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—¿Qué pretendes hacer? Concederás que tengo derecho a preguntártelo.
—¿Hacer? Haré lo que he hecho siempre: y no me parece a mí que del todo mal.
Esta conversación tenía lugar en la habitación de la señora Berrington, a primeras horas de la mañana, después de que Selina regresara del entretenimiento antes mencionado. Su hermana había llegado antes a casa: se había sentido incapaz de seguir cuando Selina se marchó de la casa de Park Lane en la que habían cenado. La señora Berrington tenía todavía toda la noche por delante y se subió al coche con el habitual aire de graciosa resignación a su buena suerte. Sin embargo, había tomado la precaución de buscarse una defensa contra una hermana menor llena de virtud, defensa encarnada en la señora Collingwood, a la que se ofreció a acompañar, ya que tenían los mismos compromisos y el señor Collingwood necesitaba su cupé. Los Collingwood formaban una feliz pareja capaz de discutir una divergencia como aquélla delante de sus amigos con franqueza y cordialidad, con gran profusión de «cariños» y «por nada del mundo». Lionel Berrington desapareció después de cenar sin haber mantenido la menor comunicación con su esposa, y Laura esperaba encontrarse con que se había llevado el coche, para pagarle con la misma moneda a Selina, que se había ido de Grosvenor Place sin él. Pero a la joven no le sorprendió que tratara a su mujer con mayor clemencia que ella a él; no tanto porque no quisiera ser el más desagradable, sino porque no podía. Selina siempre podía ser peor. Sus actos tenían siempre algo de caprichoso: si dos o tres horas antes se había empeñado en evitar que subiera una tercera persona al coche, ahora tenía motivos para llevarla. Laura sabía que Selina no sólo fingiría, sino que creería de veras que la justificación de su conducta, de camino a la cena, había sido poderosa y que había obtenido una gran victoria. Así pues, ¿para qué necesitaba discutir de nuevo un asunto que había fragmentado hasta el átomo? Sin embargo, Laura Wing tenía necesidades propias y su permanencia en el coche, cuando el cochero volvió a abrir la puerta, estaba íntimamente relacionada con éstas.
—No quiero entrar —le dijo a su hermana—. Si lo permites, prefiero que el coche me lleve a casa y luego vuelva a buscarte.
Selina la miró fijamente y Laura supo muy bien lo que habría dicho si hubiera podido expresar sus pensamientos. «Oh, estás furiosa porque no te he dado la oportunidad de lanzarte otra vez sobre mí y ahora quieres hacérmelo pagar mostrándote enfurruñada». Éstas eran las ideas —ideas de «furia» y enfurruñamiento— a las que Selina podía traducir los sentimientos que manaban de las puras profundidades de la conciencia personal. La señora Collingwood protestó diciendo que era una pena que Laura no entrara a divertirse, con lo guapa que estaba.
—¿Verdad que está guapa? —preguntó, dirigiéndose a la señora Berrington—. ¡Por Dios! ¿De qué sirve estar guapa? Si tuviera mi cara…
—Creo que está de mal humor —dijo Selina, bajando con su amiga y dejando a su hermana entregada a sus pensamientos. Laura entrevió, mientras el coche se ponía otra vez en marcha, lo que podría haber sido su situación o su estado de ánimo si Selina y Lionel hubieran sido personas buenas y hubieran estado unidas como los Collingwood, y, al mismo tiempo, meditó cuán singular era que una mujer buena estuviera dispuesta a aceptar favores de una persona sobre cuya conducta tuviera los conocimientos que sin duda habían llegado a sus oídos. Ella aceptaba favores y sólo pretendía ser buena: esto era opresivamente cierto; pero, si no hubiera sido la hermana de Selina, nunca habría ido en su coche. Mientras el vehículo la llevaba a Grosvenor Place, la convicción se hizo más fuerte; pero no estaba en su naturaleza ser un consuelo. Tenía una sensación tan intensa de la vergüenza que las amenazaba que le parecía que si todavía no se había abatido sobre ellas sólo podía deberse a la amplia, misteriosa y hasta cierto punto innoble tolerancia de personas como la señora Collingwood. Había muchos como ella, incluso entre las buenas personas; quizá el deshonor público empezaba cuando los hechos llegaban a oídos de las malas personas. ¿Las malas personas se horrorizaban más y se esforzaban en difundir el escándalo? En cualquier caso, también eran muchas.
