__ II __

Era, en efecto, la señora Blessingbourne, que llevaba bajo el brazo el libro que había ido a buscar: en esta ocasión, con unas cubiertas de un azul bonito e inocente. Un minuto después la criada la seguía con el té; el consumo del cual, junto con los saludos, preguntas y otras cortesías menores entre los dos invitados ocupó un cuarto de hora. Entre tanto, la señora Dyott, a modo de contribución a tanto entretenimiento, mencionó a Maud que su invitado deseaba regañarla por los libros que leía, afirmación que ésta acogió con la observación de que su invitado primero debía conocerlos. Pero éste, en cuanto cogió el nuevo volumen, exclamó un sincero:

—¡Huy, huy!

—¿También lo has leído? —preguntó la señora Dyott—. ¡Cuánto tendréis que contaros! A Maud le parece que el otro —añadió en dirección a Voyt— es terriblemente insulso.

—¡Ah, tendré que discutirlo con ella! ¿No siente usted la fuerza extraordinaria que tiene este individuo? —prosiguió Voyt, dirigiéndose a la señora Blessingbourne.

Y así, en torno al fuego, hablaron; hablaron pronto, mientras se calentaban los dedos de los pies, con animación suficiente para que les pareciera una ocasión afortunada, como tantas otras oportunidades que podría haberles ofrecido su encarcelamiento. Parecía que la señora Blessingbourne sí sentía la fuerza del individuo, pero tenía sus reservas y reacciones, en las que Voyt estaba muy interesado. La señora Dyott adoptó un aire distante y, reclinada en el sillón, contemplaba el fuego: sin embargo, intervenía lo bastante para aliviar a Maud de la sensación de que se limitaban a escucharla. En el caso de Maud, esa sensación le habría hecho pensar que la tomaban por tonta.

—Sí, cuando leo novelas, casi siempre son francesas —había dicho a Voyt en respuesta a una pregunta sobre sus costumbres—; en ellas me parece que se capta mejor lo auténtico, que me dan más vida a cambio de mi dinero. Pero no me entusiasman tanto que no pueda pasar meses sin leer nada de ficción.

Los dos libros estaban ahora juntos, a su lado.

—Entonces, cuando vuelve a leerlas otra vez, ¿lee muchas?

—No, qué va. Sólo sigo a tres o cuatro autores.

Al oírlo, él se rio mientras fumaba el cigarrillo que le habían permitido encender.

—Me hace gracia que «siga» a los «autores».

—A alguien hay que seguir —soltó la señora Dyott.

—Me temo que soy ridícula —concedió la señora Blessingbourne sin hacerle mucho caso—; pero así es como nos expresamos en el lugar en donde vivo.

—Sólo me refería a lo tremendamente concienzudas que son las mujeres. Mi conciencia no puede seguir tanto. Ustedes se lo toman todo demasiado en serio. Pero, si no puede leer las novelas de factura británica o americana, bien sabe Dios que estoy de acuerdo con usted. Se diría que muestran nuestro sentido de la vida como cosa de gatitos y perritos.

—Bueno —contestó Maud con más paciencia—, me han dicho que hay gente de todo tipo escribiendo cosas estupendas; pero, por algún motivo, no he entrado en ellas.

—Ah, son ellos, nuestros pobres gangosos y papanatas quienes están fuera. Sobreviven en la calle y ¿quién querría dejarlos entrar?

La señora Blessingbourne parecía incapaz de expresar y elaborar a la vez sus ideas. Era evidente que le resultaba difícil abordar el asunto.

—Cuando me dejan algunos libros intento leerlos, pero al cabo de cincuenta páginas…

—¡Ahí está! Sí, Dios nos asista.

—Pero no quiero decir con eso que no me canse miserablemente de la eterna cosa francesa. ¿Qué sentido de la vida tienen?

—Ah, voilà —dijo la señora Dyott en voz baja.

