__ II __

Así pues, al día siguiente tuve el cuadro y, al otro, llegó la señora Bridgenorth, a la cual había mandado aviso. Lo había colocado, enmarcado y sobre un caballete, en lugar destacado, y no he olvidado la expresión de su rostro ni el grito que salió de sus labios. Fue un momento extraordinario, tanto más cuanto que me pilló totalmente desprevenido: tan extraordinario que al principio apenas supe qué había pasado. Además, cuando me di cuenta, habían sucedido más cosas, así que al recuperarme tuve que hacer frente a una situación compleja. La señora Bridgenorth reconoció de inmediato al modelo; eso fue lo primero y lo manifestó de manera inconteniblemente vívida. Tras reconocerlo, súbitamente pensó en la posibilidad de que se tratara de un golpe deliberado. Eso sucedió en segundo lugar y se sonrojó como si le hubieran dado una bofetada. Lo que sucedió en tercer lugar fue que —y eso fue lo más maravilloso—, de manera instintiva, intentó dominar tanto aquel extraño reconocimiento como su ciega sospecha. Sin embargo, pobre mujer, fue incapaz de controlar el intenso rubor de su rostro ni las rápidas lágrimas de sus ojos. No pudo hacer otra cosa que mirar el lienzo fijamente, jadeando, haciendo muecas, e intentar ganar tiempo. Sorprendida u ofendida, reflexionó intensamente, preocupada, más que por ninguna otra cosa, por mostrar muy poco sus sentimientos; e, incluso en aquel momento, yo era consciente de que nada podría haber sido más magnífico que su esfuerzo por tragarse el sobresalto en diez segundos.

No conté cuántos segundos necesitó; sin duda, los suficientes para que yo también los aprovechara. Gané más tiempo que ella y lo más extraño de todo fue, sin duda, mi maniobra: el cálculo más rápido que, guiado por puro instinto, he hecho nunca. Si había conocido al espléndido caballero representado en el cuadro y, a pesar de todo, decidía allí mismo ocultarlo, ello hizo que mi lealtad hacia Mary Tredick saliera a la superficie en un rápido contraataque. El rubor de sus mejillas me dio la oportunidad.

—Ah, ¡así que lo conocía usted!

Vi que, por un instante, se preguntaba si no podría hacer pasar su sobresalto como una muestra de placer, la alegría natural al ver la nueva adquisición. Su indecisión resultaba patética y, al mismo tiempo, casi cómica. Dado que había optado por cubrir las huellas de su pasado, cualquier confesión era un peligro; pero también, por seguridad, le convenía saber, tras tan asombrosa coincidencia, cuánto de ella sabían ya. Mientras tanto, lo encajaba sin darle más vueltas. Sonrió entre las lágrimas.

—¡Es magnífico!

Pero, como digo, le di muy poco tiempo.

—¿Quién es? ¿Quién era?

Debió de ser mi expresión, aún más que mis palabras, lo que la decidió. Vaciló pero, al cabo de un instante jadeó, rio, lloró de nuevo y luego, desplomándose en el asiento más cercano, se abandonó tan completamente que casi me avergonzó.

—¿Cree que voy a decirle cómo se llama?

El peso de los años pasados —todo lo borrado y desoído—, revivió, como un tosco acento que aflora de nuevo con un ligero estímulo al pronunciar determinadas palabras. Sin embargo, un instante después quedó claro que era tan capaz como yo de juzgar a partir de lo que percibía. Sólo tuvo que mirarme un segundo.

—¡Vaya! ¡Es cierto que usted no lo sabe!

Me pareció mejor ser sincero.

—No, no lo sé.

—Entonces, ¿cómo lo conoce ella?

—¿Y usted? —me reí—. Yo no tengo nada que ver.

Se quedó un rato pensando, sin dejar de mirar el cuadro.

—¡Cómo se parece, cómo se parece!

Era casi excesivo.

—¿Tanto?

—Ni se lo imagina.

Reflexioné un poco.

