__ VI __

Con todo, aquello cambió mucho las cosas para Gedge; le dio un impulso extraordinario, de manera que, un par de meses después, tal vez fuera el dulce sabor de boca de la libertad lo que lo ayudó a fraguar otra aventura, y ésta mucho más considerable. Era una manera extraña de pensar en ello, pero, en su imaginación, había estado veinte minutos en buena sociedad: éste era el término que mejor describía para él la compañía de unas personas con las que, tal como él decía, no tenía que hablar de tonterías. A su modo, torpe, sin duda, había afirmado su derecho a la sociedad. Y la dificultad residía en que, tras afirmarlo, no podía retractarse de aquella afirmación. Pocas cosas le habían sucedido en la vida; es decir, pocas agradables, pero, al menos, aquélla sí lo era, y él era de tal modo que no podía seguir viviendo como si no hubiera sucedido nada. Sin embargo, precisamente por seguir adelante teniendo en cuenta lo sucedido, se vio abocado ¡ay! a una situación inequívocamente marcada por una visita de Grant-Jackson, a media tarde de un día de finales de octubre. Aquélla había sido la hora de la visita de los jóvenes americanos. Todos los días aquella hora traía algo del profundo estremecimiento, despertaba el secreto tan bien guardado; pero las dos ocasiones, en realidad, sólo estuvieron relacionadas por ser tan intensamente opuestas. El secreto había sido un éxito porque no le había contado nada a Isabel, la cual, ocupada en su casa mientras duraba el incidente, no había oído llegar a los visitantes ni los había visto marchar. Pero, por otra parte, el éxito había sido escaso porque no había sabido mantener el secreto a salvo de revelaciones indirectas. Había, por lo menos, dos personas en el mundo que sentían lo mismo que él; eran personas, también, que lo habían tratado con benevolencia porque sentía lo mismo que ellas, que habían estado dispuestas a colmarlo de buenos gestos como señal de ello y, aunque ahora estaban lejos en el espacio, seguían lo bastante próximas en espíritu para hacerle juguetear, por así decirlo, con la sensación de su comprensión. Eso, a su vez, de lo cual era perfectamente consciente, lo impulsaba a ser más de una pizca irreflexivo, por lo que, en la reacción contra la avidez de parte del público por hechos falsos, que, desde el principio, lo había atormentado, se acostumbró a jugar con fuego, tal como él mismo habría dicho, o, en otras palabras, a lavarse las manos sobre el contenido de la leyenda, todo ello delante de la gente. Había cruzado la línea; lo sabía: se había vuelto un insensato. Ellos lo habían vuelto así; había sustituido, mediante un conjunto de irreverencias incontrolables, una actitud incomprensible por otra actitud que, de forma demasiado evidente, habían comprendido.

Ésta era, naturalmente, la línea más franca, pero él no la seguía, ¡ay!, por su franqueza: en realidad, no la había «seguido», simplemente había quedado atrapado y bajo su control, y su destino lo había arrojado contra las acicaladas paredes del templo, como un sacerdote poseído hasta el exceso por el dios o, dicho más vulgarmente, como un toro ciego —animal con el que con frecuencia se comparaba— en una tienda de porcelana. En definitiva, se había dejado llevar por la irritación, por la rabia, aunque, en su apuro, estaba muy lejos de la franqueza, lujo reservado para otras situaciones muy distintas. Siempre había pensado que se vivía para aprender; había aprendido algo en todas las horas de su vida, aunque los demás casi nunca supieron qué cosas, a pesar de que casi siempre había sucedido a sus expensas. Lo que ahora aprendía de manera continua era el sentido de una serie de palabras que, hasta el momento, le habían parecido vanas: la famosa «posición falsa» que con tanta frecuencia ayudaba a terminar una frase. Así se usaban las palabras, sin conocer su significado; después, de repente, un buen día, la boca se llenaba de su sabor amargo. Con esta verdad se recreaba en las horas que pasaba junto al fuego y era plenamente consciente de que un hombre que parecía siempre en conflicto corría ciertos riesgos. En la Casa Natal debía adoptar un aire debidamente beatífico y cuando, en alguna ocasión, habían estado a punto de echarlo de menos aquellos que lo daban por supuesto, aquellos que, sin duda, pagaban seis peniques por él —estaba compris, como el vino de la casa en las provincias de Francia—, uno podía estar seguro de que le llegarían noticias del comentario.

