__ II __

Los niños seguían tomando el té y la pobre señorita Steet estaba sentada con ellos, consolándose con tazas bien cargadas, mordisqueando tristes bocados de tostada y mirando con aire ausente a sus pequeños compañeros mientras ellos intercambiaban breves y sonoros comentarios. Siempre suspiraba cuando Laura entraba —así expresaba cuánto apreciaba su visita— y era la única persona de las que la muchacha veía con frecuencia que le parecía más triste que ella misma. Pero Laura la envidiaba, ya que le daba la impresión de que era más digna su situación que la de la hermana de la señora de la casa. La señorita Steet había relatado su vida a la linda y joven tía de los niños y este personaje sabía que, aunque había pasado por momentos dolorosos, nunca le había sucedido nada tan desagradable, ni era probable que le sucediera, como la odiosa posibilidad de que su hermana diera un escándalo. La señorita Steet tenía dos hermanas (Laura lo sabía todo de ellas) y una estaba casada con un clérigo de Staffordshire (una zona muy fea) y tenía siete hijos y cuatrocientas libras al año; mientras que la otra, la mayor, era enormemente corpulenta y ocupaba (no sin dificultad) un puesto en un orfanato en Londres. Ninguna de las dos parecía destinada al tribunal de divorcios inglés, y semejante circunstancia en un pariente próximo le parecía a Laura, por sí misma, causa casi suficiente de felicidad. La señorita Steet nunca vivía en un estado de inquietud nerviosa, todo en ella era respetable. Algunas veces irritaba a la muchacha con su aire desfallecido de mártir: Laura tenía ganas de gritarle: «Por Dios, ¿qué motivos tiene para quejarse? ¿No se gana la vida como una joven honrada? ¿Acaso está obligada a ver a su alrededor cosas que odia?».

Pero no podía decirle nada semejante porque le había prometido a Selina, que ponía en eso gran empeño, que nunca se comportaría con ella con excesiva familiaridad. Selina no carecía de ideas sobre el decoro: de hecho, le sobraban; sólo que esas ideas poco tenían que ver con él, ya que las erigía en extraños lugares. No tenía un trato familiar con la institutriz de sus hijos; en realidad, ni siquiera tenía un trato familiar con los niños. Por ese motivo era imposible reconvenir a la señorita Steet cuando se sentaba como si estuviera atada sobre una pira y empezaran a encender las antorchas. Si en esa situación los mártires tomaran té y fiambres, se habrían parecido de manera extraordinaria a la irritante joven de la sala de las clases de Mellows. Laura no podía negar que era natural que la institutriz prefiriera que la señora Berrington asomara la cabeza algunas veces y diera alguna muestra de que le gustaban sus métodos; pero la pobre señorita Steet sólo sabía por los criados o por Laura si la señora Berrington estaba o no en casa: por lo general, no estaba, y la institutriz daba a entender (por su forma de ladear la cabeza cuando miraba a Scratch y Parson, a los que, naturalmente, llamaba Geordie y Ferdy) que sufría por ello una enorme carencia, e incluso que los niños se hallaban en ese mismo estado. Quizá fuera cierto en el caso de estos últimos, aunque, sin duda, no resultaba evidente en sus modales ni en su aspecto físico, y Laura estaba segura de que, si Selina se hubiera dedicado a pasar una y otra vez por la habitación, la señorita Steet se habría tomado la molestia de manera incluso más trágica. La visión de los males de aquella mujer, reales o figurados, no reducía la convicción de Laura de que ella misma habría encontrado valor para ser institutriz. Tendría que haber dado clases a niños muy pequeños, porque se consideraba demasiado ignorante para más altos vuelos. Pero Selina nunca lo habría permitido: lo habría considerado una vergüenza o, incluso peor, una pose. Seis meses antes, Laura le había propuesto que prescindiera de la institutriz de pago y aceptara que ella se encargara de los niños: así no se sentiría tan dependiente y podría hacer algo a cambio. «Y haz el favor de decirme, ¿qué pasaría cuando tuvieras que ir a cenar? ¿Quién los cuidaría entonces?», le había preguntado la señora Berrington con aire escandalizado. Laura le había contestado que quizá no fuera imprescindible que asistiera a la cena, podría cenar antes, con los niños; y que si su presencia en el salón fuera necesaria, los niños tenían una niñera que, si no era para eso, ¿para qué estaba? Selina la miró como si fuera una joven lamentablemente superficial y le dijo que tenían a la niñera para vestirlos y cuidar de su ropa, ¿quería que los pobrecitos fueran con harapos? Selina tenía sus propias ideas sobre la meticulosidad, y cuando Laura insinuó que, al fin y al cabo, a esa hora los niños estaban en la cama, declaró que, incluso cuando dormían, quería que la institutriz estuviera cerca; así era como una madre se daba cuenta de que se interesaba de veras. Selina era maravillosamente minuciosa; dijo algo de que las horas de la noche, en la silenciosa sala de las clases, eran el mejor momento para que la institutriz preparara las lecciones de los chicos para el día siguiente. Laura Wing era consciente de su propia ignorancia; sin embargo, se atrevía a creer que podría haber enseñado a Geordie y a Ferdy el alfabeto sin necesidad de previas investigaciones nocturnas. Se preguntaba qué imaginaba su hermana que les enseñaba la señorita Steet, si tenía la absurda teoría de que estudiaban latín y álgebra.

