__ III __

En efecto, en cuanto llegó averiguó en qué consistía su compromiso; pero, dado que durante un tiempo aquella circunstancia formó parte de la primera impresión general, tardó en advertirla, ya que esa impresión general requería toda su capacidad de respuesta. Durante un día o dos casi se sintió víctima de una broma, de un burdo abuso de confianza. Se había presentado con la moderada agitación que acompaña a la conciencia de haber cumplido con los preparativos correspondientes; pero allí se encontró con que, aunque prevenido por los prefacios e impelido por las insinuaciones, en realidad no estaba preparado en absoluto. Se preguntaba cómo podría estar preparado para algo tan alejado de su experiencia, tan ajeno a su propio mundo, tan difícil de preconcebir bajo la nítida luz septentrional del más reciente impresionismo y, sin embargo, reconocido como tal, al fin y al cabo, llegado el momento, y como tal observado, probado y asimilado. No habría sabido cómo describir el caso: sin duda, lo habría descrito mejor con un pincel grueso y limpio, acompañado de un gesto amplio; porque tenía por costumbre considerar las ocasiones, de todo tipo, en primer lugar, como un cuadro, para poder captarlas, como solía decir, y así retenerlas en su totalidad. En esta aventura, le habían ofrecido, repentinamente, una de las impresiones más agradables, hermosas y serenas de su vida; una impresión que, además, visiblemente desde el principio resultó completa y homogénea. ¡Oh, ahí la tenía, si eso era todo lo que uno quería de algo! Y la tenía tan «ahí» que, igual que le había sucedido en Italia, en España —al encontrarse por fin, en una umbría capilla lateral o en un espléndido museo, frente a una gran obra soñada o con otra todavía más grande que se le ofrecía inesperadamente—, había contenido la respiración para no romper el hechizo; para prolongar la repentina reverencia casi había bajado la voz y andado de puntillas. La revelación repentina de la belleza suprema puede parecernos una ilusión, jugueteando con nuestro deseo: la libertad inmediata con ella, una temeridad.

Afortunadamente, sin embargo —y tanto más cuanto que su libertad en aquellos momentos lo había abandonado—, eso no impidió a su anfitriona, la noche de su llegada y mientras la visión de todo aquello era nueva, mostrarse tan extraña, tan rara y tan impayable[69], tan improbable, tan imposible, tan deliciosa durante la cena de las ocho (por lo que parecía, todavía observaba esos horarios tremendos) como se había mostrado, de manera abrumadora, en el té de las cinco. Con toda la naturalidad del mundo, era una de las apariciones más extrañas, si bien era difícil deducir qué medio podría ser natural para tal fin. Durante un par de días, él no consiguió averiguarlo; pero después —pero sólo entonces—, llegó a una conclusión firme. Pasado el momento, estuvo seguro de todo, incluso, por fortuna, de sí mismo. Si comparamos su impresión, con ligera extravagancia, con algunas de las más intensas que había experimentado en su vida, ello es sólo porque la imagen que tenía ante sí era tan pulida y troquelada. Expresaba con pura perfección, agotaba su carácter. Era lo que era del modo más absoluto e inconsciente. Gracias a las más extrañas circunstancias, había derivado de la corriente principal a un claro remanso, una poza tranquila y profunda en la que los objetos se reflejaban con nitidez. Hasta aquel momento, jamás en su vida había conocido nada antiguo, a excepción de unas pocas estatuas y cuadros; pero allí todo era antiguo, inmemorial, y nada lo era tanto como la misma novedad. La suposición de que existían lugares como aquél en el mundo había hecho poco, ahora se daba cuenta, para matizar el resplandor de sus contrarios. Lo importante eran los detalles, y era necesario verlos para creer en ellos.

