__ I __

La señora Munden aún no había visitado mi estudio con un pretexto tan bueno como la primera vez que me expuso que se me ofrecía la oportunidad —según dijo, si yo quería dejar caer el pañuelo— de pintar a su bella cuñada. No es necesario que me extienda aquí más de lo esencial sobre la señora Munden, la cual podría ser, por cierto, una historia por sí misma. ¡Tiene una manera muy peculiar de exponer las cosas! ¡Y me ha contado cada una…! Con sus palabras implicaba que lady Beldonald no sólo había visto y admirado ciertas muestras de mi obra, sino que se había sentido literalmente predispuesta en favor de la «personalidad del pintor». De haberme sorprendido ese breve resumen no me habría costado imaginar que era lady Beldonald quien estaba dejando caer el pañuelo para que yo lo recogiera.

—No ha hecho —dijo mi visitante— lo que debía.

—¿Quiere decir que ha hecho lo que no debía?

—Nada horrible… claro que no.

Y algo en el tono de la señora Munden y en el modo en que pareció pensar durante un momento me sugirió incluso que lo que «no debía» hacía referencia a que, tal vez, lady Beldonald había descuidado demasiadas cosas.

—No ha sabido salir adelante.

—¿Qué le pasa?

—Bueno, para empezar, es americana.

—Pues yo hubiera dicho que ése era el mejor modo de salir adelante.

—Es uno de ellos, pero también es un modo de hacerlo tremendamente mal. ¡Hay tantos!

—¿Tantos americanos? —pregunté.

—Sí, muchísimos —suspiró la señora Munden—. Muchísimos modos, quiero decir, de serlo.

—Pero si el modo de su cuñada se basa en ser hermosa…

—Oh, también hay distintos modos de ser eso.

—¿Y se ha equivocado de modo?

—Bueno —contestó mi amiga, como si fuera difícil expresarlo—, no lo ha conseguido…

—Ya veo —reí—. ¡Lo que no debía!

La señora Munden, en cierto modo, me corrigió, pero era difícil explicar el asunto.

—En cualquier caso, mi hermano, sin duda, era un egoísta. Hasta que él murió, ella casi nunca estuvo en Londres; pasaban el invierno, año tras año, en beneficio de lo que él suponía su salud (cosa que no ayudó, pues murió prematuramente), en el sur de Francia y en los cuchitriles más asquerosos que encontraba y, cuando volvían a Inglaterra, siempre la tenía en el campo. Debo decir en favor de ella que siempre se portó bien. Desde que mi hermano murió, ha estado más en Londres, pero en una posición tontamente torpe. Me parece que no acaba de darse cuenta. No lleva lo que yo denominaría «una vida». Por supuesto, podría ser que no quisiera, eso es lo que no acabo de averiguar. No soy capaz de deducir cuánto sabe.

—¡Yo puedo deducir con facilidad —contesté con hilaridad— cuánto sabe usted!

—Bueno, es usted horrible. Quizá ella sea demasiado mayor.

—¿Demasiado mayor para qué? —insistí.

—Para nada. Por supuesto, ya no es ni siquiera jovencita; sólo se conserva bien… se conserva, ¡como la fruta que se guarda en un frasco con almíbar! Quiero ayudarla, auque sólo sea porque me pone nerviosa, y me parece que la manera de ayudarla sería a través de usted, en la Academia y en lugar destacado.

—Pero suponga —espeté— que ella también me pusiera nervioso a mí.

—Ah, seguro que lo hace. Pero ¿no son esos los gajes de su oficio y las bellezas no están siempre…?

—Usted no —interrumpí.

En cualquier caso, vi a lady Beldonald más tarde: llegó el día en que su cuñada la trajo y entonces comprendí que toda su vida giraba en torno a la idea que se había formado de su apariencia personal. No había nada más en ella que importara… y, sabido esto, ya se sabía todo sobre ella. En mi opinión es, en un detalle, única en su género: una persona en la cual la vanidad ha tenido el extraño efecto de ponerla siempre a salvo. Se supone que esta pasión es, en la mayoría de los casos, un principio de perversión y daño, que lleva por mal camino a los que la escuchan y termina por abocarlos, tarde o temprano, a una u otra complicación; pero ha terminado por no llevar a ningún sitio a lady Beldonald: uno tiene la sensación de que, desde el primer momento de plena conciencia, la ha dejado exactamente donde estaba. La ha protegido de todo peligro, la ha hecho absolutamente correcta y formal. Si se ha «conservado», como la señora Munden la había descrito en un principio, es su vanidad quien lo ha hecho con esmero, poniéndola hace ya años en una urna de cristal y cerrando el receptáculo a todo soplo de aire. ¿Cómo no iba a estar conservada, cuando, antes de romperlo, cualquiera se destrozaría los nudillos contra aquel cristal transparente? Y ella es… ¡Qué cosa tan increíble! Conservación apenas es la palabra justa para la condición de su superficie. Parece nueva de modo natural, como si todas las noches se quitara esos grandes ojos barnizados, preciosos, y los guardara en agua. Me di cuenta de que tenía que pintarla dentro de la urna de cristal, una hazaña francamente tentadora; plasmar al máximo el brillante cristal interpuesto y el efecto general de escaparate.