Laura aguardó despierta a su hermana aquella noche, mientras una pregunta contribuía a su tormento: si ella misma estaba comportándose con dureza implacable al juzgar a Selina, ¿acaso no formaba parte de esas malas gentes? ¿Y si se equivocaba? ¿Y si era demasiado estricta? ¿Y si la actitud de la señora Collingwood era la correcta y debería proponerse ser cada vez más «permisiva», suavizar las tensiones con su amabilidad, comprensión y tolerancia? No era la primera vez que la justa medida de las cosas parecía escapársele de las manos mientras se daba cuenta de que tal vez hubiera diferencias —o de que, sin duda, las había— de patrón y de costumbres. En esta ocasión, Geordie y Ferdy, con su sola presencia durmiendo en sus camitas, se afirmaron como el mejor de los raseros. Laura entró en el cuarto de los niños para mirarlos cuando volvió a casa —entraba casi cada noche— y se inclinó con emoción, como hacen las madres y las niñeras, sobre la almohada de la sonrosada infancia. Eran un antídoto contra toda casuística; que Selina los olvidara… era el principio y el final de la vergüenza. Laura se fue a la biblioteca, donde oiría mejor el ruido del regreso de su hermana; pasaron las horas y aguardó sentada, sin que el acontecimiento se produjera. Fueron y vinieron coches durante toda la noche; el suave rumor de los rápidos cascos apenas resonaba en la calle, pero siguió oyéndose mucho después de que el día de verano amaneciera… y terminó mezclándose con el trajín de la jornada que despertaba. Lionel todavía no había llegado cuando Laura regresó, y, para su satisfacción, siguió ausente, porque, si bien no quería que se le escapara su hermana, no tenía el menor deseo en aquel momento de explicar a su cuñado por qué estaba aún despierta. Rogaba para que Selina llegara primero: así tendría más tiempo de pensar en algo que le inquietaba especialmente: la cuestión de si debía contar a Lionel que había visto en un rincón alejado de la ciudad a su esposa con el capitán Crispin. De la misma manera que en aquellos momentos le resultaba casi imposible sentir por ella la menor ternura, también odiaba la idea de actuar como testigo de cargo: a pesar de lo cual, creía que podría llegar a hacerlo si existiera la posibilidad de impedir así el escándalo final, una catástrofe hacia la que veía que su hermana corría en línea recta. En la casa vacía y silenciosa, una voz profética le anunciaba que Selina era capaz de huir con su amante, capaz precisamente porque era lo más tonto y lo más malvado. Si diciéndole a Lionel lo que había visto pudiera contribuir a impedir algo o ahuyentar el peligro, ¿no era su deber denunciarla, aunque fuera de su propia sangre, para que él la reprendiera como se merecía? Mientras estaba allí sentada, esperando, pensó que no era intolerablemente difícil determinar esta cuestión, ya que ni siquiera lo justificado de la reprobación podía representársele como algo provechoso o eficaz. ¿Qué iba a frustrar Lionel, al fin y al cabo, y qué paso inteligente o lleno de autoridad era capaz de dar? Con todas estas ideas que la acosaban se mezclaba la conciencia de lo que la ausencia de éste, a aquellas horas, tenía de poco edificante. Estaría en algún club deportivo o en cualquier otro lugar; en todo caso, no estaba donde debía estar a las tres de la madrugada. A tal marido, tal mujer, se dijo; y tuvo la sensación de que Selina contaría con una especie de ventaja, cosa que le daba cierta rabia, si entrara diciendo: «¿Podrías hacer el favor de decirme dónde está, dónde se encuentra ese elevado ser en cuyo nombre te dedicas a soltar prédicas más elevadas que sus actos?».
