__ II __
Por lo general, la gente dedica las primeras horas de un viaje a apretujarse en el camarote, a tomar pequeñas precauciones que acaban resultando excesivas o inconvenientes, a admirarse de cómo va a ser capaz de pasar tantos días en un cuchitril y a hacer preguntas imbéciles a los camareros que, en comparación, parecen hombres de mundo. Mis propios prolegómenos fueron rápidos, como corresponde a un viejo marinero, y, al parecer, también lo fueron los de la señorita Mavis, porque cuando subí a cubierta, al cabo de media hora, la encontré sola, en la popa del barco, mirando hacia el menguante continente. Menguaba muy deprisa para ser un lugar tan grande. Me acerqué, aunque no había mantenido con ella ninguna conversación en medio de la multitud que se despedía y el tumulto de adioses que se produjo antes de zarpar; hablamos un poco del barco, de nuestros compañeros de viaje y de las perspectivas que se nos ofrecían, y después dije:
—Creo que anoche nombró a alguien que conozco: el señor Porterfield.
—Oh, no. No lo nombré ni una sola vez —contestó, sonriéndome a través de un ceñido velo.
—Entonces fue su madre.
—Es muy probable que fuera mi madre —y siguió sonriendo, como si yo hubiera debido advertir la diferencia.
—Me aventuro a mencionarlo porque sospecho que lo conocí en otros tiempos —proseguí.
—Oh, ya veo —no manifestó mayor interés en que lo hubiera conocido.
—Eso, suponiendo que sea la misma persona —me pareció tonto no decir nada más, por lo que añadí—: Mi señor Porterfield se llamaba David.
—Bien, igual que el nuestro.
Ese «nuestro» me pareció inteligente por su parte.
—Supongo que lo veré de nuevo, si va a recibirla a Liverpool —proseguí.
—Sería mala cosa que no fuera.
Era demasiado pronto para que me hiciera cargo de que sería mala cosa que no la recibiera: eso fue más tarde. De modo que señalé que hacía tantos años que no lo veía que era muy posible que no lo reconociera.
—Bueno, hace muchos años que no lo veo, pero espero reconocerlo de todos modos.
—Oh, en su caso es distinto —repliqué, sonriéndole—. ¿No ha regresado desde aquellos tiempos?
—No sé a qué tiempos se refiere.
—Cuando lo conocí en París, hace siglos. Era alumno de la École des Beaux Arts, donde estudiaba arquitectura.
—Bien, sigue estudiando arquitectura —dijo Grace Mavis.
—¿Todavía no ha aprendido?
—No sé qué ha aprendido. Ya lo veré —y añadió—: La arquitectura es muy difícil y él es muy minucioso.
—Oh, sí. Ya lo recuerdo. Era admirablemente trabajador. Pero imagino que se habrá convertido en todo un extranjero, si hace tantos años que no vuelve a su país.
—Oh, no hay quien lo cambie. Si fuera posible cambiarlo… —pero aquí mi interlocutora hizo una pausa. Sospecho que iba a decir que si fuera posible cambiarlo la habría dejado hacía ya tiempo. Al cabo de un instante, prosiguió—: No habría tenido tanto apego a su profesión. No se gana mucho con eso.
—¿No se gana mucho?
—No se hace uno rico.
—Oh, claro, hay que ejercer la profesión… y ejercerla durante muchos años.
—Sí, eso es lo que dice el señor Porterfield.
Dijo esas palabras de una manera que me hizo reír, como si diera a entender con serenidad que el comportamiento del caballero en cuestión no estaba a la altura de sus principios. Pero me contuve y pregunté a mi acompañante si tenía intención de quedarse en Europa mucho tiempo, si viviría allí.
—Bueno, será mucho tiempo, si me cuesta tanto volver como me costó ir.
—Y creo que su madre dijo anoche que era su primera visita.
La señorita Mavis me miró un momento.
—¡Cuánto habla mi madre!
—Fue todo muy interesante.
—No creo que piense usted eso —dijo sin dejar de mirarme.
—¿Qué gano diciéndolo si no es cierto?
—Oh, los hombres siempre tienen algo que ganar.
—Entonces ahora me siento como si hubiera perdido irremediablemente. En cualquier caso, espero que sea para usted un placer la idea de visitar el extranjero.
—Gracias, me parece que lo será.
