__ I __

El tiempo había empeorado tanto que el día se había echado a perder. El viento se había levantado y la tormenta había cobrado fuerza; de vez en cuando, ambos se unían para golpear las firmes ventanas y estrellaban, incluso contra las protegidas por la galería, violentos churretones de lluvia. Más allá del césped, más allá del acantilado, la gran brocha húmeda del cielo se hundía en el mar. Pero el césped, al que mayo había dado vivos colores, mostraba la intensidad de un verde empapado; los arbustos con brotes y los árboles repetían ese tono mientras agitaban sus densas masas, y la luz fría y turbulenta que llenaba el hermoso salón era indicio de la pertinente juventud de la tarde de primavera. Las dos damas que allí se sentaban en silencio podían proseguir sin dificultad —igual que, claramente, sin interrupción— sus respectivas tareas; confianza que, cuando el ruido del viento permitía que se oyera, expresaba el agudo rasgueo de la pluma de la señora Dyott desde la mesa en la que estaba ocupada escribiendo cartas.

La visitante, Maud Blessingbourne, instalada en un pequeño sofá que, junto con una palmera, un biombo, un velador, un jarro de flores y tres fotografías en marco de plata, estaba dispuesto cerca del ligero fuego de leña a modo de «rincón» privilegiado, pasaba de forma audible, aunque a intervalos ni breves ni regulares, las hojas de un libro, forrado de papel color limón, que todavía no había perdido cierta rigidez propia de lo nuevo. El efecto que causaba el volumen habría hecho que, tratándose, presumiblemente, de la más reciente novela francesa —y, sin duda, por la actitud de la lectora, de una buena novela—, casara felizmente, para un espectador, con el especial tono de la sala, un sólido aire de selección y contención, producto de una de las más refinadas evoluciones estéticas. Si la señora Dyott apreciaba los muebles franceses antiguos y, sin duda, era exigente en eso, sus invitados —aunque fuera ladeando con gesto crítico la hermosa cabeza de oscuras trenzas sobre esbeltos hombros caídos— bien podían apreciar a los autores franceses modernos. Durante media hora no había sucedido nada; para ser exactos, nada que no fuera que las dos mujeres, de vez en cuando y con disimulo, interrumpían su actividad con el objetivo de determinar el grado de concentración de la otra sin volver la cabeza. Así pues, su silencio no sólo cargaba con la conciencia del mal tiempo, sino, por así decirlo, con cierta conciencia de sí mismo. Maud Blessingbourne, cuando bajaba el libro hasta el regazo, cerraba los ojos con un deliberado gesto de paciencia que parecía indicar una espera; sin embargo, fue ella quien acabó por hacer el movimiento que rompió la tensión. Se levantó y se puso al lado del fuego, contemplándolo durante un minuto; después dio media vuelta y se acercó a la ventana, como si quisiera ver qué estaba pasando de verdad. Ante lo cual, la señora Dyott se puso a escribir con intensidad renovada. El montoncito de cartas había crecido y, si su aspecto decidido era compatible con su belleza rubia y algo ajada, la costumbre de ocuparse de sus cosas también podía combinarse con alguna digresión del pensamiento. No obstante, fue ella la primera en hablar.

—Espero que el libro te haya parecido interesante.

—No está mal; un poco soso.

Un latido de la tormenta, más poderoso que otros, borró el sonido de las palabras.

—¿Un poco loco?

—¡Oh, no! Apocado e insulso, a menos que haya perdido toda capacidad de juicio.

—Quizá sea eso… —sugirió plácidamente la señora Dyott—. Lees tantos…

Su interlocutora simuló un gesto de desesperación.

—Ah, me quitas las ganas de ir a mi habitación, como estaba a punto de hacer, a buscar otro.

—¿Otro francés?

—Me temo que sí.

—¿Los llevas a docenas…?

—¿A inocentes casas británicas? —Maud hizo un esfuerzo por recordar—. Creo que compré tres, después de verlos en el escaparate, cuando pasaba por la ciudad. ¡Me parece que llueve sobre mojado! Pero ya he leído dos.

—¿Y sólo lees eso?

—¿Novelas francesas? —Maud pensó un poco—. Oh, no. Leo a D’Annunzio.

—¿Y eso qué es? —preguntó la señora Dyott mientras pegaba un sello.

—¡Oh! —su amiga estaba divertida, casi compadecida—. Ya sé que no lees… —prosiguió Maud—. ¿Por qué ibas a leer? ¡Tú vives!

