__ V __
Se encontraban, como de costumbre, en el jardín, y a él todavía no se le había ocurrido pensar que, si fuera sólo un feliz sinvergüenza, habría una buena manera de protegerla. Como ella no quería ni oír hablar de que él dejara de cuidarse, había ido a la casa a buscar un chal determinado que era justo lo propio para que se tapara las rodillas y, parpadeando en la acuosa luz solar, había regresado con éste a través de la pequeña extensión de fino césped. Él no era necio ni idiota, pero casi tuvo que imponerse como una tarea resistir la sensación de absurda ventaja que tenía sobre ella. Lo llenaba de horror e incomodidad, lo hacía pensar en cosas raras, le recordaba algo de la enamorada señorita Harriet de Maupassant y su trágico destino. Existía la absurda posibilidad —sí, él tenía los hilos en la mano— de quedarse con el tesoro. Aquél era el arte de la vida, lo que un verdadero artista haría sistemáticamente. Cerraría la puerta a la impresión, la trataría como un museo privado. Vería que podía demorarse y quedarse, vivir con aquellas cosas maravillosas, descansar allí para recuperarse. Por su parte, estaba seguro de que no tardaría mucho en poder pintar allí, trabajar en un registro en el que nunca había pensado. Cuando ella le trajo la manta, la cogió e hizo que se sentara en el banco y siguiera tejiendo; después, tras colocarse detrás de ella con una carcajada, se la puso sobre los hombros; a continuación se dedicó a pasear de un lado a otro delante de ella, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los dientes. Le daba vergüenza el cigarrillo: era una infame nota falsa; pero la señorita Wenham le permitía que fumara, le gustaba, le rogaba que lo hiciera, y él le había dicho sobre el tabaco, en una de las bromas que ella pasaba por alto con benevolencia, que lo hacía por temor a hacer algo peor. Aquello no hacía más que indicar que el final se acercaba.
—Me temo que le parecerá horrible lo que voy a decirle, pero no puedo evitarlo. Le hablo desde el profundo respeto que usted me inspira. Le parecerá una espantosa deslealtad con la pobre Addie. Sí, de eso se trata; se trata de una monstruosidad sin paliativos —se detuvo y la miró hasta que ella tal vez se asustó—. No deje que venga. Dígale que no venga. He intentado impedirlo, pero sospecha.
—¿Sospecha? —preguntó la pobre mujer.
—Bueno, lo provoqué yo, al escribirle a propósito sin cargar las tintas… cuando, por la noche, el instinto me dictó lo que podría pasar. Algo me dijo que no enviara la primera carta, en la que, bajo la primera impresión, me había dejado llevar por el entusiasmo y lo «ponía todo por las nubes»; y en lugar de ello redacté una descripción insincera y contenida. Pero por contenido que fuera, al parecer, no conseguí hacer de usted un retrato poco interesante. El interés por sus colores, por mucho que yo la pintara en grises, debió de trascender y ofrecerle a Addie una descripción interesante. Addie huele la batalla desde lejos, es decir, huele lo pintoresco. Pero no permita que venga. Lo que le digo es horrible, pero se lo debo. Se lo debo al mundo. Ella la matará.
—¿Quiere decir que no me llevaré bien con ella?
—Oh, fatal. Mire cómo me he llevado yo. Es inteligente, muy bonita, muy buena. Y la adorará a usted.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
—Vaya, pues en lo que hará con usted.
—Oh, puedo mantenerme firme en mi sitio —dijo la señorita Wenham moviendo la cabeza como un caballo que agitara los cascabeles en el aire helado.
—Oh, pero no podrá mantenerla a ella en el suyo. La pondrá a usted por las nubes. Escribirá sobre usted. Usted es como las cataratas del Niágara antes de que llegara el primer viajero blanco y usted sabe (o, mejor dicho, en realidad no puede saberlo) en qué se convirtieron las cataratas después de que llegara aquel caballero. Addie habrá descubierto las cataratas del Niágara. La entenderá a usted perfectamente; no se le escapará de usted el menor matiz ni permitirá que a nadie se le escape. Le parecerá demasiado extraña para describirla con palabras; sin embargo, dará con ellas. Será usted demasiado auténtica para que la dejen como es, y los amigos de Addie, y los directores de los periódicos de Addie, y sus colaboradores y lectores cruzarán el Atlántico y se congregarán en Flickerbridge —unánimes, vociferantes, venidos de todas partes— de manera que no podrán dejarla como antes. Aparecerá usted en revistas con ilustraciones; en periódicos con titulares, en todas partes con todo. Usted no entiende, cree que lo entiende, pero no es así. ¡Que el cielo no quiera que pueda usted entenderlo! Ésa es su belleza, su belleza durmiente. Pero usted no lo necesita. Puede confiar en mí: no invite a Addie. Ponga, como pretexto, como motivo, lo que quiera. Miéntale, asústela. Yo me iré y la dejaré, lo sacrificaré todo —Granger prosiguió su exhortación, cada vez más convencido—. Si veo que tengo que irme, me inventaré algo, sólo quiero asegurarme de que se sostiene. Habrá que mantenerlo. Pero le echaré polvo a los ojos. Le diré que usted no es una persona adecuada, que, en realidad, no es una amistad deseable. Le diré que es usted vulgar, incorrecta, escandalosa; le diré que es usted mercenaria, intrigante, peligrosa; le diré que lo único seguro que puede hacer es olvidarla de inmediato. Así conseguiré que la rodee una leyenda impenetrable deliberadamente equivocada, el círculo de un engaño piadoso, y así la guardaré para mí.
La señorita Wenham lo había escuchado como si fuera una banda de música y ella una tímida fiestecita en el jardín.
—No me gustaría que se fuera usted. Y no me gustaría nada que no volviera.
—¡Ah, eso es! —contestó él—, ¿cómo voy a volver si Addie la estropea a usted?
—Pero ¿cómo va a estropearme, aunque haga lo que usted dice? Sé que soy demasiado vieja para cambiar y demasiado rara para gustar de ninguna de las extraordinarias maneras que usted dice. Si se trata de ponerme a prueba, no creo que mi prima, ni nadie más, tenga la capacidad que parece tener usted para ello. ¡De manera que si usted no me ha estropeado…!
—¡Claro que la he estropeado! ¡Ése es precisamente el problema! —insistió Granger—. La he minado. Al fin y al cabo, he dejado muy poco trabajo a Addie.
Ella rio en tonos claros.
—Bueno, en ese caso admitiremos que usted lo ha hecho todo, menos asustarme.
Él la miró con aire tristísimo.
—No, ése es también uno de los aspectos más temibles. Seguro que a usted le gusta lo que vaya a suceder. Quedará usted atrapada en un carro de fuego como el antiguo profeta. ¿No fue así, no le pasó eso a un profeta? Precisamente por ese motivo, si hubiera sido posible, debería usted haber permanecido en la ignorancia. Hay una frase en latín que dice más o menos que son las cosas mejores las que cambian más fácilmente a peor. Ya disfruta usted con su deshonra y se deleita en su vergüenza. ¡Es demasiado tarde…! ¡Está usted perdida!