13

CUANDO Milly salió, estas palabras resonaban aún de tal manera en sus oídos que al hallarse otra vez sola, ante la amplia perspectiva de la plaza, fue como si una inmediata aplicación de las mismas se extendiera frente a ella. Este sentimiento, en efecto, era como una excitación que la impulsaba: se lanzó hacia el espacio como empujada por una fuerza exterior, una fuerza simple y directa por la cual le resultaba fácil dejarse llevar. Había nacido para vivir el momento y ahora comprendía por qué había querido venir sola. Nadie en el mundo podía compartir su situación; ningún vínculo podía ser lo suficientemente estrecho como para permitirle a otro caminar a su lado con el mismo paso. Sintió, en este primer arrebato, que su única compañía habría de ser el género humano en general, cuya presencia sentía palpitar junto a ella aunque sólo impersonalmente, y que su campo de acción sería la gris inmensidad de Londres. La inmensidad gris se había transformado, de pronto, en su elemento, el elemento con el que su distinguido amigo acababa de aderezarle la vida, y ése era el aspecto que la cuestión de «vivir» que él le propusiera tomaba inevitablemente: un vivir por elección, por voluntad. Marchó rectamente hacia adelante, sin flaquezas, con vigor, y mientras avanzaba se alegró de estar sola, pues nadie —ni Kate Croy ni Susan Shepherd— hubiera aceptado correr con el ímpetu con que ella lo hacía. Ella le había preguntado al salir si podía ir caminando hasta su casa —o a cualquier otro lado—, y él le contestó, como divertido por esa extravagancia:

—Felizmente usted es una mujer activa por naturaleza. Ésa es una gran virtud, y aprovéchela. Viva activamente pero sin hacer tonterías, aunque ya sé que no es tonta. Sea todo lo activa que pueda y disfrute con ello.

Ése había sido el empujón final, el toque último que la lanzó a los sentimientos más diversos: una extraña mezcla que tenía al mismo tiempo el sabor de lo que acababa de perder y de lo que ganaba. Le pareció extraordinario, mientras empezaba a caminar a la ventura, que aquellas dos dimensiones se equilibraran de esa manera: la habían tratado —¿no es cierto?— como si el vivir estuviera a su alcance; pero no se trata así a nadie —¿verdad?— sino cuando es evidente que uno va a morir. Su pequeño sentimiento de seguridad había perdido todo su esplendor, eso era indudable: lo había dejado atrás para siempre. Pero en cambio le habían ofrecido un nuevo esplendor: el de la idea de una gran aventura, de un experimento, de una lucha oscura y colosal en la que ella debía participar. Era como si tuviera que arrancarse algo del pecho, deshacerse de algún adorno entrañable, una flor familiar, una antigua joya que formara parte de su atavío habitual; y apoderarse en cambio y esgrimir una extraña arma defensiva, un fusil, una lanza, un hacha de combate, lo que le daría tal vez un aspecto realmente extraño pero le exigiría todo el esfuerzo de una actitud marcial.

