__ I __
—Bueno, ¡somos tal para cual! —exclamó el visitante de la pobre dama, al final de la explicación de ésta, de modo francamente desconcertante. La pobre dama era la señorita Cutter, que vivía en South Audley Street, donde tenía una «mitad de arriba» tan escueta que, con aplomo, tenía que hacerla pasar por práctica; y el visitante era su hermanastro, al que hacía tres años que no veía. La señorita Cutter destacaba por una madurez en la que cada uno de los síntomas podría considerarse admirablemente controlado si cierta tendencia a la corpulencia no acabara de proclamarse independiente. Sin duda, su presente insistía demasiado en su pasado, pero con la excusa, lo bastante válida, de que, por supuesto, había sido más bonita en otros tiempos. Era evidente que no estaba satisfecha con esos «otros tiempos»: quería ser más bonita otra vez. No pasaba por alto nada que pudiera producir esa ilusión y, puesto que era hermosa y obesa, vestía casi por completo de negro. Cuando añadía un poco de color, en cualquier caso, no era a sus ropajes. Su exiguo alojamiento tenía la peculiaridad de que todo lo que contenía parecía dar claro testimonio de su posición en la sociedad, como si procediera de la prodigalidad de amigos admiradores. Lo cierto era que estaba adornado casi exclusivamente con objetos que nadie compra para sí, tal como habían comentado en más de una ocasión las espectadoras de su mismo sexo, y habría sido lujoso si el lujo consistiera principalmente en fotografías firmadas, cestos de flores orlados con tarjetas de compatriotas de paso y una pulcra colección de volúmenes rojos, volúmenes azules, volúmenes alfabéticos, guías de todo tipo, para la lucidez londinense destinadas a direcciones y compromisos. En definitiva, estar en la diminuta sala de la señorita Cutter, incluso cuando la señorita Cutter estaba sola —si por casualidad alguien así la encontraba—, era como situarse en el centro del mundo. Parecía una agencia, llena de detalles.
Aquello era lo que el caballero alto, delgado y desenvuelto, allí repantigado, podría haber leído en el sugerente decorado por el que sus ojos se movían sin prisa y sin descanso mientras ella le hablaba.
—¡Oh, vamos, Mamie! —decía de vez en cuando; y las palabras estaban, sin duda, en relación con la impresión así recibida. La relativa juventud de él llevaba la huella de cierto derroche, de la misma manera que ella, su imagen en positivo —demasiado positivo—, llevaba la de la economía. En realidad, en él sólo una cosa compensaba todo lo que había perdido, aunque estaba claro que esa cosa algunas veces podría serle útil. Consistía en una indiferencia perfecta, una indiferencia que en aquel momento se dirigía al pretexto —el pretexto de incapacidad, de pura indigencia— con que su hermana lo había acogido. Sin embargo, ese rasgo tenía ahora un mayor alcance, abarcaba holgadamente todas las consecuencias de la rareza, confesaba de antemano la nota falsa que, en semejante lugar, daba él hasta un punto terrible. A él le importaba tan poco que, en algunos momentos, contemplaba su descaro igual que contemplaba su pobreza, su inteligencia, su historia. Lo llevaba todo escrito encima: en su prematura calvicie, en su rostro tenso y surcado, en la distancia que su largo bigote castaño imponía a la valentía; por encima de todo, en su mirada amistosa y, como todos sabían, demasiado sociable para la mera conversación. ¿Qué clase de relación podría establecerse con él en la cual fuera natural mirarlo a los ojos? Llevaba una escasa y tosca capa de Inverness y unos pantalones negros que carecían de cuerpo, brillantes por el uso, que, probablemente, en otros tiempos fueron de vestir. Hablaba con la irremediable lentitud de los americanos —un ritmo demasiado lento para detenerlo— y repetía que se sentía vinculado con la señorita Cutter en una armonía digna de maravilla. La señorita Cutter había estado diciéndole no sólo que no podía darle diez libras sino que su inesperada llegada, si insistía en dejarse ver demasiado, podría producir graves interferencias con disposiciones necesarias para el mantenimiento de ella; a lo que él había empezado contestando que, por supuesto, sabía que hacía tiempo que se había gastado todo el dinero, pero que acudía a ella precisamente porque, sin ese auxilio, había llegado a dominar el arte de la vida. Me iría tan contento con un billete de cinco, querida hermana, si me dijeras cómo lo haces. Es inútil que me digas, como siempre, que «la gente es muy amable contigo». ¿Por qué demonios es amable contigo?
