__ III __

Gedge no sólo mostró con entusiasmo su conformidad —una manera bastaba, si era la correcta— sino que, tras esta conversación, se lo repitió a su esposa en diversas ocasiones:

—Sólo puede haber una manera, una manera —decía una y otra vez, aunque, en realidad, lo hacía como si fuera una broma.

Hasta que ella le preguntó cuántas más suponía que necesitaba ella. Gedge no contestó, sino que recurrió a otra repetición:

—Están los hechos, los hechos —sin embargo, quizá en esa ocasión la guardó un poco más para sí y más tarde la fue diciendo de vez en cuando en distintas partes de la casa. La señora Gedge tenía mucho que comentar sobre su inteligente introductora, aunque nada negativo, excepto en lo que concernía a su modo de hablar, a su «a madre y yo», y a un tono general que, sin duda, en nada se parecía al estilo de ellos.

—No lo sé —dijo él—, quizá venga con este sitio, ya que, al parecer, lo de hablar en versos inmortales se diría que no viene. Es como si tuviera que ser lo uno o lo otro. Supongo que dentro de unos meses yo también diré «a la mujer y yo».

—¿Y por qué no dices ya, de entrada, «a la parienta y yo»? —preguntó ofendida la señora Gedge—. Me parece que no sé qué te pasa —señaló más tarde.

—Lo único que me pasa es que estoy nervioso, tremendamente nervioso e ilusionado, y no sé si sería posible no estarlo. No se puede colocar a un individuo en este puesto como en una plaza en correos. Ahora que estoy aquí, esto se me sube a la cabeza, ¿cómo evitarlo? Pero lo viviremos plenamente y quizá —dijo, dando a entender que la otra posibilidad sólo era, sin duda, parte de su éxtasis— lo viviremos a fondo y sobreviviremos.

Aquel lugar alimentaba su imaginación, ¿cómo no? Y la imaginación le afectaba los nervios y, todo ello junto, con la intensidad general y la inmersión nueva y completa, le hacían imposible el descanso: apenas podía acostarse por las noches y, ya en la primera semana, en más de una ocasión se despertó de madrugada para dar vueltas, arriba y abajo, con la lámpara, de pie, sentado, escuchando, preguntándose, en la quietud, como si quisiera recuperar algún eco, sorprender algún secreto del genius loci. No habría podido explicarlo y, en realidad, no necesitaba hacerlo, al menos, a sí mismo, puesto que el impulso se limitaba a apoderarse de él y a agitarlo; pero el tiempo que transcurría después de cerrar, después de que se fuera la gente. —Ellos (pues se daba cuenta de que empezaba a pensar en ellos así), predominantes, insistentes, siempre en primer plano—, y que lo acercaba, o debería haberlo acercado, parecía creer él, a la Presencia del santo lugar, ampliaba la oportunidad de la comunión y la hacía más intensa. Estas rondas nocturnas, como él las denominaba, inquietaban a su mujer, que no estaba dispuesta a compartirlas y decía con decisión que un lugar como aquél debería estar prohibido después de anochecer. La señora Gedge se recreaba en la constatación de que su pequeña residencia, aunque fuera contigua, era un lugar distinto, donde ella limpiaba la lámpara, azuzaba el fuego y oía silbar la tetera mientras ponía orden en los descuidos de la criadita que trabajaba allí durante el día; se veía con cierta presteza trazando la línea entre su territorio y aquél en el que podría vagar el gran espíritu. El gran espíritu estaría con ellos durante todo el día: aunque, a decir verdad, al hacer esta observación a su marido, y en esa misma forma, él contestó con un raro «Pero ¿querrá?». Y, al poco, la señora Gedge imaginó vagamente el desarrollo de un antídoto casero en forma de cortinas con marcada tendencia a estar corridas, de objetos modernos y alegres, té, estampados, periódicos, el cultivo desafiante de la ficción femenina que habían rechazado en Blackport.

