__ I __
Estaba demasiado complacido con lo que creía haber hecho por ella en calidad de amigo muy, muy antiguo para no ir a verla ese mismo día con la noticia. Sabía que trabajaba hasta tarde, igual que, por lo general, hacía yo; pero sacrifiqué por ella una buena hora de luz de febrero. Estaba en su estudio, tal como había previsto, en cuya puerta, en un gesto viril y valiente, había una tarjeta con su nombre («Mary J. Tredick»; no Mary Jane, sino Mary Juliana). La encontré un poco cansada, un poco ajada y muy sucia de pintura, pero se quitó las feas gafas para saludarme en cuanto aparecí. Se dejó puesto, mientras rascaba la paleta y secaba los pinceles, el delantal grande y sucio que la cubría hasta los pies y que la había visto llevar con frecuencia en situaciones que daban medida de su renuncia al deseo de seducir. Cada vez que algo me lo recordaba otra vez, rememoraba que lo había abandonado todo, excepto su trabajo, y que algún motivo en su historia la había llevado a ello. Pero yo seguía tan lejos de esa razón como siempre. Había renunciado a demasiado; por eso tenía ganas de tenderle una mano. En cualquier caso, le dije que tenía un buen trabajo para ella.
—¿Copiar algo que me gusta?
Se quejaba, yo ya lo sabía, de que la gente sólo le encargaba, si le hacían algún encargo, cosas que no le gustaban. Pero, en este caso, no se trataba de copiar: al menos, no lo era en absoluto en el sentido común del término.
—Se trata de un retrato… poco definido.
—Ah, pero ¡si tú también pintas retratos!
—Sí, y ya sabes cómo. Mi estilo no sirve para esto. Se trata de un bonito retrato.
—Así pues, ¿de quién?
—De cualquiera. Es de cualquiera. De quien tú quieras.
Manifestó una lógica sorpresa.
—¿Quieres decir que debo elegir yo el modelo?
—Bueno, lo raro del asunto es que no habrá modelo.
—¿Y a quién representará el cuadro?
—Pues a un hombre guapo, distinguido, agradable, de menos de cuarenta años, afeitado, bien vestido y un perfecto caballero.
Siguió mirándome fijamente.
—¿Y tengo que dar yo con él?
La palabra que había elegido me hizo reír.
—Sí, igual que «darás» con el lienzo, los colores y el marco —dicho lo cual, le expliqué de inmediato—: Acabo de tener una visita extrañísima que me ha hecho pensar en ti. Una señora totalmente desconocida ha aparecido en mi estudio a las tres sin que nadie la presentara. Me ha dicho que había venido directamente a verme, sin preliminares, debido a mi reputación, vamos, lo de siempre, y porque admira mi obra. Desde luego, me he dado cuenta enseguida… bueno, en cuanto ha explicado el asunto, de que no había entendido nada de mi obra. ¿Qué hago yo si no es plasmar la impresión que me causa cada caso? No puedo pintar otra cosa que la cara que veo.
—¿Y crees que yo puedo pintar una cara que no veo?
—No, pero tú ves muchas más. Las ves en tu imaginación y en tu memoria, y de ahí salen, venidas de todos los museos que has visitado y de todas las grandes obras que has estudiado. Estoy convencido de que podrás ver la que quiere mi visitante y darle (porque ése es el quid de la cuestión) la tonalidad del tiempo.
Le dio la vuelta a la pregunta.
—¿Y para qué lo quiere?
—Precisamente para eso: por esa pátina. Sólo me ha dicho que era para colgar encima de la chimenea. Me imagino que es para representar, para simbolizar, por así decir, a su marido, que no está vivo y que, tal vez, nunca lo estuvo. Eso es justo lo que te deja las manos libres.
—¿Sin ninguna referencia, ni una fotografía, ni otros retratos?
—Nada.
—¿Sólo tiene intención de describirlo?
