantes»: con frecuencia había tenido un efecto siniestro sobre su imaginación el sonido de sus pasos en los largos pasillos o el modo en que la luna de invierno asomaba por las grandes ventanas de los rellanos. Se le ocurrió pensar que si las casas sin pretensiones sobrenaturales podían tener un aspecto tan maligno por la noche, los antiguos pasillos de Stayes sin duda le causarían una profunda sensación. No sabía si los propietarios eran susceptibles; muchas veces, como había dicho al coronel Capadose, a la gente le gustaba que le adjudicaran un fantasma. Lo que lo decidió a hablar, con cierta sensación de riesgo, fue la impresión de que el coronel contaba historias raras. Cuando tenía la mano en la puerta, le dijo a Arthur Ashmore.

—Espero no encontrarme ningún fantasma.

—¿Un fantasma?

—Debería tener uno, en esta bonita parte antigua.

—Hacemos lo que podemos pero que voulez-vous?[28] —dijo el señor Ashmore—. Me parece que no les gustan las tuberías de agua caliente.

—¿Les recuerda demasiado su clima? Pero ¿no tienen una habitación encantada al final de mi pasillo?

—Oh, hay alguna historia… e intentamos conservarlas.

—Me gustaría mucho dormir allí —dijo Lyon.

—Bien, puede cambiarse mañana, si lo desea.

—Será mejor que espere a terminar mi trabajo.

—Muy bien; pero no trabajará allí, mi padre posará para usted en sus habitaciones.

—Oh, no es eso; es que temo salir huyendo, como hizo ese caballero hace tres días.

—¿Hace tres días? ¿Qué caballero? —preguntó el señor Ashmore.

—El que recibió una carta urgente a la hora del desayuno y se marchó a las 10.20. ¿Se quedó aquí más de una noche?

—No sé de qué está hablando. Hace tres días no había ningún caballero como el que me dice usted.

—Ah, tanto mejor —dijo Lyon, saludando con la cabeza y marchándose. Tomó su camino, tal como lo recordaba, con una vela oscilante y, aunque encontró gran cantidad de objetos horripilantes, llegó sano y salvo al pasillo al que daba su habitación. Éste parecía extenderse todavía más en la oscuridad, pero lo siguió, por curiosidad, hasta el final. Pasó delante de varias puertas en las que aparecía pintado el nombre de la habitación, pero no encontró nada más. Estuvo tentado de entrar en la última puerta, para echar una ojeada a la habitación de mala fama; pero concluyó que eso sería indiscreto, puesto que el coronel Capadose manejaba el pincel —como raconteur[29]— con tanta libertad. Tal vez hubiera un fantasma o tal vez no; pero estaba inclinado a pensar que el personaje más desconcertante de la casa era el propio coronel Capadose.

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