Pero Selina seguía sin llegar, ni siquiera para aprovechar esa ventaja; sin embargo, en la misma medida que la espera era inútil, le resultaba imposible irse a la cama. Se había apoderado de ella un nuevo temor: el de que no regresara jamás, que estuvieran ya en presencia de la temida catástrofe. Eso la ponía tan nerviosa que no dejaba de recorrer las habitaciones de la planta baja, atenta a todo ruido, dando vueltas hasta cansarse. Sabía que era absurda la imagen de Selina huyendo en vestido de baile, pero se decía que también podría haber mandado ropa a otro sitio por adelantado (Laura tenía una idea bien fundamentada de la doncella); y, en cualquier caso, en lo que a ella respectaba, aquél era el destino que debía esperar, si no aquella noche, otra que no tardaría en llegar y sería igual: aguardaría sentada contando las horas hasta que se desvaneciera la esperanza y una terrible certeza se impusiera. Había caído en tal estado de aprensión que cuando por fin oyó que se detenía un coche a la puerta se sintió casi feliz, a pesar de que imaginaba la repugnancia de su hermana al verla. Se encontraron en el vestíbulo, al que Laura salió en cuanto oyó que se abría la puerta. Selina se detuvo en seco al verla, pero no dijo nada, al parecer por la presencia del adormilado lacayo. Y a continuación se encaminó directamente a las escaleras, donde se detuvo de nuevo para preguntar al criado si había llegado el señor Berrington.
—Todavía no, señora —contestó el lacayo.
—¡Ah! —exclamó la señora Berrington con expresión teatral y subió las escaleras.
—No me he acostado todavía con un propósito: quiero hablar contigo —señaló Laura, siguiéndola.
—¡Ah! —repitió Selina con tono más altivo todavía.
Andaba deprisa, como si quisiera llegar a su dormitorio antes de que su hermana la adelantara. Pero ésta la seguía de cerca y entró en la habitación con ella. Laura cerró la puerta; a continuación le dijo que no había sido capaz de irse a dormir sin preguntarle qué pretendía hacer.
—¡Tu conducta es completamente monstruosa! —exclamó Selina—. ¿Qué quieres que imaginen los criados?
«¡Oh, los criados!… precisamente en esta casa. ¡Como si fuera posible meterles alguna idea en la cabeza que no tuvieran ya!», pensó Laura. Pero no dijo nada de eso, se limitó a repetir la pregunta: consciente de que sacaba de quicio a su hermana, pero también de que no podía hacer otra cosa. La señora Berrington, cuya doncella, que estaba ya de vuelta de muchas sorpresas, se había ido a dormir, empezó a despojarse de algunos de sus ornamentos y hasta al cabo de un momento, durante el cual se detuvo delante del espejo, no respondió que hacía lo mismo que siempre había hecho. A lo cual Laura replicó que debía ponerse en su lugar y darse cuenta de lo importante que era para ella saber lo que podía llegar a suceder, ya que debía pensar en su situación. Si llegara a suceder algo, desearía infinitamente quedarse fuera, lo más lejos posible. Por ello debía tomar medidas.
Se miraron en el espejo, sus ojos se encontraron en la extraña duplicación de la escena, iluminada por las velas. Selina se quitó los diamantes del pelo y, mientras estaba ocupada en ello, guardó silencio un minuto. Luego preguntó:
—¿De qué me estás hablando? ¿Qué quieres decir cuando te refieres a lo que va a suceder?
—Pues que me parece que sólo falta que huyas con él. Y si es previsible esa locura… —ahí Laura se interrumpió, tan inesperado era lo que sucedía en el semblante de Selina: el movimiento que precede a una repentina efusión de lágrimas. La señora Berrington soltó las brillantes horquillas que había desprendido de su cabellera y acto seguido se derrumbó en un sillón y se echó a llorar profusa, exageradamente. Laura se abstuvo de acercarse; no hizo ningún gesto para calmarla o tranquilizarla; se limitó a quedarse quieta contemplando sus lágrimas, preguntándose qué significaban. De todos modos, ni siquiera el ligero alivio que sentía por haberla alterado de aquella manera particular —y, dados los últimos acontecimientos, improbable— sugería que fueran éstos síntomas preciosos. Desde que ya no creía ni una sola de sus palabras, Selina ya no tenía nada de precioso. Pero Selina siguió llorando apasionadamente durante unos momentos y, mientras duró el llanto, Laura guardó silencio. Al final, entre sollozos, estalló:
—¡Vete, vete! ¡Déjame en paz!
