__ I __
La oferta, al principio, les pareció demasiado buena para creérsela, y la carta que les dirigió su amigo para, como decía, tantear el terreno, para sondear sus inclinaciones y posibilidades, cerca estuvo de sentarles como una broma pesada. Su amigo, el señor Grant-Jackson, persona pujante y destacada, admirable en discusiones y organización, abrupta en el trato, inesperada, si no perversa, en su actitud, y aclamada y rechazada por igual en la amplia región central donde había mostrado, tal como dice la frase, de qué pie cojeaba, los había sorprendido con una propuesta del todo inesperada que los había impresionado de tal manera que sentían más temor que esperanza. El puesto había quedado vacante con la muerte de una de las dos mujeres, madre e hija, que habían cumplido con las obligaciones durante quince años; la hija había tenido intención de seguir sola, para hacer un favor, pero, a pesar de que era ya muy madura, había recibido una proposición de matrimonio que la obligaba a retirarse, y corría no poca prisa resolver la cuestión de quiénes serían los nuevos titulares. Así pues, se necesitaba algún tipo de pareja unida, pero el tipo apropiado, preferiblemente, un par de hermanas educadas y competentes, si bien un matrimonio tenía sus ventajas si se valoraban otros méritos. Los aspirantes, candidatos y personas que asediaban las puertas de todos los que supuestamente tenían voz en el asunto eran ya innumerables, y el señor Grant-Jackson, que, a su manera, era diplomático y cuya voz, aunque tal vez no fuera de las que hablaban más alto, poseía timbres insistentes, había visto cómo sus preferencias se decantaban por una persona o par de personas que habían guardado una actitud muda y decente. Le había parecido que los Gedge esperaban en silencio —aunque, en realidad, ningún entrometido había llevado hasta tan al norte la insinuación de aquella dicha o peligro—, y la feliz idea, por lo demás, se le había ocurrido gracias a un recuerdo que, si bien no muy reciente, nunca había dado frutos semejantes.
Morris Gedge, en su juventud, había dirigido durante unos años una pequeña escuela privada de las que se conocen como preparatorias, y sucedió que había acogido bajo su techo al hijo pequeño del gran hombre, que, por entonces, no era tan grande. El niñito, durante una ausencia de sus padres de Inglaterra, cayó peligrosamente enfermo, tan peligrosamente que los llamaron con urgencia, aunque con los retrasos inevitables, para que regresaran de un país lejano: habían ido a Estados Unidos y tenían que volver a cruzar todo el continente y el gran mar. Cuando llegaron, se encontraron al niño a salvo, pero a salvo, como no pudo por menos de salir a la luz, gracias a la extrema devoción y el perfecto juicio de la señora Gedge. Ésta no tenía hijos y se había encariñado con el más tierno y chiquitín de los alumnos de su marido, y ambos habían temido como un desastre espantoso el daño que la pérdida del niño pudiera causar a su pequeña empresa. Nerviosos, inquietos y sensibles, con un orgullo —como, por cierto, bien sabían— por encima de su posición, que nunca, ni en el mejor de los casos, dejaría de ser sombría, lo habían cuidado aterrorizados y lo habían sacado adelante, esforzándose hasta el agotamiento. Y sucedió que el agotamiento les llegó temprano y, por un motivo u otro, se convirtió en su sino de modo permanente. Como decían, la muerte del niño habría acabado con ellos; sin embargo, su recuperación no los había salvado; con lo que formaba parte, sin duda, de una franqueza tímida pero tenaz, no tenían por ello la sensación de haber guardado un tesoro. Y no sería tesoro alguno, ni en sueños ni despiertos; y los años que siguieron cojearon bajo el peso de ambos, de vez en cuando se tambalearon penosamente y a duras penas consiguieron no dejarlos caer en el polvo. En lugar de prosperar, el colegio fue menguando hasta su cierre. La salud de Gedge flaqueó y más aún cualquier indicio de capacidad para darse a conocer como hombre útil y experto. Puso a prueba varias cosas, puso a prueba muchas cosas pero, al final, se habría dicho que éstas, en la misma medida, lo habían puesto a prueba a él. En la época a la que me refiero, sobre todo, ponían a prueba a sus sucesores, mientras él se encontraba, con una sensación de embotada dicha, derivada, en su caso, de la mera postergación de todo cambio, al frente de la gris biblioteca municipal de Blackport-on-Dwindle, toda ella granito, niebla y ficción femenina. En esa situación, a su alrededor se consideraba, sin duda, que su inteligencia general —reconocida como su mayor mérito— estaba sometida a menos presión que su dominio de algunos asuntos en los que su debilidad era manifiesta.