—Es una pena que nuestro barco no sea uno de los rápidos, si está usted impaciente.
Guardó silencio un momento.
—¡Oh, me parece que es lo bastante rápido! —dijo al fin.
Aquella noche fui a visitar a la señora Nettlepoint y me senté en su baúl, que sacó de debajo de la litera para que me instalara. Eran las nueve, pero no había anochecido del todo porque el rumbo al norte nos había llevado ya hacia latitudes con días más largos. Había arreglado su nido admirablemente y estaba echada en el sofá con una bata muy favorecedora y una cofia, descansando de sus tareas. Tenía por costumbre pasar el viaje en el camarote, que olía bien (tal era el refinamiento de su arte), y tenía un secreto que sólo conocía ella para dejar la portilla abierta sin que entrara agua. Odiaba lo que denominaba «el lío del barco» y la idea, en caso de que subiera a cubierta, de cruzarse con camareros con bandejas de comida superflua. Manifestó que estaba satisfecha con su situación (prometimos intercambiar libros y le aseguré con familiaridad que pasaría por su camarote una docena de veces al día) y me compadeció por tener que mezclarme y hacer vida social con los viajeros. Le parecía éste un pobre privilegio, ya que en cubierta, antes de zarpar, había echado un vistazo a nuestros compañeros de viaje.
—Oh, soy un observador empedernido, casi profesional —contesté—, y con este vicio estoy tan ocupado como una vieja tejiendo al sol. Me capacita para ver cosas en cualquier situación. Seguro que aquí también las veo y bajaré con frecuencia a contárselas. Hoy no le interesan, pero ya le interesarán mañana, porque un barco es una gran escuela de chismorreos. No se creerá en qué cantidad de investigaciones y problemas se verá envuelta a mediados de viaje.
—¿Yo? Jamás de los jamases. Estaré aquí acostada con la nariz metida en un libro y no veré nada.
—Participará por vía indirecta. Verá a través de mis ojos, estará pendiente de mis labios, tomará partido, sentirá pasiones, todo tipo de simpatías e indignaciones. Tengo la sensación de que su jovencita es la persona que más me interesará a bordo.
—¡Mía, desde luego! No se ha acercado a mí desde que dejamos el muelle.
—Bien, es muy curiosa.
—Utiliza usted unos términos tan despiadados… —murmuró la señora Nettlepoint—. Elle ne sait pas se conduire[16]: Debería haber venido a interesarse por mí.
—Sí, puesto que está usted a su cuidado —dije sonriendo—. En cuanto a que no sabe comportarse… Bien, eso es exactamente lo que veremos.
—¡Lo verá usted, yo no! Yo me lavo las manos en lo que a ella respecta.
—No diga eso, no diga eso.
La señora Nettlepoint me miró un momento.
—¿Por qué habla con tanta solemnidad?
Le devolví la mirada.
—Se lo diré antes de que lleguemos a tierra. ¿Y ha visto mucho a su hijo?
—Oh, sí. Ha venido varias veces. Parece encantado. Tiene un camarote para él solo.
—Ha tenido mucha suerte —dije—. Pero me da la impresión de que siempre tiene mucha suerte. Estaba seguro de que tendría que ofrecerle la litera libre de mi cuarto.
—Y a usted no le habría gustado mucho porque no le cae bien —contestó la señora Nettlepoint.
—¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
—No la tengo en la cabeza, sino en mi corazón, en mi coeur de mère[17]. Adivinamos estas cosas. Le parece egoísta, me di cuenta anoche.
—Querida señora —dije—, no tengo ninguna idea general sobre él: es uno más de los fenómenos que voy a observar. Me parece un joven muy simpático. Sin embargo —añadí—, y ya que se ha referido a anoche, reconoceré que me pareció que se dedicaba a torturarla. Jugaba con su inquietud.
—¡Vaya! Si al final ha venido sólo para darme gusto —dijo la señora Nettlepoint.
Callé unos instantes.
—¿Está segura de que es por usted?
—¡Ah, a lo mejor es por usted!
—Cuando salió a la terraza con esa joven, quizá ella le pidió que viniera —proseguí.
—Quizá. Pero ¿por qué iba a hacer él todo lo que ella le pidiera?
—Todavía no lo sé, pero quizá lo sepa más adelante. No será porque él quiera contármelo, porque nunca querrá contarme nada: no es de los que cuentan.