—Oh, pero sí lo tienen; se puede deducir —se apresuró a declarar Voyt—. Hacen lo que sienten y sienten más cosas que nosotros. Tocan muchas más notas y, con una mano muy diferente. Cuando se trata de describir la relación entre, pongamos, un hombre y una mujer (me refiero a una relación íntima, extraña o sugerente), ¿qué somos nosotros en comparación con ellos? Sin duda, no agotan el tema —reconoció—; pero nosotros ni lo tocamos, ni siquiera lo rozamos. Es como si negáramos su existencia, la posibilidad de que exista. Pero seguro que usted me dirá —prosiguió— que, puesto que estas relaciones, en la mayoría de los casos, para nosotros son mucho más sencillas, en conjunto tenemos menos que decir sobre ellas.

Divertida, respondió rápidamente a esa imputación.

—Usted perdone, pero no pienso decirle nada de eso. Ni siquiera sé si estoy de acuerdo con usted.

—¿Sobre relaciones como ésas? —parecía agradablemente sorprendido—. ¿Cree que las planteamos con más amplitud? ¿o sutileza?

La señora Blessingbourne se recostó; no miró el fuego, como la señora Dyott, sino el techo.

—No sé lo que pienso.

—No es que no lo sepa —señaló la señora Dyott—, sino que no lo dice.

Pero en esa ocasión Voyt no tuvo ojos para la anfitriona. Contempló a Maud durante un momento.

—Parece obvio que ha escrito usted algo, ¿verdad que sí? ¿Y lo ha publicado? Me parece que a usted sí podría leerla.

—Cuando publique —dijo ella sin moverse— será usted el último a quien se lo diga. Tengo un bonito tema —prosiguió—, ¡pero necesita mucha elaboración…!

—Díganos, al menos, de qué se trata.

Al oírlo, ella volvió a mirarlo a los ojos.

—Oh, eso equivaldría a contarlo todo, y eso es justo lo que no puedo hacer. Lo que quería decir hace un momento —añadió— es que los franceses, a mi parecer, nos ofrecen una y otra vez, por los siglos de los siglos, la misma pareja. Ahí están, una vez más, tal como las hemos visto hasta la saciedad, en esa cosa amarilla, y seguro que las volveré a encontrar en la azul.

—Entonces, ¿por qué sigues leyéndolos? —preguntó la señora Dyott.

Maud vaciló.

—¡No sigo! —dijo con un suspiro—. En todo caso, no seguiré. Lo dejo.

—Concluyo que ha estado usted buscando algo —dijo el coronel Voyt— que no es probable que encuentre. No existe.

—¿Y qué es eso? —preguntó la señora Dyott.

—Sólo busco que sea interesante.

—Naturalmente. Pero —replicó Voyt— a usted le interesa algo distinto a la vida.

—Ah, en absoluto. Me gusta la vida… en el arte, aunque la odie en cualquier otro lugar. Es la pobreza de la vida lo que muestra esa gente y los horribles límites, de ambos sexos, lo que representan.

—¡Ah, la hemos pillado! —su interlocutor se echó a reír—. Para mí, cuando ya está todo dicho y hecho, me parece que dar con la verdad de la verdad, en la medida en que el arte puede aproximarse a ella. Sólo se puede tomar lo que la vida da, aunque, sin duda, quizá sea una pena que no sea mejor. Su queja sobre la monotonía de esa gente equivale a una queja sobre sus condiciones. Cuando usted dice que siempre tenemos a la misma pareja, ¿qué quiere decir sino que tenemos siempre la misma pasión? ¡Claro que sí! —declaró Voyt—. Si lo que está buscando es otra, eso es lo que no encontrará en ningún sitio.

Maud no dijo nada durante un rato y la señora Dyott pareció esperar.

—Bueno, supongo que busco, más que cualquier otra cosa, una mujer decente.

—Oh, en ese caso no debe buscarla en retratos de la pasión. No es ése su elemento ni su paradero.

La señora Blessingbourne sopesó la objeción.

—¿Y no depende de lo que denomine usted pasión?

—Me parece que sólo puede ser una cosa: el enemigo del comportamiento.

—Oh, puedo imaginarme pasiones que, por el contrario, sean amigas.

Su interlocutor pensó un poco.

—¿Y eso no depende, tal vez, de a qué se refiere usted por comportamiento?