Gedge había estado esperando las noticias pertinentes; y sabía que, por encima de todo, las había estado esperando su mujer, que ahora se sentaba de una manera especial, como si estuviera alerta, aguardando determinada llamada a la puerta. Ella no lo vigilaba, no lo seguía por la casa, cuando estaba abierta al público, para espiar sus traiciones, y eso lo conmovía, aunque las miradas de soslayo lo atravesaban más que las directas. Su mujer manifestaba tan perfectamente su desconfianza en su forma de demostrar que confiaba en él que nunca se sentía más nervioso, nunca intentaba tanto comportarse bien como en los momentos en que lo dejaba solo. Cuando el gentío era grande y tenían que recibir juntos, intentaba salir del paso dejando que ella hablara todo lo posible. Cuando la gente le preguntaba algo directamente, se volvía hacia ella y con más ceremonia de la que su relación justificaba: no podía evitarlo, aunque pareciera irónico, puesto que ella era la persona más interesada o más competente. En aquellos momentos se preciaba de que nadie habría adivinado que era su mujer; especialmente cuando ésta respondía, para ser justo, con una maravillosa y desalentadora bravuconada: es decir, desalentadora para él, desalentadora por su vergonzosa alegría para los simples de espíritu. La cantidad de sabiduría popular que su mujer producía para ellos, las asociaciones del sagrado lugar que desarrollaba, multiplicaba, bordaba; en definitiva, ¡la cantidad de cosas que decía y lo bien que las decía! Ella no sentía la menor vergüenza; ya que ¿por qué razón iba la virtud a avergonzarse? Aquello era virtud porque le ponía a él el pan en la boca; él, entre tanto, por su parte, se lo quitaba a ella. Aquel día de octubre vio a Grant-Jackson en la Casa Natal misma, por supuesto, el lugar idóneo para tal entrevista; y lo que ocurrió fue que, precisamente, cuando la escena había terminado y Gedge había vuelto a la sala de su casa, la pregunta que su mujer le formuló para recabar información fue:

—¿Ya has acordado que voy a morirme de hambre?

Hacía tiempo que no le preguntaba nada tan directamente, lo que no era sino una prueba de su inquietud; la franqueza de la visita de Grant-Jackson, tras la leve sinuosidad de la nota que le había mandado poco antes, hizo que la tensión fuera patente en su justa medida. Sin embargo, para entonces, en realidad, Gedge ya había tomado una decisión; los minutos que pasaron entre su reaparición junto a la chimenea doméstica y el momento en que había visto alejarse, desde la otra puerta, la espalda ancha y bien vestida de Grant-Jackson, la espalda de un banquero y un patriota, aunque escasos, le habían parecido supremamente críticos. Por así decirlo, formaban la bisagra de su puerta, esa puerta que, en aquel momento, estaba abierta de par en par para mostrarle un destino posible, pero que, con la mano en un espasmo, agarrándose al tirador, podría abrir de par en par o cerrar en parte y del todo. Aguardó en la penumbra otoñal, en el pequeño museo que constituía el vestíbulo del templo, y allí, como si diera un firme empujón a la manivela de un torno, tomó la decisión contraria a la que había mantenido hasta el momento. Los retratos de las paredes parecían esperar vagamente; y en la augusta presencia de los retratados —oscuramente augusta, en el momento, por la impresionante vigilancia que Grant-Jackson sometió a la aplicación de un fósforo al vulgar gas— el gran hombre declaró, como si con eso lo dijera todo:

—¡Mire, querido amigo, la verdad es que…!

