__ I __
El criado, que, a pesar de su expresión sellada y lacrada, parecía tener sus motivos, tras anunciar el nombre aguardó inmóvil, en una actitud insólita, alguna instrucción. La señora Grantham, sin embargo, repitió sus palabras «¿Lord Gwyther?» con una breve sorpresa que, por un instante, justificó ante él incluso las chiribitas que le hicieron los ojos cuando miró al invitado y que podrían haber tenido exactamente el mismo sentido que la vacilación del mayordomo. El invitado, un hombre más bien bajo, más bien rubio y más bien joven, de rostro afeitado y vista aguda, con una celeridad que habría sorprendido a un observador —cosa que, sin duda, era el mayordomo—, se levantó de un brinco y se acercó a la chimenea, aunque la anfitriona, entre tanto, consiguió no moverse.
—¿Y bien? —dijo ella, como dando paso al visitante; a lo que añadió rápidamente un brusco—: ¿No está aquí?
—¿Debo hacerlo pasar, señora?
—¡Por supuesto! —el matiz de duda hizo que, por fin, se levantara con impaciencia, y Bates, antes de salir de la sala, quizá captara la fina ironía del comentario que su señora dirigió al caballero en comunión con el cual se encontraba hasta que el mayordomo los había interrumpido—. ¿Y por qué no iba a…? ¡Qué manera es ésta de…! —exclamó ella mientras Sutton sentía junto a la mejilla el paso de los ojos de la señora Grantham en dirección al espejo que él tenía a su espalda.
—Bates no estaba seguro de que quisiera usted ver a nadie.
—Yo no veo a «nadie». Veo a individuos concretos.
—Eso es; y, algunas veces, no los ve.
—¿Lo dice por usted? —preguntó mientras se colocaba en su sitio un mechón en forma de zarcillo—. Ahí está, precisamente, la impertinencia de Bates; y ya hablaré con él de este asunto.
—No lo haga —dijo Shirley Shutton—. No se fije nunca en nada.
—Buen consejo el que me da usted —dijo ella riendo—. ¡Usted, que se fija en todo!
—Ah, pero no digo nada.
Ella lo miró un momento.
—Es usted todavía más impertinente que Bates. Le ruego que no se mueva —prosiguió ella.
—¿De verdad? ¿Debo quedarme sentado mirando? —añadió él, cuando, pasado un minuto, ella seguía sin decir nada: únicamente, con la mirada atenta, había cambiado de sitio, en parte para dirigir otro vistazo al espejo y en parte para ver si podía mejorar de asiento. Lo que sentía era más de lo que, por inteligente y encantadora que fuera, podía ocultar—. Si se pregunta qué aspecto tiene usted, se lo diré: tremendamente cómoda y tranquila.
Ella volvió a mirarlo fijamente. Era hermosa y reflexiva.
—Y si se pregunta usted qué aspecto tiene…
—¡Oh, yo no! —rio él desde delante del fuego—. Siempre lo sé perfectamente.
—¡Pues —replicó ella— parece como si no lo supiera!
Una vez más, él la contempló un instante.
—Está usted preciosa y así sin duda la verá él. Extraordinariamente preciosa, dentro de los reducidos límites de su gama. Pero eso es suficiente. No dé muestras de ingenio.
—Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer?
—¡Ya estamos! —suspiró él divertido.
—¿Lo conoce? —preguntó ella mientras, a través de la puerta que Bates había dejado abierta, oyeron pasos en el rellano.
Sutton tuvo que pensar un instante y dijo: «No» justo en el momento en que anunciaban de nuevo a lord Gwyther, lo que dio un matiz inesperado al saludo que un momento más tarde le dedicó este personaje: un hombre joven, robusto, terso y lozano, pero en absoluto tímido, que, tras saludar rápida y alegremente a la señora Grantham, le tendió la mano con un franco y agradable:
—¿Qué tal?
—El señor Shirley Sutton —explicó la señora Grantham.
—Oh, sí —dijo el segundo visitante, como si lo conociera; cosa que, dado que no era posible, tuvo para el primero el interés de confirmar cierta sensación de que lord Gwyther estaría… no, en absoluto incómodo, por lo general, si bien en aquel momento se encontraba excepcional y especialmente agitado. Y dado que, en realidad, lo que nos interesa de manera particular y casi exclusiva son las impresiones de Sutton, podría mencionarse a continuación que no le resultó menos clara la elegancia con que el joven se comportó y gracias a la cual —aunque con la debida ayuda—, poco a poco acabó por desenvolverse con naturalidad. Durante aquellos veinte minutos se le ocurrieron a Sutton todo tipo de cosas, aunque ninguna fue, en definitiva, que debiera marcharse. Una de ellas era que su anfitriona lo estaba haciendo a la perfección —sencilla, fácil, amablemente— aunque con una expresión un poquito rara en sus maravillosos ojos; otra era que, si el otro invitado lo había reconocido sin el menor motivo se debía a cierta tensión nerviosa que lo empujaba a actos incoherentes; y la última era que, aun en el caso de que hubiera sido oportuno que se marchara, la rara promesa de aquella escena lo habría disuadido. Sobre todo, después de que lord Gwyther no sólo anunciara que estaba casado, sino que dijera, además, que deseaba presentarle su esposa a la señora Grantham por el beneficio que, sin duda, de ello se derivaría. La escena inmediatamente posterior a estas palabras fue causa, por así decirlo, de la intensa inmovilidad de Sutton. Ya tenía noticias del matrimonio, al igual que la señora Grantham, de la misma manera que también sabía otras cosas; y eso, sin duda, le daba mejor medida de lo que sucedía ante él y más nítida conciencia de la rápida mirada que, en un momento concreto —aunque no se dirigiera más a él que a su compañero—, la señora Grantham le permitió que captara.
