__ IV __

En el estudio, donde fue ella a verlo aquella misma semana, lo primero que hizo fue admirarse al ver la espléndida abundancia de su obra. No dejaba de mirarlo todo encantada, tan conmovida que, en sus propias palabras, estaba apabullada.

—Tiene usted maravillas que enseñar.

—¡Desde luego! —dijo Stuart Straith.

—Ahí es donde me gana usted.

—Me parece que, en eso —prosiguió él—, gano a casi todo el mundo.

—¿Y todo es reciente?

Igual que ella, él miró a su alrededor.

—Algunas cosas son muy antiguas. Pero debo confesar que mis obras tienden a envejecer extraordinariamente deprisa. La verdad es que ahora me parece que nacen viejas.

Al cabo de un rato, como tenía por costumbre, ella volvió a cierto asunto ya hablado.

—Es usted infeliz. No es cierto que esté más allá de la felicidad. Está usted instalado, asentado limpia y llanamente en la infelicidad.

—Bien —dijo Straith—, si me rodea como un desierto en el que estoy perdido, viene a ser lo mismo. Pero quiero que me cuente algo de usted.

Primero ella siguió recorriendo la sala; después sacó un cuaderno y se lo tendió.

—Esta vez insistiré en tomar notas. El otro día, en el teatro, por su culpa no pude hacerme la menor idea de la obra, y no podemos permitirnos estas cosas. ¡Si no hubiera sido por mi gruesa y vieja amiga y los periódicos del día siguiente! —mientras seguía mirándolo todo, iba diciendo—: ¡Magnífico! —y también—: ¡Oh, qué estilo! —y después se detuvo para obtener una impresión general, para captar el encanto del lugar. El estudio, de techo elevado, hermoso, pulcro, con dos o tres tapices pálidos y varios muebles antiguos y raros, mostraba un orden perfecto, una ausencia de objetos desperdigados, como si lo hubieran barrido y ordenado para la ocasión hasta dejarlo casi en exceso inmaculado. Estaba pulido y hacía frío, bastante frío para la estación y el tiempo; y el mismo Stuart Straith, abotonado y cepillado, tan limpio y refinado como su estudio, bien podría haberle recordado, al entrar, el capitán de un barco desnudo y vacío que aguardara en cubierta la llegada de un cargamento.

—¿Puedo mirarlo todo? ¿Puedo «utilizarlo» todo?

—Oh, no. De ninguna manera puede utilizarlo todo. Ni siquiera la mitad. ¿Le estropeé su «Carta de Londres»? —prosiguió al cabo de un momento.

—Nadie puede estropearlas tanto como yo. No soy capaz de hacerlas, no sé cómo hacerlas y no quiero aprender. Las escribo mal y, además, a la gente le gusta la basura. Por supuesto, me van a echar.

Estaba en el centro de la habitación y parecía que él, inquieto y errático, describiera a su alrededor círculos grandes y lentos.

—¿Hace tiempo que las escribe?

—Dos o tres meses, esta serie. Pero he hecho otras y ya sé lo que pasa. ¡Oh, querido amigo, qué cosas tan raras he hecho!

—¿Y es un trabajo bien pagado?

Ella dudó y después exhaló un gracioso suspiro de indiferencia.

—Tres chelines con nueve peniques. ¿Está bien? —él se había detenido delante de ella y la miraba de arriba abajo. Ella prosiguió—: ¿Cuánto gana usted por lo que hace para el teatro?

—Me parece que un poco más que usted. Cuatro con seis peniques. Pero es lo único que he hecho hasta la fecha. No me han ofrecido nada más.

—Bueno, pero ya le ofrecerán más cosas, ¿verdad?

El pobre Straith seguía dando vueltas.

—¿Le gustaron? ¿Le gustó el color? —pero se detuvo de nuevo—. ¡Oh, se me había olvidado que no nos fijamos!

Rieron un momento.

—Le aseguro que me fijé en ellos en el Banner. «Los trajes del segundo acto son de una maravillosa belleza», dije.

—Oh, eso les gustará a los directores —otra vez delante de ella, parecía examinarla de pies a cabeza—. Habla usted de «utilizar» cosas para sus escritos. Si se describiera a sí misma, ¿cómo lo haría?

—Me mira —dijo la señora Harvey— como si diseñara usted mis trajes. Cómo me visto, lo que hago, ¿es eso lo que quiere saber?

—¿Qué ha sido de su vida? —preguntó Straith.

—¿Cómo sigo adelante? —prosiguió ella, como si no lo hubiera oído—. Si no sigo adelante… Usted sí —declaró mientras miraba de nuevo por todas partes.

Una vez más, la respuesta hizo que él volviera a empezar, si bien tras una breve pausa.

—¿Durante cuánto tiempo ha sido…?

—¿He sido qué? —preguntó ella, al ver que él vacilaba.

—Infeliz.

Ella le sonrió desde un abismo de indulgencia.

—Durante el mismo tiempo que usted ha ignorado… que yo estaba esperando su compasión. Ah, aunque yo sabía, según creo, que usted suponía que eso me heriría, pero no era capaz de explicarle que era ya lo único que podía ayudarme. Compadézcase ahora de mí. Es lo único que quiero. No me importa nada más. Pero hágalo.

En aquel momento, él se vio obligado a ocuparse de un asunto menor y cotidiano antes de regresar a otro tan importante y extraño. El joven que tenía a su servicio llegó con una bandeja de té y pasaron unos minutos mientras le hacía sitio, servía a la señora Harvey, le ofrecía asiento y despedía al joven.

—¿Y en qué clase de piedad podría soñar yo —preguntó él cuando por fin pudo sentarse a su lado— cuado yo también sufría tanto?

—¿Sufría? —preguntó ella—. Pero usted era feliz… entonces.

—¿Feliz porque no me considerara usted lo bastante bueno? Porque eso fue lo que pasó —insistió él—. Usted tenía éxito, un éxito inmenso. Talento, futuro, grandes posibilidades; y entendí perfectamente que, dado todo eso y dada también mi situación mucho menos relevante, quisiera usted reservarse.

—¡Oh, oh! —exclamó ella, como si la hubiera herido.

—Lo entiendo, pero ¿cómo iba eso a hacerme feliz? —preguntó Straith.

La señora Harvey se volvió hacia él con la mano en la antigua herida que ahora podía soportar.

—¿Quiere decir que durante todos estos años no ha sabido…?

—¿Qué es lo que no he sabido? —dijo él con voz tan inexpresiva y mirada tan intensa que ella se limitó a exclamar otra vez un «¡Oh, oh!» que al instante se convirtió en un sollozo.

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