Se acordó, pero no se concretó nada, que ella posaría para mí. Si no se concretó fue porque, como se me explicó desde el principio, las condiciones para que empezáramos debían ser tales que excluyeran todos los elementos perturbadores y, en una palabra, que ella las considerara plenamente favorables. Y, al parecer, era fácil poner en peligro estas condiciones. De repente, por ejemplo, cuando estaba yo esperando que acudiera a una cita —la primera— que yo había propuesto, recibí una apresurada visita de la señora Munden, la cual apareció en su nombre para hacerme saber que la ocasión no era propicia y que nuestra amiga no podía estar segura, en aquel momento, de cuándo volvería serlo. Le parecía que nada, excepto una total ausencia de inquietud, podría conseguirlo.

—¡Oh, una «total ausencia» —dije— es pedir mucho! Vivimos en un mundo lleno de preocupaciones.

—Sí, y eso es justo lo que ella siente, más de lo que usted podría pensar. Por eso no debe tener ningún motivo de aflicción cuando sea el momento, como tiene ahora. Naturalmente, desea ofrecer el mejor aspecto posible y estas cosas se notan en la apariencia.

Negué con la cabeza.

—En su apariencia no se nota nada. Nada le afecta en ningún sentido, nada llega hasta ella. De todos modos, entiendo su inquietud. Pero ¿cuál es su motivo concreto de preocupación?

—¡Pues bueno! La enfermedad de la señorita Dadd.

—¿Y quién demonios es la señorita Dadd?

—Su más íntima amiga y compañera constante, la señora que estuvo con nosotros el primer día.

—Oh, ¿aquella mujercita negra y redonda que cacareaba de admiración?

—La misma. Pero la semana pasada cayó enferma y bien podría ser que no volviera a cacarear. Ayer estaba muy mal y hoy no va mejor, y Nina está muy preocupada. Si le sucede algo a la señorita Dadd, tendrá que buscarse otra y, aunque ya ha tenido dos o tres antes, no será muy fácil.

—¿Dos o tres señoritas Dadd? ¿Es posible? ¡Y todavía quiere más! —ahora recordaba ya a la pobre señora—. No, no creo que sea fácil encontrar otra. Pero ¿por qué es necesario para la existencia de lady Beldonald tener una tras otra?

—¿No lo adivina? —la señora Munden me dirigió una mirada profunda y, sin embargo, impaciente—. Ayudan.

—¿A qué ayudan? ¿A quién ayudan?

—Vaya, pues a todos. A usted y a mí, por ejemplo. ¿A hacer qué? Pues a pensar que Nina es hermosa. Para eso las tiene; le sirven de contrapunto, de la misma manera que los acentos realzan las sílabas, como término de comparación. Hacen que destaque. Es un efecto de contraste que debe de serles familiar a ustedes los artistas; es lo que hace una mujer cuando se pone una cinta de terciopelo negro debajo de una perla que podría requerir, en su opinión, un poquito de realce.

—¿Quiere decir que siempre las lleva de negro? —pregunté.

—No, claro que no; las he visto de azul, de verde, de amarillo. Pueden ser como quieran, siempre que sean, además, otra cosa.

—¿Horribles?

La señora Munden vaciló.

—Horribles quizá sea demasiado; no pide tanto. Pero sí que sean de una fealdad sistemática, alegre, leal. Es una relación muy afortunada. Por eso mismo les tiene cariño.

—¿Y ellas por qué motivo se lo tienen a ella?

—Vaya, pues por la amabilidad que despiertan en ella. Además, también, por su «casa». Para ellas es toda una carrera.

—Ya veo. Pero si ése es el caso —pregunté—, ¿por qué son tan difíciles de encontrar?

—Oh, tienen que ser de confianza, eso es lo más importante: que ella pueda confiar en que no se salgan de los límites del trato y nunca tengan momentos de plenitud, en los que se supere a sí misma, como le sucede incluso a la más fea de vez en cuando: por ejemplo, cuando se enamora.

Examiné el asunto desde otro punto de vista.

—Entonces, si no pueden inspirar pasiones, ¿ni siquiera pueden sentirlas, pobrecillas?

—Las reprueba abiertamente. Por ello un hombre como usted podría ser, al fin y al cabo, una complicación.

Seguí pensando.

—¿Y está usted segura de que la enfermedad de la señora Dadd no es una afección debida a que, de tanto tirarle tierra encima, ha acabado por echar raíces?

Sin embargo, mi broma no resultó oportuna porque más tarde me enteré de que el estado de la desgraciada señora, ya mientras hablábamos, era tal que impedía toda esperanza. Habían aparecido los peores síntomas y no estaba ya destinada a recuperarse; y una semana más tarde supe por la señora Munden que, efectivamente, ya no volvería a «cacarear».

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