Se había comportado con el especial tacto de un hombre grueso, que siempre, si tacto tenía, era delicado; había sacado el máximo partido a la hora, al lugar, al emplazamiento, a todas las pequeñas admoniciones y símbolos que puso frente a su víctima en el sitio que tuvo ocasión de denominar de nuevo, para la piedad y el patriotismo de Gedge, el más sagrado de la tierra, y había dado por entendido que, en primer lugar, estaba totalmente desconcertado y que, en segundo, esperaba que bastara con un solo aviso. Para no insistir demasiado en la cuestión de la gratitud, concedería que su reproche se basara, si era necesario, únicamente en la cuestión del buen gusto. ¡Sólo como una cuestión de buen gusto…! Pero estaba seguro de que no se vería obligado a decir más. Desde luego, el pobre Gedge habría sentido mucho obligarlo porque se daba cuenta de que aludía al mal gusto atroz de la ingratitud. Cuando dijo que no quería entretenerse en lo que el afortunado ocupante del puesto le debía por la recia batalla sostenida originalmente en su nombre, quería decir, simplemente, que quería hacerlo. En aquello consistió su tacto: en dejar claro que, como todo lo que se había mencionado, en la escena, para ayudar, él dominaba todo el terreno. En otros tiempos Gedge había creído que nunca se lo podría agradecer bastante —aunque se lo había agradecido, consideraba, casi de modo empalagoso— y nada, nada que pudiera explicar de manera seria o coherente, había sucedido desde entonces. En definitiva, desde el momento en que Gedge recibió la regañina, la defensa no tuvo fundamento, y si mostró, en lugar de una defensa, sólo lágrimas ardientes, la mística penumbra del templo impidió a su amigo que las viera o bien las hizo pasar por muestra de remordimiento. Las secó entonces, con la yema de los huesudos pulgares, antes de ir a ver a Isabel. Aquello fue de lo más oportuno pues, a pesar de sus indagaciones, solícitas y rápidas, él no hizo más que moverse por la habitación mirándola con intensidad. Después se detuvo un rato delante del fuego con las manos a la espalda y los faldones de la levita separados, como quien disfruta de una posesión permanente. Su mujer pareció entender el indicio; sin embargo, formuló otra pregunta.

—¿Te importaría contarme lo que ha dicho?

—Ha dicho: «¡Mire, querido amigo, la verdad es que…!».

—¿Y ya está?

—Prácticamente. Excepto que soy una bestia ingrata.

—¡Bueno! —respondió ella, sin discrepar.

—¿Crees que lo soy?

—¿Son esas las palabras que ha empleado? —preguntó ella con cierto escrúpulo.

Gedge siguió pensando.

—Las palabras que ha empleado han sido que estoy arruinando el espectáculo y que, por diversas fuentes, ha llegado la noticia hasta Ellos.

—¡Se habría dado cuenta hasta un niño! —y después, como su marido no decía nada, añadió—: ¿Han sido ésas sus palabras?

—Exactamente. No podría haber empleado otras mejores.

—¿Y lo ha llamado «el espectáculo»? —preguntó la señora Gedge.

—Claro que sí. El Mayor del Mundo.

Ella se estremeció sin dejar de escrutarlo. Pensó un poco, pero sólo un instante.

—Bien, lo es.

—Entonces, tiene su importancia haberlo arruinado. Pero —añadió— me he retractado.

—¿Quieres decir que te ha convencido?

—Quiero decir que me ha asustado.

—¡Por fin, por fin! —dijo agradecida.

—Oh, ha sido fácil. Sólo han sido dos palabras. Pero aquí estoy.

Isabel lo miró con expresión menos dura.

—¿Y cuáles han sido esas dos palabras?