—Sí… y bastante mal —contestó la señora Dyott, juntando las cartas. Dejó su sitio, sosteniéndolas en un pulcro paquete, mientras la señora Blessingbourne se volvía de nuevo hacia la ventana, donde la acogió otra ráfaga de viento.

Maud habló entonces como si le preocuparan sólo los elementos.

—¿Esperas que él venga, con esto?

La señora Dyott se limitó a aguardar y, de modo indescriptible, pareció que todo lo sucedido hasta el momento conducía a aquella pregunta. Y acentuó ese efecto el modo en que dijo:

—¿A quién te refieres?

—Vaya, creía que habías dicho a la hora de comer que el coronel Voyt iba a venir andando. Seguro que no va a poder.

—¿Te preocupa mucho? —preguntó la señora Dyott.

Su amiga vaciló entonces.

—Depende de a qué llames «mucho». Si te refieres a que me gustaría verlo, entonces, sí, desde luego.

—Bueno, querida, creo que sabe que estás aquí.

—Así pues, dado que es evidente que no viene, ¡es especialmente halagador! —dijo Maud con una carcajada—. O, mejor dicho —añadió, cambiando de punto de vista—: sería muy halagador si viniera. A menos que, por supuesto, viniera, en parte, por ti —añadió.

—Lo de «en parte» es todo un cumplido, muchas gracias. Si de veras vas a subir al piso de arriba —prosiguió la señora Dyott—, ¿tendrías la amabilidad de echar esto en el buzón de salida al pasar?

La mujer más joven de las dos, tras coger el pequeño montón de cartas, lo examinó con envidia.

—¡Nueve! ¡Eres magnífica! ¡Eres siempre un reproche viviente!

La señora Dyott suspiró.

—No lo hago a propósito. Lo que pasa es que, esta tarde —prosiguió, regresando al asunto anterior—, probablemente no vendrán.

—Y tú no sabes nada de eso.

—No, no sé nada —pero, aunque estaba hablando, oyó repicar la aldaba, lo que interpretó como una señal—. Ah, ¡ya!

—En ese caso, me voy —y Maud se marchó deprisa de la habitación.

La señora Dyott, una vez sola, se acercó a la ventana con aire selecto y ahí seguía, contemplando la tormenta, cuando el visitante, cuya demora en aparecer sugería que se había secado las botas y había guardado el impermeable y la gorra empapados, por fin se reunió con ella. Era alto, delgado, bien parecido; en conjunto, poco en él confirmaba que le correspondiera el título de «coronel Voyt» con el cual lo habían anunciado. Pero había dejado el ejército y su fama de gallardía se basaba en aquel momento en el combate que libraba contra el liberalismo en la Cámara de los Comunes. Sin embargo, su apariencia tampoco encajaba; en parte, sin duda, porque, tal como se solía decir, no parecía inglés. El cabello negro y corto estaba ligeramente espolvoreado de plata y la barba cerrada y brillante, propia de un emir o de un califa, que se había dejado crecer por razones civiles, reproducía ese bello color y su aire vagamente extranjero. La nariz dibujaba un arco hermoso y firme, y el gris oscuro de sus ojos tenía reflejos azules. Se había dicho de él —en relación con estos signos— que se le habría tomado por judío si no fuera porque, a pesar de la nariz, tenía un aspecto muy irlandés. En realidad, no podría habérsele reprochado lo uno ni lo otro y, en todo caso, en aquel momento era sólo un agradable ciudadano británico maltratado por el viento y la intemperie, que, después de una lucha contra los elementos, de la que parecía haber disfrutado, traía consigo cierta cantidad de barro persistente y un grado inusual de espontaneidad en su expresión. Fue exactamente el silencio que siguió a la retirada del criado y el cierre de la puerta lo que indicó, entre él y su anfitriona, el grado de esa espontaneidad. Por así decirlo, el encuentro se repitió dos veces: el primero tuvo lugar cuando el criado estaba presente y el segundo, cuando dejó de estarlo. La diferencia entre ambos fue grande, aunque, en justicia, debemos añadir que los primeros indicios del segundo fueron, en gran medida, negativos. Esta comunión consistió tan sólo en que, durante un minuto, se aproximaron tanto como fue posible; es decir, tanto como es posible sin otra ayuda que unas manos unidas. Así permanecieron juntos y la cercanía, en cualquier caso, era tanta que, aunque tenía en cuenta los peligros, lo hacía sin palabras. Cuando llegaron éstas, la pareja hablaba junto al fuego y ella había llamado para que trajeran el té. Para entonces él ya le había preguntado si le habían entregado sin problemas la nota que había enviado después del desayuno.