—Si la joven no se lo pidió, lo que usted está diciendo es muy injusto con ella —dijo la señora Nettlepoint.
—Sí, si no lo pidió. Pero lo dice usted para defender a Jasper, no para defenderla a ella —proseguí con una sonrisa.
—Desde luego, es usted despiadado. ¡Es asombroso! —exclamó mi interlocutora.
—¡Ah, eso no es nada todavía! Espere un poco y verá. En alta mar, en general, soy terrible, supero todos los límites. Y si la he ofendido en pensamiento, saltaré por la borda. Hay maneras de preguntar (no hace falta que un hombre le explique eso a una mujer) sin recurrir a la crudeza de las palabras.
—No sé qué imagina que puede haber entre ellos —dijo la señora Nettlepoint.
—Nada más que lo que se ve en la superficie. Como dicen los periódicos, se respiraba en el ambiente que eran viejos amigos.
—Jasper la conoció en una fiesta de esas a las que va todo tipo de gente, después se lo pregunté. Él no podría llegar a tomarse en serio a una persona así.
—Eso es precisamente lo que pienso.
—Usted no observa, imagina —prosiguió la señora Nettlepoint—. ¿Cómo reconcilia el hecho de que quiera cazar a Jasper con el de que viaje a Liverpool por amor?
—Ni por un momento he supuesto que quiera cazar a Jasper, creo que se ha dejado llevar por un impulso. Viaja a Liverpool para casarse, que no es lo mismo que por amor, cosa evidente para quien haya conocido personalmente al caballero al que está prometida.
—Bueno, pero en semejante situación hay cierto decoro que incluso la más abandonada de las mujeres respetaría. Al parecer, la considera capaz, sin prueba alguna, de violarlo.
—Ah, usted no entiende los matices de las cosas —repliqué—. Decoro y violación: no es necesario utilizar una artillería tan pesada. Puedo imaginar perfectamente que, sin la menor falta de recato, dijera a Jasper en la terraza, con gestos, si no con palabras: «Estoy muy abatida, pero si usted viene, me sentiré mejor y usted también se lo pasará bien».
—¿Y por qué está tan abatida?
—¡No lo está! —contesté riendo.
—¿Qué hace?
—Pasea con su hijo.
Durante un momento la señora Nettlepoint no dijo nada; después exclamó sin venir a cuento.
—¡Uf, es una mujer horrible!
—No, es encantadora —repliqué.
—¿Quiere decir que es «curiosa»?
—Bueno, para mí es lo mismo.
Naturalmente, eso llevó a mi amiga a declarar otra vez que yo era despiadado. Volvimos a charlar durante la tarde del día siguiente y me dijo que, por la mañana, la señorita Mavis le había hecho una larga visita. Su ignorancia era extrema, pero sus intenciones eran buenas y resultaba evidente que se consideraba seria y decorosa. Y la señora Nettlepoint concluyó esas observaciones con la exclamación:
—¡Pobrecilla!
—¿Entonces cree que merece mucha conmiseración?
—Su historia es muy triste: me ha contado gran parte. Se ha ido animando y ha pasado de una cosa a otra. Se encuentra en una situación en la que una joven debe abrirse… a otra mujer.
—¿Y no tiene a Jasper? —pregunté.
—Jasper no es una mujer. Me da la sensación de que está usted celoso de él —añadió mi interlocutora.
—Me parece que eso es lo que Jasper cree, o lo que creerá antes del final. ¡Ah, no!
Y le pregunté a la señora Nettlepoint si nuestra joven le parecía una mujer propensa a coquetear con hombres. No me contestó, pero señaló a continuación que le resultaba extraño e interesante ver cuánto se parecía una muchacha como Grace Mavis a las que ella conocía mejor, a las hijas de la «buena sociedad», aunque, al mismo tiempo, fuera distinta; y era también extraño e interesante el modo en que se mezclaban parecidos y diferencias, al punto que no sería fácil saber dónde colocarla en ciertas situaciones. En algunas cosas creerías que pensaba como tú pero, de repente, en otras (que, en el fondo, eran las mismas) mostraba tremendas carencias. La señora Nettlepoint pasó a observar (tales son las especulaciones ociosas que fomenta la vacuidad de un viaje por mar) que le gustaría saber si era mejor ser una chica ordinaria muy bien educada o una chica extraordinaria sin educación alguna.