—Huy, no. Comportamiento es sólo comportamiento: lo más claro del mundo.

—Entonces, ¿a qué se refiere usted cuando habla del «interés», como acaba de hacer? ¿Al retrato de esa cosa concreta?

—Sí… llámelo así. Las mujeres no siempre son malas, ni siquiera cuando son…

—¿Cuándo son qué? —preguntó Voyt.

—Cuando son desgraciadas. Pueden ser desgraciadas y buenas.

—Eso no lo niega nadie. Pero ¿pueden ser «buenas» e interesantes?

—¡Seguro que ése es el tema de Maud! —explicó la señora Dyott—: Mostrar una mujer que sí lo sea. Me temo, querida —prosiguió—, que sólo podrás mostrarte a ti misma.

—En ese caso, mostrará el más bello ejemplar que concebirse pueda —y Voyt se dirigió a Maud—. Pero ¿eso no prueba que la vida es, contra su opinión, más interesante que el arte? Usted embellece y eleva la vida; pero el arte sería incapaz de utilizarla y, en esa imposibilidad, la estropearía.

Cierta conciencia del alcance de la conversación hizo que Maud se ruborizara y se embelleciera su mirada.

—¿Me «estropearía»?

—Quiere decir —indicó de nuevo la señora Dyott— que tú estropearías el «arte».

—Sin que, por otro lado —Voyt parecía estar de acuerdo—, éste dé en absoluto una impresión coherente de usted.

—¡Ella quiere que su historia de amor no le cueste nada! —dijo la señora Dyott.

—Oh, no… estaría dispuesta a pagar caro por una historia de amor. Pero no veo por qué las historias de amor… ya que les das este nombre… tienen que reservarse todas, tal como hacen los franceses inveteradamente, para las mujeres malas.

—Oh, ¡y lo pagan caro! —dijo la señora Dyott.

—¿De veras?

—Al menos —se corrigió la señora Dyott—, he deducido (porque no leo esos libros que lees tú, ya lo sabes) que eso es lo que muestran.

Maud, desconcertada, preguntó mirando a Voyt:

—Sin duda, con frecuencia hacen que paguen por su maldad, pero ¿pagan por su historia de amor?

—Querida señora —dijo Voyt—: su maldad reside en la historia de amor. No hay otra. Es una ley dura, si quiere, y extraña, pero la bondad debe vivir sin ese lujo. ¿No reside en eso, precisamente, la bondad? —lo expuso de modo amable y claro, también con cierto pesar, como si lamentara que la verdad fuera tan triste. Su grata mirada parecía decir que, si de ellos hubiera dependido, las cosas habrían ido de mejor modo—. Ya se ha oído alguna vez su pregunta; al menos, yo ya la he oído. Pero siempre, cuando se plantea a una persona de ideas claras, la respuesta es inevitable: «Cher monsieur, ¿por qué no nos ofrece el drama de la virtud? Chère madame, porque el privilegio de la virtud es, precisamente, evitar el drama. ¿Las aventuras de una dama honesta? Una dama honesta no tiene, no puede tener aventuras».

Antes de hablar, la señora Blessingbourne lo miró a los ojos, sonriendo con cierta intensidad.

—¿Y no dependerá de lo que usted denomine «aventuras»?

—Mi pobre Maud —dijo la señora Dyott, como si se compadeciera de tan simple argumentación sofista—. Las aventuras son las aventuras. ¡Y así son las cosas!

Pero su amiga prosiguió, dirigiéndose al acompañante de ambas, como si no la hubiera oído.

—¿Y no depende, en gran medida, de lo que se considere «drama»? —Maud hablaba como quien ha reflexionado sobre el asunto—. ¿No depende de qué se considera «una historia de amor»?

Su interlocutor dedicó a esos argumentos toda su atención.

—Por supuesto, puede usted llamar a las cosas de la manera que quiera… darles un nombre y atribuirles un sentido diferente. Pero ¿por qué iba a depender de nada más? Detrás de las palabras que empleamos (aventura, novela, drama, historia de amor, en definitiva, tal como decimos en términos generales, la situación) se encuentra el mismo hecho que todas, de una manera u otra, representan.