Las horas que durante la noche la institutriz pudiera pasar en la silenciosa sala de clases le habrían venido bien a Laura; al menos, eso creía. Con algún toque personal, habría hecho que aquel lugar fuera todavía más bonito de lo que era y, las noches de invierno, cerca del brillante fuego, habría disfrutado leyendo. Estaba la cuestión del piano nuevo (el viejo era bastante malo: ¡la señorita Steet tenía tan buenas manos!) y quizá debería pedírselo a Selina, pero no mucho más. El aula de Mellows no carecía de encanto y la muchacha deseaba a menudo haber pasado sus primeros años en un escenario tan precioso. Era una especie de salón panelado, situado en un ala, que daba sobre los grandes y mullidos céspedes y parte de la terraza donde los pavos reales solían desplegar su cola. De la pared colgaban curiosos mapas antiguos y «colecciones» —de pájaros y conchas— en cajas de cristal, y había un biombo maravillosamente pintado que había hecho la señora Berrington, cuando Lionel era joven, con grabados sencillos que ilustraban cuentos infantiles. Era el entorno idóneo para una infancia feliz y Laura creía que su hermana nunca sabría lo encantadores que estaban en él Scratch y Parson. En el caso de Lionel, la anciana señora Berrington sí lo sabía, ya que lo había dispuesto todo para él. La misma historia contaban tantos otros objetos de la casa que revelaban un profundo sentido de lo doméstico, generoso y cómodo, dirigido a eternidades de posesión, y característico, treinta años antes, de la anciana indiscutible e indiscutida cuyos sofás y «rincones» (tal vez fue la primera persona en Inglaterra que tuvo rincones) demostraban en grado sumo su habilidad.