La señorita Wenham, de cincuenta y cinco años de edad y una timidez implacable, indeciblemente extraña, era, en su reducida escala, grotesca casi hasta lo gótico; pero la sensación final que producía era de una amenidad que acompañaba los pasos del observador como una bocanada de gratitud. Granger no había visto en su vida una solterona más aturullada, más espasmódica, más dada a las disculpas, más en blanco en un momento y más prolija un momento después; sin embargo, tampoco nunca había concebido tan rápidamente semejante entusiasmo por una solterona. Tenía los ojos saltones, la barbilla huidiza y su nariz, durante la conversación, se movía con curiosa independencia. Llevaba en la coronilla una cofia circular con la que parecía una cariátide sin carga, y en otras partes de su persona lucía una extraña combinación de colores, tejidos y formas de origen metálico, mineral y vegetal. El tono de su voz subía y bajaba, las convulsiones de su rostro, tendieran a la expresión o a la represión —era difícil saberlo—, se sucedían de acuerdo con leyes propias; se turbaba por nada y por todo, se asustaba por todo y por nada, y abordaba los objetos, los temas de conversación, las preguntas y respuestas más sencillas, y todo lo relacionado con el trato social, por los caminos indirectos del terror o con la violencia de la desesperación. Sin embargo, a pesar de su refinada singularidad y la intensidad de sus costumbres, del modo en que sugería, a un tiempo, convenciones y simplicidades, comodidad y angustia, rodeos, sugerencias tardías y percepciones, seguía pareciéndole a su huésped irresistiblemente encantadora. Él no sabía cómo denominarlo; la señorita Wenham era fruto de su tiempo. Poseía una rara distinción. Producirla había supuesto un gran dispendio y todavía le quedaba mucho por dar.

En cualquier caso, el resultado del tono general de su bienvenida fue que la primera noche, en su habitación, antes de irse a la cama, Frank Granger se desahogó escribiendo a Addie una carta, la cual, si el espacio nos permitiera incorporarla en nuestro texto, cumpliría útilmente el cometido de una «ilustración». Nos autorizaría a presentarnos como profusamente ilustrados. Pero el proceso de reproducción, como decimos, es costoso. Granger deseaba que su amiga supiera lo magnífica que estaba resultando su relación. Ella lo había encaminado hacia algo totalmente especial: una casa antigua e intacta, intocable, indescriptible, un rincón antiguo como no creía que existieran, cuya sagrada calma hacía que la cháchara de los estudios, el olor a pintura y la jerga de los críticos, todas las sensaciones y sonidos de París, regresaran a él bajo la forma de otras tantas señales de una enorme jaula de monos. Granger se movía de un lado a otro, inquieto, mientras escribía; encendía cigarrillos y, nervioso y con repentinos escrúpulos, los apagaba de nuevo; la noche era tibia y una de las ventanas de su habitación, grande y de altos techos, que daba sobre el jardín, estaba abierta. Se perdió pensando en las cosas que lo rodeaban, en el tipo de habitación en la que en todo el último siglo no se había movido una silla ni se había dado un paso más allá de lo que correspondía. Se entretuvo con los objetos y adornos, dichosamente escasos y adorablemente buenos, todos ellos artículos perfectos y ninguno, para variar, francés. La escena era tan rara como algún bello grabado antiguo, con los mejores detalles en los rincones. Libros y cuadros antiguos, recuerdos de alusiones y conjeturas reaparecían ante él; ahora sabía qué era lo que los inquietos isleños buscaban cuando iban en pos de lo hogareño. Pero en Flickerbridge lo hogareño era puro estilo, aunque ese estilo fuera totalmente sincero. El pasado, grande o menudo —no sabía cómo denominarlo—, estaba tan amortiguado a su alrededor, como si algo lo invitara a dormir, mientras él escribía, que casi tenía mala conciencia por haberse presentado allí. ¡Cuánto podía llegarse a amar aquel lugar, pero cuánto, también, podía estropearse! Contemplarlo con intensidad equivalía positivamente a volverlo consciente, y volverlo consciente equivalía positivamente a despertarlo. Lo único que se podía hacer era dejarlo dormir, dejar que durmiera en sus cámaras grandes, hermosas, bajo sus altos, limpios doseles.