—Pero usted no buscaba un parecido con un individuo conocido.

Dio un brinco y reaccionó con energía.

—No, nadie más lo verá.

Me temo que, una vez más, dejé entrever que aquello me divertía.

—¿Nadie más que usted y ella?

—¡Y que ella lo haya pintado…! —seguía asombrada—. Dígamelo por su honor, ¿ella lo sabe?

—¿Que es el retrato exacto que usted habría querido si se hubiera atrevido? En absoluto, ¿cómo iba a saberlo? No sabe nada, se lo prometo por mi honor.

La señora Bridgenorth seguía maravillada.

—¿Lo ha pintado a él a partir del tipo…?

—¿… que encaja con mi descripción de lo que usted deseaba? Exacto.

—Pero ¿cómo… después de tanto tiempo? ¿De memoria? ¿Fue un amigo?

—Como un recuerdo, sí. Ya sabe, en nuestro extraño gremio la memoria visual es maravillosa. Lo ha pintado como un ideal, simplemente, para lo que usted quería. ¿Está usted satisfecha? —añadí al cabo de un instante.

Había vuelto a mirarlo y, al oírme, volvió hacia mí los ojos; pero me di cuenta de que no podía hablar y, al final, apenas pudo pronunciar un indescriptible «¡Satisfecha!», de manera que no me sorprendió cuando de repente —igual que había hecho Mary: al parecer, el modelo poseía esa capacidad— estalló en llanto. A pesar de lo que se pueda pensar de mí, no me siento especialmente cruel por relatar lo que hice entonces, pues es cierto que mientras la señora Bridgenorth lloraba tuve una repentina inspiración en nombre de los intereses de la señorita Tredick. Además, antes de que mi interlocutora se recuperara, sabía exactamente qué me preguntaría a continuación; y de modo consciente lo provoqué para terminar de una vez. Le expliqué que no tenía la menor idea de la identidad del modelo de la artista, sobre la que no me había dado ninguna pista. Sólo tenía la sensación de que lo había conocido, de que lo había conocido bien; y, al margen del material con que pudiera haber trabajado, el hecho de que ella también lo conociera era una coincidencia pura y simple. Pertenecía al terreno de lo prodigioso, pero esos prodigios pasaban. Mi visitante me escuchó con avidez y credulidad. Se sintió tranquilizada. Entonces vi venir su pregunta.

—Bueno, si a ella ni le pasa por la cabeza que fue nunca nada mío o que lo sea ahora, voy a pedirle un favor muy especial y le ruego que no se lo diga. Querrá saber, como es natural, qué me ha parecido. Dígale que estoy encantada ¿y puedo pedirle que me prometa que no dirá nada más?

Lo dijo con una expresión de súplica en el rostro, pero tuve que pensar un poco.

—Primero tengo que ponerle algunas condiciones y una de ellas es también una pregunta, pero más franca que las suyas. Este misterioso personaje, frustrado por la muerte, ¿iba a casarse con usted?

Contestó con valentía.

—Sin duda, de haber vivido.

Me hizo gracia la ingenuidad de su «sin duda».

—Muy bien, pero ¿por qué desea que la coincidencia…?

—¿No la sepa? —sabía exactamente por qué—. Porque si lo sospecha, no querrá que me quede con el cuadro. Además —añadió con decisión—, debe permitir que lo pague sin demora.

—¿A qué se refiere cuando dice sin demora?

—Le mandaré un cheque en cuanto llegue a casa.

—Oh —me reí—. Entendámonos: ¿por qué cree que no querrá que se quede el cuadro?

La respuesta se hizo esperar un poco, pero cuando llegó fue perfectamente lúcida.

—Porque entonces verá hasta qué punto lo quiero.

—¿Y no lo querrá usted menos, puesto que en el trato se acordó algo conveniente, no una semejanza?

—Oh —dijo la señora Bridgenorth con impaciencia—, me da lo mismo la semejanza. Pero ella empezará a atar cabos… —entonces dijo su verdadero temor—… y estará celosa.

