__ I __
Como es natural, hace tres años, cuando yo pintaba su retrato, la señora Cavenham iba y venía con frecuencia; y tanto más cuanto que recuerdo bien que, para mi sorpresa, resultó ser uno de esos modelos, no muy frecuentes, que se presentan a horas intempestivas y acuden sin cita previa. Lo difícil es conseguir que la mayoría de las mujeres cumplan las acordadas; pero ella tenía por costumbre aparecer, como decía, por si surgía la oportunidad, y me hacía saber que, si tenía un momento libre, estaba a mi servicio. Cuando yo no estaba libre, le gustaba quedarse a charlar y, en más de una ocasión, me contó, lo recuerdo, su teoría de que durante ese tiempo, por mucho que el artista viera a su modelo, nunca sería demasiado. Supongo que le aclaré con cierta franqueza que, a mi parecer, lo que ella quería decir era que, por mucho que el modelo viera al artista, nunca sería demasiado. En realidad, comprendía bien lo que me decía, y, en especial, que en ausencia de Brivet estaba tan desocupada e inquieta que no sabía qué hacer. En definitiva, yo era consciente de que era él quien pagaría el cuadro y eso da, me parece, medida de la información que yo poseía. Si me tomaba tantas molestias y soportaba sus locuras era fundamentalmente por Brivet.
En esa época yo estaba ocupado, igual que lo había estado antes con frecuencia —en distintos «temas»—, con la señora Dundene, y a propósito de ella recuerdo una ocasión que aparece ante mí como si fuera la primera transparencia de una linterna mágica. Si me hubiera inventado la historia, no podría haberla hecho empezar mejor que con la irrupción de la señora Cavenham una mañana en que aquella dama estaba presente. La puerta, por un motivo u otro, estaba sin vigilar y se presentó ante nosotros sin previo aviso. Mi modelo no soportaba ese tipo de cosas —una modelo que, además, posaba sobre todo para hacerme un favor—; pero recuerdo lo bien que se comportó. No iba vestida para mostrarse en público, si bien no era necesario que llevara ropa para ofrecer su más bello aspecto. Recuerdo que vacilé unos instantes, pero debí de presentarlas, ya que más tarde la señora Cavenham siempre sostuvo que lo había hecho; y no pude evitar, si bien deseaba que no se quedara y librarme de ella lo antes posible, que aquellas dos mujeres, que ocupaban lugares tan distintos en la escala social, pero tan bella la una como la otra, se encontraran frente a frente durante unos minutos que —ni siquiera entonces se me pasó por alto— aprovecharon bien para inspeccionarse mutuamente. Aquello bastó; a partir de aquel momento ya se conocían.
—Es preciosa, ¿verdad? —recuerdo que pregunté, casi sin malicia, cuando volví de acompañar a mi visitante a su coche.
—Sí, muy mona. Pero no la aguanto.
—Oh —dije riendo—, no es para tanto.
—¿No es tan guapa como yo, quiere decir? —mi modelo protestó—. No es justo por su parte hablar como si yo fuera una de esas mujeres que, en el peor o el mejor de los casos, no pueden soportar la belleza de las demás. La odiaría aunque fuera fea.
—Pero ¿qué tiene usted que ver con ella?
Vaciló; después dijo con su ligereza característica:
—¿Y qué tengo yo que ver con nadie?
—Bueno, no conozco a nadie que usted odie.
—Eso demuestra —replicó— lo buena que será esa razón, aunque yo todavía no sepa cuál es.
La supo al cabo de un tiempo, pero nunca he visto que una razón sirviera de tan poco consuelo. Como la historia del odio de Alice Dundene, mi anécdota se convierte en algo maravilloso. Mientras tanto, en cualquier caso, la señora Cavenham volvió a posar para mí regularmente y mostró tanta curiosidad como yo esperaba por la persona que había visto en la ocasión anterior.
—¿Así que, por decirlo de alguna manera, no es una señora? —preguntó después de que yo, por motivos personales, respondiera con algunas evasivas—. Porque si no es una «profesional», ¿qué es?
—Bueno —contesté mientras trabajaba—, no puedo clasificarla más que como una de las más hermosas y bondadosas de las mujeres.
—Ya veo su belleza —dijo la señora Cavenham—. Es inmensa… ¿y esto quiere decir que su bondad está a su altura?
Tuve que pensar un poco.
—En conjunto, sí.
—Entonces, ya lo entiendo. Eso supone una cantidad mayor de la que estará nunca a mi alcance.
—Oh, lo importante es estar seguro de que se tiene suficiente —gruñí.
Pero ella se lo tomó a risa.
—Desde luego, todo está bien en su justa medida.
Después de esto —no recuerdo cuánto tiempo, tal vez unos meses—, Frank Brivet, al que no veía desde hacía dos años, llamó de nuevo a mi puerta. No le puse reparos porque tuviera otro trabajo, como hice con la señora Cavenham, pero hasta que no hubo entrado y salido varias veces, no lo vio Alice —que es como la llama la mayoría de la gente—, la cual quedó impresionada de ese modo extraordinario que tantas ventajas tendría para él. Ese día ella se vio obligada a marcharse antes que él, que se quedó unos pocos minutos más; y no fue hasta la siguiente ocasión en que estuvimos juntos y solos cuando me sorprendió el repentino interés de Alice, que se convirtió en auténtica presión. Para empezar, yo la había recibido con talante expansivo.
—¿Americano? Pero ¿qué clase de americano? ¿No lo sabe? Hay tantas…
Contesté sin ánimo de ofender pero, en cuestión de hombres, y aunque ella los conoce bien, siempre simplifico.
—De la que interesa. Es rico.
—¿Cómo?
—Pues como un americano: asquerosamente rico.
En esa ocasión le conté más cosas de él, pero recuerdo que sobre este particular, al cabo de un breve silencio, dijo con un suspiro:
—Bueno, lo siento. Me habría gustado quererlo por sí mismo.