6

MILLY no dijo nada, cuando se encontraron, acerca de las palabras garabateadas sobre el Tauchnitz, y Mrs. Stringham advirtió entonces que ella no traía el libro consigo. Lo había dejado allí y probablemente nunca volvería a acordarse de él. Decidió no comentarle que la había seguido y cinco minutos después de su llegada, bastante asombrosamente, la preocupación culpable de ese olvido quedó al descubierto.

—¿Sería abominable por mi parte si te dijera que después de todo?...

Mrs. Stringham había pensado ya, al escuchar el tono inicial de la pregunta, todo lo que ella era capaz de pensar, y había hecho un ademán de asentimiento que transformó las palabras de Milly en un evidente alivio.

—No te preocupes por nuestra permanencia aquí. ¿Preferirías que sigamos adelante? Saldremos mañana al amanecer o tan pronto como tú quieras. Solamente que ahora es un poco tarde para continuar el viaje.

Se sonrió como para significar, en broma, que una partida inmediata habría sido el íntimo deseo de la joven, y agregó:

—Yo te forcé a que nos detuviéramos, así que me lo tengo merecido.

Milly generalmente sabía seguir el humor de su amiga, pero esta vez lo hizo con cierto aire ausente.

—Oh, sí, realmente me tiranizas.

Y así fue como quedó establecido entre ambas, sin otra discusión, que seguirían viaje a la mañana siguiente. El interés turístico de la más joven respecto de los detalles del itinerario —a pesar de que la mayor declaró que consentía en dirigirse hacia cualquier punto— pareció decaer inmediatamente. Prometió, sin embargo, decidir antes de comer, hacia dónde —con el mundo entero frente a ellas— podían proseguir la marcha, y la cena fue ordenada lo suficientemente tarde como para que se sirviera a la luz de las velas. Ambas estaban de acuerdo en que la luz de las velas en las hosterías ubicadas al borde de la ruta, en países remotos, y entre las montañas, era algo que daba a la comida nocturna una particular poesía, tales eran las discretas aventuras, los suaves refinamientos de emoción que ellas —como decían— andaban persiguiendo. Ahora parecía que Milly había decidido descansar antes de comer, pero al cabo de tres minutos cambió de actitud y preguntó repentinamente con una transición muy parecida a un salto de cuatro mil kilómetros: ¿Qué fue lo que te dijo el doctor Finch el 9, en Nueva York, cuando os quedasteis solos?

No fue sino mucho después que Mrs. Stringham comprendió plenamente por qué esa pregunta la estremeció hasta un punto que su mera brusquedad no alcanzaba a explicar, y su efecto, aun en aquel momento, fue asustarla hasta hacerle dar una respuesta falsa. Ella debió pensar, recordar aquella ocasión, el «día 9» en Nueva York cuando se quedó a solas con el doctor Finch, y reconstruir lo que éste pudo haberle dicho, y cuando todo volvió a su memoria, en un primer momento, fue como si cada una de sus palabras hubiese tenido una enorme importancia. Sin embargo, no había dicho nada por el estilo. Solamente pareció estar a punto de hacerlo. El 6, diez días antes de partir, había llegado apresuradamente desde Boston alarmada, y leve pero suficientemente conmovida, por una súbita enfermedad de Milly, quien —por alguna oscura razón— se había sentido indispuesta de tal modo que se puso en tela de juicio la posibilidad de emprender el viaje. Pero en seguida se comprobó que la crisis había sido ligera, y quedó reducida, cuanto más, a unas pocas horas de ansiedad. El viaje se anunció de nuevo no solamente como posible sino también —en cuanto representaba un «cambio»— como muy recomendable, y si la diligente invitada había pasado cinco minutos a solas con el médico había sido, evidentemente, más a instancias de ella que de él. En aquella entrevista casi no había hecho más que intercambiar algunos comentarios entusiastas acerca de las propiedades curativas de «Europa», y esta seguridad fue la que, a medida que recordaba los detalles, pudo dar a su amiga.

—Nada en absoluto, te lo juro, que tú no puedas saber o que no pudieras saber entonces. No hay ningún secreto respecto de ti entre el doctor y yo. ¿Qué te ha hecho pensar eso? No entiendo cómo llegaste a enterarte de que hablé con él a solas.

—No, nunca me lo dijiste —aclaró Milly—. Y no me refiero —siguió— a las veinticuatro horas que duró mi indisposición, durante las cuales era natural que no se viesen, sino al día siguiente, justo antes de que regresaras a Boston.

Mrs. Stringham volvió a sorprenderse.

—¿Quién te dijo que lo vi entonces?

—No fue él, por supuesto, ni tú me lo escribiste, tampoco. Es la primera vez que hablamos de eso. ¡Y ésa es exactamente la razón! —declaró Milly, con algo en su rostro y en su voz que le reveló de pronto a su compañera que, ella realmente no sabía nada, que sólo era una conjetura, y que al arriesgar una acusación había adivinado la verdad. Aunque, ¿por qué había pensado eso?

—Pero si tú, como me aseguras, no hablaste en secreto con él—sonrió Milly—, el caso no tiene importancia.

—No hay ningún secreto ni el doctor me dijo nada especial. Pero ¿te sientes mal?

Mrs. Stringham estaba ansiosa por averiguar la verdad, aunque la posibilidad que sugería no era la más probable, dada la ardua ascensión que Milly se había permitido.

La joven mostraba un rostro permanentemente pálido pero que sus amigos habían aprendido a no tomar en consideración y que parecía más radiante cuando se veía superficialmente menos lozano. Continuó por unos instantes sonriéndose con aire misterioso.