Laura Wing envidiaba a los niños ingleses, al menos, a los varones, incluso a sus gorditos sobrinos y a pesar de los nubarrones que se cernían sobre ellos; pero había advertido ya la incongruencia entre Lionel Berrington, a los treinta y cinco años de edad, y las influencias que habían rodeado su juventud. No le desagradaba su cuñado, aunque lo admiraba poco y lo compadecía; pero se maravillaba del despilfarro que entrañaban algunas instituciones humanas (por ejemplo, la nobleza rural británica) cuando advertía lo mucho que había sido necesario para crear tan poco. El agradable salón revestido de madera, la vista del jardín que le recordaba el escenario de algunas comedias de Shakespeare, todo lo exquisito del hogar de los antepasados de Lionel… ¿qué relación visible había entre esas cosas tan hermosas y la pobre imagen de palafrenero de Lionel? Aquella tarde, al regresar, Laura encontró a los hijitos de éste jugando a ver quién hacía más ruido con las tazas (la señorita Steet puso fin a aquella falta de decoro en cuanto Laura entró) y se preguntó cómo justificarían, veinte años más tarde, el marco que, en aquel momento, les hacía parecer un cuadro. ¿Madurarían con nobleza, como perfección de la cultura humana? Tenía de nuevo ante sí el contraste, la misma sensación de curiosa duplicidad (en el sentido literal del término) que había sentido en Plash: el espíritu de aquella casa tan antigua era todo paz y decoro, y el que prevalecía fuera del aula era polémico e impuro. Le había sorprendido en ocasiones anteriores: esa máquina perfecta que todavía, algunas veces, puede hacer que la vida inglesa siga adelante con un ritmo majestuoso, aunque lleve tiempo corrompida por dentro.

Tenía cierta intención de pedir a la señorita Steet que cenara con ella aquella noche en el piso de abajo, ya que le parecía absurdo que dos jóvenes que tenían tanto en común (al menos, eso) se sentaran a cenar solas, cada una en un extremo de la casa vacía y triste en una noche como aquélla. En aquel momento, no le habría importado que Selina considerase una familiaridad semejante comida: algunas veces se permitía dar muestras de cierta irritada humildad y se situaba cerca de las personas trabajadoras y miserables. Pero, cuando observó la cantidad de fiambres que había consumido ya la institutriz, tuvo la sensación de que sería una formalidad vacía proponerle otro ágape. Se sentó con ella, junto al fuego, cuando los dos niños se habían colocado ya en la mejor postura para oír un cuento. Iban vestidos como los marineros ingleses y olían a las abluciones a las que se habían visto condenados a someterse antes de la hora del té, el aroma de las cuales sólo cubría en parte el del pan con mantequilla. Scratch quería que le contaran una historia que ya conocía y Parson una nueva, e intercambiaron una serie de poderosos argumentos. Mientras estaban así ocupados, la señorita Steet narró, a petición de su visitante, el paseo que había dado con ellos y le reveló que había estado pensando mucho tiempo en preguntar a la señora Berrington —si, por casualidad, se le presentara la ocasión— si daría el visto bueno a que les impartiera algunas nociones elementales de botánica. Pero no se había presentado la oportunidad y hacía ya mucho tiempo que se le había ocurrido la idea. Ella misma tenía cierta inclinación por ese estudio; había profundizado un poco, dijo, como si sugiriera que, en algunas ocasiones, obtenía de esa afición el consuelo necesario. Laura sugirió que, en invierno, a unos niños tan pequeños tal vez les resultara un poco árido estudiar botánica en los libros de texto: quizá fuera mejor esperar a la primavera y enseñarles en el jardín, al aire libre, algunas de las peculiaridades de las plantas. Ante lo cual, la señorita Steet replicó que su idea era ir enseñándoles despacio algunas características generales —el proceso era lento— y así estarían preparados cuando llegara la primavera. Hablaba de ésta como si faltara muchísimo. Habría deseado poder exponer la pregunta a la señora Berrington aquella semana, pero ya estaban a jueves, ¿verdad?

—Oh, sí. Tenga entretenidos a los niños en cualquier cosa de provecho —dijo Laura, y a punto estuvo de añadir que sería bueno que tuviera también entretenida a la institutriz.