—Sí, antes de la comida. Pero siempre que me haces traer a mano estas cosas, excepto cuando se debe a alguna razón extraordinaria, me pongo… Sabía, sin necesidad de la nota, que habías llegado. Nunca falla. Estoy segura de cuándo estás y de cuándo no estás.

Él se secó, delante del espejo, el bigote mojado.

—Sí, pero esta mañana he tenido un impulso.

—Me ha gustado, pero algunas veces tus impulsos me inquietan tanto como si fueran decisiones calculadas; me obligan a preguntarme qué estarás tramando.

—¿Es porque cuando los niños pequeños son demasiado buenos se mueren? Bueno, yo sí soy un niño bueno comparado contigo, pero todavía no me he muerto. Me aferro a la vida.

Él la había envuelto con su sonrisa, pero ella conservaba su expresión grave.

—No tengo ni la mitad de miedo cuando eres desagradable.

—¡Gracias! Entonces, ¿qué has hecho con mi nota? —preguntó él.

—Merecerías que la hubiera dejado a la vista en mi tocador… o, mejor aún, que la hubiera dejado en la habitación de Maud Blessingbourne.

—Oh, pero ¿qué merece ella? —preguntó él con una carcajada.

Ella siguió contestando con expresión grave.

—Sí, probablemente, la mataría.

—¿Tanto cree en ti?

—Tanto cree en ti. Así que no seas demasiado amable con ella.

Él seguía contemplando, en el espejo de la chimenea, el estado de su barba, y eliminando de ésta, con el pañuelo, los restos de viento y agua.

—Si ella también me prefiere cuando soy desagradable, me parece que debería satisfacerla. En cualquier caso, ¿podría verla ahora?

—Esa posibilidad la pone tan nerviosa que parece un guisante en una sartén, así que está recomponiéndose en su habitación.

—Oh, en ese caso debemos intentar que no se descomponga. Pero ¿por qué, con lo graciosa, tierna y también guapa que es (porque también es bastante guapa, casi me atrevería a decir), no vuelve a casarse?

La señora Dyott —y como si fuera la primera vez— pareció buscar el motivo.

—Porque le gustan demasiados hombres.

Esa respuesta hizo que él siguiera en tono animado.

—¿Y cuántos pueden gustar a una dama…?

—¿Para que ninguno le guste demasiado? Ah, pues eso no lo he sabido nunca… y ahora es demasiado tarde —y prosiguió—: ¿Cuándo la viste por última vez?

Él tuvo que esforzarse en pensar.

—¿No sería hacia noviembre? Pasamos tres días en un sitio u otro.

—Oh, ¿en Surredge? Sí, lo sé muy bien. Creía que os habíais visto más tarde.

Él tuvo que recordar de nuevo.

—¡Es verdad! ¿No fue en algún sitio hacia Navidades? ¡Pero no fue un encuentro acordado! —dijo con una carcajada, dando con el índice un golpecito amable en la barbilla de su anfitriona. Después, como si algo en el modo en que ésta había recibido el gesto lo devolviera a la pregunta del momento anterior, dijo—: ¿Has guardado mi nota?

Ella lo contuvo con sus bellos ojos.

—¿Quieres que te la devuelva?

—Ah, no hables como si me llevara cosas…

Ella bajó la vista hasta el fuego.

—No, no te llevas nada; ni siquiera las cosas que un carácter verdaderamente generoso tendería a llevarse —sin embargo, se alejó de la chimenea, como si quisiera olvidarlo—. ¡La he metido ahí!

—¿La has quemado? ¡Bien!

Eso hizo que se mostrara más cómodo, pero, un momento después advirtió sobre una mesa el volumen de color limón que la señora Blessingbourne había dejado y, tras cogerlo para examinarlo, inmediatamente volvió a dejarlo.

—Pues ya que estabas en ello, también podrías haber quemado esto.

—¿Lo has leído?

—Uf, sí. ¿Y tú?

—No —dijo la señora Dyott—. Maud no lo ha traído para mí.

Eso detuvo a su visitante.

—¿Lo ha traído la señora Blessingbourne?

—Para pasar un día como el de hoy —pero ella seguía intrigada—. ¡Qué cara pones! ¿Tan horrible es?

—Oh, como los otros del mismo autor —pero, mientras hablaba, se le había ocurrido alguna idea; sus pensamientos estaban ya lejos—. ¿Ella lo sabe?

—¿Si sabe qué?

—Vamos, pues todo.

Pero la puerta se abrió demasiado pronto y la señora Dyott sólo pudo murmurar rápidamente:

—¡Ten cuidado!

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