__ III __
Antes de que regresara la señorita Cutter, la situación evolucionó también en otras direcciones y, cuando ese acontecimiento se produjo, pocos minutos después de las siete, las circunstancias fueron, al pie de la escalera, entre ama y doncella, tema de algunas exclamaciones interrogativas y asustados reconocimientos. lady Wantridge había llegado poco después que el intruso y puesto que, según dijo, deseaba esperar, subió directamente a pesar de que le habían dicho que estaba echado.
—¿Y ha entendido con claridad que él estaba allí?
—Oh, sí, señora; me ha parecido oportuno mencionarlo.
—¿Y cómo lo has llamado?
—Bien, señora, me ha parecido injusto con usted llamarlo otra cosa que «un caballero».
Mamie lo comprendió todo, aunque no descartaba que se le escaparan de momento algunos detalles.
—Pero… ¿y si ha tenido tiempo de averiguar que no lo es? —preguntó rápidamente.
—Oh, señora, ha tenido un cuarto de hora.
—Entonces, ¿no sigue con él?
—No, señora; ha vuelto a bajar al final. Ha llamado, la he visto aquí, y ha dicho que no quería esperar más.
La señorita Cutter meditó con aire sombrío.
—Pero había esperado ya…
—Casi un cuarto de hora.
—¡Dios mío! —empezó a subir. Sin embargo, antes de llegar arriba había reflexionado que casi un cuarto de hora era mucho si lady Wantridge sólo se había escandalizado, pero era poco si sólo le había gustado. Pero ¿cómo podría haberle gustado? La misma esencia de su crisis en aquel momento era que no había manera de que le gustara nada. Mamie sólo tuvo que abrir la puerta del salón para darse cuenta de que eso, al menos, no era cierto en el caso de Scott Homer, que estaba horriblemente alegre.
La señorita Cutter expresó a su hermano sin ambages la sensación de que su inoportuno regreso se debía a un egoísmo innato y brutal. Éste había tenido lugar, violando su acuerdo, justo en el momento en que resultaba más cruel para ella que él estuviera allí, y, si ahora ella podía lavarse las manos en lo que a él respectaba, él era el único culpable. La señorita Cutter había entrado, exaltada por el rencor y, por un momento, se había mostrado locuaz; pero aunque podría parecer que su forma de recibirla no iba a hacer más que agravar las cosas, en realidad le sirvió de justificante a Scott e hizo que su relación diera un paso adelante. Scott tenía la habilidad de confundir a quienes querían pelear con él reduciéndolos a la humillación de una curiosidad irritada.
—¿Qué habrá pensado de ti? —preguntó Mamie.
—Mi querida muchacha, no es mujer que piense mucho de nada… Me refiero a nada que le impida hacer lo que a ella le gusta, lo que le pasa por la cabeza. Por supuesto —siguió explicando—, si es algo que no quiere hacer, no hará más de lo que hizo Moisés.
Mamie se preguntó si era así como hablaba a sus visitas, pero se sintió obligada a reconocer su agudeza. Era una descripción exacta de lady Wantridge, y tomó nota de ella para el futuro en un rincón de su heterogéneo cerebro. Sin embargo, se abstuvo de admitirlo en aquel momento y se limitó a dirigirle otra pregunta.
—¿Te has entendido bien con ella?
—Todavía tienes que aprender, querida hermana, y no puedo evitar decírtelo otra vez: me llevo bien con todo el mundo. Me parece que no consigo metértelo en la cabeza. Mira si no cómo me llevo contigo.
Ella casi reconoció su error.
—Por supuesto, lo que quiero saber es si…
—¿Si ha coqueteado conmigo? ¿De manera tímida y, sin embargo (o por ello mismo), avergonzada? Desde luego, le habría gustado muchísimo quedarse.
—Entonces, ¿por qué no se ha quedado?
—Porque debido a algunos otros asuntos, y me he dado cuenta de que era cierto, no tenía tiempo. Veinte minutos, y se ha quedado menos, era todo lo que ha venido a concederte. Así que no temas que la haya asustado, volverá.