—Ni siquiera eso; quiere que el cuadro lo haga por sí mismo. La única condición es que sea un très bel homme[63].
Por fin, con aire pensativo, había empezado a quitarse el delantal.
—¿Es francesa?
—No lo sé, renuncio a saberlo. Se hace llamar señora Bridgenorth.
—Connais pas![64] —reflexionó Mary—. No he oído hablar nunca de ella.
—No me extraña.
—¿Quieres decir que no es su nombre auténtico?
Vacilé.
—Quiero decir que parece una mujer que no se anda con rodeos y está dispuesta a pagar sin rodeos. Me parece que está claro que puedes pedirle lo que quieras y, además, no voy a permitir que pases por alto esta oportunidad —mi amiga no dio signos de asentimiento ni de oposición y seguí hablando—: Es una mujer de unos cincuenta años, que ha sido hermosa y que todavía, con el cabello bien empolvado, me parece a mí, tiene un aspecto imponente. Estaba un poco asustada y se mostraba muy desenvuelta, lo segundo debido a lo primero. Pero se comportaba con una soltura extraordinaria, me ha parecido a mí, teniendo en cuenta lo extraño de sus deseos. Ella misma reconoce en gran medida esta extrañeza; en realidad, ha empezado insistiendo tanto en eso que esperaba cualquier cosa. De vez en cuando pasaba a hablar en un francés perfecto, pero no mejor que su inglés, que no tiene nada de vulgar; al menos, no más que el de cualquier otra persona. ¡Las cosas que dice la gente a los artistas! ¡Y de qué modo! Me he dado cuenta de que ponía gran empeño en sacar adelante el encargo, en que yo no lo considerara absurdo; y me ha agradecido mucho que la recibiera como lo he hecho; iba muy bien vestida y ha llegado en un coche particular tirado por un caballo.
Mi interlocutora me escuchó atentamente; después, con voz muy tranquila, preguntó:
—¿Es una mujer respetable?
—¡Ah, ahí está! —dije riendo—. ¡Qué manera de dar siempre en el blanco, por mucho que me empeñe en adornarlo todo! Es extraordinaria —dije al cabo de un instante— y lo único que quiere del retrato es que la ayude a serlo un poquito menos.
—Entonces, ¿quién es? ¿Qué es? —se limitó a preguntar mi compañera.
Eso me remitió directamente a una de mis aficiones.
—Ah, querida amiga, ¿qué hay más interesante que la vida? ¿Qué hay, sobre todo, más extraordinario que Londres? Lo contiene todo, todo lo del mundo, y nada es tan extraordinario que algún día no pueda aparecer delante de nosotros. ¿Qué es una mujer ajada pero bien conservada, bonita, empolvada, vaga, extraña, que aparece sin referencias pero con coche y buenísimos encajes? ¿Qué clase de persona es sino alguien que podría haber vivido aventuras y, de un modo u otro, haberles sacado partido? Sin embargo, no es asunto nuestro; no es fácil que se presente la oportunidad de preguntárselo. ¡Me gustaría ver cómo alguien se atreve a preguntárselo a la señora Bridgenorth! Ha elegido el camino del decoro, lo que de verdad importa. Si sospecho que es creación de su propio talento, por otra parte no cabe duda de que también ha vivido mucho. ¿Querrás conocerla?
Mi anfitriona esperó un poco antes de contestar.
—No.
—¿No quieres intentarlo?
—¿Tengo que conocerla para intentarlo?
Y la pregunta me hizo pensar que, a partir de los pocos datos que tenía, empezaba a sentirse un poco interesada.
—Parece raro —murmuró, a pesar de todo— intentar complacerla con estos criterios. Intentar complacerla siquiera —añadió—. ¿Te da la impresión de que no está casada? —preguntó sin que viniera mucho al caso.
