__ IX __
En efecto, la lluvia cesó mientras aguardaban, y no tardaron en aparecer un par de coches. Laura le dijo a su acompañante que le pidiera uno: podía volver sola a su casa, ya le había robado demasiado tiempo. Él deploró este derrotero muy respetuosamente; argumentó que consideraba cuestión de conciencia dejarla en la puerta de su casa; pero ella subió de un salto al coche y cerró la portezuela con un movimiento que equivalía a una prohibición tajante. Quería alejarse de él: sería demasiado tenso, el largo y sinuoso camino de regreso. El coche de Laura se puso en marcha mientras el señor Wendover, con una triste sonrisa, alzaba el sombrero. El viaje no fue muy cómodo, aun sin él; especialmente porque antes de haber recorrido un cuarto de milla tuvo la sensación de que se había significado demasiado y lamentó no haberlo dejado subir. Su aire inocente y desconcertado de estar preguntándose qué pasaba era lo que la había irritado, y ahora se encontraba en la absurda situación de haberse enfadado por un gesto de resignación cuando más se habría enfadado si el joven no hubiera sido culpable de él. Su compañía la habría tranquilizado (porque habría tenido la sensación de compartir la carga) y, no obstante, la habría avergonzado muchísimo que descubriera que lo que acababa de ver era algo ilícito. A él ni se le ocurriría que el escándalo la rondara tan de cerca, porque no pensaba con gran prontitud en estas cosas; y, sin embargo, puesto que lo había… puesto que, al fin y al cabo, el escándalo estaba ahí, Laura no sabía cuál sería la actitud más elegante que él pudiera adoptar. En cuanto a lo que pudiera sospechar a partir de lo que hubiera oído en Londres sobre la reputación de Selina, Laura era incapaz de juzgar, puesto que no sabía lo que se podía decir porque, evidentemente, a ella nadie se lo contaba. Lionel se lo comunicaría en cuanto Laura se lo permitiera, pero ¿cómo iba también él a enterarse, cómo iba nadie a decirle esas cosas? Después, en el traqueteo del coche, mientras cruzaba calles para las que no tenía ojos, no dejaba de repetirse: «¡Ha mentido, ha mentido, ha mentido!». ¿Por qué había escrito y firmado aquella mentira gratuita diciendo que iba a ver a lady Watermouth cuando, en realidad, hacía un uso tan distinto y extraordinario de las horas que había anunciado que pasaría con ella? ¿Qué necesidad había de falsear los hechos y por qué había mentido antes de que nada la empujara a hacerlo?
Se debía a que era una persona completamente falsa y exhalaba mentiras con su aliento; era tan depravada que le resultaba más sencillo inventar algo que no decir nada. Laura no le había pedido que le diera explicaciones sobre sus actividades del día; pero ahora le preguntaría. Se estremeció por un instante al oírse decir —aunque fuera en silencio— semejantes cosas de su hermana, y se quedó meditando, sentada en el coche, en la incógnita planteada por la aparición de Selina con su compañero de culpas precisamente en el museo Soane. La joven dio vueltas al hecho desde diversos ángulos con deseos de encontrarle alguna explicación, consciente de que se entregaba a un bonito ejercicio de ingenio para una buena chica. Sin duda, era un incidente insólito: si su plan era pasar el día juntos, en el programa original no figuraría el museo Soane. Estaban por ahí cerca, iban paseando y corrieron al museo para protegerse de la lluvia. Pero ¿cómo podía ser que estuvieran por ahí cerca y, además, a pie? ¿Cómo podía Selina hacer algo tan temerario, desde su punto de vista, como pasear por la ciudad —aunque fuera por una zona retirada— con su supuesto amante? Laura Wing se daba cuenta de que le faltaban los conocimientos necesarios para explicar tales anomalías. Para ella resultaba muy oscuro el lugar donde iban las damas y cómo se comportaban cuando tenían trato con caballeros a los que veían en circunstancias sobre las que tenían que mentir. No tenía la menor idea de dónde vivía el capitán Crispin; era muy posible —porque recordaba vagamente haber oído decir a Selina que era muy pobre— que tuviera una habitación alquilada en aquella zona de la ciudad y en aquel momento iban o venían de ella. Si Selina no se había ocupado de tomar un coche de alquiler con las ventanillas subidas habría sido por alguna eventualidad que no parecería natural hasta que se explicara, y lo mismo cabría decir de su precipitada entrada en una institución pública. Sin duda, todo encajaría con el resto. La explicación más exacta sería, probablemente, que la pareja habría aprovechado la oportunidad para dar un paseo juntos (en el curso de un día con muchos episodios edificantes) y «pasar un buen rato» y habrían corrido ese riesgo, que, en aquella parte de Londres, tan distante de la elegancia, les habría parecido pequeño. Lo último que podía esperar Selina era encontrar a su hermana en aquel rincón tan extraño, ¡su hermana acompañada por un joven amigo!
