38

DESPUÉS que Densher recibió, dos meses más tarde, noticias de Nueva York, Kate fue a verlo una mañana a su casa, no como en Venecia, respondiendo a su invitación apremiante, sino porque sentía en ella misma la necesidad de hacerlo aunque su visita resultara directamente de una misiva que le habían llevado. Esta nota de Densher acompañaba a una carta «personal» que le había enviado un célebre estudio jurídico, una firma cuya gran reputación había conocido en Nueva York, y cuyo fundador y jefe, principal ejecutor del extenso testamento de Milly Theale, había sido debidamente identificado en Lancaster Gate como la persona que había acudido con mayor premura en ayuda de Mrs. Stringham, antes de la muerte de la joven. La reacción de Densher al recibir este documento — reacción acerca de la cual había tenido todo el tiempo necesario para reflexionar maduramente— constituyó, en verdad, cosa bastante extraña, la primera alusión a Milly, a lo que Milly podía o no haber hecho, que intercambiaron nuestros dos jóvenes desde que habían contemplado la destrucción, en la pequeña chimenea vulgar de Chelsea, de la carta para siempre desconocida de Milly. En esa oportunidad se habían separado inmediatamente, y cuando volvieron a encontrarse lo único que les recordó esa cuestión fue la intensidad del silencio que por sí solo expresaba su ausencia. Por otra parte no se vieron con frecuencia en el curso de esos meses, aunque eso les hubiera resultado en enero y una parte de febrero, relativamente fácil. La estancia de Kate en casa de Mrs. Condrip se prolongó gracias a la indulgencia de su tía, que habría parecido misteriosa a Densher si él no hubiera sido admitido, muy a su pesar, en su secreto.

—Es una idea de Kate —le explicó Mrs. Lowder como si despreciara las ideas, lo que no era así—, y yo he adoptado la mía, que consiste en dejar hacer hasta que tenga bastante. Ella ya tiene bastante desde hace tiempo, pero siendo tan orgullosa como es posible serlo, no volverá antes de haber encontrado una razón que nada tenga que ver con su fastidio. Ella cataloga esa estancia como sus vacaciones que ha decidido pasar de este modo: las vacaciones a las cuales ella dice que, cada año, las mismas cocineras tienen derecho. Es, pues, sobre ese principio que nos basamos. Yo no creo, sin embargo, que volvamos muy pronto a tomar otras vacaciones de esta índole. Ella es por otra parte muy formal. Viene a menudo, desde que yo se lo pido, y como ha sido en suma muy razonable, desde hace alrededor de un año, yo no me quejo por tener que serlo también. Kate siempre ha estado, la pobre querida, muy a la altura de las circunstancias, pero es inútil —concluyó tía Maud— explicarle al hombre inteligente que es usted lo que eso significa.

Fue en parte para evitar conversaciones de ese género que las apariciones de Densher en casa de la buena señora se espaciaron, después de Navidad, de manera muy manifiesta. La crisis que las había hecho casi frecuentes, a su retorno de Venecia, se había ahora casi esfumado y con ella el impulso que entonces lo había arrastrado. Otra fase le había sucedido, que le habría resultado penosamente dificultoso definir, pero cuya amplitud creciente dejaba a Mrs.