—Bueno, sólo he tenido una hora para pensar en ello, pero ya me imagino un poco el panorama. No será ahora ni al día siguiente, ni siquiera cuando lo que ella desea lleve ya un año colgado, pero en su debido momento y cuando sea oportuno, se producirá la transfiguración. «¿Quién es ese hombre tan guapo?». «¿Ése? ¡Oh, es un boceto de mi difunto, de mi querido marido!». Porque le he dicho, intentando sondearla sutilmente, que tal vez deseara que pareciera antiguo y que precisamente esa tonalidad del tiempo es justo lo tuyo.
—Me parece que sí —dijo Mary con un suspiro.
—Entonces, ponte el sombrero.
Al llegar le había propuesto que viniera a tomar el té conmigo, y cuando me dejó solo en el estudio, mientras ella iba a su habitación, dejé de dudar del éxito de mi encargo. La imagen que me había decidido una hora antes se hizo más nítida e intensa mientras circulaba por su estudio mirándolo todo. Había más obras de lo que sería deseable ver; pero, por lo menos, reforzaban mi confianza, lo que me agradaba al pensar en mi visitante, la cual había aceptado sin reservas mi petición en nombre de la señorita Tredick. Cuatro o cinco de sus copias de retratos famosos —adorno de grandes colecciones públicas o privadas— colgaban de las paredes y al verlas juntas otra vez tuve la sensación de que había hecho bien al avalar a la pintora. Su tono añejo era justo lo que tenía en la cabeza cuando había dicho, para disculparme delante de la señora Bridgenorth:
—Oh, mis cuadros… parece como si estuvieran pintados mañana.
Daba lo mismo que las copias de Van Dyck o de Gainsborough de Mary fueran reproducciones, porque yo sabía que en más de una ocasión se había divertido haciéndolas, como ella decía, por su cuenta. Había copiado con tanta maestría tantas obras maestras que su pincel estaba lleno de recursos. Siempre me había contestado que esas cosas eran sólo bobadas hábiles, pero resultaba que, en esta ocasión, nuestra cliente quería justo eso. La cosa era dárselo: lo demás era asunto suyo. Y al mismo tiempo que reflexionaba sobre esto, observé para mí que, por así decirlo, había algo más de lo que se veía a simple vista en la reacción que había creído observar en mi amiga. Sin proponérmelo, había pulsado más de un resorte; había puesto en marcha más de un impulso. Quedé convencido después de que volviera con chaqueta y sombrero. Estaba diferente; había estado madurando la idea; y me sonrió debajo del tenso velo con una expresión distinta mientras enfundaba sus manos finas y firmes en un par de guantes limpios.
—Haz el favor de decirle a tu amiga que os estoy muy agradecida a los dos y que acepto el encargo.
—Muy bien. ¿Y lo pintarás tan apuesto como corresponde?
—Acepto precisamente por ese motivo. Lo pintaré supremamente hermoso y supremamente vil.
—¿Vil? —dije vacilante.
—El caballero más refinado que hayas visto nunca y el peor amigo.
Me sobresaltó y me dejó desconcertado; pero, al cabo de un instante, me eché a reír divertido.
—Bueno, ¡mientras no sea amigo mío! Ya veo que lo tendremos —dije cuando salíamos, porque era evidente que había pulsado un resorte. Sin duda, había dado con el resorte adecuado.
Tal como pude comprobar, aquello tuvo amplias resonancias. Como había prometido, fui a informar a la señora Bridgenorth de mi misión y, aunque reconoció estar muy agradecida por el éxito de ésta, advertí que la ofendía un poco la aparente falta de interés de la señorita Tredick en mantener una entrevista preliminar.
—Pensaba que le gustaría conocerme y que pensaría que a mí me gustaría conocerla a ella.
Pero yo la tranquilicé plenamente.
—Ya la verá cuando el trabajo esté terminado. La verá en el momento de agradecérselo.