—¡Oh! —dije con una carcajada, pero asustado.

—¡Me odiará!

Reflexioné un poco.

—Pero si me parece que a ella no le gustaba.

—¿Le parece que no? —tras esa réplica me miró fijamente, como si deseara averiguar qué contenido tenían mis palabras; finalmente le pareció que éste era muy escaso—. ¡Pues bueno! —dijo la madura señora Bridgenorth con expresión casi cómica.

—Pero deduzco de ella que él se portó mal.

—Y ella, ¿cómo se portó?

Casi no dudé.

—¿Y usted?

—Eso es asunto mío —y volvió a mirar el cuadro—. Fue lo bastante bueno con ella para que ella ahora haga esto.

Escuché atentamente una vez más.

—Desde un punto de vista artístico y debido al modo en que está hecho, es una de las cosas más curiosas que he visto nunca.

—¡Da gusto mirarlo! —dijo la pobre señora Bridgenorth en términos más sencillos.

Desde luego, daba gusto, lo da todavía; y precisamente por eso el caso era tan interesante.

—Sin embargo, tengo la sensación de que, como digo, no está pintado con amor.

Lo entendió muy bien.

—Lo ha pintado con rabia.

—Entonces, ¿qué tiene usted que temer?

De nuevo, lo entendió perfectamente.

—Lo mismo que sucedía cuando él me daba celos. De manera —declaró— que si me da su palabra de que guardará silencio…

—¿Sí?

—Pues doblaré la cantidad.

—Oh —contesté, dando una vuelta por el estudio, animado por la coincidencia—. Eso es exactamente lo que se me había ocurrido para prestar mejor ayuda a mi amiga.

—¿Se entiende, pues, que es a cambio de su palabra de caballero? —estaba tan ansiosa que eso prácticamente cerró el trato, aunque deambulé un poco de acá para allá mientras me miraba con expectación. La atmósfera que nos rodeaba vibraba con la contención de la mujer y la evocación de un vínculo muy estrecho. Como bien sabemos, algunas veces uno se atreve a pedir para otro lo que no habría pedido para sí mismo. La idea de solicitarlo para Mary era perfectamente recomendable. El trabajo representaba en realidad mucho más que lo acordado, y si la compradora decidía valorarlo así, era asunto suyo.

—Entiendo que da usted también su palabra —dije.

Estuvimos tan de acuerdo que nos dimos la mano.

—¿Y cuándo puedo mandar a buscarlo?

—Bueno, la veré esta tarde. Pongamos que mañana temprano.

—Mañana temprano —y la acompañé al coche, en el cual, recuerdo, mientras se marchaba, manifestó su pesar por no haberse llevado el lienzo. La consolé señalándole que no cabía, lo que no era del todo cierto.

Vi a Mary Tredick antes de cenar y aunque no estaba muy seguro del terreno que pisaba, le di la noticia al instante.

—Está tan encantada que he tenido la sensación de que debía hacer algo por ti. Incumplimos el acuerdo original, he subido el precio.

—¿A cuánto? —preguntó Mary.

—Bien, cuatrocientas. Si quieres, intentaré incluso subir a quinientas.

—Oh, no va a pagar eso.

—Perdona que te lo discuta.

—¿Después de haber acordado otra cosa? —tenía una expresión grave—. No me gustan estos saltos y cambios.

—Bueno, querida niña, son tuyas. Se te contrató para que pintaras una bobada decorativa y has hecho una obra maestra que está viva.

—¿Eso es lo que dice ella? —dijo después de pensar un poco. Después pensó un poco más y vaciló—. ¿Qué sabe? —añadió.

—Sabe que lo quiere.

—¿Tanto como eso?

Al oírla tuve que mostrarme un poco firme.

—Tanto que me mandará el cheque esta tarde y yo te mandaré el tuyo por el primer correo, mañana por la mañana.

—¿Incluso antes de que reciba el cuadro?