—Naturalmente, te he hecho enfadar —dijo la joven—, pero ¿cómo voy a quedarme viendo cómo corres hacia la ruina, la ruina de todos, sin agarrarme a ti y retenerte?
—¡Oh! ¡No entiendes nada de nada! —gimió Selina mientras el hermoso cabello se desparramaba.
—Desde luego, no entiendo cómo puedes dar semejante oportunidad a Lionel.
Ante la mención del nombre de su marido, Selina siempre daba un brinco y en esta ocasión saltó y echó hacia atrás sus gruesas trenzas.
—¡No le doy ninguna oportunidad y no sé de qué me estás hablando! Sé lo que hago y lo que me conviene y no me importa hacerlo. Por mí, que se quede con todas las oportunidades del mundo, si de algo le sirven.
—Pero, por piedad, piensa en tus hijos —dijo Laura.
—¿He pensado alguna vez en otra cosa? ¿Has velado toda la noche para tener el placer de acusarme de crueldad? ¿No son los niños más dulces y encantadores del mundo? ¿Y no tendré yo algo que ver en ello, si se puede saber? —prosiguió Selina, enjugándose las lágrimas—. ¿Quién los ha hecho como son, si se puede saber? ¿Su encantador padre? ¡A lo mejor te crees que eres tú! Desde luego, te has portado bien con ellos, pero no olvides que acabas de llegar. ¿Acaso no intento seguir con vida por ellos?
A Laura esta expresión le pareció grotesca, de manera que contestó con una carcajada que traicionó en exceso sus impresiones.
—¡Morir por ellos sería mejor!
Al oírla, su hermana la miró con una extraordinaria y fría gravedad.
—No te metas entre mis hijos y yo. ¡Y, por el amor de Dios, deja de acosarme!
Laura dio media vuelta: se dijo que, visto el grado de estupidez, no le cabía duda de que sucedería lo peor. Se sentía enferma e impotente y, en la práctica, había alcanzado la certeza que, al mismo tiempo, temía y deseaba.
—No sé qué te ha pasado en la cabeza —murmuró y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de que la alcanzara, Selina se le había echado encima en una de sus extrañas reacciones, por demás poco alentadoras. La rodeó con los brazos, se aferró a ella, la cubrió con las lágrimas que habían vuelto a fluir. Le rogó que la salvara, que se quedara con ella, que la ayudara contra sí misma, contra «él», contra Lionel, contra todo: que perdonara también todas las cosas horribles que le había dicho. La señora Berrington se fundió, se licuó, y la habitación entera se inundó de su arrepentimiento, su desolación, su confusión, sus promesas y los diversos objetos de adorno que desprendía en su agitación. Laura se quedó con ella una hora y, antes de que se separaran, la mujer culpable había hecho el tremendo juramento, arrodillada delante de su hermana con la cabeza sobre su regazo, de que nunca más, en toda su vida, consentiría en ver al capitán Crispin o dirigirle siquiera una sola palabra, de viva voz o por escrito. La joven se fue a la cama terriblemente cansada.