—«Sabe usted, señor Gedge, que esto no puede ser». Nada más. Pero es sobre todo el modo en que lo dice un hombre como él.

—En ese caso, me alegro —aseguró la señora Gedge con franqueza— de que él sea un hombre así. ¿Cómo se te ocurrió siquiera que fuera posible?

—Bueno, fue mi espíritu crítico. Ni siquiera sabía que lo tuviera. Hasta que Ellos llegaron y, al ponerme en este puesto, lo despertaron. Desde entonces, de un modo u otro, ¿no lo ves?, he tenido que vivir con él; y tenía la sensación de que, de un modo u otro, dándole tiempo y a largo plazo, podría, debería colocarse arriba del todo. Pero es lo que él dice: no puede ser. Así que debo ponerlo, lo he puesto, en el fondo del todo.

—¡Un sitio muy bueno para el sentido crítico! —e Isabel, ahora ya más plácida, dobló la labor—. Si, por supuesto, puedes dejarlo allí. Si no se empeña en subir.

—No puede empeñarse.

Seguía delante del fuego, observando la habitación cálida y de techo bajo, apacible a la luz de la lámpara, con el zumbido de la tetera y con la cortina corrida delante de la ventana emplomada, una corta cortina de arretín sabiamente escogida por Isabel para producir un efecto de antigüedad y que poseía la especial virtud de que, a través de ella, en la calle la luz de la habitación se veía rojiza.

—Ha muerto —prosiguió—. Acabo de matarlo.

En realidad, hablaba para que ella le hiciera preguntas.

—¿Ahora mismo?

—Allí, en el otro sitio: lo he estrangulado, pobrecillo, en la oscuridad. Si sales a mirar, verás sangre. Lo que, la verdad —añadió—, tratándose de un altar de sacrificio, tampoco está mal. Pero el lugar está salpicado para siempre.

—No quiero ir a mirar —descansó las manos juntas en la labor doblada sobre el regazo, con los ojos clavados en él, y él reconoció una mirada que ya había visto antes—. Morris, en cierto modo, estás fuera de tus cabales —y después añadió más alegremente—: Es una suerte que no haya sido demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para pasar por eso?

—Demasiado tarde para que Ellos te dieran esta segunda oportunidad que agradezco a Dios que hayas aceptado.

—Sí, ¡si hubiera sido…! —y miró a lo lejos, como si viera la calle gélida a través de la ventana. Después se volvió de nuevo hacia ella—. Todavía tengo miedo. Por ti, quiero decir —añadió.

—Y yo quería decir por ti. Imagina que hubieras venido a anunciarme ahora que nos habían echado. ¿Qué me habría parecido verte despedido? ¡Sí, a la calle! —añadió mientras sus ojos se movían una vez más desde su pequeño círculo cálido hacia la noche de principios de invierno, al otro lado del cristal, hacia los pasos escasos y rápidos, las puertas cerradas, las cortinas corridas como la suya, tras la cual el pequeño pueblo insulso, intrínsecamente aburrido, se preparaba para cenar.

Él se puso rígido mientras se calentaba la espalda; puso la cabeza recta y se agitó un poco, como si quisiera enderezar los hombros caídos, pero tuvo que reconocer que ella tenía razón.

—¿Qué habría sido de nosotros?

—¿Qué habría sido? Habríamos tenido que mendigar para comer, o yo habría tenido que ponerme a lavar.

Él guardó silencio un rato.

—Soy demasiado viejo. Debería haber empezado antes.

—¡Oh, por Dios! —exclamó ella.

—El problema es que no sé hacer otra cosa —prosiguió él.

—¡Nada en absoluto! —coincidió ella con entusiasmo.

—Mientras que aquí, si lo cultivo un poco, quizá todavía pueda mentir. Pero debo cultivarlo.

—¡Oh, querido Morris! —se levantó para darle un beso.

—Haré todo lo que pueda —dijo él.

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