—Bueno, uno de los motivos es que hasta la fecha no he estado atada por ningún lastre —dijo Mamie Cutter—; soy lo que soy, ni más ni menos. Es difícil explicártelo ya que, además, no tengo motivos para hacerlo. Soy inteligente, divertida y encantadora —estaba incómoda e incluso asustada, pero conservaba el aplomo y contestaba con la gracia que la caracterizaba—. Me parece que no deberías hacerme más preguntas de las que te hago yo a ti.
—Oh, querida —dijo aquel extraño joven—, yo no tengo misterios. ¿Y por qué, si para eso viniste y le has dedicado tanto tiempo, no lo has conseguido? ¿Por qué no te has casado?
—¿Y por qué no te has casado tú? —replicó ella—. ¿Crees que si yo lo hubiera hecho a ti te iría mejor? ¿Que mi marido te habría aguantado ni un solo momento? ¿Puedo pedirte que tengas la bondad de marcharte ahora mismo? —añadió tras echar un vistazo al reloj—. Estoy esperando a una amiga que tengo que ver a solas por un asunto muy importante…
—¿Y que me vean contigo puede poner en entredicho tu respetabilidad o minar tu calma? —se acomodó imperturbable en su asiento y cruzó de nuevo las largas piernas negras de otro lado dejando ver, por encima de unos zapatos bajos, la absurda franja de un calcetín multicolor—. Entiendo bien tu punto de vista pero, en resumidas cuentas, ¿y si te equivocas? Si no puedes hacer nada por mí, ¿no podrías, al menos, hacer algo conmigo? Si vas a mirar, yo también soy listo, divertido y encantador. He sido tan tonto que no me aprecias. Pero te aseguro que a la gente como yo sí le gusto. Por lo general, no saben lo tonto que he sido; sólo ven la superficie —se estiró otra vez mientras ella lo miraba de arriba abajo—, y ¿creerás que les gusta bastante? Yo también soy lo que soy; ni más ni menos. Ésa es la verdad de nuestra familia. ¡Menuda gente! —se expresaba con serenidad. Su voz era suave y apagada, sus ojos agradables, los tonos puros tendían a la solemnidad y conseguían en algunos momentos ese efecto extraño que, con determinadas asociaciones, es tan conocido y celebrado en sociedad—. Los ingleses, más que todos los demás, tienen debilidad por mí. Me llevo muy bien con ellos. Siempre he estado con ellos en el extranjero. Me consideran —explicó el joven— diabólicamente americano.
—¡A ti! —semejante tontería arrancó de Mamie un suspiro de compasión.
Su interlocutor pareció entenderlo.
—¿Sientes nostalgia, Mamie? —preguntó él sin que viniera al caso.
El modo de formular la pregunta hizo que, por algún motivo, a pesar de sus inquietudes, Mamie se echara a reír. Volvió a experimentar cierta indulgencia, algunos recuerdos.
—¡La verdad es que eres gracioso, Scott!
—Bueno —señaló Scott—, eso era precisamente lo que alegaba. Pero ¿tanta nostalgia sientes? —preguntó generosamente, más por ganas de un agradable ejercicio intelectual que por interés práctico.
—¡Me muero de nostalgia! —dijo Mamie Cutter.
—¡Vaya, yo también! —coincidió su interlocutor amablemente.