—¡Exacto! —exclamó la señora Dyott, con plena convicción.

Maud, sin embargo, seguía llena de vaguedad.

—¿Y de qué gran hecho se trata?

—Del hecho de que exista una relación. Una aventura es una relación. La relación es una aventura. El relato romántico, la novela, el drama, son el retrato de una relación. El tema que trata el novelista es el nacimiento, la formación, el desarrollo, el clímax y, la mayor parte de las veces, la decadencia de una relación. ¿Y qué pinta en todo esto una dama honesta?

La señora Dyott fue más incisiva.

—Una mujer honesta no llega siquiera a entablar una relación.

Pero Maud no se amilanó.

—¿Y no depende, una vez más, de a qué llamamos «relación»?

—Oh —dijo la señora Dyott—, si un caballero le recoge del suelo el pañuelo…

—Ah, sobre todo, si lo ha dejado caer deliberadamente —dijo su amigo riendo—. Sólo podemos tratar de las relaciones que lo son.

—De acuerdo —replicó Maud—, pero ¿si es una relación inocente…?

—¿Y no dependerá de lo que consideres inocente?

—¿Quiere decir que las aventuras de la inocencia con frecuencia han sido material de ficción? Sí —contestó Voyt—, de eso mismo se queja el lector aburrido. Pide pan y le dan piedras. ¿No es, de manera bien clara, una cuestión de interés o, como dice la gente, de la «historia»? ¿Qué es una situación que no se desarrolla, sino un tema perdido? Si la relación se detiene, ¿dónde está la historia? Si no se detiene, ¿dónde está la inocencia? Me parece a mí que hay que escoger: sería muy bonito que fuera de otro modo, pero así es como perdemos pie. El arte es la representación de nuestra lucha por avanzar.

La señora Blessingbourne, y con interés tal vez excesivo para una definición tan esquemática, reflexionó sobre ella.

—Pero algunas veces avanzamos en dirección contraria.

Esa frase accionó en el coronel Voyt el resorte de una réplica burlona y cordial.

—¡Justo lo que esperaba!, siempre se ve venir.

—Ya te das cuenta —dijo la señora Dyott en un paréntesis a Maud— de que lo ha visto venir muchas veces; y siempre lo espera y reacciona.

—Mi respuesta, querida señora, es bien sencilla. Es la historia de siempre, señora Blessingbourne. Es inocente la relación cuando la heroína «sale» de la historia. Es inocente el libro cuando narra la historia de su alejamiento. Pero ¿qué demonios, si de inocencia se trata, estaba haciendo allí?

La señora Dyott se apresuró a responder también a la pregunta.

—Mira, para salir de algo tienes que haber entrado. Ahí tienes la relación. Ése es el final de la rectitud.

—¡Y es el principio de la obra!

—¿Y no se supone que, en un momento u otro, incluso las peores, abandonan la relación? —prosiguió la señora Dyott—. Pero si, mientras tanto, por poco que sea, han entrado en ella lo bastante para adornar un relato…

—Han estado en ella tiempo suficiente para sugerir una moraleja. ¡Para sugerir la nuestra! —después de decir esto y como si un repentino fogonazo de luz cálida lo hubiera movido, el coronel Voyt se puso de pie. El velo de la tormenta se había abierto y dejaba ver un magnífico atardecer arrebolado.

La señora Dyott también se había levantado y ambos aguardaron delante de su encantadora antagonista, la cual, con los ojos bajos y una sonrisa petrificada, seguía sin moverse.

—Le hemos estropeado el tema de la historia —dijo la dama de mayor edad con un suspiro.

—Bueno —dijo Voyt—, es mejor estropear el tema de un artista que su reputación. Me refiero —añadió, dirigiéndose a Maud con su habitual tono indulgente— al aire del artista de saber lo que tiene entre manos ya que, en último término, de eso depende su felicidad.

Al oírlo, ella se levantó despacio, mirándolo con un aspecto tan bellamente afable como el de él.

—Usted no puede echar a perder mi felicidad.

Él le retuvo la mano un instante, antes de marchar.

—¡Me gustaría aumentarla!

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