Estas posibilidades, sin embargo, estaban bien, tal como dijo su compañero, en todo el primer otoño: ellos habían llegado a finales del verano; como si estuviera más que satisfecho con un decorado especial para él solo, al que tenía acceso desde atrás, saliendo por su puerta, de escasa altura, de camino a los pocos escalones que la separaban de la Casa Natal. Con la lámpara cuidadosamente protegida y bien guardadas las llaves que le permitían disponer a su antojo de los tesoros, cruzaba aquella distancia en penumbra con tanta frecuencia que ella empezó a calificarlo de costumbre «que iba a más». Lo decía casi como si se hubiera dado a la bebida, y él le seguía la corriente en este punto, confesando que el trago era fuerte. A decir verdad, en conjunto, ésa había sido su sensación inmediata; le había parecido extraño y profundo el hechizo de las silenciosas sesiones antes de que se asentara la familiaridad y, hasta cierto punto, la decepción. Ya al llegar, la vertiente relacionada con el espectáculo le había parecido que definía en exceso el carácter del establecimiento; apenas sabía qué habría preferido, pero las tres o cuatro habitaciones, a la chillona luz del día, desbordaban bustos y reliquias, ni siquiera siempre presuntamente Suyos, grabados y viejas ediciones, objetos antiguos hechos a Su semejanza, mobiliario «de la época» y autógrafos de fieles célebres. En las horas de silencio y en la profunda oscuridad, sin embargo, bajo el jugueteo de la oscilante lámpara y el de su propia emoción, esas cosas también recuperaban su ventaja, servían al misterio o, en cualquier caso, a la impresión, parecían ofrecerse conscientemente como algo propio del poeta. Ninguna de ellas lo era de manera irrefutable o auténtica, pero, en cierto modo, tras una larga asociación, tal como siempre decía Gedge, se habían introducido en el secreto, y sobre ese secreto él las interrogaba mientras vagaba inquieto. No fue hasta transcurridos varios meses cuando se dio cuenta de lo poco que tenían que contarle, y se sintió cómodo con ellas cuando supo que estaban precisamente allí donde su sensibilidad las había puesto al principio. Estaban tan fuera de lugar como él; sólo que, para ser justos, le habían hecho sentir intensamente. Y tampoco eran ellas quienes lo habían conseguido en mayor grado, puesto que sus sentimientos se habían ido aclarando hasta alcanzar un refinamiento profundo, más profundo.

El Sanctasanctorum de la Casa Natal era una habitación de bajo techo, la sublime Cámara Natal, sublime porque, como acostumbraban a decir los americanos —que, a diferencia de los nativos, por lo general sí encontraban palabras—, era muy conmovedora; y era conmovedora porque era… Bueno, en realidad, por nada en el mundo que pudiera nombrarse, numerarse o medirse. Estaba tan vacía como una cáscara con el fruto seco, y no contenía bustos, grabados ni ejemplares antiguos; sólo el Hecho —el Hecho mismo— que, mientras nuestro amigo la contemplaba a medianoche, sintiendo, conteniendo el aliento, le permitía sumergirse en él. No tenía más remedio que considerar que era ese el lugar donde era más probable que el espíritu pudiera deambular y donde, por lo tanto, sería más fácil encontrarlo, con ciertas posibilidades de reconocimiento y reciprocidad. Lo más probable era que él —Él— no hubiera vivido apenas en esa habitación, pues, por lo general, los hombres carecen de la aptitud de aprovechar en su beneficio posterior o de incorporar a su fortuna general el lugar mismo donde nacieron. Pero, dado que había momentos en que, en el conflicto entre teorías, la única certeza firme para el crítico amenazaba con ser que Él —a diferencia de otros hombres de éxito— había nacido, Gedge, si bien tenía poco de crítico, se aferraba a la superficie del espacio que, aunque fuera débilmente, se vinculaba con la apariencia firme. Tenía poco de crítico: no lo era en absoluto; no pretendía serlo antes de ir allí ni había ido para pretenderlo; además, afortunadamente para él, veía día a día lo poco que le habría servido. La actitud de un gran experto habría sido para él un auténtico escollo, y el hecho de que se alegrara de su ignorancia, mientras pasaba el invierno, era una de las perspectivas que, a su extraña manera, intentaba comunicar a su esposa. Ella lo negaba, porque ¿no estaba ella presente desde el principio, no seguía presenciando cómo su esposo estudiaba incansable y reverente todo lo relacionado con el asunto? Estaba tan presente que ella misma había aprendido más de lo que le había parecido probable. Además, en segundo lugar, Gedge no iba a proclamar por los tejados sus puntos débiles porque quién sabía, si trascendía que eran unos ignorantes, el efecto que produciría.

—¿Sobre el atractivo —interrumpió él— del espectáculo?

Había adquirido la inofensiva costumbre de referirse al lugar llamándolo «espectáculo», pero a ella eso no le importaba hasta el punto de distraerla.

—No, en la actitud del Órgano de Gobierno. Ya sabes que están contentos con nosotros y no sé por qué ibas a querer estropearlo. Costó mucho que nos admitieran, ya sabes que tenemos pruebas de ello, y quienes nos respaldaban hicieron todo lo posible. Pero ahora somos ya para ellos una comodidad y es absurdo que pongas en duda tu capacidad para el cargo ante personas que estaban contentas con las Putchin.

