__ II __

Cuando Raymond volvió, después de la cena, la señora Temperly estaba otra vez en uno de los salones comunes; explicó que las salas de sus habitaciones estaban llenas con las cosas del barco: no había sitio para sentarse. Raymond se alegró sobremanera; le ofrecía la oportunidad de alejarse un poco paseando con Dora, sobre todo porque cuando llevaba allí diez minutos empezaron a entrar más personas. Las atendieron las demás, Effie y Tishy, autorizada a acostarse un poco más tarde, y mademoiselle Bourde, que rogaba a cada uno de los visitantes que le indicara un remedio verdaderamente eficaz contra el mar: algún encantamiento, algún filtro, poción o hechizo.

—No se preocupe, ma’m’selle, tengo un remedio —decía la prima Maria con alegre decisión, cada vez, pero la institutriz francesa empezaba siempre de nuevo.

Dado que el joven estaba a punto de separarse por un período de tiempo indefinido de la muchacha a la que estaba dispuesto a jurar adoración, no cabe duda de que debería estar igualmente dispuesto a jurarle que era la más bella de su especie. Pero, en realidad, advertía con la misma nitidez que amaba a Dora Temperly desde hacía tanto tiempo por cualidades que nada tenían que ver con la rectitud de su nariz o lo rosado de su tez. Su figura era recta, así como su carácter, pero no su nariz, y los filisteos y otras personas vulgares habrían afirmado sin sonrojarse que era poco agraciada. Dada su imaginación artística, Raymond tenía analogías para ella tomadas de la leyenda y de la literatura; se daba cuenta de que a mucha gente le parecía callada, tímida y angulosa, mientras que en su interpretación de sus peculiaridades para él semejaba una figura de la predela de una pintura italiana primitiva o una doncella medieval que vaga por un castillo solitario lejos de su enamorado, que ha partido a las cruzadas. Para él, Dora sólo tenía un defecto: la admiración que profesaba a su madre era demasiado indiscriminada. Es fácil que un joven ardiente se sienta algo ofendido cuando averigua que una señorita jamás lo querrá tanto como a su progenitora; y Raymond Bestwick tenía, además, otro motivo de tristeza: Dora disponía, si así lo deseaba, de buenos argumentos para discriminar. Porque ella no tenía nada en común con las demás; no estaba hecha de la misma pasta que la señora Temperly, Effie y Tishy.

Era original, generosa y nada calculadora; además rebosaba sensibilidad y buen gusto para las cosas que a él le importaban. Dora no sabía nada de símbolos o valoraciones convencionales, pero entendía todo lo que se le pudiera decir desde un punto de vista artístico. Estaba hecha para vivir en un estudio y no en un rígido salón, entre tapicerías horriblemente nuevas; y, además, tenía una voz y unos ojos encantadores. Era una pena que fuera tan amable; es decir, le gustaba que lo fuera con él, pero no con su madre. Consideraba que, poco más o menos, había dado su palabra a la dama de que no cortejaría a Dora; pero desde la visita que le había hecho tres o cuatro horas antes se había animado mucho más. Le parecía, después de pensarlo todo atentamente, que se abría una puerta para regresar a París. No era probable que en entre tanto Dora se casara con un príncipe; porque, en primer lugar, la frívola raza de los príncipes seguro que no la apreciaría, y, en segundo lugar, porque en ese asunto ella no seguiría la voluntad de su madre: su amabilidad no iría tan lejos. Podría quedarse soltera por decreto materno, pero no se casaría con un marido que le disgustara. En este razonamiento, Raymond se sentía obligado a cerrar bien los ojos al peligro de que algún príncipe en concreto pudiera no disgustarle, así como a la atracción derivada de lo que su madre podía anunciarle que era su deber. Raymond se daba perfecta cuenta de que estaba en manos de su prima Maria —y, probablemente, también en manos de su gusto— establecer una hermosa cuota matrimonial por cada una de sus hijas. Estaba también seguro de que eso no tenía nada que ver con la naturaleza de su interés por la mayor, tanto porque estaba muy claro que la señora Temperly haría muy poco en favor de él como porque a él no le importaba lo poco que hiciera.

