__ IV __
Scott Homer tenía, a los ojos de su hermana, idéntico aspecto al del día anterior, y también empleó, a su parecer, el mismo saludo imparcial.
—¿Qué tal Mamie? ¿Qué tal, lady Wantridge?
—¿Qué tal está usted hoy? —contestó lady Wantridge con una ecuanimidad que sorprendió a su anfitriona. Parecía que la tranquilidad de Scott fuera contagiosa; parecía incluso que lady Wantridge lo hubiera visto en ocasiones anteriores. ¿Acaso lo habría visto antes, antes incluso de la víspera? Mientras la señorita Cutter se hacía esa pregunta, su visita, en cualquier caso, contestó a la que ella había formulado poco antes—. ¿Que si perdono? —repitió ese personaje en un tono que parecía pasar por alto completamente la interrupción—. ¡Claro que sí! ¡A la cantidad de gente que habré yo perdonado! —lady Wantridge soltó una carcajada, tal vez un poco nerviosa, y miró a Scott. Su forma de mirarlo era precisamente lo que había ya impresionado a su hermana—. ¡Y a la que puedo perdonar!
—¿Puede usted perdonarme a mí? —preguntó Scott Homer.
Lady Wantridge siguió la conversación sin vacilar.
—Pero ¿qué?
Mamie intervino; se volvió directamente a su hermano.
—No la pongas a prueba. Déjalo —había tenido una inspiración; era lo más extraordinario del mundo—. No lo ponga usted a prueba —dijo, volviéndose a su compañera. Tenía una expresión grave, triste, extraña—. Déjelo.
Sí, era una inspiración nítida, que no podría haber explicado, pero que le había llegado, sugerida por algo que había advertido en el rostro de lady Wantridge, en función del reconocimiento expresado. Había sucedido de repente, al ver a las dos figuras que tenía delante, una frente a otra, casi como si una sacudida hubiera agitado una luz. Esa luz se hizo con la ayuda de la sensación de que el silencio de su amiga sobre el incidente del día anterior revelaba cierta clase de conciencia. Pareció sorprendida.
—¿Conoce a mi hermano?
—¿Lo conozco a usted? —preguntó lady Wantridge a Scott.
—No, lady Wantridge —confesó Scott amablemente—, ni pizca.
—Bueno, pues entonces, si tiene que marcharse… —y Mamie le tendió la mano—. La acompañaré al piso de abajo. ¡Tú no! —espetó a su hermano, que inmediatamente adoptó una actitud discreta. Su manera de hacerlo —y ya lo había hecho antes, con lady Wantridge, en relación con su anterior encuentro— le pareció en el momento un tributo instintivo, aunque ciego, a la idea que ella tenía; y puesto que esta repentina idea hacía que lo admirara tanto, así como el ingenio que ambos compartían, le perdonó con gusto su rareza. Él tenía razón. ¡Podía ser todo lo raro que quisiera! ¡Cuánto más raro, mejor! Al pie de las escaleras, después de bajar con la invitada, lo que había garantizado a la señora Medwin que sucedería sucedió—. ¿Lo vio aquí ayer?
—Sí, ¿verdad que es gracioso?
—Sí —dijo tristemente—. Es muy gracioso. Pero ¿lo había visto usted antes?
—Ah, claro que no.
—¡Oh! —y el tono de Mamie podía haber querido decir muchas cosas.
Sin embargo, lady Wantridge, después de todo, lo pasó por alto sin esfuerzo.
—Sólo sabía que era uno de sus extraños americanos. Por eso cuando me dijeron ayer, aquí, que estaba arriba esperando que usted volviera, eso no me impidió subir. Pensé que lo sería. Y, desde luego —dijo lady Wantridge con una carcajada—, lo es.
—Sí, es muy americano —prosiguió Mami en el mismo tono.
—Como dice usted, ¡los apreciamos mucho! Adiós —dijo lady Wantridge.
Pero Mamie no había terminado ni por asomo. Cada vez estaba más convencida —o, al menos, eso esperaba— de que tenía un aspecto extraño. Y, la verdad era que, sin lugar a dudas, era extraña.
—Lady Wantridge —exclamó casi con una convulsión—. No sé si usted me entenderá, pero tengo la sensación de que debo actuar con usted de manera… No sabría cómo decirlo… responsable. Es mi hermano.
—Claro, ¿por qué no? —lady Wantridge la miró fijamente—. ¡Es su vivo retrato!
—¡Gracias! —dijo Mamie, más extraña que nunca.