—Oh, mandará a buscarlo mañana —y, puesto que cenaba fuera y todavía tenía que vestirme, no me quedaba más tiempo. Mary me acompañó a la puerta, donde volví a asegurarle—: Recibirás mi cheque mañana por el primer correo —a lo cual añadí—: Si no es mucho para una dama que está dispuesta a comprar cualquier marido, ¡no es nada por un marido como el que le has dado!

Yo tenía prisa, pero ella me retuvo.

—Entonces, ¿has confirmado tu idea?

—¿Qué idea?

—De que es eso lo que le he dado.

De repente pensé que quizá había ido demasiado lejos, pero había dejado el coche esperando y acababa de subir en él.

—Bueno —dije, con un exceso de humor, desde la parte delantera—: Digamos que, en cualquier caso, a él le has dado esposa.

Cuando al regresar de la cena esa noche entré en mi oscuro estudio, lo primero que hice fue iluminarlo para echar otro vistazo al modelo de Mary. Sentí el impulso de desearle buenas noches, pero, para mi asombro, ya no estaba allí. Su lugar estaba vacío, había desparecido. Sin embargo, tras mi primera sorpresa, vi lo que había sucedido: la verdad es que lo vi con cierto alivio. Como mis criados estaban ya acostados, no pude hacerles ninguna pregunta, pero estaba claro que la señora Bridgenorth, cuya nota, con su cheque, estaba sobre la mesa, había sido incapaz de esperar. La nota que encontré no mencionaba otra cosa que lo adjunto; pero la habían entregado en mano y el silencio me pareció elocuente. Su mensajero había recibido la orden de «actuar»; había llegado con un vehículo y había metido en él el lienzo y el marco. El pago estaba zanjado y el incidente cerrado. Al día siguiente, sin tener claro el motivo, supe que había dormido mejor gracias a todo eso y, en cuanto entró el criado, le pedí detalles. Su respuesta me sorprendió.

—No, señor, no vino ningún hombre; vino ella en persona. Sólo tenía un coche de alquiler pero la ayudé y lo metimos. Costó mucho, pero estaba muy empeñada.

—¿Un coche de alquiler? ¿Y no había venido el criado?

—No, señor. Vino sin ayuda de nadie.

—¿Y tampoco trajo su coche, que es más grande?

Mi criado, tal como tenía por costumbre, sopesó sus palabras.

—Pero, ¿de veras tiene coche?

—Claro, el que trajo ayer.

Entonces se hizo la luz.

—Oh, esa señora. No era ella, señor. Era la señorita Tredick.

La luz se hizo, pero de inmediato la siguió la oscuridad, una oscuridad que, después del desayuno, guio mis pasos a casa de mi amiga. Allí, en su lugar original, me encontré con su creación, pero me di cuenta de que sería cosa distinta encontrarse con la pintora. Inmediatamente dejó sobre una mesa, como si estuviera esperándome, el cheque que le había mandado.

—Sí, me lo he traído. Y no puedo aceptar el dinero.

Me desesperé.

—¿Quieres quedarte con él?

—No entiendo lo que ha sucedido.

—¿Te echas atrás?

—No entiendo —repitió— lo que ha sucedido.

Pero lo que yo había advertido, por el contrario, era que lo comprendía muy bien, lo comprendía perfectamente. Al parecer, por culpa de mi exceso de celo, había dado demasiadas pistas sobre el caso, y vi que iba a ponerme a prueba. Había pasado la noche pensando en todo aquello y la generosidad de la señora Bridgenorth, aparejada con las prisas de la señora Bridgenorth, la habían tenido en vela. De ahí —en una mujer nerviosa y de espíritu crítico— las imaginaciones, las visiones, las preguntas.

—¿Por qué, al escribirme anoche, diste por hecho que era ella la que se había lanzado sobre el cuadro como un ave de presa? ¿Por qué tenía que hacerlo? —preguntó Mary Tredick.

Bien, si podía negociar un trato en nombre de Mary, tuve la sensación de que podría a fortiori mentir por ella.