Mamie lo pensó un poco.
—Pero ¿no la has acompañado hasta la puerta?
—No ha querido y yo sé cuándo debo obedecer a lo que me dicen e incluso a lo que no me dicen. Quería averiguar cosas de mí; vamos, que quería hablar con tu chica: una perla de fidelidad, por cierto.
—Pero ¿para qué demonios ha subido? —Mamie suplicó de nuevo, mostrando así su necesidad de ayuda.
—Porque siempre sube —después, puesto que ante aquella rápida generalización, para no mencionar la presencia de su pariente, la señorita Cutter no hiciera otra cosa que mostrarse relativamente inexpresiva, añadió—: Quiero decir que sabe cuándo tiene que subir y cuándo tiene que bajar. Tiene instinto; ella no sabía a quién podrías tener aquí. En cualquier caso, es una especie de cumplido para ti. ¡Bueno, Mamie —prosiguió Scott—, no tienes idea de la curiosidad que despertamos, tanto tú como yo! No te creerías lo que he visto. Cuanto más gordo es el pez, más interesado está en la caza.
Mamie seguía escuchando, pero a cierta distancia.
—¿En la caza de qué?
—Pues bueno, de cualquier cosa que los ayude a vivir. ¿Así que llevas aquí todo este tiempo sin averiguar sobre ellos lo que yo he tenido que deducir de cualquier modo? Están muertos, ¿no lo ves? Y nosotros estamos vivos.
—¿Tú? ¡Oh! —Mamie casi se echó a reír al oírlo.
—Bueno, en cualquier caso son gente gastada y vieja; han agotado ya sus recursos. Claro que buscan. Y seré justo con ellos y te diré que no tienen miedo, ¡ni siquiera de mí! —prosiguió mientras su hermana mostraba similar ironía—. En cualquier caso, lady Wantridge no lo ha tenido; eso es lo que quería decir cuando he dicho que coqueteaba conmigo. Hace lo que quiere. En fin, ya lo sabes.
En aquel momento casi le estaba explicando cómo era una de sus mejores amigas y cuando, después de eso, regresó al punto principal de su lección —la incapacidad de Mamie, dada su inferioridad femenina, para comprender que, precisamente, el hecho de que fueran como eran, él y ella, era la carta que tenían que jugar—, y le recordó esa idea, la dejó en un estado de dependencia total. El impulso de la señorita Cutter de presionarlo en relación con lady Wantridge menguó; como si intuyera que, al margen de lo que hubiera sucedido, algo saldría de todo aquello. En cierto modo Mamie iba a quedar decepcionada, pero la impresión la ayudó a reservarse hasta la mañana siguiente, cuando, tal como Scott había previsto, la nueva conocida de éste reapareció, explicando a la señorita Cutter que la víspera había intentado ganar tiempo y que incluso en aquel momento quería ganarlo y no esperar más. No tardó en dar a entender que se había preguntado en qué estaría pensando esa amiga. Debía mostrar dónde estaba antes de que las cosas fueran demasiado lejos. Si había venido con su respuesta sin más demora, deseaba dejarla clara. ¿La señora Medwin? ¡Nunca!
—No, querida, yo no. Ahí me paro.