Lowder absolutamente al margen del interés de Densher. Se había tratado, en cierto momento, de que Mrs. Stringham, que volvía, acompañada, a Estados Unidos, se detuviera en Londres y se alojara en casa de su vieja amiga. En ese caso él habría estado preparado para presentarse allí con asiduidad. Pero ese peligro —él había considerado su venida como tal—fue alejado, y la persona a quien más en el mundo hubiera deseado ver a solas se embarcó en Génova para América. Se contentó entonces con escribirle, rompiendo así, desde la muerte de Milly, el silencio cuyo sentido habían comprendido tan profundamente antes de ese suceso. Ella le contestó dos veces desde Venecia y tuvo tiempo de escribirle aún dos cartas desde Nueva York. La última de sus cuatro cartas llegó al mismo tiempo que el documento que le entregó a Kate, pero él no examinó la oportunidad de hacérsela llegar igualmente. Su correspondencia con la amiga de Milly se le presentaba ya, por así decir, como una particularidad —como un factor, habría escrito en su diario— del momento que vendría, fuera próximo a lejano, pero uno de sus pensamientos habituales más punzantes consistía en decirse que nada le había contado de eso a Kate. Ella no le había hecho ninguna pregunta, no le había dicho: «¿No tienes noticias?», de modo tal que él no había tenido la obligación de sincerarse. Pensó que estaba muy bien así, puesto que estimaba su secreto. Como un secreto definía a su correspondencia transoceánica, reconociendo en ella, sin pestañear, su única falta de lealtad. Se imaginaba, por otra parte, esta falta, con rasgos nítidos, como un islote que surgiera de la extensión desolada de los mares, de la inmensidad gris y sin fondo de su lealtad. El hecho de que recientemente hubiera hecho con Kate varios paseos solitarios que siempre se caracterizaban más por lo que callaban que por lo que decían, no logró atenuar en él una extraña impresión de desnudez. Había muy en el fondo de su ser algo que él no le había mostrado a nadie, ni siquiera a la compañera de esos paseos. Pero bajo el influjo de esta impresión no estaba menos obsesionado por un espantoso temor a ser descubierto. Era como si hubiera invocado esa cosa inquietante con toda su ingenua buena fe y era bastante extraño que asido a su roca y a Susan Shepherd se creyera invisible. Eso simbolizaba sin duda su fe en el poder de ella, en la delicada tendencia que tenía a protegerlo. Kate, en todo caso, era la única que sabía lo que sabía, y también era la última persona interesada en divulgarlo; a pesar de lo cual se habría dicho que el acto, tan íntimamente ligado a ella y que nunca debía ser evocado o recuperado flotaba a merced de todos los vientos del cielo. Su lealtad, tal como la encaraba respecto de Kate, era la esencia misma de esta amenaza, a punto tal que él entrevía por instantes como último remedio o último gesto, el deseo de sepultar en la oscura ceguera de su abrazo este conocimiento de ellos mismos que no podían destruir más.