—Porque ella es así. Siempre salta sobre lo que le interesa, es impaciente y poco controlada. Y es una muestra de falsa modestia —dije con diplomacia— que digas que no ves motivo para que se enamore…

—¿Que se enamore? —me interrumpió.

—De ese caballero. Desde luego. ¿Qué mujer no se enamoraría? ¿Qué mujer no se enamoró de él? La verdad es que no entiendo qué derecho tienes a echarte atrás.

—No me echaré atrás —contestó— si me contestas a una pregunta. ¿Conoce al hombre del cuadro? —después, mientras yo tardaba en contestar—: Se me ocurre que tiene que conocerlo. Eso explicaría muchas cosas. Esta sensación tan rara que tengo y la extraordinaria suma que has podido arrancarle.

Era una lástima y me sonrojé, además de estremecerme por la palabra que había empleado. Pero estaba claro que la señora Bridgenorth y yo habíamos subido demasiado la cantidad.

—¿Crees que si ella lo hubiera adivinado yo habría aprovechado para «arrancarle» más?

Al oír eso se apartó de mí y, con gesto inexpresivo, a pesar de su inquietud, vagó de un lado a otro. Después se detuvo.

—Lo veo ahí. La oigo a ella decirlo. Lo que has dicho tú que ella diría de él.

Me parece que intenté, como un tonto, aunque sólo fuera por un instante, simular que no recordaba lo que había dicho.

—¿Su marido?

—No lo fue.

Al minuto siguiente me atreví a decir:

—¿Fue el tuyo?

No sé lo que esperaba, pero me sorprendió su tranquilo movimiento de cabeza.

—No.

—Entonces, ¿por qué no pudo ser…?

—¿El de otra mujer? Porque sé a ciencia cierta que murió soltero —siguió hablando con voz muy tranquila—. Conoció a muchas mujeres y hubo una en particular con la que tuvo una intimidad muy larga y ruinosa. Ella intentó que se casaran y él estuvo muy a punto. Sin embargo, la muerte lo salvó. Pero ella fue la razón…

—¿Sí? —temí que volviera a sentir una oleada de dolor y proseguí mientras ella se contenía—: ¿La conociste?

—No quise —y por fin lo dijo—: Me dejó por ella.

Consiguió expresarse con frialdad y no dije más que un anodino y amable «¡Oh!», que indicaba la sensación de que me había contado, en contra de lo esperado, más de lo que podía asimilar. Pero mientras me preguntaba cómo devolverle la confianza, repitió, cambiando de voz, la pregunta de antes.

—¿Conoce al hombre del cuadro?

—No tengo la menor idea —y tras desenvolverme con soltura, añadí, con lo que ahora me parece una banalidad—: Desde luego, ayer no dijo su nombre.

—¿Sólo lo reconoció?

—Si así fue, lo ocultó muy bien.

—¿De manera que no conseguiste arrancarle nada?

Esa pregunta me ofrecía cierta ventaja.

—Pensaba que me acusabas de arrancarle demasiado.

Me miró largo rato y entonces lo vi todo en su rostro.

—Es muy amable lo que estás haciendo por mí y lo haces muy bien. Es muy bonito, muy bonito, y te lo agradezco de todo corazón. Pero yo lo sé.

—¿Y qué es lo que sabes?

Fue de un lado a otro, preparando sus herramientas de trabajo.

—Lo que él pudo ser para ella.

—¿Quieres decir que ella fue esa mujer?

—Bueno —dijo, poniéndose las viejas gafas—, fue una de ellas.

—¿Y aceptas tan tranquila esa asombrosa coincidencia…?

—¿Al encontrarme, tras varios años, en una relación tan extraordinaria con ella? ¿Y por qué tranquila? Esta noche ha sido una tortura.

—Pero ¿qué te ha hecho pensar…?

—¿Que se lo había devuelto de manera tan ciega y extraña? Tú lo dejaste claro ayer.

—¿Cómo?