—Y de pagárselo, supongo —mi anfitriona se rio, con una aspereza que, al fin y al cabo, tampoco fue excesiva—. ¿Tardará mucho tiempo?
Pensé un poco.
—Está tan interesada que me da la sensación de que lo hará de un tirón.
—Entonces, ¿está muy interesada? —preguntó; y al oír en qué estado de ánimo se encontraba, aunque apenas se lo había contado someramente, exclamó—: ¡Ustedes, los artistas, son extraordinarios!
Le confesé, casi con mala conciencia, que, en efecto, lo éramos, y mientras ella me explicaba que lo que quería decir era que parecíamos entenderlo todo, y yo le contestaba que a eso me refería yo también, me llevó a otra habitación para ver el lugar en donde colocaría el cuadro, confirmando con ello la veracidad de mi hipótesis. El lugar reservado para el retrato —en su dormitorio, como ella lo llamaba, un tocador situado en la parte trasera de la casa, que daba al jardín común de esas estimadas hileras modernas, y que, como ella dijo, sólo necesitaba ese toque— resultó ser exactamente el lugar (el gran panel de madera blanca sobre la chimenea) del que yo había hablado a mi amiga.
—¿No le parece que quedará bien? —preguntó con inocencia, y me miró con aire curioso, como buscando indicios de que yo era capaz de interpretar comprensivamente lo que ella no decía. La pobrecilla estaba tan cerca de decirlo que no tuve ninguna dificultad. El retrato, dispuesto como si se tratara de una imagen santa, del más refinado caballero que se haya visto, colmaría mejor sus necesidades que las de la habitación.
Diré de inmediato que mi observación de la señora Bridgenorth en ningún momento fue de naturaleza tal que me llevara a privarme de la afición mencionada. Gracias a la impresión que me había causado, la vida me parecía tan prodigiosa y Londres una ciudad tan sorprendente como siempre había sostenido, y nada podría haber estado más a tono con esta experiencia que el modo en que todo resultó evidente entre ambos sin que dijéramos nada. Nos mantuvimos en la superficie con la tenacidad de dos náufragos agarrados a una tabla. La tabla era la mirada que concentrábamos en el presente de la señora Bridgenorth. Concedíamos que su pasado existía para nosotros sólo bajo la bella forma que ella había rescatado y a la cual todavía se adherían algunos retazos de su identidad. Era amable, cortés, sistemáticamente correcta. Más que otra cosa, parecía que se limitaba a esperar. Era como una casa recién restaurada que sorprendiera ver todavía vacía. La señora Bridgenorth esperaba que sucediera algo, que alguien llegara. Esperaba, sobre todo, la obra de Mary Tredick. Sin duda, contaba con que ésta la ayudaría.
Yo lo había previsto: Mary pintó el cuadro de un tirón. Rápida y directamente, en la medida en que lo permitía el género de obra que resultó ser. Al principio, dejé sola a mi amiga, dejé que el fermento trabajara, sin molestarla con preguntas y sin pedirle noticias; pasaron dos o tres semanas y no me acerqué a su casa. Al final, una tarde, cuando anochecía, fui a hacerle una visita. Supo al instante lo que quería.
—Oh, sí, lo estoy pintando.
—Bien —dije—, he respetado tu concentración, pero la verdad es que he sentido curiosidad.
Tal vez no podría decir que nunca estaba tan triste como cuando reía, pero es cierto que siempre reía cuando estaba triste. ¿Y cuándo no lo estaba, en el fondo, pobrecilla? Sus breves muestras de alborozo distinguían sus peores momentos. Pero ¿por qué tenía que encontrarse entonces en uno de ellos?
—Oh, ya conozco tu curiosidad —me contestó; pero el pequeño escalofrío de su risa apenas la satisfizo—. El hombre del retrato va saliendo, pero todavía no puedo enseñártelo. Debo ir haciéndolo como pueda, a mi manera. El retratado ha insistido en parecerse a alguien —añadió—, pero nadie lo sabrá.