Sentía ya esa arma en su poder, por lo que avanzaba realmente como un soldado en marcha, como si para adiestrarla hubieran ordenado la primera carga. Cruzó por calles desconocidas, sobre veredas sucias, entre largas hileras de casas a cuyos frentes no llegaba la luz de agosto; hubiera querido caminar durante millas y también perderse: había momentos, en las esquinas, cuando se detenía para elegir una dirección cualquiera, en que disfrutaba, como él le había ordenado, de la sensación de moverse activamente. Tener una nueva razón constituía un placer nuevo; afirmaba a cada instante su elección, su voluntad. Tomar posesión de todo aquello que la rodeaba era una hermosa manera de comenzar, y apenas se preocupaba, por cierto, de que su demora pudiera costarle alguna alarma a Susie. Susie se estaría preguntando ya «qué diablos», como acostumbraban decir en el hotel, le habría sucedido a ella, pero eso no era nada comparado con las alarmas que le reservaba el futuro. Asombro también era lo que ahora despertaba a su paso: Milly podía ver reflejarse en los ojos de la gente su presencia y su imagen. Se encontró en ciertos momentos desplazándose por zonas evidentemente no frecuentadas por las estrafalarias jóvenes neoyorquinas, siempre vestidas de oscuro, con plumas también negras, que todo lo observaban con extravagancia. Milly hubiera podido decirse, por la curiosidad que suscitaba al pasar por las aceras colmadas de niños y de vendedores ambulantes —que ella suponía perteneciesen a los bajos fondos—, que realmente llevaba su fusil al hombro, que marchaba airosamente hacia el campo de batalla. De no haber sido por el miedo de extralimitarse en su carácter, hubiera iniciado una conversación aquí o allá, hubiera podido indagar acerca del rumbo, pese al hecho de que, cumpliendo con los requisitos de toda aventura, el rumbo era lo que menos le interesaba conocer. El problema consistió en que por fin, accidentalmente, lo encontró: había desembocado, como ahora podía comprobar, en el Regent’s Park, que en dos o tres ocasiones había recorrido solemnemente con Kate Croy en un coche público. Pero en esta ocasión se internó aún más: aquélla era la realidad; el mundo real quedaba lejos de las calles ostentosas, hacia el centro del parque, en las praderas de césped achaparrado. Allí había bancos y sucias ovejas; muchachos holgazanes jugando a la pelota con sus gritos apagados por el aire denso; vagabundos ansiosos y cansados como ella, cientos de ellos seguramente en el mismo atajo. Ese atajo, la gran ansiedad común a todos ellos, ¿qué podía ser, en aquel torvo espacio abierto, si no el hecho práctico de vivir? Ellos podrían vivir si lo deseaban, o sea que les habían dicho lo mismo que a ella. Los veía allí cerca, en sus asientos, asimilando esa verdad, encontrándola algo cambiada, reconociéndola como un hecho bastante similar, aunque bajo una forma ligeramente diferente, en la antigua y bendita verdad de que vivirían si podían hacerlo. Todo esto que compartía con ellos la impulsó a sentarse en su compañía, por lo que buscó un banco libre, desechando uno más próximo por el que debería haber pagado, con superioridad, una tarifa.

El último asomo de superioridad se había desprendido ya de ella, aunque sólo fuera porque se sentía más cansada de lo que se había propuesto. Esto y el encanto particular de la situación misma, le llevaron a demorarse y a reposar. Hallaba cierto hechizo en pensar que nadie en el mundo sabía dónde estaba. Era la primera vez en su vida que le sucedía: alguien, todos, parecían haber sabido hasta ese entonces, en cada momento, dónde se encontraba, por lo que ahora de pronto pudo decirse que aquello no había sido vivir. Aquella especie de nueva experiencia tal vez lo era, o era por lo menos lo que su distinguido médico había deseado para ella. Él quería también, es cierto, que no exagerara su soledad, como quizás lo estaba haciendo en ese instante: pero al mismo tiempo, sin embargo, le había propuesto no desdeñar ninguna fuente de interés posible. Él quería —sacó en conclusión— que recurriera a todas las fuentes a su alcance, y mientras permanecía allí sentada, se dijo que él trataba básicamente de alentarla, de sostenerla, como se sostiene a los débiles, y dedujo después de reunir todas las pruebas que él la había tratado como a tal. Claro que ella había ido hacia él llevada por su debilidad pero, ¡oh!, con qué taimada esperanza de que la declarara, en todo lo indispensable, una verdadera leona joven. Mas ahora debía aceptar que, después de todo, él no la había declarado nada en absoluto: ella se persuadió de que había rehuido airosamente el diagnóstico. Pero ¿creía él, sin embargo —se preguntó Milly—, que podría eludirlo hasta el final? Aunque luego, analizando la cuestión, sintió que había sido un poco injusta. Consideró, en aquella hora extraordinaria, extraños e innumerables problemas, pero por suerte, antes de alejarse, había conseguido llegar a una simplificación. Una de sus más extrañas deducciones fue que, mirándolo bien, quizás él había escapado por una puerta nada más que para entrar con una hermosa, benéfica deshonestidad, por la otra. Lo que la mantuvo todavía allí intensamente inmóvil fue que tal vez su impulso fundamental residía en la secreta intención de permanecer a su lado como un amigo. ¿No era eso acaso lo que las mujeres decían siempre al rechazar a algunos hombres con los cuales no podían mantener relaciones más íntimas? Era lo que ellas, sin duda, querrían sinceramente hacer de los hombres con los cuales no conseguían casarse. Y Milly no pensó que, por una ley análoga, era el expediente empleado por los médicos con aquellos enfermos que no podían ser sus pacientes: de alguna manera había comprendido ella que su médico —aunque esto pudiese sonar un poco fatuo— se había emocionado profundamente. Ése era el pequeño detalle mortal, si ella podía hablar de muerte: creer que lo había sorprendido en una inadecuada demostración de amistad. Ella no había ido a visitarlo buscando un amigo sino un médico, y él era lo bastante perspicaz, en general, como para darse cuenta de la diferencia. A ella le podía gustar él, como sucedía en efecto incuestionablemente, pero ése era otro asunto, tanto más cuanto que resultaba compatible, según lo veía ella con tanta claridad, con su condición de enferma. Pero todo hubiera terminado en una portentosa confusión a no ser, como se dice, por una última, piadosa ola, más bien fría pero clarificadora, que vino en su ayuda.