A Laura le asustaban un poco las historias nuevas: los niños tardaban muchísimo en entrar en ellas y las preguntas inundaban los primeros pasos. El silencio receptivo, roto únicamente por alguna rectificación ocasional por parte del oyente, nunca se producía hasta después de que el cuento se hubiera contado una docena de veces. Al final, acordaron que tocaba contar Riquete el del copete, pero en esa ocasión el corazón de la joven no estaba muy atento a la diversión. Tenía un niño a cada lado, inclinados hacia ella, y les pasaba un brazo por los hombros; sus cuerpecitos eran recios y fuertes, y sus voces parecían campanillas de plata. No cabía duda de que su madre había ido demasiado lejos; sin embargo, la ternura que se podía sentir por aquellos niños abandonados, aquellas criaturas amenazadas, tenía su límite. Era difícil adoptar una perspectiva sentimental que ellos jamás tendrían de sí mismos. Geordie se convertiría en un maestro del polo y se ocuparía más de ese pasatiempo que de cualquier otra cosa en la vida, y Ferdy tal vez se convirtiera en «el mejor tirador de Inglaterra». Laura veía en ellos esas posibilidades; en lo que le decían, en lo que se decían uno a otro. En cualquier caso, jamás reflexionarían sobre nada de este mundo. En aquel momento se contradecían a propósito de una cuestión de historia ancestral sobre la que, al parecer, su niñera, cuya familia llevaba años de arrendataria, había atraído su atención. El abuelo de ambos había tenido una jauría durante quince años: Ferdy sostenía que desde siempre. Geordie, como hombre de mundo, ridiculizaba la idea; la tuvo hasta que se hizo voluntario, cuando puso en marcha un magnífico regimiento que le costó miles de libras. Ferdy era de la opinión de que aquello era dinero tirado: él tenía intención de tener un regimiento de verdad y ser coronel en la Guardia Real. Geordie hablaba como si aquélla fuera una ambición superficial y él poseyera mayor amplitud de miras; él era firme partidario de volver a tener una jauría. No entendía por qué papá no la tenía, a no ser que no quisiera esas complicaciones.

—Yo sé por qué. ¡Es porque mamá es americana! —anunció Ferdy con aplomo.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Laura.

—¡Mamá gasta tanto dinero que no queda para nada más!

La asombrosa declaración suscitó una protesta alarmada de la señorita Steet; enrojeció y aseguró a Laura que era incapaz de imaginar de dónde el niño podría haber sacado una idea tan extraordinaria.

—Me ocuparé de averiguarlo, pierda cuidado. Lo averiguaré —dijo, mientras Laura le decía a Ferdy que nunca, nunca, nunca, en ninguna circunstancia, debía pronunciar ni escuchar una sola palabra que supusiera una falta de respeto a su madre.

—¡Si alguien dijera algo contra alguien de mi familia, le daría su merecido! —gritó Geordie, con las manos en los bolsillitos azules.

—¡Yo le atizaría en el ojo! —gritó Ferdy con alegre incoherencia.

—Quizá le parezca bien venir a cenar a las siete y media —dijo la joven a la señorita Steet—; se lo agradecería mucho, ya que estoy sola.

—Muchas gracias. ¿De veras está sola? —murmuró la institutriz.

—¿Y por qué no te casas? Así ya no estarías sola —intervino Geordie con ingenuidad.

—Niños, esta tarde os estáis portando muy mal —exclamó la señorita Steet.

—No me casaré, yo quiero tener perros —proclamó Geordie, el cual, al parecer, había quedado muy impresionado por la explicación de su hermano.

—Si me lo permite, bajaré más tarde, hacia las ocho y media —dijo la señorita Steet con actitud consciente y responsable.

—Muy bien, quizá podamos tocar un poco de música juntas.