Un mes más tarde almorzó con lady Davenant, a la que no había visto desde el día en que llevara al señor Wendover de visita. La anciana se había sentido obligada a invitar a un pequeño grupo y, puesto que le desagradaban las reuniones, envió una nota a Laura pidiéndole comprensión y ayuda. Al cabo de muchos años, se había liberado de la carga de la hospitalidad; pero de vez en cuando invitaba a alguien para demostrar que no estaba demasiado vieja. Laura sospechaba que elegía deliberadamente invitados bobos para demostrarlo mejor, para dejar claro que no sólo podía someterse a lo extraordinario sino, lo que era mucho más difícil, a lo ordinario. Pero después de alimentarlos debidamente, los animaba a dispersarse; en esa ocasión, cuando terminó la reunión, pidió sólo a Laura que se quedara. Deseaba saber, en primer lugar, por qué hacía tanto tiempo que no iba a verla y, en segundo lugar, cómo se había portado aquel joven: ese que le había llevado aquel domingo. lady Davenant no recordaba cómo se llamaba, aunque había tenido la bondad de dejar una tarjeta. Si se había portado bien, la joven ya tenía una magnífica razón para su abandono y no necesitaba darle otra. En cambio, Laura no se habría portado bien si, en situación semejante, se hubiera dedicado a ir en pos de alguna anciana. Nada desagradaba tanto a la joven, en general, como que hablaran de ella, al desgaire, como mercancía casadera, y verse sujeta a planes y proyectos con ese fin particular. Le parecía que era tratar su independencia demasiado a la ligera y, aunque normalmente semejantes intervenciones pasaban por benevolentes, a ella siempre le había parecido que contenían un fondo de impertinencia, como si pudiera moverse a la gente igual que piezas en un tablero de ajedrez. La imaginación de lady Davenant disponía de ella con excesiva libertad (con total insouciance[10] en relación con sus preferencias), pero la perdonaba porque, al fin y al cabo, su anciana amiga no estaba obligada a pensar en ella en absoluto.
—Sabía que salía usted casi todos los domingos de la ciudad, y nosotros también hemos salido —dijo Laura—. Y he estado mucho con mi hermana, más que antes.
—¿Más que antes de qué?
—Bueno, pues de un pequeño distanciamiento que hemos tenido con motivo de cierto asunto.
—¿Y ahora han hecho ya las paces?
—Bueno, hemos sido capaces de hablar de ello. Antes no podíamos sin caer en escenas dolorosas, y eso ha despejado el ambiente. Hemos salido mucho juntas —prosiguió Laura—. Ha querido que estuviera constantemente con ella.
—Muy amable por su parte. ¿Y adónde la ha llevado? —preguntó la anciana.
—Oh, he sido yo quien la ha llevado a ella, para ser exactos —y Laura vaciló un poco.
—¿A dónde se refiere? ¿A rezar?
—Bueno, a algunos conciertos… y a la National Gallery.
Al oír esto lady Davenant se rio sin ningún respeto, y la joven la contempló con aire triste.
—¡Querida niña! ¡Es usted encantadora! ¿Está intentado reformarla? ¿Con Beethoven y Bach, con Rubens y Tiziano?
—Es muy inteligente y tiene ideas excelentes sobre música y pintura.
—¿Y ha estado usted intentando sacárselas? Eso es digno de encomio.
—Me parece que está usted burlándose de mí, pero me da igual —declaró la joven, sonriendo débilmente.
—¿Porque es consciente de haber tenido éxito en… cómo lo llaman… su intento de elevar el tono?
—Oh, lady Davenant, no lo sé y no lo entiendo —exclamó la joven—. Ya no entiendo nada, he renunciado a intentarlo.
—Eso es lo que le recomendé que hiciera el invierno pasado. ¿No se acuerda de aquel día en Plash?
—Me dijo usted que la dejara ir por su cuenta —dijo Laura.
—Y, evidentemente, no ha hecho caso de mi consejo.
—¿Cómo podría hacerle caso? ¿Cómo?
—Claro, ¿cómo? Y, mientras tanto, si no va a ningún lado por su cuenta, todo eso que se gana. Pero, aunque lo hiciera, ¿no seguiría ahí ese joven simpático? —preguntó lady Davenant—. Confío vivamente en que Selina no la haya apartado de él.
Laura guardó silencio un momento; después prosiguió.
—¿Volvería a mirarme, ese joven simpático, si sucediera algo malo?
—¡Yo no volvería a mirarlo a él si permitiera que eso se lo impidiera! —exclamó la anciana—. Supongo que no la quiere a usted por su hermana, ¿no es cierto?
—No me quiere por ningún motivo.