Si hubieran creído que lo que había entonces entre ellos era una cuestión «física», habrían recurrido a este íntimo expediente. Era significativo, en circunstancias en que todo contaba, que en tres ocasiones, en el parque de Battersea —donde Mrs. Lowder no se paseaba nunca—, él hubiera recurrido al medio habitual, en las avenidas desiertas, de tenerla apretada contra sí. En las condiciones en que ella se encontraba, podía ausentarse sin tener necesidad de dar explicaciones en su casa, lo que les dejaba por primera vez, precisamente, una apreciable libertad. Él suponía que ella siempre podía decir en Chelsea —aunque no insistía para que lo hiciera— que había atravesado la ciudad para ir a casa de su tía, en tanto que en Lancaster Gate siempre había habido razones que alejaban el pretexto de las visitas familiares. Su libertad tenía, pues, una pureza todavía inigualada, de la cual disfrutaron muy claramente. Disfrutaron de ella de todas las maneras, salvo de manera definitiva, inconsecuencia esta que se ayudaron casi por igual a encontrar normal. Le explicó a su amiga que la excelente acogida que se le brindaba ahora en Lancaster Gate, la maravillosa calidez con que se lo rodeaba, lo dejaba, por así decir, desarmado. Confiaban demasiado en él, ¡lo habían logrado demasiado bien! En suma, él no podía proponerle citas sin abusar de la buena fe de la tía Maud, por lo mismo que no podía ver asiduamente a esta dama sin atarse las manos. Kate lo comprendió, como Densher la comprendió cuando la joven le confesó que ella misma, en un grado casi molesto, gozaba de la confianza de la tía Maud. Se encontraba en la actualidad en una situación particular: la tía Maud era ampliamente generosa con su libertad, y en consecuencia, Kate admitía sentir algún escrúpulo en hacer mal uso de ella. Mrs. Lowder había encontrado por fin —sin duda inconscientemente— la manera de confundirlos. Sin embargo se encontraban a veces en el sur de Londres para sacar, por el bien de ambos, la moraleja de su derrota. Atravesaban el río y vagaban por barrios sórdidos y seguros. El invierno era apacible y, en el imperial de los tranvías, rodaban ruidosamente hasta Clapham o Greenwich. Si nunca habían tenido menos tiempo para perder, Densher observó que por una ley extraña, su tono —no sabía exactamente qué nombre darle— nunca había sido tan suave. Callar aquello sobre lo cual habrían podido hablar los llevaba hacia otros temas, como si pusieran una insistencia perversa en inventar lo que ignoraban. Disimulaban su búsqueda de asuntos ajenos a sus preocupaciones tras apariencias encantadoras, y se esforzaban por asumir una cortesía que antaño afloraba espontáneamente. Con frecuencia, después de haber dejado a Kate, él detenía en seco su marcha, sintiendo en seguida cuánto habían cambiado. Densher podría haber descrito ese cambio —si lo hubiera profundizado lo suficiente para describirlo— diciendo que se habían tornado «endiabladamente» corteses. Casi era cómico, vista la intimidad que tenían y su familiaridad. ¿Había existido alguna vez el menor riesgo de que faltasen a la cortesía después que cada uno había llenado al otro de una tan infinita ternura? Tales eran las preguntas que él se hacía cuando quería saber qué era lo que en el fondo más temía.

Y sin embargo esta misma tensión no carecía de encanto: era el interés de un ser capaz de atraer de nuevo a sí por caminos tan diferentes. Era siempre su arte de vivir, que se expresaba diversamente en circunstancias diversas. Ella no abandonaba sus costumbres pero las renovaba. A decir verdad, por lo demás, Kate nunca se había mostrado tan encantadora ni —para expresarlo en términos prosaicos— su compañía había sido tan grata. Él sentía casi que la conocía sobre todo así —vacilando en juzgar si era mejor o peor—, en todo caso admirándola como la admiraban, sin duda, todos los que se cruzaban en su camino. Él no había creído que Kate pudiera seguirse renovando; sin embargo, fue lo que logró hacer, puesto que en el imperial de un tranvía, en Borough, Densher experimentó la impresión de encontrarse junto a ella en una cena. ¡Qué criatura habría sido si hubieran sido ricos! ¡Qué genio tenía para la pretendida gran vida, qué presencia para una pretendida gran mansión, qué gracia para las pretendidas situaciones culminantes! Habría podido lamentar, respecto de eso, que no fuesen príncipes ni millonarios. En Navidad, ella lo había tratado con una dulzura que entonces le había parecido dotada de la calidad de un fino terciopelo, espeso cuando estaba plegado, delgado al desplegarse. Pero ahora le hacía evocar un contacto múltiple como sólo puede serlo lo superficial. Durante todo ese tiempo, Kate nunca habló de lo que pasaba en su casa. Iba y volvía allí pero la alusión más directa que hacía consistía en la mirada con que cada vez se despedía de él. Esta mirada parecía repetir su prohibición: «Es lo que estoy obligada a ver y a conocer yo, de modo que no intervengas. Tú sólo podrías despertar el espíritu del mal, que yo adormezco a mi manera, vigilándolo. Ahora vuelvo a vigilarlo, de modo que déjame tranquila. La mejor manera de apiadarse de mí, si eso es lo que quieres, consiste en creer en mí. Si pudiéramos actuar eficazmente, sería diferente».