—Oh, yo prefiero la extraordinaria en cualquier circunstancia.
—Es cierto que una persona muy bien educada ya no es común —dijo la señora Nettlepoint, aspirando sus fuertes sales—. Es, indiscutiblemente, una señora. C’est toujours ça[18].
—¿Y la señorita Mavis no lo es? ¿Eso es lo que quiere decir?
—Bueno, ya ha visto a su madre.
—Sí, pero creo que, de acuerdo con su opinión, entre gente así la madre no cuenta.
—Precisamente: y eso es malo.
—Ya veo lo que quiere decir. Pero ¿no es muy duro? Si tu madre no sabe nada, es mejor que seas independiente de ella y, sin embargo, si lo eres, eso es mala señal.
Añadí que hacía dos noches la señora Mavis parecía contar bastante. Había dicho y hecho todo lo que había querido, mientras la joven guardaba un silencio respetuoso. La actitud de Grace (al menos, con su madre) había sido del todo decente.
—Sí, pero ella no podía soportarlo —dijo la señora Nettlepoint.
—Ah, ya que lo sabe, entonces puedo confesarle que también me lo ha dicho.
La señora Nettlepoint me miró fijamente.
—¿Se lo ha dicho? ¡Ésa es una de las cosas que hacen!
—Bueno, fue sólo una palabra. ¿No quiere decirme si piensa usted que es una mujer coqueta?
—Averígüelo usted mismo, ya que se las da de estudioso del ser humano.
—Oh, probablemente su juicio no determine en absoluto el mío. Lo pregunto en relación con usted.
—¿En relación conmigo?
—Para conocer la dimensión de la inmoralidad materna.
La señora Nettlepoint siguió repitiendo mis palabras.
—¿La inmoralidad materna?
—Usted desea que su hijo disfrute de todas las distracciones posibles durante el viaje y, si puede llegar usted a una decisión en el sentido al que me refiero, todo irá bien. Jasper no tendrá ninguna responsabilidad.
—¡Santo cielo! Cuánto analiza usted. No tengo en absoluto la misma pasión que usted por llegar a una conclusión.
—Entonces, si corre ese riesgo, será usted todavía más inmoral.
—Su razonamiento es extraño —dijo la pobre señora—, cuando fue usted quien intentó ayer meterme en la cabeza que ella le había pedido que viniera.
—Sí, pero de buena fe.
—¿Qué quiere decir con eso de buena fe?
—Vamos, pues tal como lo hacen las chicas de esa clase. En estos asuntos sus costumbres y criterios son mucho más laxos que los de las jóvenes que, como usted dice, han recibido muy buena educación; con todo, no estoy seguro de que, en conjunto, no las considere más inocentes. La señorita Mavis está comprometida y se casará la semana que viene, pero es una historia muy, muy antigua y tan poco romántica como si fuera a hacerse una fotografía. De manera que su vida normal sigue adelante, y su vida normal consiste (igual que la de ces demoiselles[19] en general) en tener mucho trato con caballeros. Me refiero a tener mucho trato sin que de ello se derive nada malo.
—Bien, si no hay nada malo, ¿de qué está usted hablando y por qué soy inmoral?
Dudé un poco y me eché a reír.
—Me retracto. Es usted clara y sensata. Estoy seguro de que ella piensa que no hay nada malo. Ésa es la cuestión fundamental.
—¿La cuestión fundamental?
—Es decir, la que debemos resolver.
—¡Por Dios! ¡Si no estamos juzgándolos! ¿Cómo podemos resolverla?
—Por supuesto, me refiero a resolverla para nosotros. Durante los próximos diez días no tendremos otra cosa más interesante de que ocuparnos.
—Se cansarán —dijo la señora Nettlepoint.
—No, no, porque el interés irá en aumento y la trama se irá complicando. Es inevitable —me miró como si me considerara un poco mefistofélico y yo proseguí—: ¿Así que le contó que en su vida todo era triste?
—No todo, pero casi todo. Y no me contó tantas cosas como yo adiviné. La próxima vez me contará más. Ahora se comportará adecuadamente cuando vaya de visita: le he dicho lo que debía hacer.
—Me alegro —dije—, reténgala todo lo que pueda.