Añadió con esta inquietud una línea más a su carta, vagó de nuevo por la habitación, observó y jugueteó con algo más y después, dejándose caer en el viejo sofá floreado, sostenido por los rígidos cojines cúbicos, cedió de nuevo a la tentación de un cigarrillo, vaciló, miró fijamente y escribió unas palabras más. Quería que Addie lo conociera, ése era su mayor deseo, a menos que fuera mayor todavía el deseo de saber cuánto desearía conocer la propia Addie. Sí, lo que veía con mayor claridad era todo lo que Addie haría con ello. Absorto en aquellos pensamientos, casi se quedó helado al pensar en la sensación que la destinataria de su carta alimentaría retrospectivamente, y —adivinaba con un vago estremecimiento— con ánimo casi de venganza, por aquella oportunidad perdida, por la atrocidad de aquella privación. Bien, lo que había sucedido era que la relación había estado guardada para Addie, como un paquete envuelto y cerrado para la entrega, hasta que ella pudiera prestarle atención. La veía allí, la oía y la sentía, sentía cómo se sentiría y cómo, según solía decir, «la pondría por las nubes». Algunas de sus compatriotas jóvenes lo denominaban «gritar de entusiasmo», cosa que ilustraba perfectamente su significado. De todos modos, Addie entendería el lugar por completo; de eso no cabía la menor duda. Causaría en ella la misma impresión que en él, y Granger advertía de antemano las palabras de entusiasmo y aprecio en que coincidirían. Sabía muy bien qué cosas le parecerían pintorescas, qué cosas le parecerían insulsas, qué cosas le parecerían raras y qué cosas le parecerían disparatadas. Addie lo asimilaría todo con una inteligencia mucho más apta que la suya para entender lo que él imaginaba que debía contemplar como los vínculos literarios del lugar. Ella habría leído las memorias y las novelas anticuadas y prolijas que tanto las figuras como el emplazamiento, sin duda, debían de evocar en el espectador; conocería las generaciones pasadas: los corpulentos potentados de la región y sus esposas con turbante e hijas de ojos redondos que, en otros tiempos, habían tenido trato con la ciudad recia, rojiza y escasamente comercial, las casas sólidas y cuadradas y los amplios jardines amurallados, las calles hoy en día todo hierba y chismorreos, como escenario de una «temporada» local. Tendría justificación para las reuniones, cenas, fiestas etílicas; los candelabros ahumados en los oscuros salones; para el largo, barroso siglo de coches de caballos familiares, cartucheras, salteadores de caminos. En definitiva, pondría un dedo, igual que había hecho él, en el punto vital, la rica humildad de todo aquello, el hecho de que ni Flickerbridge en general ni la señorita Wenham en particular, así como cualquiera o cualquier cosa relacionada, intuyeran siquiera su carácter y su mérito. Addie y él tendrían que venir para dejar entrar la luz.

La dejó entrar, poco a poco, antes de irse a la cama, a través de las ocho o diez páginas que le dirigió; le aseguró que era la situación más privilegiada del mundo, un cuadro pequeño —pero lleno de estilo—, perfectamente compuesto y transmitido, con tradición y sólo tradición, en cada pincelada, tradición que respiraba sin ruido y enrojecía visiblemente, mientras indicaba horas extrañas en los altos relojes de caoba a los que nunca se daba cuerda y que, sin embargo, hacían tic-tac de modo audible. Estaba seguro de que acabaría viendo cómo todos los elementos encajaban con encanto, presentando a su anfitriona —un extraño pez iridiscente en la brillante exposición de un acuario— como si flotara en su medio natural. Dejó la carta abierta sobre la mesa pero, al mirarla al día siguiente, de repente no se sintió inclinado a mandarla. La guardaría para añadir algo más, porque le quedaban cosas por descubrir; pero, pasados tres días, seguía sin enviarla. En su lugar, mandó con retraso un informe mucho más breve que se sintió inclinado a redactar de modo distinto y, por algún motivo, menos vívido. Mientras tanto, la señorita Wenham le dijo cómo lo había presentado Addie. Le costó llegar a aquel punto, pero después de cruzar el Rubicón, avanzaron mucho.

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