Aquella noche, Laura cenaba fuera de casa con Selina y Lionel, una combinación bastante insólita. Desde luego, no la invitaban a menudo a ir con ellos y, además, Selina salía constantemente sin su marido. Sin embargo, de vez en cuando todavía hacían alguna concesión a las apariencias y tres o cuatro veces al mes subían juntos al coche como personas que todavía cuidaban las formas y se llamaban «querido» y «querida». Aquélla era una de esas ocasiones y la joven hermana soltera de la señora Berrington estaba incluida en la invitación. Cuando Laura llegó a casa supo, cuando lo preguntó, que Selina todavía no había llegado, y se fue directamente a su habitación. En cambio, si su hermana hubiera estado en casa habría ido a la suya y le habría gritado nada más cerrar la puerta: «¡Detente, detente, en nombre de Dios, detente y no sigas adelante, detente antes de que todo el mundo lo sepa y nos cubran la vergüenza y la ruina!». La más vulgar de las desgracias pendía sobre ellos, y la joven, más severa que nunca con su hermana, sentía el imperioso deseo de salvarse. Pero la ausencia de Selina hizo que durante la media hora siguiente cierto frío cayera sobre su impulso, procedente de otros sentimientos: de repente se dio cuenta de que era tarde y empezó a vestirse. Después de la cena debían ir a un par de bailes; una diversión que consideraba terrible para personas que llevaban semejantes horrores en el pecho. Y terrible le parecía la idea de aquella expedición del marido, la esposa y la hermana en pos del placer, mientras la falsedad, el odio y las sospechas se interponían entre ellos. La doncella de Selina fue a su habitación para anunciarle que la señora estaba ya en el coche, una extraordinaria muestra de puntualidad que le sorprendió muchísimo, pues Selina llegaba siempre terriblemente tarde a todo. Laura bajó tan pronto como pudo, pasó por la puerta abierta, donde los criados se agrupaban en la absurda majestad de una presencia superflua, y a través de la hilera de mugrientos mirones que se habían detenido al ver la alfombra sobre la acera y el coche que aguardaba, dentro del cual Selina esperaba en un esplendor blanco y puro. La señora Berrington llevaba una tiara en la cabeza y un gesto de orgullosa paciencia en el rostro, como si su hermana fuera una pesada carga que debiera soportar. En cuanto la joven ocupó su sitio en el coche, dijo al lacayo:
—¿Está el señor Berrington?
—No, señora, todavía no —contestó.
No era una novedad para Laura que, si alguien llegaba más tarde que Selina, fuera su marido.
—Entonces, que tome un coche de alquiler. Vámonos.
El lacayo subió al coche y se pusieron en marcha.
Durante el último par de horas, Laura había estado pensando en varias y distintas cosas destinadas a caracterizar —cualesquiera de ellas— aquel encuentro con su hermana; pero las palabras que dijo Selina en el momento en que el coche empezó a moverse fueron, por supuesto, justo las que no había previsto. Laura pensaba que podría adoptar un tono u otro, o, incluso, ningún tono; estaba preparada para ver un gesto inexpresivo ante cualquier forma de interrogación y que dijera: «Pero ¿de qué me estás hablando?». En definitiva, podía concebir que Selina negara por completo que había estado en el museo, que se habían encontrado frente a frente y que había huido, llena de confusión. Selina sería capaz de explicar el incidente como un error estúpido de Laura al tomarla por otra persona, al ver al capitán Crispin en cada rincón; aunque, sin duda, Laura le insistiría en que diera una explicación de la incomodidad de la otra dama (naturalmente, Selina diría que eso era asunto de aquella mujer). Pero no estaba preparada para esta salida.