Mamie sabía que iba a ser una «faena pesada», pero ahora, al principio, sintió que le caía el alma a los pies. No es que hubiera albergado esperanzas de tomar al asalto la posición sino que, como siempre tras un descanso, las defensas de su visitante se alzaban imponentes. Se plantaba siempre con ellas, voluminosas, en mitad del paso; era como una persona instalada en una butaca en algún lugar ilícito de un teatro. No quería moverse y no había manera de rodearla. En realidad, Mamie no había previsto rodearla; se vio obligada a reconocer que, llevada por la ingenuidad y la estupidez, había soñado con conseguir que se rindiera. Su sueño había sido fruto de la necesidad; pero, consciente de que no estaba preparada para ejercer presión, se sintió, casi por primera vez en la vida, superficial y ordinaria. Iban a pagarle, pero ¿con qué iba a pagar ella? Se había comprometido a encontrar una respuesta a esa pregunta, pero la respuesta, de acuerdo con su promesa, no había «llegado». Y mientras tanto lady Wantridge había replegado sus tropas y no había ángulo que no la mostrara, mediante algunos procesos demasiado oscuros para seguirles la pista, como la dura depositaria de la ley social. No era más joven, más fresca o más fuerte que ninguno de ellos; sólo era, con una especie de demacrada finura, un gusto por la vida más intenso y todo tipo de cosas detrás y delante, más abismal y más inmoral, más segura y más impertinente. Sus objeciones fueron dos. Una era que lo rechazaba de plano: la otra era que dudaba de que la propia Mamie hubiera valorado adecuadamente el trabajo. No era posible hacerlo. Pero, suponiendo que lo fuera, ¿acaso Mamie era la persona más indicada? Ante esto, la señorita Cutter, con una dulce sonrisa, contestó que entendía que tal vez no pareciera a la altura de la empresa.
—Sólo soy una de las personas a las que se les ha ocurrido que usted sí lo es.
—Y entonces, ¿quiénes son las otras?
—Bueno, para empezar, lady Edward, lady Bellhouse y la señora Pouncer.
—¿Quiere decir que ellas irán a conocerla?
—Las he visto y lo han prometido.
—Han prometido ir, por supuesto —dijo lady Wantridge—, si voy yo.
Su anfitriona vaciló.
—Bueno, naturalmente, usted puede impedir que vayan. Pero sería muy amable por su parte que no lo hiciera. Le ruego que no lo haga —suplicó Mamie.
Su amiga miró por la sala de forma muy parecida a como la había mirado Scott.
—¿Y de verdad entienden para qué es?
—Perfectamente. Para que ella pueda ir de visita.
—¿Y de qué le servirá a ella?
La señorita Cutter titubeó, pero al final lo dijo.
—Por supuesto, lo que se espera es que usted se lo pida.
—¿Le pida que vaya de visita?
—La invite a cenar. Que la invite, si tuviera esa infinita bondad, un domingo o algo similar, o incluso a una de las fiestas más mezcladas de Catchmore.
Después de este esfuerzo, la señorita Cutter abrigó menos esperanzas en que su compañera mostrara un extraño buen talante. Y no fue la cordialidad de la ironía, sino pura diversión.
—¿Introducir a la señora Medwin en mi familia?
—Algún día, cuando invite usted a otros cuarenta.
—Ah, pero lo que no veo es qué le importa a usted. Usted es tan bienvenida entre nosotros que difícilmente puede mejorar su posición, ni siquiera proporcionándonos la relación más encantadora.
—Bueno, ya sé lo encantadora que es usted —contestó Mamie Cutter— pero una tiene, al fin y al cabo, más de un lado y más de una simpatía. Me gusta la señora Medwin, ¿sabe?
Ni siquiera al oír esto lady Wantridge se escandalizó; dio muestras de una tranquilidad y de una indiferencia que, por desgracia, eran su manera habitual de mostrarse totalmente insoportable. Señaló que ella sí podía escuchar cosas como aquélla porque era lo bastante inteligente para que no le importaran; pero Mamie debería andarse con cuidado y no ir por ahí diciéndolas sin tapujos. Sin embargo, cuando, al cabo de un minuto, ella se mostró tajante sobre la cuestión de los hechos que eran de dominio público, la señorita Cutter no tardó en disponerse a hacer alguna concesión. Por supuesto, no los discutió: allí estaban; lamentablemente, estaban ya escritos y nada podía hacerse excepto… La verdad es que, al llegar a este punto, a Mamie le resultó un poco difícil.
—Bueno, ¿qué? ¿Simular que se ha olvidado todo?
—¿Y por qué no, cuando lo ha hecho usted en tantos otros casos?