—¿Nadie?
—Nadie que ella conozca.
—Ah, no parece que conozca a nadie, la pobre.
—Tanto mejor. Me arriesgaré.
Al oír eso pensé que tendría que esperar, aunque cada vez estaba más impaciente. Pero seguí dando vueltas por el taller y, mientras lo hacía, ella me explicó:
—Si lo que he hecho es de veras un retrato es porque las condiciones así lo exigían. Si tenía que pintar al hombre más guapo del mundo, sólo podía pintar a uno.
Nos miramos; después me eché a reír.
—¡No seré yo! Pero… lo importante ¿te va saliendo?
—¿La vileza? Oh, sí, si Dios quiere.
Contuve el aliento un instante y no me atreví a insistir entonces. Pero el tono jocoso siempre es un buen recurso.
—Me refería a la tonalidad del tiempo.
—¿Que si la consigo, querido amigo? ¿No la conseguí hace ya años? ¿Acaso no la muestro siempre yo misma… esa pátina? —de repente exhaló un extraño suspiro y adoptó una expresión que nunca había visto—. No puedo darle al retratado más de lo que él me ha dado a mí.
Apenas intuía qué pasión sofocada, qué recuerdo de un agravio, qué mezcla de alegría y dolor habían despertado sin querer mis palabras. A semejante efecto sólo podía responder con una piedad inmediata que, sin embargo, manifesté de manera indirecta.
—Es la tonalidad —dije con una sonrisa— con que me estás hablando ahora.
Por desgracia, mis palabras no hicieron más que desanimarla a seguir hablando.
—No tenía intención de hablar ahora —después, con los ojos en el cuadro—: Aquí lo he dicho todo. Vuelve dentro de tres días. El hombre del cuadro estará listo.
Efectivamente, lo estaba cuando por fin lo vi. Mary había pintado algo extraordinario, maravilloso, ideal para el papel que le tocaba representar. Mi único reparo, en cuanto lo vi, fue que me pareció demasiado bueno para su papel; algo mucho menos «sincero» habría servido igualmente al propósito de la señora Bridgenorth y el destierro a la «habitación personal» de esa dama —por mucho encanto que allí ejerciera— sólo supondría para él una cruel oscuridad. Tengo delante de mí el cuadro, así que puedo describirlo, si sirve para algo. Representa a un hombre de unos treinta y cinco años, del que se ve sólo la cabeza y los hombros; el observador puede deducir que va vestido de un modo ahora casi antiguo y que tampoco estaba muy al día en la fecha de la obra. Su rostro alargado, ligeramente estrecho, que sería tal vez demasiado aquilino si no fuera por la belleza de la frente y la dulzura de la boca, posee un encanto que, incluso pasado tanto tiempo, estimula todavía mi imaginación. Se advierte que el retrato plasma su distinción sin caer, no obstante, en un énfasis vulgar. Tiene los ojos demasiado juntos pero son, de un modo maravilloso, al mismo tiempo despreocupados y vehementes, mientras los labios, mejillas y barbilla, lisos y tersos, están admirablemente dibujados. Se advierte la juventud en todo él, la alegría y el orgullo de la vida, la perfección de un carácter y las expectativas de una gran fortuna, que da por hecho con inconsciente insolencia. En esta vida nada lo ha humillado o decepcionado, y si la imaginación no me engaña, cuanto nos presenta es garantía de que morirá sin haber pasado por eso. En definitiva, es un hombre tan guapo que apenas es posible decir lo que piensa y tan feliz que apenas se puede adivinar lo que siente.