—Oh, tiene buena planta. Es guapo, querida amiga. De una manera rara, ¡pero no cabe duda de que lo es! —lady Wantridge parecía tener ganas de tratar el asunto en broma.
Pero Mamie, más sombría, no quería verlo así. Renegó de su hermano con valentía.
—Me parece horrible.
—Lo es, y de una manera deliciosa. ¿Y de dónde sacan ustedes esa forma de decir las cosas? No es que sea nada especial y lo que dicen no es nada especial, pero resulta muy gracioso.
—De todos modos —insistió Mamie—, no se entusiasme. No puede hacerse, así de sencillo.
—¿No puede hacerse y es así de sencillo? —preguntó lady Wantridge.
—No puede hacerse en absoluto.
—Pero ¿qué es lo que no puede hacerse?
—Pues eso, lo que usted podría pensar, teniendo en cuenta lo agradable que es él. Lo que él dijo que haría usted por él.
Lady Wantridge pensó un poco.
—¿Perdonarlo?
—Le preguntó si usted no podía. Pero usted no puede. Es horrible para mí, tratándose de un parentesco tan cercano, pero mi lealtad, mi lealtad a usted, me obliga a decírselo: mi hermano es una persona imposible.
Lo que acababa de decir era tan asombroso que lady Wantridge tuvo que contestar de un modo u otro.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Entonces, ¿qué le pasa a usted? —preguntó lady Wantridge.
—La cuestión es que no quiero saberlo —explicó Mamie, no sin dignidad.
—En ese caso, yo tampoco quiero.
—Precisamente. Es mejor que no quiera saberlo. Se trata de algo —prosiguió Mamie con cierta incoherencia— que, de un modo u otro, en un momento u otro, parece que hizo; algo que ha supuesto un cambio, una diferencia en su vida.
—¿Algo? —repitió de nuevo lady Wantridge—. ¿Y qué clase de cosa?
Mamie alzó la vista hacia la luneta de la puerta, a través de la cual el cielo de Londres parecía doblemente débil.
—No tengo la menor idea.
—¿Y qué clase de diferencia?
Mamie seguía mirando el tragaluz.
—La que usted ve.
Lady Wantridge, bastante amablemente, pareció preguntarse lo que veía.
—¡Pero si yo no veo nada! Y, al menos —añadió—, parece una diferencia muy divertida. ¡Y tiene unos ojos tan bonitos!
—¡Oh, unos ojos preciosos! —concedió Mamie, pero estaba demasiado triste, en aquel momento, por las circunstancias del personaje, para decir nada más.
Aquello obligó a su acompañante, al cabo de un instante, a proseguir.
—¿Quiere decir que no puede volver a su país?
Mamie sopesó su responsabilidad.
—Sólo es una deducción mía… que no puede. Qué pena…
—Entonces, ¿hay algo demasiado terrible…?
Mamie pensó de nuevo.
—No sé qué cosa, para un hombre, puede considerarse demasiado terrible.
—Bueno, puesto que tampoco sabe qué lo sería para una mujer, ¡adiós! —dijo su visita con una carcajada.
Eso puso fin al encuentro; el cual, sin embargo, al terminar con semejante revuelo, durante los días siguientes daría a la señorita Cutter la sensación de que la llevaba el viento. Para empezar, hasta qué punto se había visto arrastrada —o, quizá mejor dicho, empujada— hacia Scott quedó de manifiesto en el breve diálogo que, tras la marcha de su amiga, tuvo con él. Scott dijo de inmediato:
—¡Ya verás cómo me invita a su casa!
—¿Tan pronto?
—Oh, he visto a muchos como ella en distintos lugares, Cannes, Pau, Shanghai, darse incluso más prisa. Siempre sé cuándo lo harán. ¡No puedes pretender que no me quieran! —dijo con tono casi lastimero, como si deseara que pudiera.
—En ese caso, no entiendo por qué eso no te ha ayudado más.
—Vaya, Mamie —razonó él con paciencia—. ¿Qué más podría hacer por mí? Como te digo —explicó—, ésa ha sido mi vida.
—Entonces, ¿por qué vienes a mí en busca de dinero?
—Oh, ¡ellos no me lo dan! —contestó Scott.
—¿Así que eso sólo significa que, al fin y al cabo, yo, en el mejor de los casos, debo mantenerte en determinado nivel?
Scott fijó en ella los hermosos ojos que lady Wantridge admiraba.
—¿Quieres decirme que en este momento no estoy manteniéndote yo a ti?
Ella le devolvió la mirada.
—Espera a que ella te lo pida y entonces —añadió Mamie—, declínalo.
Scott, sin excesiva torpeza por su parte, preguntó:
—¿Como si actuara en tu nombre?