Fue en Blackport-on-Dwindle donde la flecha de plata lo alcanzó y lo atravesó; la custodia de templo tan distinto se presentó como una alternativa a la distribución de volúmenes gastados, con las esquinas dobladas, cuyos títulos, en boca de innumerables jóvenes banales, desafiaban su calma. El estipendio mencionado difería poco del magro sueldo que se le pagaba en aquellos momentos, pero, aunque hubiese sido menor, el interés y el honor habrían sido determinantes. Aunque nunca había tenido ocasión de acercarse al santuario que habría de presidir, le parecía el más sagrado de los conocidos en toda la historia de la humanidad, el primer hogar del poeta supremo, la Meca de la raza de lengua inglesa. Las lágrimas acudieron a sus ojos antes que a los de su mujer cuando miraron la estrecha prisión que en aquel momento los rodeaba, tan poco iluminada por las luces del intelecto, de tan escasa laboriosidad, tan alejada de cualquier sueño, tan intolerable para el buen gusto. Tuvo la sensación de que se había abierto una ventana a un gran bosque verde, un bosque que llevaba un nombre glorioso, inmortal, poblado de figuras vívidas, todas ellas renombradas, que emitía un murmullo, profundo como el sonido del mar, que era el susurro, en la penumbra del bosque, de toda la poesía, la belleza, el color de la vida. Sería prodigioso que él tuviera la llave de ese mundo transfigurado. No, no podía creerlo, ni siquiera cuando Isabel, al ver su expresión, se acercó y, amablemente, le dio un beso. Él negó con la cabeza con una extraña sonrisa.
—No lo conseguiremos, ¿cómo vamos a conseguirlo? Es perfecto.
—Si no lo conseguimos, él se habrá comportado con crueldad, cosa que es imposible cuando ha esperado tanto tiempo para ser amable.
La señora Gedge lo creía de veras, quería creerlo. Puesto que las amplias puertas del mundo de la poesía se les habían abierto de repente, era de justicia poética que fueran los primeros en saberlo. Tenía fe en su patrocinador; repentina, pero ahora completa.
—Se acuerda: eso es todo; y ésa es nuestra fuerza.
—¿Y cuál es la suya? —preguntó Gedge—. Quizá quiera colocarnos, pero eso no quiere decir que pueda. ¿Qué tenemos nosotros que no tengan los demás?
—Pues que somos justo lo que necesitan.
La señora Gedge sólo conocía las necesidades del caso, hasta el momento, gracias a la escasa información recibida, totalmente vaga, y, al igual que su marido, nunca había estado en el lugar sagrado; pero se veía alzando la mano enguantada por encima de una colección de objetos notables y diciendo a un nutrido grupo de personas boquiabiertas y reverentes: «Y ahora, hagan el favor de pasar por aquí». Incluso se oía contestando con presteza y decisión alguna pregunta suelta de un visitante en quien la audacia prevaleciera sobre la reverencia. En una ocasión, hacía años, había visitado con una prima un gran castillo del norte, y así los había conducido la encargada. Tampoco se veía como encargada; estaba muy por encima, y el movimiento de su mano lo demostraría. Aquello, junto con tantas otras cosas, lo resumió en la respuesta a su compañero:
—Lo que tenemos nosotros es que tú eres un caballero.
—¡Oh! —dijo Gedge, como si nunca se le hubiera ocurrido y, sin embargo, no mereciera la pena pensar en ello.
—Me lo imagino perfectamente —prosiguió ella—. Han encontrado ya unas personas vulgares y piensan que no sirven. Nosotros somos pobres y somos modestos, pero cualquiera puede ver lo que somos.
—¿Quieres decir…? —preguntó Gedge. Más modesto que ella, no sabía muy bien qué quería decir.
—Somos refinados, sabemos hablar.
—¿Sí? —volvió a preguntar, súbitamente inquieto.
Pero, desde el principio, ella estuvo más segura de todo que él; de manera que al cabo de unas semanas, cuando la sombra de la incertidumbre —aunque era sólo una sombra— había crecido hasta casi enfermarlo, ella creyó triunfar en el momento en que llegó la noticia de que los habían nombrado con justicia.