Él contemplaba —cuando ella se alejaba por su ruta solitaria— la visión de lo que así llevaba con alguna rigidez. Era confuso y oscuro, ¡pero de qué modo la obligaba a mantenerse erguida! Tenía entonces casi la sensación de que su propio cuerpo oscilaba ligeramente, en el aire, como si hubiera sido uno de los objetos que hacían equilibrio en la canasta de Kate. Fue sin duda gracias a esas impresiones que él sintió que transcurrían de manera vertiginosa las semanas que precedieron a la visita de Kate a su casa. Ese lapso le reveló una contradicción: mientras se supone por lo general que los períodos de espera son interminables, en este caso fue la espera la que, en verdad, transcurrió demasiado rápidamente. El secreto de esta anomalía, para ser claros, residió en su impresión de que los días arrastraban en su fuga algo raro. Este algo no era más que una idea, pero justamente una idea de tal frescura, de tal delicadeza, que lo que le daba valor era lo que estaba más expuesto a la avidez del tiempo. Era una idea bien suya, y su amiga era la última persona con la que habría podido compartirla. La disimulaba como un tormento amado; la abandonaba, por así decir, al salir, pero cuanto más temprano volvía con más seguridad la volvía a encontrar. La rescataba entonces de su rincón abrigado y de sus tiernas envolturas, que sacaba una a una, tratándolas a ellas, tratándola a ella como un padre tierno y desconcertado, habría tratado a un hijo mutilado. En otras palabras, dentro de sí —con el temor de que se advirtiera— se decía en esos momentos que nunca, nunca sabría lo que Milly le había escrito. Era muy probable que conociera la intención que allí le había anunciado, pero eso sería dentro de las tinieblas de su espíritu, la parte menos importante. Lo que no conocería nunca sería la forma que ella había dado a su acto. Esta forma tenía posibilidades que su imaginación, al considerarlas, había completado y refinado extraordinariamente, transformándolas en una revelación cuya pérdida era similar a la de una perla —que había jurado no rescatar— lanzada frente a él a un mar sin fondo; o más aún, al sacrificio de algo viviente, palpitante, de algo cuyos gemidos el alma habría podido escuchar, débilmente, a lo lejos. Esto era lo que percibía con amor, solo, en el silencio de su casa. Buscaba y defendía este silencio, para que prevaleciera hasta que el inevitable fragor de la vida, vulgar y discordante por comparación, lo apagara y lo sofocara. El hecho de no poder quejarse profundizaba, además, el inviolable silencio.

Le había devuelto su libertad a la pobre Kate, y lo esencial y evidente, a partir del momento en que ella llegó en el día en cuestión, fue que ahora la muchacha era totalmente libre. Esto habría bastado para marcar inmediatamente la diferencia — aunque no hubiera habido ningún otro elemento para hacerlo— entre sus relaciones actuales y las otras, las del último encuentro en Venecia, que entonces había sido idea de él, mientras que el paso actual provenía de ella. Y Densher vio claramente, desde el primer momento, con una agudeza casi patética, cuán escasos eran los puntos que tenían en común. Ella estaba tan seria como antes. Como antes, para disimularlo, miraba a su alrededor. Fingió, como antes, en una atmósfera en la que sus palabras cayeron inmediatamente en el vacío, experimentar interés por su casa y curiosidad por sus «objetos». Hubo una apelación al pasado cuando no pudo levantar su velo y Densher le sugirió que se lo quitara por completo, cosa que ella hizo frente al espejo. Todos esos gestos parecían vanos; sólo era real la impresión que él tuvo, al cabo de algunos minutos, de que ahora era ella quien proveía el elemento tranquilizador cuyo manejo le había incumbido antes. Era ella quien tenía una suprema sangre fría. Sangre fría que, por otra parte, se apresuró a poner en juego.

—Ves que hoy no he vacilado en abrir tu sobre.

