__ III __
Después de que se marchara y la señora Dyott preguntara con sinceridad a su amiga si lo había encontrado grosero o crudo, Maud contestó, aunque no inmediatamente, que sólo había temido mostrar en exceso lo encantador que le parecía. Pero, si la señora Dyott prestó atención a la frase, fue para intentar captar su sentido.
—¿Y cómo puedes mostrarlo en exceso?
—Porque tengo la sensación de que así es como muestro siempre todo. Quizá te parezca absurdo —prosiguió la señora Blessingbourne—, pero nunca sé, en estas discusiones tan vehementes, qué extraña impresión puedo dar.
Su interlocutora la miró divertida.
—¿Ha sido vehemente?
—Sí, lo ha sido —confesó Maud con franqueza.
—Entonces, es una pena que estuvieras tan equivocada. El coronel Voyt tiene razón, ¿sabes?
Al oír esto, la señora Blessingbourne movió lenta y suavemente la cabeza con el silencioso gesto de negación al que recurría a menudo y que, acompañado con una expresión alegre, a pesar de la sonrisa obstinada, tenía una gracia especial. Su amiga, tras mirarla de arriba abajo, pareció impresionada por esa gracia; sin embargo, no tanto para que, al minuto siguiente, no tomara una decisión.
—Oh, querida mía, siento disentir de alguien tan encantador como tú, porque esta noche estás preciosa y este vestido es el más bonito que te he visto nunca. Pero él tiene toda la razón del mundo.
Maud repitió el gesto.
—No tanto, en cualquier caso, como él cree. O quizá puedo decir —prosiguió, al cabo de un instante— que no estoy yo tan equivocada. Y sé un poco de qué hablo.
La señora Dyott siguió examinándola.
—Estás ofendida. No te gusta, como es natural… esta destrucción.
—¿Destrucción?
—De tus ilusiones.
—No tengo ilusiones. Además, si las tuviera, no se destruirían. En conjunto, me parece que sigo siendo decente.
La señora Dyott la miró fijamente.
—Admitamos eso como argumento: ¿y qué?
—Pues que también tengo mi pequeño drama.
—¿Especial apego a una persona?
—Especial apego, sí.
—¿Que no deberías tener?
—Que no debería tener.
—¿Una pasión?
—Una pasión.
—¿Correspondida?
—¡No, a Dios gracias!
—El destinatario no lo sabe…
—En absoluto.
La señora Dyott pensó un poco.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
—¿Y eso es lo que tú consideras tu decencia? Pero ¿no te parece que, en realidad, es la suya? —preguntó la señora Dyott.
—Claro que no: para él es sólo una suerte.
La señora Dyott se echó a reír.
—Pero la tuya, tu suerte, querida mía, ¿dónde está?
—¡Vaya! En la sensación de vivir una historia romántica.
—¿Y dónde está la historia romántica? ¿En el hecho de que él no sepa nada?
—De que yo no quiera que él lo sepa. Si quisiera, ¿dónde estaría mi honestidad? —Maud le había dado muchas vueltas y sus conclusiones eran enternecedoras.
Durante un instante, esta pregunta hizo callar a su amiga; al parecer, debido a una estupefacción que era casi diversión.
—Y eso de querer que él no lo sepa, ¿es sólo cuestión de voluntad? Y, si no quieres que lo sepa, ¿dónde está la historia romántica?
La señora Blessingbourne seguía sonriendo y, con un pequeño gesto para acompañar la sonrisa, se limitó a tocarse la zona del corazón.
—¡Aquí!
Su acompañante la contempló admirada.
—¡Bonito lugar, sin duda…! Pero, por lo que veo, no es el más indicado para convertir ese sentimiento en una relación.
—¿Por qué no? ¿Qué más necesito yo para una relación?
—¡Oh, yo diría que todo tipo de cosas! Y muchas más para que lo sea también para la persona a la que te refieres.
—Ah, no pretendo que lo sea ni que pueda serlo. Sólo hablo por mí misma.
Lo dijo de una manera que la señora Dyott, con una visible mezcla de impresiones, se dio la vuelta rápidamente. Hizo uno o dos movimientos indefinidos, como si buscara algo; después se encontró de nuevo cerca de su amiga, a la cual, con la misma brusquedad, incluso con cierta dureza, dio un beso que podría haber representado tanto su tributo a la exaltada coherencia de sus ideas como un elegante punto final a la discusión.
—Mereces que alguien intervenga en tu favor.
Su interlocutora parecía alegre y segura.
—¿Cómo podrías hacerlo sin saber…?
—¡Oh, adivinándolo! ¿No es…?
Pero la señora Dyott no pudo ir más lejos.
—No es nadie que hayas visto nunca —dijo Maud.
—Entonces, ¡renuncio a ayudarte!