—No ha habido casos tan malos como éste. En todo caso, se les hace frente según vienen. Algunos se pueden sobrellevar; otros, no. Es inútil, mejor dejarlo correr. No tienen arreglo; no se puede hacer. Así pues, con la señora Medwin no se puede hacer otra cosa que disuadirla —y lady Wantridge se puso en pie.
—Bueno, ya lo sabe, yo consigo algunas cosas —Mamie tembló con una sonrisa tan tensa que estaba próxima a la exaltación.
—¿Ayuda usted a la gente? Oh, sí, ya sé que hace maravillas. Pero será mejor que se limite a sus americanos —enfatizó lady Wantridge alegremente.
La señorita Cutter, mirándola, se puso en pie.
—No es justa con sus compatriotas, lady Wantridge. Algunos son francamente encantadores. Además —dijo Mamie—, trabajar para los míos me parece muchas veces, en lo que a intereses se refiere (la inspiración y el entusiasmo, ¿sabe?), cosa demasiado fácil.
Su interlocutora lo sopesó con franqueza.
—Sí, hay que tenerlo en cuenta para comprender su posición. De todas maneras, siempre he pensado que usted mantiene para ellos una agencia de empleo. Vienen a verla y usted los coloca —lady Wantridge prosiguió con la misma falta de convencionalismo—. Pero confieso que persiste el gran misterio…
—¿De cómo me situé a mí misma, para empezar? Sí —concedió valientemente Mamie—, cuando empecé no tuve ninguna agencia. Me abrí paso sola. Ni siquiera acudí a usted, ¿verdad? No reparó en mi existencia hasta que, como dice la señora Short Strokes, «estaba arriba, muy arriba». La señora Medwin —agregó— no puede superarla.
Como su amiga adoptó una expresión vaga, añadió:
—No puede superar mi situación social.
—Bueno, no es muy halagador para usted que digan que nadie puede parecérsele —contestó lady Wantridge jovialmente—. En realidad, la señora Short Strokes es obra suya.
—¡A pesar de su nombre![66] —Mamie sonrió.
—Oh, ustedes tienen cada nombre… A pesar de todo.
—Ah, tengo algo de artista —tras lo cual volvió a pensar en la gravedad del asunto y miró con ojos expectantes a su amiga. Era consciente de lo poco que le importaba traicionar por fin lo extremo de su necesidad, y de esa necesidad extrema procedía su llamada—. ¿Ha dado usted ya su última palabra? Significa mucho para mí.
Lady Wantridge abordó la cuestión directamente.
—¿Quiere decir que depende de ello?
—¡Por completo!
—¿Es lo único que tiene?
—Lo único. Ahora.
—Pero ¿y la señora Short y todos los demás? Están «forrados», ¿no? ¿No pagan?
—Ah —suspiró Mamie—, si no fuera por ellos…
Lady Wantridge comprendió.
—¿Ha obtenido usted mucho?
—No podría haber seguido adelante.
—Entonces, ¿qué hace con todo?
—Oh, gran parte vuelve a ellos. Los hay de todo tipo, y todo es ayuda. Algunos no tienen nada.
—Oh, si se dedica a dar de comer al hambriento… —dijo lady Wantridge, echándose a reír—. Desde luego, el suyo es un negocio lucrativo —y con una transición inmediata—: ¿La señora Medwin es verdaderamente rica?
—Sí, él se lo dejó todo.
—¿De manera que si digo que sí…?
—Eso me dejaría en muy buena posición.
—Entiendo… ¡y eso la hace a una mucho más responsable! Pero preferiría darle a usted el dinero directamente.
—¡Oh! —murmuró Mamie con frialdad.
—¿Significa eso que no puedo imaginar sus precios? ¡Bueno, me atrevo a decir que no! Pero preferiría darle diez libras.
—¡Oh! —repitió Mamie en un tono que nada indicaba sobre sus precios. La pregunta era más amplia en todos los sentidos—. ¿Nunca perdona? —preguntó en tono de reproche. Sin embargo, en el momento en que decía esto se abrió la puerta y se presentó Scott Homer.