Llegó, de pronto, cuando toda otra cavilación se había agotado. Milly se había preguntado por qué, si su caso era grave —y ella sabía bien lo que esto significaba—, él le había hablado con tanta insistencia de lo que podía hacer, siendo todo tan fútil; o por qué —en el caso contrario—, si no era grave, le daba tanta importancia a la relación de amistad. Desembocó así con su poca perspicacia de solitaria —si se podía ser perspicaz durante esos días caniculares en Regent’s Park— en una alternativa sin escapatoria: ella era importante y en consecuencia se hallaba enferma; o no tenía ninguna importancia y entonces estaba bastante bien. Ahora se comportaba —como decían en casa— como si ella fuera importante, hasta que demostrara lo contrario. Era obvio que una persona con una actividad tan intensa como la de él debía reservar sus incongruencias —que probablemente eran su entretenimiento favorito— sólo para las grandes ocasiones. Eso clarificó esa conjetura que Milly había tenido la audacia de concebir.

Y con ello todo se simplificó. Él la había distinguido: eso era lo que lo abatía. No podía saber —¿cómo hubiera podido hacerlo?— que ella era endiabladamente sutil, como son sutiles los sospechados, los sospechosos y los condenados. Él, a su manera, se había interesado por sus ingredientes: su raza singular, sus singulares pérdidas, su suerte insólita, su insólita libertad y, sin duda alguna, sobre todo, sus modales insólitos: insólitos como los de los demás norteamericanos que no siendo vulgares merecían la amabilidad que se les brindaba y hacían olvidar esos mismos modales. Al apreciar estas redundancias sir Luke disimulaba ante ella la compasión que tan notablemente se permitía depararle, aunque Milly se sentía como si la desvistieran, la desnudaran, la exhibieran. Quedaba reducida a su último estado, al de una pobre muchacha —que no puede pagar su alojamiento, por ejemplo— con la mirada extraviada en una gran ciudad. Milly debía pagar el alquiler, el alquiler correspondiente a su futuro, y todo lo demás, salvo esto, se desmoronaba en pedazos, en andrajos. Era una sensación que el gran especialista sin duda no se había propuesto transmitir. Bien, tenía que volver a casa, como una pobre muchacha, y luego vería. Después de todo, habría medios; la pobre muchacha también debería pensar. Volvió por eso, tal vez, a contemplar lo que la rodeaba. Miró de nuevo a su alrededor, incorporándose., a aquellos esparcidos, melancólicos camaradas, algunos tan melancólicos que se hallaban echados boca abajo sobre el césped, remotos, ignorándolo todo, perdidos. Vio una vez más en ellos los dos rostros del dilema entre los cuales quedaba tan poco para elegir: era admirable que uno pudiera vivir con sólo desearlo; pero era mucho más fascinante, más sugestivo, más irresistible, en definitiva, vivir si uno podía hacerlo.

Durante un día o dos, después de esto, halló en el hecho —si no en la fantasía— de engañar a Susie más motivos de diversión de los que se hubiera atrevido a soñar; y sentía ahora que lo que marcaba la diferencia era la mera ilusión —porque de eso se trataba— de contraatacar a su famoso médico. Su deseo de entrevistarse con Susie la eximía desde ahora de toda responsabilidad y justificaba cualquier actitud de su parte, aunque apenas se dispuso a gozar de esa impunidad descubrió nuevos motivos de sorpresa o por lo menos de especulación. Milly había pensado que Mrs. Stringham, al enterarse, la miraría con ojos escrutadores y condenatorios, al resultarle casi cínicamente superficiales sus aclaraciones sobre esa larga e independiente excursión a casa del médico. Pero su amiga no se permitió ninguna clase de crítica hasta el punto de que Milly se preguntó si Kate Croy no habría sido desleal. ¿No le habría dado a la pobre Susie, guiada tal vez por los más altos sentimientos, respondiendo a una justificada ansiedad, lo que ella hubiera llamado un «buen dato»? Debemos agregar, sin embargo, que Milly no sólo recordó la formalidad de la promesa de Kate, sino que además pudo explicarse la reacción de Susie con un argumento que por lo menos tenía el mérito de ser general. Si Susie, en esta oportunidad, le había ahorrado sospechosamente una escena era en realidad porque siempre le estaba ahorrando escenas de este tipo, aunque también le brindaba excepcionales y portentosas muestras de afecto.