Y la señora Dyott, durante el resto de la estancia de Maud, se ajustó al espíritu de estas palabras. La conversación había tenido lugar un sábado por la noche y la señora Blessingbourne siguió en la casa hasta el miércoles siguiente, período durante el cual, puesto que el regreso del buen tiempo se confirmó el domingo, las dos señoras tuvieron un campo de acción más amplio. Dieron paseos en coche, hicieron visitas, vieron cosas interesantes, a cierta distancia; de modo que la charla resultó fácil y el silencio lo fue más todavía. Se había dicho que tal vez el coronel Voyt regresara el domingo, pero pasó el día entero sin señales de él y la señora Dyott, a modo de explicación, se limitó a decir que, probablemente, lo habrían llamado, como solía suceder, para que fuera a la ciudad. Eso fue lo que, en efecto, le confirmó el jueves por la tarde, cuando volvió a acercarse andando y la encontró sola. A consecuencia de la correspondencia del domingo, había tenido que tomar ese día el tren de las 4.15. La señora Voyt había vuelto el jueves y ahora él, para resolver un trabajo ya iniciado en su casa, había ido para unas pocas horas, anticipándose al habitual movimiento colectivo del fin de semana. Tenía que marcharse con uno de los últimos trenes y sus momentos de felicidad estaban contados, hecho que su anfitriona aceptó con la dura flexibilidad que da la práctica. A pesar de la falta de tiempo, sin embargo, el coronel encontró suficiente para hacerle una o dos preguntas que no se referían directamente a la situación de ambos. La primera era un recuerdo de la pregunta formulada el sábado anterior y a la que la entrada de la señora Blessingbourne le había impedido obtener respuesta. ¿Sabía aquella señora que había algo entre ellos?
—No, estoy segura. Sólo sabe una cosa —prosiguió la señora Dyott—, pero es muy distinta y no muy divertida.
—¿Y de qué se trata?
—Pues que está enamorada.
Voyt se mostró interesado.
—¿Y te lo dijo?
—Se lo sonsaqué.
Él se mostró divertido.
—¡Pobrecilla! ¿Y de quién?
—De ti.
Si es posible establecer esa distinción, su sorpresa fue menor que su asombro.
—¿Eso también se lo sonsacaste?
—No, no lo dijo. Lo que es mucho mejor. Porque si tú lo supieras, se habría acabado todo.
Él parecía divertido y desconcertado.
—¿Y por eso me lo cuentas?
—Me refería a que ella sepa que tú lo sabes. Por lo tanto, a ti te interesa que no lo sepa.
—Entiendo… —al cabo de un momento, Voyt insistió—: Tu cálculo es que mis intereses se sacrifiquen a mi vanidad, para que, si tu otra idea es exacta, la llama, gracias a su enfermiza conciencia, se apague en cuanto se asuste de verme tan complacido. Pero te prometo —declaró— que ella no se dará cuenta. ¡Así están las cosas!
Ella lo miraba fijamente y tuvo que admitir, al cabo de un rato, que sí, que así estaban las cosas. Pero, aunque había aclarado el caso, él no estaba todavía satisfecho.
—¿Y por qué estás tan segura de que soy yo el hombre?
—Por su forma de negarlo.
—¿Se lo has preguntado?
—Directamente. Y, desde luego, si no fueras tú, habría dicho que sí lo eras… para ocultarme al verdadero.
—¡Vaya dos!
—Además —prosiguió su compañera—, no me faltaba esa prueba.
—Entonces, ¿qué otra prueba tenías?
—El estado en que se encontraba antes de que llegaras: por eso te pregunté si la habías visto mucho. Y su estado después de que te fueras —añadió la señora Dyott—. Y su estado —remató— mientras estabas aquí.
—Pero mientras yo estuve aquí ella estuvo encantadora.
—Encantadora, de eso estoy hablando.
Lo dijo en un tono que ponía la situación bajo la luz idónea, una luz en la que los dos parecían contemplar amablemente, casi con ternura, a la pobre Maud alejándose, con su linda cabeza agachada bajo el peso de una teoría que le venía grande. Sin embargo, las últimas palabras de Voyt declararon que en ésta —en la teoría— algo había que los obligaba a reconocer que Maud no se había mostrado, la tarde en que conversaron, del todo carente de sentido. Su conciencia, si ellos la dejaban en paz —como debían hacer piadosamente después de esto— era, a fin de cuentas, una especie de tímida historia romántica. No era una historia romántica como la de ellos dos, algo que haría feliz a cualquier autor digno de contarla —uno que tuviera la capacidad de invención o pudiera tener el valor necesario—, sino una satisfacción pequeña, amedrentada, famélica, subjetiva que a ella no le haría ningún daño ni tampoco ningún bien a los demás. ¿Quién sino un zoquete —él seguía firme en su opinión— podría ver en todo aquello la sombra de una «historia»?