La siguiente orden de Mamie fue respuesta suficiente.
—Pero antes, sí, visítala.
Scott tomó nota mentalmente.
—Visito… pero declino. Bien.
—Lo demás —dijo ella—, lo dejo en tus manos.
Y lo dejó, efectivamente, con tal confianza que durante un par de días no sólo fue consciente de que no necesitaba dar a la señora Medwin otra vuelta de tuerca sino que eludió, llena de entereza, la reaparición de aquella dama. Hasta el tercer día de espera no la fue a ver y la encontró, como esperaba, tensa.
—¿Lady Wantridge querrá…?
—Sí, aunque dice que no quiere.
—¿Dice que no quiere? ¡Oh, oh! —gimió la señora Medwin.
—De todos modos, vamos a ver qué pasa. ¡La tengo en mis manos!
—¿Cómo?
—A través de Scott, al que ella quiere.
—¡Su hermano malo! —la señora Medwin la miró fijamente—. ¿Qué quiere de él?
—Quiere que los divierta en Catchmore. Haría cualquier cosa por ello. Y él los divertiría, pero no lo hará —declaró Mamie—. No irá a menos que ella venga. Ella tiene que conocerla a usted primero: usted es mi condición.
—¡Oh… oh… oh! —el tono de la señora Medwin era una mezcla de maravilla, esperanza y temor—. Pero ¿él quiere ir?
—Él quiere lo que yo quiera. Ella le marca a usted los límites: yo se los marco a él.
—Pero a ella… ¿no le importa que él sea malo?
La pregunta era tan torpe que Mamie se echó a reír.
—No; no le afecta. Además, quizá no lo sea. No es como en su caso, señora Medwin. La gente parece no darse cuenta. De todos modos, Scott lo ha preparado todo yendo a verla. Él es lo que ella tendrá que tener.
—¿Tendrá que tener?
—Los domingos en el campo. Como una atracción. En realidad, como la atracción principal.
—¿Eso es lo que le ha pedido?
—Sí, y ha declinado la invitación.
—¿Por mí? —la señora Medwin jadeó.
—Por mí —dijo Mamie desde la puerta—. Pero no lo dejaré mucho tiempo —el cabriolé de Mamie había esperado—. Ella vendrá.
En efecto, lady Wantridge fue. Se vieron en South Audley Street, el día catorce, a la hora del té, las damas que Mamie le había mencionado junto con otras tres o cuatro más, y fue un auténtico golpe maestro de la señorita Cutter que, si bien la señora Medwin estaba modestamente presente, la ausencia de Scott Homer fuera notable. Esa ocasión, sin embargo, fue una medalla que requeriría una rara fundición, de la misma manera, ya que en ello estamos, que el tenue claroscuro, el discreto relieve de la transacción pecuniaria que la señora Medwin, en su eufórica gratitud, apenas pudo aguardar a la disgregación de la reunión para completar con munificencia. Un nuevo acuerdo, de hecho, se derivó de éste en ese mismo momento: su concepción había florecido rápidamente en la cabeza de Mamie.
—Ahora él no irá a menos que vaya con usted —y a continuación, dado que la imaginación que ponía al servicio de su cliente siempre iba más deprisa que la de la cliente misma, añadió—: ¡Con él a Catchmore! Cuando él vaya a divertirlos, usted también los divertirá —declaró tranquilamente.
La señora Medwin volvió a dar una respuesta en fragmentos irregulares, pero fue lo bastante inteligible, cuando algo dijo, para interpretarla como muestra de aceptación de que esta nueva oportunidad supondría una tarifa independiente.
—Pongamos —había sugerido Mamie— lo mismo.
—Muy bien, lo mismo.
La conciencia de que sería lo mismo tal vez tuviera algo que ver con el espíritu atento con que Scott terminó por presentarse. Al final, fue una reunión organizada a toda prisa para el Gran Duque, en breve visita a Inglaterra y al cual le gustaban los grupos pequeños, íntimos y divertidos. Aquél fue uno de los más reducidos y al final se consideró que cumplía las otras dos condiciones en grado adecuado, ni mucho ni poco, tras un breve remolino de telegramas de ida y vuelta, y una repetida espera de cabriolés en diversas puertas para incluir a la señora Medwin. Desde Catchmore mismo, robando un momento a la maravillosa tarde del domingo, esa dama tuvo la armoniosa idea de enviar otro cheque. Estaba en pleno éxtasis, pero sus garabatos permitían deducir, sin embargo, que era Scott el que más los divertía. Sin duda, era la atracción principal.