Milly se daba cuenta de que su amiga caía por momentos en inescrutables, impenetrables deferencias para con ella, actitudes que sin quererlo atentaban contra la familiaridad, la transparencia de su intimidad. Era como si ella quisiera ajustarse a los modales, a las reglas de la etiqueta cortesana, y esto sobre todo le permitió a Milly llegar a una justa apreciación. Vio como algo definitivo, aunque no muy razonable, que era imprescindible para Susie tratarla como a una princesa, por lo que nada podía hacer si su amiga tenía un alto concepto de cómo había que conducirse con damas de semejante alcurnia. Susan había leído mucha historia, había leído a Gibbon, a Froude y a Saint-Simon, y daba una gran importancia al trato especial que dichas princesas merecían, y puesto que consideraba que cuando jóvenes eran ineptas y ultradependientes, inevitablemente irónicas e infinitamente refinadas, no podía resultar sino .divertido que ahora se inclinara hacia una indulgencia verdaderamente bizantina: ¡Si una pudiera ser bizantina! ¿No era esto lo que ella la obligaba insidiosamente a lamentar? Milly trató de complacerla porque el bizantinismo en aquellos momentos enaltecía a Susie. Gibbon debe de decir en alguna parte que no se suele cuestionar a las grandes damas en lo que respecta a sus misterios. Pero ¡oh, porque Milly con los suyos!... Susan, de todos modos, se mostró apenas más inquisitiva que un mosaico de Ravenna; fue como un monumento de porcelana dedicado a la extraña moral según la cual la discreción, como la hipocresía, puede tener sus abismos. Por otra parte, la puritana al final se imponía: ¿cuántas generaciones hambrientas no iban a ser compensadas, en su imaginación, por Mrs. Stringham?

Kate Croy concurrió directamente al hotel, aquella misma tarde, poco antes de la comida. Llegó pública y específicamente en un coche de alquiler, al parecer a gran velocidad ya que se detuvo frente a sus ventanas casi con el estrépito de un accidente, de un choque. Milly, que se hallaba sola en esos momentos en el gran vacío ornamentado de su salón, donde, como en una verdadera jaula bizantina, se paseaba en la penumbra extraña, demorada, casi siniestra del crepúsculo, Milly, decimos, al oír ese estruendo, pues una de las ventanas estaba abierta, se asomó al balcón que, con pretensiones, se destacaba sobre la entrada principal, a tiempo para ver a Kate cuando descendía y pagaba al cochero y dirigía su mirada después hacia ella. Mientras la visita esperaba su cambio, Milly, desde lo alto, se quedó observándola y hubo entonces entre ambas un mudo intercambio de sonrisas y de inclinaciones de cabeza con respecto a lo ocurrido esa mañana. Kate venía precisamente por eso y Milly determinó así, casi por azar, el tono de la entrevista aun antes de que su amiga subiera. Pero también, lo que ella pudo discernir otra vez, inconteniblemente otra vez, fue aquella imagen que se le imponía, la de aquella hermosa joven que lucía tan particularmente espléndida por la impaciencia, con la graciosa libertad de sus gestos, y que era al mismo tiempo el peculiar patrimonio de alguna otra visión. En otras palabras, que aquella graciosa libertad era la misma que mostraba a Mr. Densher. Así era como él la veía y así también la contemplaba Milly: como sorprendida por la extraña sensación de estar mirando a través de los ojos de aquel lejano ser. Aquello duró, como siempre, apenas unos segundos, pero ese lapso bastó para producir su efecto. En verdad produjo más de uno y los analizaremos en su orden. El primero consistió en descubrir que habría sido absurdo pensar que aquella apariencia seductora podía resultar indiferente a unos ojos masculinos; y el segundo consistió en que, cuando Kate entró en el salón, Milly acababa de descubrir las consecuencias que podía tener para ella misma.