—No sé muy bien por dónde va usted —contestó la señora Nettlepoint— pero, en la medida en que alcanzo a entenderlo, me parece que sus observaciones no son de muy buen gusto.
—Estoy demasiado exaltado; por muy despiadado que me considere usted, pierdo la cabeza. ¿A ella no le gusta el señor Porterfield?
—Sí, eso es lo peor.
—¿Lo peor?
—Es buenísimo. No es posible encontrarle ni un defecto. Si no fuera así, ella habría roto el compromiso. Lo lleva arrastrando desde que ella tenía dieciocho años: se comprometió con él antes de que se marchara a estudiar. Fue uno de esos líos infantiles que los padres americanos deberían poner más empeño en impedir. La idea es insistir en que la hija espere, en que el compromiso sea largo; y después de eso, hay que tomárselo lo menos en serio posible, siempre que se presente la ocasión, y hacer que la cosa se extinga. Es fácil dejar que se agote. Sin embargo, el señor Porterfield se lo ha tomado en serio y ha hecho cuanto estaba en su mano para que se mantuviera vivo. Ella dice que la adora.
—¿Cuanto estaba en su mano? Para eso habría tenido que casarse.
—No tiene dinero.
—Debería haber ganado un poco, en siete años.
—Eso creo que piensa ella. Algunos tipos de pobreza son despreciables. Pero ahora tiene un poco y por eso no quiere esperar más. Su madre ha intervenido, tiene algo, un poco, y puede ayudarlo. Vivirá con ellos y correrá con algunos gastos y, tras su muerte, su hijo tendrá lo que haya.
—¿Y qué edad tiene la joven? —pregunté con cinismo.
—No tengo la menor idea. Pero no parece muy atractivo el plan. Él no ha vuelto a América desde que se fue.
—Qué manera tan rara de adorarla.
—Esa misma objeción puse yo mentalmente, pero no la expresé. La verdad es que en cierto modo contestó cuando me dijo que él había tenido otras oportunidades de casarse.
—Eso me sorprende —señalé—. ¿Y dijo si ella también las había tenido?
—No, ésa es una de las cosas que me parecieron bien de ella; porque las habrá tenido. No intentó argumentar que él le había estropeado la vida. Ella tiene tres hermanas y en su casa hay muy poco dinero. Ha intentado ganar algo; ha escrito y ha pintado cositas, pero parece que su talento no va por ese camino. Su padre lleva tiempo enfermo y se ha quedado sin trabajo: ganaba un salario en algo relacionado con asuntos hidráulicos. Y una de sus hermanas ha enviudado recientemente, tiene niños y carece de medios. Y como, a pesar de las oportunidades que pueda haber tenido, no se ha casado con otro, le ha parecido oportuno tomar la decisión de ir con el señor Porterfield como mal menor. Pero no es un panorama muy atractivo.
—Eso lo hace todavía más honorable. Seguirá adelante a cualquier precio y no lo decepcionará, con lo mucho que ha esperado. Es cierto —proseguí— que cuando una mujer actúa de acuerdo con el sentido del honor…
—Bien, ¿qué pasa? —dijo la señora Nettlepoint, porque vacilé visiblemente.
—Es algo tan extravagante que alguien tiene que pagar por ello.
—Es usted muy impertinente. Todos tenemos que pagar siempre por los demás; tanto por las virtudes ajenas como por sus vicios.
—Precisamente por eso lo sentiré por el señor Porterfield cuando ella baje del barco con su pequeña factura en la mano. Y apretando los dientes.
—No va por ahí apretando los dientes: tiene muy buen humor.
—Bueno, pues habrá que intentar que lo conserve —dije—. Tiene usted que ocuparse de que Jasper no olvide nada.
No sé qué reflexión suscitó en la dama mi broma inocente; en cualquier caso, contestó:
—Bueno, nunca le pedí a ella que viniera. Me alegro mucho. Todo es cosa suya.
—¿Cosa suya? ¿De Jasper y de ella?
—Claro que no. Me refiero a su madre. Y a ella también, naturalmente. Se han puesto bajo nuestra tutela.
—Oh, sí. Puedo dar fe. Y diré que me alegro, podríamos habérnoslo perdido.
—¡Qué en serio se lo toma! —exclamó la señora Nettlepoint.
—¡Ah, espere unos días! —contesté, poniéndome en pie para marcharme.