—Oh, música… ¡nosotros no estudiamos música! —dijo Geordie con notable superioridad y, mientras hablaba, Laura vio que la señorita Steet se ponía repentinamente de pie con aspecto todavía más tenso que de costumbre. La puerta de la habitación se había abierto y ahí estaba Lionel Berrington. Llevaba puesto el sombrero y tenía un puro en la boca; y el rostro sonrojado, como era habitual. Se quitó el sombrero al entrar en la habitación, pero no dejó de fumar y se puso un poco más colorado que antes. Su cuñada habría deseado que fuera distinto en muchos sentidos, pero nunca le había desagradado cierta timidez infantil que afloraba en su relación con casi todas las mujeres. La institutriz de sus hijos lo ponía incómodo y Laura había advertido anteriormente que él producía el mismo efecto sobre la señorita Steet. Lionel quería a sus hijos, pero los veía con tan escasa frecuencia como su madre y éstos nunca sabían cuándo estaba en casa. En realidad, sus idas y venidas eran tan continuas que la misma Laura apenas estaba al corriente: era excepcional que, en aquella ocasión, hubiera sabido de su ausencia. Selina tenía motivos para desear no ir a la ciudad mientras su esposo siguiera en Mellows y alimentaba la irritante convicción de que se quedaba en casa a propósito para vigilarla, para impedir que se marchara. Tenía la teoría de que ella estaba siempre en casa, que pocas mujeres eran más domésticas que ella, más apegadas al hogar y absortas en los deberes que éste aparejaba; y, en su irracionalidad, reconocía que para establecer esta teoría su marido tenía que verla en Mellows de vez en cuando. No bastaba con mantener que la vería si él también estuviera en la casa de vez en cuando. Por consiguiente, le desagradaba que su ausencia resultara patente y marcharse ante las narices de su marido; prefería coger el tren siguiente al suyo y regresar una hora o dos antes que él. Muchas veces lo conseguía con gran habilidad, a pesar de que nunca estaba segura de cuándo podía regresar él. Sin embargo, últimamente había dejado de tomarse tantas molestias y Laura, muy a su pesar, conocía lo bastante sus impaciencias y perversidades para saber que el mero hecho de que ella hubiera querido (cuatro días antes del momento sobre el que escribo) poner a su marido sobre una pista falsa —o, al menos, alejarlo de la buena—, indicaba que debía de tener en la cabeza algo más terrible que de costumbre. Por ello la joven había estado tan nerviosa y también por ello la sensación de catástrofe inminente, que últimamente era cada vez mayor, resultaba en aquellos momentos una presión casi intolerable: sabía que, en muy escasa medida, Selina podía permitirse ser más desagradable que de costumbre.

Lionel la sobresaltó al aparecer de aquella manera tan inesperada, si bien Laura no podría haber dicho nunca en qué circunstancias habría sido natural esperarlo. En Mellows, ese conocimiento se limitaba a los criados, la mayoría de los cuales eran inescrutables y poco comunicativos, y se erigía sobre una sabiduría fundada en los telegramas: no se podía hablar con el mayordomo sin que sacara uno del bolsillo. Era una casa de telegramas; cruzaban docenas por hora, de ida y vuelta, y Selina, en particular, vivía rodeada por una nube de ellos. Laura sólo tenía vagas ideas de su contenido; de vez en cuando, si veía alguno, o bien no lo entendía o bien creía que trataba de caballos. De una manera u otra, había una enorme cantidad de caballos en la vida de la señora Berrington. Además, tenía muchos amigos que siempre corrían de un lado para otro como ella, fijaban citas y las cancelaban y querían saber si ella iba a algunos sitios o si iría si ellos iban o si iría a la ciudad a cenar y a «ir de teatros». Había también muchos teatros en la existencia de aquella atareada dama. Laura recordaba lo mucho que le gustaba la telegrafía a su pobre padre, aunque nunca hablara de teatro: en todas circunstancias, Laura intentaba dar a su hermana la ventaja o la excusa de la herencia. Selina tenía ideas propias, que eran superiores: en una ocasión señaló a Laura que era imbécil que una mujer escribiera: el telégrafo era el único medio de evitarse problemas. Si eso hubiera bastado para alejar a una dama de los problemas, la vida de la señora Berrington habría fluido como los ríos del Edén.

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