Había puesto encima de la mesa, al llegar, el largo sobre, abultado, que él le había enviado dentro de otro más grande. Sin embargo él no lo miró, seguro como estaba de no desear verlo nunca más. Además, casualmente había quedado con la faz de la dirección vuelta hacia arriba, de modo que él no «vio» nada y sus ojos, atraídos por el comentario de Kate, sólo miraron hacia los de ella, eludiendo el objeto en cuestión.

—No es «mi» sobre, querida. Yo tenía la intención, que he tratado de expresar en mi carta, de ofrecértelo como si no me perteneciera.

—¿Quieres decir que hasta ese punto la carta me pertenece?

—Y bien, llamémosla, si queremos, la carta de «ellos», de esas buenas personas de Nueva York, autoras de la comunicación. Si el sobre está abierto, vaya y pase, pero como sabes, nosotros habríamos podido devolvérselo intacto e inviolado. Solamente acompañado —dijo sonriendo a pesar de su angustia— de una carta particularmente amable.

Kate escuchó estas palabras con el simple parpadeo al que recurre el enfermo valiente para indicar a la mano exploradora del médico que ha alcanzado el sitio doloroso. Densher comprendió en seguida que Kate esperaba su reacción, y ante esta prueba insigne de que ella era demasiado inteligente para ser tomada con las defensas bajas, él vislumbró ciertas posibilidades. Su inteligencia —para expresarlo simplemente— era capaz de aplicarse a todo.

—¿Y qué querrías que hiciéramos?

—¡Ah! ¡Es demasiado tarde para hacerlo, digamos, idealmente! Ahora, con esta prueba de que estamos al corriente...

—Pero tú no estás al corriente de nada — repuso ella con gran dulzura.

—Aludo —continuó Densher sin tomar en cuenta esta observación— a lo que hubiera sido un gesto elegante. Devolver la carta, con la seguridad de nuestra más alta consideración, sin tomar conocimiento de su contenido, y poniendo por testimonio de ello el estado del sobre... eso es lo que habría sido verdaderamente satisfactorio.

Ella pensó un instante.

—¿Quieres decir que el estado del sobre probaría que el rechazo no se debe a la insuficiencia de la cantidad?

Densher volvió a sonreír ante esta expresión, por muy fantástica que fuera, de su humor.

—Pues sí, se trata de algo de eso.

—¿De modo que si alguien conoce el contenido, aunque ese alguien sea sólo yo, eso arruina la belleza del gesto?

—Eso crea esta diferencia: la esperanza, que, te lo confieso, había acariciado, de verte traer la carta intacta, está frustrada.

—Tú no expresaste esa esperanza en tu misiva.

—No quise hacerlo. Quise dejarte en libertad. Quise, sí, si deseas saberlo, ver lo que harías.

—¿Querías medir las posibilidades de mi falta de delicadeza?

Ahora él estaba sereno. Le había sobrevenido una especie de tranquilidad de espíritu debida a la presencia, en la atmósfera, de algo que él no habría podido identificar.

—Yo quise ponerte a prueba, en una situación tan interesante.

La cara de Kate reflejó de qué modo se sentía herida por la expresión de Densher.

—Es una situación interesante. Se me ocurre que nunca ha habido —dijo, fijando los ojos en él— otra mejor.

—Cuanto más interesante es la situación, mejor es la prueba.

—¿Cómo sabes —preguntó a manera de respuesta— de qué soy capaz?

—Lo ignoro, mi querida, pero con el sobre intacto, lo habría sabido antes.

—Ya veo. —Ella comprendía—. Pero yo no habría sabido absolutamente nada.

Y tú tampoco habrías sabido lo que yo he sabido.

—Permíteme decirte ya mismo —contestó— que si estás dispuesta a poner remedio a mi ignorancia, te ruego que no lo hagas.

—¿Temes el efecto de los remedios? ¿No puedes actuar más que ciegamente?

Densher esperó algunos minutos.

—¿A qué acto aludes?

—Al único acto en el mundo en el que estás pensando. Renunciar a lo que ella te ha ofrecido. ¿No existe una frase hecha para este caso? ¿Rechazar un legado?