—Cobraremos poco, pero podremos apañárnoslas —en esa ocasión, ella insistió en su idea—. Pero somos personas muy cultivadas y, para ellos, conseguir eso, ¿te das cuenta?, sin que vaya acompañado de grandes pretensiones ni exigencias, debe de ser un sueño. No tenemos posición social, pero no nos importa nada, ¿verdad?; eso es porque conocemos la diferencia entre las realidades y las farsas. Somos realistas y eso nos da sentido común, cosa que la gente vulgar no tiene en absoluto y allí, después de todo, seguro que lo necesitan, como tantas otras cosas.
Su compañero la seguía, pero meditabundo, como si en unos instantes su horizonte se hubiera ensanchado tanto que se sintiera perdido y necesitara nueva orientación. Lo rodeaban espacios brillantes y el simple vínculo confería un arco más noble a los cielos.
—Debes conceder que, además, tenemos cierto apego a lo romántico. Me parece a mí que eso es lo bello. Nos ha faltado durante toda la vida y ahora nos llega. Estaremos en el mismísimo centro, podremos saciarnos.
Ella lo miró a la cara, buscando el efecto de aquella perspectiva en él, y la suya se iluminó como si, de repente, su marido se hubiera vuelto hermoso.
—Desde luego, viviremos como en un cuento de hadas. Pero lo que quiero decir es que daremos, en cierto modo y con mucho gusto, tanto como recibamos. En cuanto a lo demás, nosotros, por ejemplo, somos pulcros.
La carta había llegado a la hora del desayuno y la señora Gedge quitó una mosca del plato de la mantequilla.
—Y así mantendremos aquel sitio.
Tras decir esto, quitó del sofá y puso encima del piano una lata de galletas que se había negado a caber en el aparador. En Blackport vivían en habitaciones alquiladas de las más pobres, tal como se la había oído declarar con una franqueza que en Blackport pareció ingrata. En la Casa Natal —y eso mismo, tras la vida que llevaban, era ya motivo de júbilo— no vivirían en habitaciones, puesto que había una casa independiente para el guarda, de la misma manera que, algunas veces, junto a una iglesia antigua y pintoresca, se encuentra la casa del párroco, igualmente antigua y bonita. En conjunto, aquello sería su hogar, y ese hogar formaría un mundo pequeño que no querrían dejar nunca. En este sentido, ella daba vueltas a sus ganancias; puesto que, evidentemente, aunque el salario no era mejor, la casa que se les daba supondría una gran diferencia. Él asentía, pero con aire ausente, y a ella casi la impacientaba el alcance de sus pensamientos. Era como si algo, su mismo número, le velara la vista; hasta que el propio Gedge aclaró de qué se trataba.
—¡Lo que no puedo digerir es que sea un hombre como él…! —exclamó, casi descompuesto por la emoción.
—¿Como él?
—¡Él, el, ÉL…! —era demasiado.
—¿Grant-Jackson? Sí, es una sorpresa, pero está claro que ha estado pensando durante este tiempo en lo que más nos convenía.
—Me refiero a él —Gedge contestó con mayor frialdad—. A que nos convirtamos en algo familiar e íntimo: porque así es como será. Viviremos con Él.
—Claro, eso es lo hermoso del asunto —y añadió alegremente—: cuanto más hagamos, más lo querremos a Él.
—Sin duda, pero es un poco sobrecogedor. Cuanto más lo conozcamos —reflexionó Gedge—, más lo querremos a Él. Mira, la verdad es que no lo conocemos muy a fondo.
—Lo conocemos tan bien, supongo, como la clase de gente que han tenido. Y lo probable es que no sea tremendamente necesario, a menos que nos importe, como es nuestro caso. Porque están los hechos.
—Sí, están los hechos.
—Es decir, los principales. Eso es lo único que quiere la gente… la gente que va.
—Sí, seguramente sólo querrán eso.
—Así que eso era lo único que tenían que saber las personas que estaban encargadas.
—Ah —dijo él como si fuera una cuestión de honor—, nosotros tenemos que saberlo todo.
La señora Gedge coincidió alegremente: él pensó que ella tenía el mérito de mantener el caso dentro de sus límites.