—Somos las únicas personas decentes —declaró la señorita Cutter—. Y lo sé bien. Tú no, no puedes; y yo no puedo explicártelo. Ven —añadió después de que regresara su impaciencia y aumentara su decisión— a las siete en punto.
La señorita Cutter había abandonado su asiento poco antes y ahora, para que Scott se moviera, se inclinó un poco sobre él; éste, todavía inmóvil, alzó la vista hacia ella. Durante los momentos de silencio, algo íntimo pareció pasar entre ellos, una sensación compartida de fatiga y fracaso y, en definitiva, de comprensión. Incluso con cierto regusto cómico y cínico. En cualquier caso, terminó por decidirse y se levantó despacio, sin dejar de tomar nota de la habitación. Parecía estar contando las fotos, pero miraba hacia las flores con indiferencia.
—¿Quién viene?
—La señora Medwin.
—¿Americana?
—¡No, claro que no!
—Entonces, ¿qué estás haciendo por ella?
—Trabajo para todos —contestó rápidamente.
—¿Para todos los que pagan? Eso imagino. Pero ¿no pagamos sólo nosotros?
La forma en que su rara presencia se introdujo en el enfático plural tenía una gracia que a Mamie no le pasó por alto.
—¿Crees que tú pagas?
Ante lo cual, con toda su calma, Scott regresó a su idea encantadora.
—Oh, ponme a prueba y ya verás si no es posible conseguirlo. Cuélame. —Cuando ella le dio bruscamente la espalda, Scott miró el reloj un momento—. Si vengo a las siete, ¿podré quedarme a cenar?
Eso hizo que ella se diera la vuelta de nuevo.
—Imposible. Ceno fuera.
—¿Con quién?
Mamie tuvo que pensar un poco.
—Con lord Considine.
—¡Atiza! —exclamó Scott.
Ella lo miró con expresión sombría.
—¿Y con esa clase de tono consigues tener tanto éxito? Me parece que podrías entender —prosiguió— que si vas a vivir a mis expensas, no debes arruinarme. Tengo que parecer que soy remotamente una dama.
—¿Sí? Pero yo ¿por qué tengo que parecerlo?
El irritado silencio de Mamie estaba lleno de respuestas, pero él, con su inimitable estilo, no le prestó atención.
—No entiendes cuál es mi fuerza real; creo que ni siquiera entiendes cuál es la tuya. Eres lista, Mamie, pero no tanto como yo creía. De todos modos —prosiguió—, lo conseguirás gracias a la señora Medwin.
—¿Conseguiré qué?
—Pues vaya, el cheque que te permitirá ayudarme.
Al oír esto, ella lo miró a los ojos un momento.
—Si vuelves a las siete en punto, pero ni un minuto antes ni un minuto después, te daré dos billetes de cinco libras.
Él lo pensó un poco.
—¿Y a quién esperas un minuto después?
Esta frase la llevó a la ventana con un gemido casi de angustia y no contestó nada hasta después de mirar hacia la calle.
—Si me haces daño, ya lo sabes, Scott, te arrepentirás.
—No te haría daño por nada del mundo. Lo que quiero hacer, en realidad, es ayudarte, y te prometo que no te dejaré, con lo que quiero decir que no me iré de Londres, hasta hacer algo que sea de veras agradable para ti. Me gustas, Mamie, porque me gusta el valor. Me gustas mucho más de lo que yo te gusto a ti. Me gustas mucho, muchísimo —con estas palabras llegó hasta la puerta y la abrió, pero siguió con la mano en el tirador—. ¿Y qué quiere de ti la señora Medwin? —manifestó así.
Ella se había dado media vuelta para verlo desaparecer y, con el alivio de esa perspectiva, satisfizo su curiosidad.
—Lo imposible.
Él esperó otro minuto.
—¿Y vas a hacerlo?
—Voy a hacerlo —dijo Mamie Cutter.
—Bien, pues debe de ser un buen botín. ¡Pongamos tres de cinco! —dijo riendo—. A las siete en punto —y, por fin, la dejó sola.