Ella sonreía pero la mirada era grave.
—Me parece, sabe usted, que tendría que habérmelo dicho antes.
—¿Antes? ¿Cuando me comprometí? Bueno, sucedió muy lejos y, en realidad, se lo contamos a muy poca gente de aquí.
Oh, tal vez hubiera razones; pero no habían sido muy correctas.
—¿Se casaron en Stuttgart? No está tan lejos que no alcance mi interés.
—Es usted tremendamente amable; por supuesto, ya sabía que lo sería. Pero no fue en Stuttgart; fue cerca de ahí, pero en el campo. Deberíamos habernos casado en Inglaterra, pero, como es natural, su madre quería estar presente y su salud no le permitía venir. Así pues, lo despachamos en un rincón perdido de Alemania.
En lugar de contener las protestas de la señora Grantham, la explicación despertó en ella una leve inquietud.
—Entonces, ella será alemana, ¿no?
Sutton sabía que la señora Grantham sabía perfectamente lo que «era» lady Gwyther, pero, en esta ocasión, mientras su amigo daba explicaciones, él se interesaba ya en otra cosa.
—¡Oh, no, por Dios! Mi suegro jamás ha renunciado al orgulloso derecho de nacimiento de un ciudadano británico. Pero, ya ve, su esposa tiene una finca en Würtemberg, heredada de su madre, la condesa Kremnitz, gracias a la que, dada la terrible situación de su patrimonio en Inglaterra, han encontrado durante años magníficos recursos para vivir. Así que, aunque Valda, por fortuna, nació aquí, ha pasado allí casi toda su vida.
—Oh, ya veo —después, tras una ligera pausa—: ¿Y es Valda su bonito nombre? —preguntó la señora Grantham.
—Bueno —dijo el joven, que, en su inocencia, estaba claro que sólo deseaba que lo interrogaran—, siguiendo las costumbres de la familia de su madre, tiene unos trece nombres; pero ése es el único por el que la llamamos normalmente.
La señora Grantham apenas dudó un instante.
—Entonces, ¿podré llamarla así yo normalmente?
—Sería encantador por su parte; y nada le daría a ella mayor placer… igual que, se lo aseguro, nada me lo daría a mí —lord Gwyther resplandecía al pensarlo.
—En ese caso, en lugar de venir solo a verme, creo que debería haberla traído.
—Para eso exactamente —replicó él al instante— he venido a pedirle permiso.
Explicó que, por el momento, lady Gwyther no estaba en la ciudad, puesto que, nada más llegar, había tenido que ir a Torquay a pasar varios días con una de sus tías y también con su abuela, para las cuales era objeto de gran interés. No había visto a nadie y nadie —aunque eso no importaba— la había visto; no sabía nada de Londres y le asustaba muchísimo enfrentarse a la ciudad y a lo que, por poco que fuera, pudiera esperarse de ella.
—Desearía contar con alguien —dijo lord Gwyther—, alguien que lo conozca todo, ¿entiende? Que sea muy amable e inteligente, como usted sería, si se me permite decirlo, si la llevara de la mano.
Al llegar a este punto y con estas palabras las miradas de los dos interlocutores de lord Gwyther se cruzaron de modo magnífico e inevitable. Pero nada en el modo en que éste siguió hablando demostró que lo hubiera advertido.
—Desea, si puedo decírselo, una amiga de verdad en este gran laberinto; y mientras me preguntaba qué podía hacer yo para allanarle el camino y quién sería la mejor mujer en Londres…
—¿Naturalmente, pensó en mí? —la señora Grantham había estado escuchando sin otro gesto que la breve mirada que acabamos de mencionar; en este momento, sin embargo, volvió hacia Shirley Sutton su expresivo rostro, lo que de inmediato llevó a éste, mirando el reloj, a ponerse en pie de nuevo.
—¡Es la mejor mujer de Londres! —dijo Sutton con una carcajada, dirigiéndose al otro visitante, pero tendió la mano a la anfitriona en un gesto de despedida.
—¿Se va usted?
—Tengo que irme —dijo sin escrúpulo alguno.
—Entonces, ¿nos veremos para cenar?
—Eso espero.
Tras lo cual, para despedirse, devolvió con gran interés a lord Gwyther el amistoso apretón que había recibido poco antes.