—Querida mía, no pongo nada en duda; pero, si lo hiciera, sería precisamente por la gran ventaja que suponía para las Putchin su espíritu simple. No se salían del buen camino gracias a su ignorancia, que era más densa incluso que la mía. Desde el principio hemos cometido el error de intentar corregir o disfrazar la nuestra. Tendríamos que haber aguardado hasta convertirnos en buenas cotorras, aprender aquí nuestra lección, ya que hace falta tan poco, y soltarla con un graznido.

—Oh, graznido, querido Morris, ¡qué palabra cuando estamos hablando de Él!

—No tiene nada que ver con Él, nada tiene que ver con Él. A ninguno de Ellos les importa Él un comino. Lo único que a Ellos les importa es esta cáscara vacía… o, mejor dicho, ya que no está vacía, este relleno superfluo y ridículo.

—¿Ridículo? —al decir esto, Gedge consiguió que ella lo mirara de hito en hito, cosa que no había hecho antes.

Sin embargo, al ver su mirada —el brillo que podría haber sido el de una rara sospecha— se inclinó sobre ella amablemente y le dio una palmadita en la mejilla.

—Oh, no pasa nada. Tenemos que volver a las Putchin. ¿Recuerdas lo que dijo ella? «Lo han puesto todo muy bonito». Así es, lo han puesto muy bonito y es un espectáculo de primera. Es un espectáculo de primera y un empleo de primera, y Él era un poeta de primera y tú eres una mujer de primera… por aguantar con tanta dulzura mis desatinos.

Ella agradeció su encanto doméstico y justificó la parte del halago que le concernía.

—Me dan igual las tonterías que me digas, mientras las guardes todas para mí y no se las digas a Ellos.

—¿A los peregrinos? No —admitió—, no se lo merecen. Tienen buena intención.

—Al fin y al cabo, ¿qué quejas tenemos contra Ellos, mientras no rompan trozos para llevárselos a escondidas, como nos contó la señorita Putchin que tenían la horrible costumbre de hacer? Menos mal que ella se la quitó.

—Sí —Gedge meditó de nuevo—. ¡Me encantaría que no lo hubiera hecho!

—¿Te gustaría ver estas reliquias destruidas, que se las llevaran? ¡Lo que faltaba!

—No hay reliquias.

—Pronto no las habrá si no las cuidas.

Pero Gedge estaba ya riendo, y no dieron por terminada la conversación antes de que le diera de nuevo unas palmaditas. Sin embargo, ella se quedó con un par de ideas, tal como advirtió él al día siguiente en una pregunta.

—¿A qué te referías ayer cuando hablabas de la simplicidad de la señorita Putchin? Decías que no se salía del buen camino gracias a su simplicidad. ¿Te refieres a una cosa mental?

Dijo «mental» con tono muy solemne, pero él casi confesó.

—Bueno: la ayudó a seguir adelante. O, mejor dicho —corrigió con una carcajada—, la ayudó a quedarse quieta.

Parecía que la señora Gedge había estado un poco preocupada.

—¿Y crees que existe el peligro de que te afecte? Ya me entiendes. De que se te meta eso en la cabeza. Ya sabes —insistió ella, puesto que él no decía nada—, por preocuparte tanto de Él. En ese caso, seguro que tendrías razón al decir que has cometido un error al profundizar tanto.

Y entonces, dado que la actitud de Gedge, que escuchaba sin responder, aunque con expresión un poco apenada por ella, podría haber sugerido que, a pesar de lo desmesurado de la afirmación, se daba cuenta de que contenía algo de verdad, la señora Gedge añadió:

—Olvídate de tus rondas. Déjalas para el día, déjalas para Ellos.

—¡Ah! —dijo él con una sonrisa—. ¡Si se pudiera! —añadió—. Mis rondas son lo que más me gusta. Es el único momento, como ya te he dicho antes, en que estoy de verdad con él. Entonces no veo este lugar, Él no es este lugar.

—Me da igual lo que no ves —contestó ella con vivacidad—, la cuestión es lo que ves.

Bueno, si se trataba de eso, esperó antes de darle una respuesta.

—¿Sabes lo que hago algunas veces? —y entonces, mientras ella también esperaba—: En la Cámara Natal, cuando voy tarde, con frecuencia apago la luz. Así está mejor.

—¿Qué está mejor?

—Todo.

—¿Qué ves entonces en la oscuridad?

—¡Nada! —dijo Morris Gedge.

—¿Y qué placer sacas de eso?

—Bueno, pues lo que dicen las señoras americanas: es tan fascinante…

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