—Todo —añadió ella—. Pero, sobre él personalmente, tampoco hay mucho, ¿no?
—Me parece que más que antes. Han descubierto cosas.
Tuvo una magnífica idea.
—¡Quizá descubramos algo!
—Oh, me conformaría con mejorar un poco lo que ya se ha hecho.
Y sus ojos se detuvieron en un estante de libros, la mitad de los cuales, poco usados pero muy desvaídos, eran de un recargado estilo «de regalo» y pertenecían a la casa. Entre ellos, los suyos eran, por lo general, vulgares ejemplares de consulta, sin excluir una vieja Bradshaw[70] y un catálogo de la biblioteca pública de la ciudad.
—Ni siquiera tenemos una colección propia. De sus Obras —explicó él, aclarando enseguida el sentido, tal vez más obvio, que ella podría haberle dado.
Aquello parecía una lamentable demostración de lo escaso de sus posesiones, hasta que el doloroso bochorno con que reconocieron el hecho se transformó en un tipo distinto de calor. Precisamente, debido a aquella pobreza, su nueva situación, con su encanto intrínseco, los consolaría. Y a la señora Gedge se le ocurrió una idea feliz.
—¿Y la biblioteca no los tendrá?
—Oh, no, no tenemos nada de eso, ¿por quiénes nos tomas? —sin embargo, aquello sólo era una broma del buen ánimo de Gedge: la forma en que el abatimiento y el humor le servían para expresar su amargura por los gustos literarios de Blackport. Nadie los conocía como él. En realidad, le parecían un signo tan ominoso que el aliciente de la idea de marcharse se reforzaba con la idea de escapar de ellos. Por supuesto, la institución a la que servía no merecía el reproche en el que había florecido su ironía; y lo cierto era que si las diversas colecciones en que se presentaban sus Obras estaban un poco polvorientas, el polvo también era, en cierto modo, culpa suya. Para compensarlo, se vio dedicando inmediatamente todo su tiempo a su estudio; se vio encendido con una nueva pasión, comentando y cotejando textos con empeño. La señora Gedge, que había sugerido que deberían, hasta que llegara el momento del traslado, leer al Autor por las tardes —sin duda, como lo harían todavía más cuando estuvieran cerca de Él—, también sentía, a su manera, el hechizo; de modo que el período más feliz de su inquieta vida quizá fuera la serie de horas a la luz de la lámpara, tras la cena, en las que, tomando el libro alternativamente, declamaban, casi representaban, a su autor benefactor: su amigo personal, su luz universal, su divinidad y autoridad definitiva. Se preguntaban ya dónde estarían sin él. Cuando el nombramiento llegó de manera oficial, su relación con él se había desarrollado inmensamente. A Morris Gedge le hacía gracia que, en fechas tan recientes, se hubiera ruborizado por su ignorancia y así se lo comentó a su esposa durante la última hora que pudieron dedicar a su estudio, antes de dirigirse, tras cruzar medio país, al escenario de su romántico futuro. Era como si, en latidos profundos y frecuentes, en frías olas que rompían de repente y bañaban su pensamiento, le hubiera llegado toda la posesión, comprensión y apoyo, toda la verdad, la vida y la historia, y todo aquello le hubiera llegado, como dicen los periódicos, para quedarse.
—Es absurdo —no dudaba en decir él— decir que no lo «conocemos». Si no lo conocemos es porque somos burros. Él está allí, metido hasta las cejas, y cuanto más nos vayamos introduciendo, más estaremos con Él —declaró—. Tengo la sensación de verlo allí como si estuviera pintado en la pared.
—Sí, ¿verdad? ¿Y no sientes dónde está? —preguntó la señora Gedge con delicadeza—. Lo vemos porque lo queremos, así son las cosas. ¿Cómo no vamos a querer a nuestro viejo amigo, con todo lo que Él está haciendo por nosotros? No hay luz como la del verdadero afecto —la señora Gedge tenía afición a las frases sentenciosas.
—Sí, supongo que sí. Y, sin embargo —meditó su marido—, veo, maldito sea, los defectos.
—Eso pasa porque eres muy crítico. Los ves, pero no te importan. Los ves, pero los perdonas. Allí no debes mencionarlos. Ya sabes que no vamos allí para eso.
—¡No, claro que no! —dijo riendo—. Echaremos a cualquiera que haga la menor insinuación al respecto.