Lo demostró allí mismo, es decir, en la inmediata respuesta al franco «Y bien, ¿qué pasó?» de Kate. La pregunta se refería, por supuesto, a lo sucedido esa mañana, al veredicto dado por el prestigioso médico, y expresaba toda la ansiedad de su amiga, Milly sintió hasta qué punto una afectuosa demanda de noticias puede afectar a los espíritus turbados cuando éstas no se hallan de ninguna manera listas para ser transmitidas con nitidez. Ella no hubiera podido explicar exactamente lo que la decidió en ese instante; tal vez lo mejor sería decir que obró movida por todo aquello que su amiga consideraba normal. El contraste entre su desenvoltura y el cúmulo de posibilidades por medio de las cuales había estado buscando su camino durante horas era tan grande que apenas la amistad lograba atenuarlo. Esa misma diferencia le demostró que no tenía nada absolutamente qué decirle. Pero además, por cierto, había alguna otra cosa: una circunstancia, al respecto, todavía más oscura. Kate, mientras subía, había perdido su «apariencia» —la apariencia—, esa que suscitaba en su amiga tan sutiles reflexiones y una de cuyas características era mostrarse apenas unos segundos cada vez. No obstante lo cual ahora estaba allí, en todo su esplendor y su fuerza, otra vez «la hermosa muchacha» en persona, más «hermosa muchacha» que ninguna, tal como Milly la había conocido, y recibirla con un tono de lamentación hubiera significado de alguna manera una rendición, una derrota. Ella nunca estaría enferma; el mejor médico del mundo apenas le dedicaría, en el peor de los casos, unos pocos minutos; y era como si hubiera preguntado, desde lo alto de toda esta práctica inmunidad, por todo lo mortal que había en su amiga. Esta suma de circunstancias giró de algún modo, interiormente, en Milly, pero la vibración que produjo, el polvo que levantó, persistió durante menos tiempo del que tardamos en contarlo. Podría decirse que antes de tomar conciencia ya estaba contestando, y contestando admirablemente, sin sospechar que mentía, tan sólo con un destello de esa «fuerza de voluntad» de la cual había oído hablar tanto y leído tanto, y que su consejero médico le había recomendado reiteradas veces.

—Oh, todo está perfectamente. Es una persona encantadora.

Kate estuvo maravillosa y si Milly hubiera necesitado una nueva evidencia de ello, ahora habría tenido la prueba de que no había dicho una palabra a Mrs. Stringham.

—¿Eso significa entonces que tus temores eran absurdos?

—Absurdos.

Era una palabra muy simple para decir pero tuvo el efecto, apenas pronunciada, de hacerle sentir que había hecho algo por su seguridad.

Y Kate en realidad estaba pendiente de sus palabras.

—¿No tienes nada absolutamente?

—Nada de qué preocuparme. Debo cuidarme un poco pero sin hacer nada terrible, ni siquiera molesto. En realidad puedo hacer lo que guste. —Milly se asombró de que todo pareciese en orden con sólo presentar las cosas de esa manera.

Aunque antes de que surtiera todo su efecto, Kate ya la había alzado, y besado, y bendecido.

—¡Querida mía, eres adorable! ¡Es algo estupendo! Aunque yo estaba segura. —Después pareció captar el sentido pleno de la revelación—. ¿Puedes hacer todo lo que quieras?

—Ni más ni menos. ¿No es maravilloso?

—¡Ah, pero te acabo de sorprender — dijo Kate triunfalmente— sin hacer nada!... ¿Qué piensas hacer?

—Por el momento nada más que disfrutar. Disfrutar —explicó la joven luminosamente— el fin de mis tribulaciones.

—¿Quieres decir, por haber descubierto tan fácilmente que estás sana?

Era como si Kate le hubiera dictado las palabras exactas.

—Por haber descubierto, tan fácilmente, que estoy sana.

—Claro que nadie está tan bien como para quedarse en Londres ahora. Pienso —siguió Kate— que no te exigirá eso.

—No, gracias a Dios. Tengo que irme de aquí. Ir a otros lugares.

—Claro que no a esos sitios fastidiosos, Engadine, la Riviera, ni nada por el estilo.

—No. Como acabo de decirte, a donde me plazca. Tengo que darme los gustos.

—¡Oh, picara! —Kate abundaba en sus familiaridades—. Pero ¿qué clase de gustos?

—Los más elevados —sonrió Milly.

Su amiga preguntó con igual nobleza:

—¿Cuáles son los más elevados?

—Bien, ahora tenemos la oportunidad de descubrirlos. Y tú puedes ayudarme.

—¿Qué otra cosa he buscado sino ayudarte —inquirió Kate— desde el instante en que te conocí? —Pero Kate también debía sorprenderse de esto—. ¡Me gusta tu manera de hablar! ¿Qué ayuda puedes necesitar, con todo lo que tienes?