—Entonces, ¿la quiere? —preguntó lady Davenant con cierto entusiasmo, descansando la mano sobre el brazo de la joven. Laura, sentada a su lado en el sofá, por toda respuesta la miró con una expresión cuya tristeza pareció sorprender de nuevo la anciana—. ¿No va a la casa, no dice nada? —prosiguió, con voz amable.
—Va a la casa… con frecuencia.
—¿Y a usted no le gusta él?
—Sí, me gusta mucho, más que al principio.
—Bueno, puesto que al principio le gustó lo suficiente para traérmelo, supongo que eso significa que ahora está usted inmensamente complacida con él.
—Es un caballero —dijo Laura.
—Eso creo. Pero ¿por qué no manifiesta sus sentimientos?
—¡Quizá sea ese el motivo! De veras —añadió la joven—: no sé para qué va a la casa.
—¿Está enamorado de su hermana?
—Algunas veces eso creo.
—¿Y ella lo anima?
—Ella no lo traga.
—¡Ah, en ese caso, a mí me gusta! Voy a escribirle inmediatamente para que venga a verme: lo citaré a una hora y le contaré algunas cosas.
—Si creyera eso, me moriría —dijo Laura.
—Puede creer usted lo que quiera; pero me gustaría que no permitiera que sus ojos mostraran de esta manera sus sentimientos. No son muy distintos de los de una pobre viuda con quince hijos. Cuando era joven, me las arreglaba para ser feliz en cualquier circunstancia; y estoy segura de que lo parecía.
—Sí, lady Davenant, para usted era distinto. Usted estaba a salvo, en muchos sentidos —dijo Laura—. Y estaba rodeada de consideración.
—No lo sé; algunos de nosotros éramos muy alocados y teníamos pésima reputación, y no lloraba por eso. Sin embargo, hay caracteres y caracteres. Si viene mañana conmigo, la acogeré.
—Ya sabe usted lo mucho que la aprecio, pero he prometido a Selina que no la dejaré.
—En ese caso, si ella se queda con usted, ¡que vaya al menos por el buen camino! —exclamó la anciana con cierta aspereza. Laura no contestó y lady Davenant preguntó, pasado un momento—: ¿Y qué hace Lionel?
—No lo sé, está muy callado.
—¿No le agrada… la mejoría de su esposa?
La joven se puso en pie; al parecer, el efecto irónico de la pregunta, si no la intención irónica, la incomodaba. Su vieja amiga era amable, pero perspicaz; las siguientes palabras llegaron todavía más lejos:
—Por supuesto, si se dedica usted a protegerla, no puedo contar con usted —dijo con una observación que no estaba encaminada a animar a Laura, que habría deseado inmensamente trasladarse a Queen’s Gate y tenía ideas muy personales sobre la eficacia de su protección. lady Davenant le dio un beso y, de repente, dijo—: Oh, por cierto: su dirección. Debe darme la dirección de ese caballero.
—¿Su dirección?
—La del joven que trajo usted aquí. Pero da lo mismo —añadió la anciana—, el mayordomo habrá tomado nota de su tarjeta.
—¡Lady Davenant, no se le ocurra hacer una cosa así de horrible! —exclamó la joven, agarrándole la mano.
—¿Por qué ha de ser horrible, si va con tanta frecuencia? Es una tontería que se interese por Selina, una mujer casada, cuando está usted cerca.
—¿Por qué va a ser una tontería cuando tantos lo hacen?
—Ah, él es distinto. Me doy cuenta. Y, si no lo es, tendría que serlo.
—Le gusta observar, ha venido aquí a tomar notas —dijo la joven—. Y piensa que Selina es un ejemplar londinense muy interesante.
—¿A pesar de que ella no lo aprecie?
—¡Oh, no lo sabe! —exclamó Laura.
—¿Por qué no? No es tonto.
—Oh, yo he hecho que lo pareciera… —pero al llegar ahí Laura se detuvo y enrojeció.
Lady Davenant la miró fijamente durante un instante.
—¿Le ha dado a entender que ella lo aprecia? ¡Dios mío, cuánto debe de gustarle a usted para hacer eso! —esa observación tuvo por efecto que la joven saliera inmediatamente de la casa.