—Olvidas una cosa — dijo él después de una pausa — Te ruego que me ayudes a hacerlo.

Su sorpresa la ablandó sin atenuar sin embargo en nada su seguridad.

—¿Cómo puedo «ayudarte» en una cuestión que no me concierne en nada?

—Con una simple palabra.

—¿Cuál?

—Tu consentimiento para mi rechazo.

—Mi consentimiento no significa nada puesto que no puedo detenerte.

—Puedes hacerlo perfectamente. Compréndelo bien —manifestó.

Ella pareció entrever una amenaza en estas palabras.

—¿Quieres decir que no rechazarás nada sin mi consentimiento?

—Sí. No haré nada.

—Lo que, según entiendo, significa aceptar.

Densher se detuvo un instante.

—No haré nada oficial.

—¿Quieres decir, supongo, que no cobrarás el dinero?

—No cobraré el dinero.

Esas palabras, aunque las hubiera hecho presentir, sonaron gravemente. —¿Y quién lo cobrará en ese caso?

—Quien quiera o pueda.

Kate volvió a hacer una breve pausa. Pero cuando habló, había ganado terreno.

—¿Cómo puedo cobrarlo si no es por tu intermedio?

—No puedes hacerlo. Del mismo modo —agregó— que yo no puedo renunciar al dinero más que por tu intermedio.

—¡Oh! ¡Mucho menos! Nada —explicó ella— está en mi poder.

—Yo estoy en tu poder —dijo Merton Densher.

—¿Cómo?

—Como te lo estoy probando, como siempre te lo he probado. ¿Cuándo te mostré — preguntó dominado por una súbita y fría impaciencia— otra cosa? Seguramente sientes, hasta el punto de no desear evitarme nada a ese respecto, hasta qué punto me «posees».

—Es muy amable de tu parte, querido mío —contestó Kate con una risa nerviosa—, ponerme tan perfectamente al corriente de todo.

—Yo no te pongo al corriente de nada. Ni siquiera te he puesto al corriente de la ocasión que, te lo he dicho oportunamente, había visto para que devolvieras la carta. Tu libertad es pues absoluta.

Se habían puesto muy pálidos los dos y todo lo que nunca se habían dicho aparecía en sus ojos en el oscuro terror de un conflicto futuro. Algo se levantó, incluso, entre ellos en uno de sus cortos silencios, como si se suplicaran mutuamente no ser demasiado sinceros. De algún modo estaban sujetos por una fuerza, pero ¿quién de los dos se sometería primero?

—¡Gracias! —contestó Kate a lo que él había afirmado acerca de su libertad, sin tomar, por el momento, ninguna otra iniciativa. Se habían despojado de toda ironía, lo cual era por lo menos grato, y durante otro largo rato la impresión que tuvieron de ello aligeró la atmósfera.

Quizás esto influyó para que él continuara muy pronto. .

—Tienes que sentir profundamente que es el objetivo para el que hemos trabajado juntos.

Ella no puso demasiado interés en esta observación, como si fuera trivial. Estaba absorbida ya por otra cuestión.

—¿Es absolutamente cierto, puesto que es, sabes, infinitamente interesante que no tienes la menor curiosidad por saber lo que ella ha hecho por ti?

—¿Quieres —preguntó— que te lo jure solemnemente?

—No. Pero no lo entiendo. Me parece que en tu lugar...

—¡Ah! —No pudo contener una exclamación—. ¿Qué sabes tú de mi lugar? Perdóname —agregó en seguida—, mi preferencia es justamente la que expreso.

No obstante, a ella se le ocurrió algo curioso.

—Pero ¿acaso los detalles no van a ser publicados?

—¿Publicados? —Se estremeció.

—Quiero decir si no los verás en los diarios.

—¡Ah! ¡Nunca! Yo lo evitaré.

La cuestión parecía solucionada pero ella volvió a insistir.

—¿Quieres evitar todo?