Effie y Tishy estaban sentadas en el círculo, en el borde de unas butacas bastante altas, mientras mademoiselle Bourde examinaba en ellas con satisfacción los resultados de su propia superioridad. Tishy era una niña, pero Effie tenía quince años; las dos estaban muy bonitas, ataviadas con frescos trajes de viaje y con un aire pintoresco derivado del hecho de que Tishy iba provista, para sus aventuras en el extranjero, de un flamante bolsito del que nadie podía separarla, y de que Effie, para no perder «el punto», tenía un dedo metido en un grueso volumen rojo de la guía Murray. Raymond sabía que, por norma, su madre no les habría permitido aparecer en el salón con esos complementos, pero alguna concesión había que hacer a la emoción de la partida. Las dos eran bonitas, con rasgos delicados y ojos azules, y cuando crecieran se convertirían en damitas mundanas y convencionales, al contrario que Dora. Cada vez que hablaban, buscaban el beneplácito de mademoiselle Bourde. Y cuando se dirigían alternativamente a esa cumplida mujer y a su madre, utilizaban con pulcritud una u otra de las dos lenguas que dominaban.

Raymond sólo tenía una vaga idea de quiénes eran las personas que habían ido a despedir a la prima Maria y no deseaba tampoco que fuera más nítida, aunque ella lo presentó con firmeza a todo el grupo. Por mucho que en el fondo de su alma pudiera no tenerlo en gran consideración, la prima Maria jamás quedaría mal omitiendo la menor formalidad. Afortunadamente, sin embargo, él no estaba obligado a apreciar todas sus formalidades y preveía el día en que abandonaría ésta en concreto. No estaba tan preparada para ir a París y todavía tenía que llegar el momento en que detestara aquellos tiempos en que había creído correcto «presentar a todo el mundo». A Raymond le resultaba ya muy molesto e intentaba que Dora comprendiera que deseaba llevársela a dar un paseo por los pasillos. Había un caballero con un rizo en la frente que le resultaba especialmente antipático; hacía bromas infantiles que todos reían a coro, como si hubieran ensayado: bromas à la portée[38] de Effie y Tishy y, principalmente, a costa de ellas. Las dos se sumaban a las risas, como si siguieran sin dificultad la conversación, cosa muy posible, y soltaban después un pequeño suspiro con aire de circunstancias. Dora estaba grave, casi triste; cuando se mostraba diferente, como en aquel momento, más consciente era él de lo mucho que le gustaba. Por lo general, él no soportaba los grandes corros de personas que juntaban las sillas en las salas comunes de algún hotel; siempre había alguien que se empeñaba en ser gracioso.

Por fin consiguió llevarse a Dora; se esforzó en dar a aquel movimiento un aire intrascendente. Al fin y al cabo, nada tenía de especial que pasearan un poco por el pasillo; una docena de personas estaba haciendo lo mismo. La joven parecía no sospechar en lo más mínimo que tuviera algo especial que decirle, y respondió a su petición por mera amabilidad. Pero no le interesaba a su acompañante que siguiera en la ignorancia; sin embargo, su convicción de que, a pesar de los cuidados de mademoiselle Bourde, Dora no era una falsa ingenua, hacía que se repitiera que seguía queriendo hacerla suya. Dieron varias vueltas por el vestíbulo, durante las que a Dora Temperly pudo parecerle que su primo Raymond no tenía nada especial que decirle. Éste señaló varias veces que, sin duda, aparecería en París por primavera; pero en cuanto ella contestó una vez que se alegraba mucho, el tema pareció agotado. No obstante, al joven le importaba poco; no era el momento de declararse; sólo quería estar con ella. De repente, cuando estaban en el extremo del pasillo más alejado de la sala de donde habían salido, le dijo:

—Tu madre es muy rara. ¿Por qué tiene esa idea de París?

—¿A qué idea te refieres? —Raymond se había detenido y la muchacha estaba parada delante de él.

—Bueno, tiene un gran concepto de la ciudad sin haberla visto y, en realidad, sin saber nada de ella. Da la impresión de haber hecho planes de llevar allí una gran vida.