—¿Tendrías la amabilidad de informarme si estás prometida al señor Wendover?
—¿Prometida? Si sólo lo he visto tres veces.
—¿Y eso es lo que haces con caballeros que has visto en tres ocasiones?
—¿Te refieres a que he ido con él a visitar la ciudad? No veo nada malo en eso. Para empezar, ya ves cómo es. Se puede ir con él a cualquier sitio. Y nos trajo una carta de presentación y tenemos que hacer algo por él. Además, me lo endosaste desde el momento en que llegó y me pediste que me ocupara de él.
—¡No te pedí que te comportaras de modo indecente! Si Lionel lo supiera, no toleraría nada semejante mientras vivas con nosotros.
Laura guardó silencio un momento.
—No viviré con vosotros mucho tiempo.
Las hermanas, una al lado de otra y con la cabeza vuelta, se miraron y Laura enrojeció intensamente.
—No habría creído nunca que pudieras ser tan mala —dijo Laura—. ¡Eres horrible!
Laura comprendió que Selina había optado por no negar nada, le parecía que era inútil: ambas se habían reconocido con demasiada nitidez. Estaba espectacularmente hermosa, en gran medida debido a la nueva y extraña expresión que había provocado en sus ojos la última palabra de Laura. A la joven le pareció que esa expresión mostraba más de la moralidad de Selina de lo que ella había visto hasta el momento: algo que daba idea de su extensión y de sus miserables límites.
—En el caso de una mujer casada, es distinto, sobre todo cuando está casada con un canalla. En cambio, en una joven estas cosas son odiosas… ¡Mira que recorrer Londres con desconocidos! No esperes que te lo explique, hablaría demasiado. Tengo mis motivos… tengo mi conciencia. Encontrarnos en ese lugar era de lo más improbable que podía imaginar. Lo sé tan bien como tú —prosiguió Selina con una claridad maravillosamente afectada—. Pero lo improcedente no es que me encontraras tú, sino que te encontrara yo a ti ¡con ese insólito acompañante! Ha sido increíble. He fingido que no te reconocía para que el caballero que estaba conmigo no te viera y no supiera quién eras. Me ha preguntado y he simulado que no te conocía. ¡Puedes agradecerme que te haya salvado! La próxima vez harás mejor en llevar velo, nunca se sabe lo que puede pasar. En casa de lady Watermouth he encontrado a un conocido y ha venido conmigo a la ciudad. Nos hemos puesto a hablar de grabados antiguos; le he contado que los he coleccionado y hemos hablado de lo difícil que es ponerles un marco. Ha insistido en que fuera con él a ese sitio, desde Waterloo, para que viera un modelo excelente.
Laura había vuelto el rostro de nuevo hacia la ventanilla del coche; circulaban por Park Lane, y, entre los rápidos destellos de otros vehículos, pasaba una interminable sucesión de damas con elegantes tocados, de caballeros con corbatas blancas.
—¡Vaya, pues yo creía que tus marcos eran todos muy bonitos! —murmuró Laura. Después añadió—: Supongo que las prisas por evitar que tu acompañante se alarmara al verme, en mi deshonor, es lo que te ha llevado a quitarnos el coche.
—¿Quitaros el coche?
—Tu delicadeza te ha salido cara.
—¡No me dirás que vas por ahí en coche con él! —exclamó Selina.
—Por supuesto, me doy cuenta de que no te crees nada de lo que dices de mí —prosiguió Laura—; aunque no sé si eso hace que lo que dices sea menos indeciblemente rastrero.
El cupé se detuvo en Park Lane y la señora Berrington se inclinó para mirar por el cristal delantero.
—Ya hemos llegado, pero hay otros dos coches —observó por toda respuesta—. Ah, ahí están los Collingwood.
—¿Adónde vas… adónde vas… adónde vas? —exclamó Laura.
El coche avanzó para que se apearan y, mientras el lacayo bajaba del pescante, Selina dijo:
—Yo no finjo que soy mejor que las demás, ¡pero tú sí!
Y ya que estaba al lado de la casa, bajó deprisa del coche y llevó su esplendor coronado a través de la última luz del día y del portal abierto.