—No sabría decirlo. No pretendías hacerlo, al contrario: pero echaste la semilla. Y la planta, después de que te fueras empezó a crecer —dijo, moviendo el caballete con gesto profesional—. Los vi a los dos, allí en tu estudio, cara a cara.

—¿Sentiste celos? —me eché a reír.

Me miró a través de sus gafas y pareció, a partir de ese momento, que con una extraña actitud se situaba al otro lado del tiempo transcurrido. Allí se sintió firme, segura; lejos de mí.

—Veo que te dijo que estaría celosa —sin duda, oculté mal mi sobresalto y ella prosiguió—: Dices que acepto la coincidencia, que es, sin duda, asombrosa. Pero estas cosas pasan. ¿Por qué no iba a aceptarla, si tú la aceptas?

—¿La acepto? —sonreí.

Se puso a trabajar en silencio, pero exclamó al poco:

—Me alegro de no haberla conocido.

—Todavía no entiendo por qué no quisiste.

—Yo tampoco, fue una cosa instintiva.

—Tus instintos —intenté ser irónico— son milagrosos.

—Tienen que serlo, para estar a la altura de estas circunstancias. Debo pedirte que le digas amablemente, cuando le devuelvas lo que ha dado, que ahora que tengo el cuadro terminado he decidido quedármelo.

—¿Sin más explicación?

Siguió pintando.

—Ella sabrá la explicación.

En aquel momento también la sabía yo; sabía tantas cosas que me temo que apenas me resistí. Si nuestra maravillosa cliente no había sido su esposa en la realidad, Mary no iba a ayudarla a que lo fuera en la ficción. Yo ya sabía más de lo que puedo decir, más de lo que podía revelar entonces. La piedad más elemental habría obligado a aquel hombre a seguir con mi amiga y la había abandonado cobardemente. Eso había hecho aflorar oscuros sentimientos que yo había contemplado con timidez.

—Y, suponiendo que tu teoría sea cierta, ¿por qué no le cedes el retrato? Lo has pintado con amargura.

—Sí. De no haber sido así…

—¿No habrías llegado a pintarlo? Precisamente. Y ¿quieres quedártelo con amargura?

Levantó la vista del lienzo.

—¿Y tú cómo te lo quedarías?

Eso me hizo dar un brinco.

—¿Quieres decir que puedo quedármelo? —se me ocurrió una idea—. ¡Te doy lo mismo que ella!

Su sonrisa a través de las gafas fue hermosa.

—¿Y después se lo darás a ella? Lo tendrás cuando me muera.

Dicho lo cual, se alejó del caballete y me di cuenta de que estaba entorpeciendo su trabajo y tenía que marcharme. Le tendí la mano.

—Lo pinté… en un estado de ánimo de… como quieras llamarlo, pero lo guardaré con gusto.

No pude contestar nada, no pude seguir fingiendo; el cuadro estaba en sus manos. Durante un momento no nos movimos y tuve de nuevo la sensación, melancólica y definitiva, de que ella estaba, por así decirlo, en un lugar remoto, dentro del cuadro que había pintado, quieta y cubierta por una pátina de barniz.

—Me lo quitaron y durante todos estos años ha estado guardado. Después, ella misma, por una coincidencia prodigiosa… —se perdió en sus asombrados pensamientos.

—¿Sin proponérselo, te lo devuelve?

Durante un instante, maravillada, cerró los ojos.

—Me lo devuelve.

Entonces vi con qué estado de ánimo lo conservaría. Pero no vi nada más. Tuve que limitarme a escribir, con cierto pesar, a la señora Bridgenorth, a la que nunca volví a ver, pero de cuya muerte, que precedió en un par de años a la de Mary Tredick, me enteré por casualidad. Éste es el relato de un anciano. He heredado el cuadro y, en su profunda belleza, sin embargo, sigue habiendo algo oscuro. Por extraño que parezca, nadie ha reconocido nunca al modelo, pero todos me preguntan cómo se llamaba. Ni siquiera lo sé.

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