—Cree que es el mejor lugar —replicó Dora con la tenue sonrisa que encantaba a nuestro joven.

—¿El mejor lugar para qué?

—Bueno, pues para aprender francés —la muchacha seguía sonriendo.

—¿Para que lo aprenda ella? No lo aprenderá, es incapaz.

—No, nosotras. Y otras cosas.

—Ya sabéis francés. Y ya sabéis otras cosas —dijo Raymond.

—Quiere que las sepamos mejor, mejor que las demás jóvenes.

—No sé a qué cosas te refieres —exclamó el joven bastante impaciente.

—Bueno, ya veremos —contestó Dora, riendo.

Raymond no dijo nada durante un minuto; luego, prosiguió:

—Espero que no te ofendas si te digo que me parece curioso que tu madre tenga esas aspiraciones, esos planes napoleónicos, dado que se trata de una señora tranquila de California que no ha visto nunca ninguna de las cosas que tiene en la cabeza.

—Por eso mismo quiere verlas, supongo. Y no sé por qué iba a impedírselo ser de California. En cualquier caso, quiere que tengamos lo mejor. ¿Y el mejor gusto no está en París?

—Sí, y el peor —se sentía abatido cuando ella defendía a la señora Temperly y, para cambiar de tema, preguntó—: ¿Y no estás triste, esta noche, por dejar tu país durante un tiempo indefinido?

No lo animó mucho que la muchacha contestara:

—Oh, ¡iría a cualquier sitio con mi madre!

—¿Y con ella? —preguntó Raymond sarcásticamente cuando apareció mademoiselle Bourde, procedente del salón. Se fue acercando; se reunieron al cabo de un instante con ella y ésta informó a Dora de que la señora Temperly deseaba que volviera y tocara parte de aquella composición de Saint-Saens, la última que había estado estudiando, para el señor y la señora Parminter; querían juzgar si su hija podría defenderse con ella.

—Me parece que no —dijo Dora con una sonrisa; pero se disponía a ponerse en marcha obedientemente cuando su acompañante la retuvo un momento.

—¿Vas a decirme adiós?

—¿No vuelves al salón?

—Creo que no, no me gusta.

—¿Y a mamá? ¿No le dirás nada? —preguntó la muchacha.

—Oh, ya nos hemos despedido, esta tarde hemos tenido una conversación especial.

—¿Y no vendrás mañana al barco?

Raymond vaciló un momento.

—¿Irán el señor y la señora Parminter?

—¡Oh, seguro que irán! —declaró mademoiselle Bourde, vigilando a la joven pareja con tacto y serenidad, pero desde muy cerca, como si pudiera ser su obligación interponerse.

—Bueno, en ese caso, no iré.

—En ese caso, adiós —dijo la muchacha amablemente, tendiéndole la mano.

—Adiós, Dora —le cogió la mano mientras ella le sonreía, pero él no dijo nada más, molestísimo por el modo en que mademoiselle Bourde los vigilaba. Se limitó a mirar a Dora; a él le parecía bonita.

—¡Querida niña… la pobre madame Parminter! —murmuró la institutriz.

—Iré muy pronto —dijo Raymond mientras su acompañante se daba la vuelta.

—Será estupendo —dijo Dora, y se alejó de ellos deprisa, sin mirar atrás.

Mademoiselle Bourde se entretuvo un poco: Raymond no sabía el motivo, a menos que fuera para hacerle notar, con su refinado aplomo francés, el cual adoptaba formas extremadamente benévolas, que le seguía la pista muy de cerca. Algunas veces se preguntaba si copiaba a la señora Temperly o si la señora Temperly intentaba copiarla a ella.

—Tendrá mucho tiempo. Pasaremos un largo período en París —dijo con una sonrisa, frotándose las manos despacio.

—Quizá se sientan decepcionadas —sugirió Raymond.

—¿Qué puede decepcionarnos? Como no sea usted… —dijo la institutriz con voz dulce.

Raymond se fue sin ceremonia: probablemente, la imitadora era la prima Maria.

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