Me apresuro a añadir que el cuadro es, por supuesto, una apreciable obra femenina, ligera, delicada, vaga, imperfectamente sintética: insistente y evasiva, sobre todo, ahí donde no corresponde; pero la composición, sin embargo, es hermosa, e infinitamente sugerente. Lo que más me sorprendió, en realidad, cuando lo vi por primera vez, fue lo inadecuado de que se mostrara como una obra pintada hacia 1850. Habría sido una rara flor de refinamiento si la hubieran pintado en aquella época oscura. La «tonalidad» —de aquel pasado al que pretendía pertenecer— resultaba visible casi en exceso, era una pátina parda en la que la imagen parecía replegarse misteriosamente. El modelo me mira ahora desde mayor distancia, al otro lado de más años y más conocimientos, pero en el momento me pareció que era un truco muy conseguido y una evocación verosímil. Recuerdo que el respeto que me inspiró acalló mis dudas de tal modo que ni se me habría ocurrido preguntar quién era. Lo único que dije, tras las incoherentes expresiones de asombro por la habilidad de mi amiga, fue:
—¿Y has llegado a este realismo sin documentos?
—Depende de a qué llames documentos.
—¿Sin notas, apuntes ni estudios?
—Los destruí hace años.
—Entonces, ¿llegaste a tenerlos?
Vaciló unos instantes.
—Hubo un tiempo en que lo tuve todo.
Con eso me dijo a la vez más y menos de lo que le había preguntado; en cualquier caso, lo suficiente para que mi siguiente pregunta me pareciera, mientras la formulaba, un poco boba.
—Entonces, ¿está hecho de memoria?
Miró una vez más su obra desde donde estaba; tras lo cual se alejó con un gesto brusco y, dando varios pasos, se me acercó otra vez con un aire y una respuesta que, por mucho que las conociera, eran totalmente nuevas.
—¡Está hecho de odio! —me espetó y salió de la sala. No me percaté del motivo de su marcha hasta que estuvo fuera. Tremendamente afectada por la impresión que había causado en mí, se le saltaban las lágrimas y no quería que las viera. Me dejó solo un rato con su maravilloso modelo y, durante su ausencia, fui deduciendo cosas. Él estaba muerto, llevaba muerto varios años; como he dicho antes, tal vez la única humillación que conociera en su vida le llegó de esa manera. En cualquier caso, el lienzo lo acogía y albergaba como sólo acoge a los muertos. Se me ocurrió que, por su culpa, ella había sufrido lo peor que puede sufrir una mujer y que la herida que él le había asestado, aunque oculta, nunca había sanado. Había vuelto a sangrar mientras ella trabajaba. Sin embargo, cuando Mary volvió a aparecer, sólo había una cosa que decir:
—Sabe Dios que veo la belleza. Pero no veo lo que llamas «vileza».
Ella lo miró por última vez y, de nuevo, apartó la vista.
—Oh, era así.
—Bueno, fuera como fuere —recuerdo que le contesté—, me pregunto si puedes soportar la idea de separarte de él. ¿No es mejor dejar que vea primero aquí el cuadro?
Dudó un instante.
—Me parece que prefiero que no venga.
—¿Sigues sin querer verla? —pregunté.
—¿Para qué? Es imposible que cambie el retrato a su gusto.
—Oh, seguro que no lo pide —dije riendo—. Le encantará tal como es.
—¿Estás seguro de tu idea?
—¿De que va a hacerlo pasar por el señor Bridgenorth? Bueno, si no lo hubiera estado de entrada, lo estaría ahora, querida amiga. ¡Cómo no va a aprovechar esa oportunidad! Sí, lo hará pasar por el señor Bridgenorth.
—¡El señor Bridgenorth! —repitió ella, y el nombre, acompañado de una breve y fría carcajada, pareció grotescamente ridículo para él. Podría haber sido un príncipe y me pregunté si no lo era. En cualquier caso, tuvo una idea repentina—: ¿Te importa que lo haga llevar a tu estudio y que ella vaya a verlo allí?
Dado que accedí de inmediato sin preguntarle los motivos que pudiera tener, lo arreglamos muy deprisa.