—Absolutamente todo.

—¿Y no tienes necesidad de saber más acerca de lo que me pides que te ayude a rechazar?

—Sé lo suficiente. Estoy dispuesto a creer que la suma de dinero no es mínima.

—¡Ah! ¡Lo has adivinado! —exclamó.

—Ya que ella me dejaba un recuerdo — continuó Densher con calma—, forzosamente debía de ser considerable.

Kate esperó, como si buscara las palabras.

—Es digno de ella. Es lo que era ella misma, si recuerdas lo que dijimos un día...

Él vaciló entre muchos calificativos, pero recordó uno de ellos.

—¿Prodigiosa?

—Prodigiosa. —Una leve sonrisa, la sombra de una sonrisa jugueteó en su semblante, pero desapareció antes que un presagio de lágrimas, un poco menos incierto, hubiera aparecido en el del joven. Sus ojos desbordaron, lo cual incitó a Kate a continuar con suavidad—: Creo que la verdadera razón es que tienes miedo. Tienes miedo, quiero decir, de toda la verdad. Si la amas sin saber lo que ella ha hecho por ti, ¿qué ocurrirá después? Y tienes miedo, es maravilloso, de amarla.

—Nunca la he amado —dijo Densher.

Ella aceptó sus palabras pero repuso rápidamente:

—Creo que eso es cierto cuando vivía.

Es al menos cierto en relación con su estancia en Venecia. Pero todo cambió, era de prever, el día en que la viste por última vez. Ella murió para que finalmente terminaras de comprenderla. Y la has comprendido. —Kate se levantó lentamente, sobre estas palabras—. Yo también la comprendo ahora. Lo hizo por nosotros. —Densher se levantó también y ella continuó desarrollando su idea—. En mi estupidez, yo la llamaba, a falta de un término mejor, paloma. Y bien, ella desplegó sus alas que se han extendido hasta aquí... y nos cubren.

—Las alas nos cubren —repitió Densher.

—ES lo que yo te doy—concluyó gravemente Kate—. Es lo que he hecho por ti.

Él la miró con una serena extrañeza que secó, por el momento, sus lágrimas.

—¿Debo entonces comprender?...

—¿Que consiento? —Ella meneó la cabeza con gravedad—. No, porque yo lo veo: te casarás conmigo sin el dinero, no te casarás conmigo de otro modo. Si no acepto tus condiciones, no te casarás conmigo...

—¿Me perderás? —Él pareció, aunque hablara muy francamente, intimidado por su profunda comprensión—. Y bien. no pierdes ninguna otra cosa. Te dejo hasta el último centavo.

Su viva clarividencia no evocó ninguna sonrisa en los labios de Kate.

—Precisamente. Es necesario pues que elija.

—Es necesario que elijas.

Era muy extraño que ella debiera hacerlo en casa de Densher, mientras él esperaba, en medio de una tensión que superaba todas las que alguna vez les habían cortado el aliento.

—Una sola cosa puede impedirme elegir...

—¿Elegir que ponga en sus manos?...

—Sí —y ella mostró con la cabeza el largo sobre colocado sobre la mesa—, que tú me devuelvas esto...

—¿Qué es esa cosa?

—Tu palabra de honor que no amas su recuerdo.

—¡Oh! ¡Su recuerdo!

—¡Ah! —Ella hizo un gesto amplio—. No lo digas como si fuera imposible. En tu lugar, eso me resultaría posible; y tú eres de esas personas a las cuales eso podría bastarle. El recuerdo de ella es tu amor. Tú no deseas otra cosa.

La escuchó hasta el fin en silencio, observando su rostro sin hacer un movimiento. Después dijo solamente:

—Me caso contigo, no lo olvides, dentro de una hora.

—¿Como éramos?

—Como éramos.

Pero ella volvió hacia la puerta, y su movimiento de cabeza marcó ahora el fin.

—Nunca más seremos como éramos.