—No sé, no tengo la menor idea. Pero me gustaría saberlo.

Ante esta respuesta, la simpatía de Mrs. Stringham se inflamó.

—¿Estás preocupada, sufres por algo?

—En absoluto. Pero algunas veces me pregunto...

—Sí —la urgió ella—. ¿Qué te preguntas?

—Bien, si todavía me queda mucho.

Mrs. Stringham la miró atónita.

—¿Mucho de qué? ¿No de sufrimiento?

—De todo. De todo lo que tengo.

Ansiosa, tiernamente, su amiga trató de comprender.

—Lo tienes ya todo, así que cuando preguntas si te queda mucho...

—Lo único que quiero saber —interrumpió la joven— es si lo tendré por mucho tiempo. Esto es, en el caso de que tenga algo.

Milly logró ahora confundir, o por lo menos asombrar, a su compañera, que se conmovía, que siempre se conmovía. por algo desvalido que había en su gracia, y por sus bruscos cambios de humor, y ahora realmente parecía descubrir en ella cierto aire burlón.

—¿Que tengas alguna enfermedad?

—Que tenga todo —contestó Milly, riendo.

—Ah, eso... como casi nadie en el mundo.

—Sí, pero ¿por cuánto tiempo?

Mrs. Stringham la miró suplicante, se acercó a ella y la abrazó emocionada. —¿Quieres consultar a alguien? —Y luego, como la joven respondiera sólo con un leve movimiento de cabeza, aunque tal vez un poco más cohibida, agregó—: Iremos enseguida a consultar al mejor médico de los alrededores.

Esto conjuró nada más que una honda mirada de asentimiento y un silencio, vago y dulce, que dejaba todo en suspenso. Mrs. Stringham perdió su sangre fría.

—¡Dime, por amor de Dios, si tienes alguna pena!

—No creo que realmente lo tenga todo —dijo Milly, como si eso explicara algo y tratando de hablar con ligereza.

—Pero ¿qué puedo hacer por ti?

La joven vaciló y luego estuvo a punto de decirle algo, pero de pronto cambió de actitud y se expresó de una manera muy distinta.

—¡Querida, mi querida amiga, lo único que sucede es que soy demasiado feliz!

Milly la abrazó a su vez, pero esto confirmó las dudas de Mrs. Stringham.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—El problema es ése: que apenas puedo soportarlo.

—¿Y qué es lo que te falta, según dices?

Milly titubeó un segundo, pero luego forzó una respuesta y una débil demostración de alegría.

—¡La fuerza para soportar toda la dicha que poseo!

Mrs. Stringham captó la impresión de que esa respuesta estaba destinada a «dejarla de lado», la posible, probable ironía de la misma, y su ternura se renovó en la aparente severidad de un largo murmullo.

—¿A qué médico vas a consultar? —Porque era como si desde allá arriba contemplaran un continente de médicos—. ¿Adónde iremos primero?

Milly, por tercera vez, pareció reflexionar, pero recurrió nuevamente al pretexto de unos minutos antes.

—Te lo diré a la hora de la comida. Adiós hasta entonces.

Y salió de la habitación con una ligereza de ánimo que tranquilizó a su compañera por la renovada promesa de seguir viaje que encerraba.

Terminada así la singular confidencia, Mrs. Stringham se sentó a meditar provista de su aguja y de la madeja de seda, sobre el bordado que llevaba siempre consigo. El extraño estado de ánimo de la joven había sido precipitado, sin duda, por la prolongada estancia en ese lugar, estancia que ella realmente no hubiera deseado. Una vez admitido que sus lamentaciones provenían sólo de una excesiva alegría de vivir, todo quedaba explicado. Esa alegría le impedía detenerse, la instaba a continuar, y con la sensación del movimiento ella flotaba nuevamente, volvía a lanzarse a sus grandes espacios. No era evadirse de la realidad —así por lo menos lo esperaba Susan Shepherd sentarse allí mientras el crepúsculo avanzaba, sintiendo aún más agudamente que la situación de su joven amiga era en verdad privilegiada. El anochecer, en esas alturas, era bastante fresco y los huéspedes habían pedido que se encendiera fuego para la hora de la comida. La gran ruta alpina imponía su presencia a través de los pequeños cristales de las limpias, bajas ventanas, con sus incidentes ante la puerta de la hostería, la diligencia amarilla, las berlinas enormes, los carruajes privados provistos de capotas, todo lo cual le hacía evocar viejas historias, viejos grabados, luchas legendarias, huidas, persecuciones, cosas vividas, cosas que por una especie de extraña asociación le hacían descubrir sorprendentes significados en aquel vínculo que de una manera tan profunda la unía a su joven amiga. Era natural que esta impresión de la magnificencia de su amiga le pareciese, después de todo, la mejor conclusión para sacar de las cosas, ya que ella misma se sentía instalada en esa magnificencia como en una carroza —volvía una y otra vez a esa comparación—, y semejante manera de avanzar, ese paisaje visto desde los cojines púrpuras, le prometía seguramente muchas cosas aún. Para ese entonces habían sido encendidas las velas para la cena y levantadas las cortas y blancas cortinas; Milly reapareció y la pequeña y pintoresca habitación cobró toda su poesía. Ese encanto no fue roto ni siquiera por las palabras con que ella, sin esperar más, satisfizo a su paciente amiga.

—Quiero ir directamente a Londres.

Era algo inesperado, que no correspondía a ningún proyecto previsto cuando partieron, cuando Inglaterra, por el contrario, aparecía más bien en un puesto relegado y remoto, visto, en ese momento —podría decirse—, como en el extremo de una larga avenida de preparaciones e introducciones. En otras palabras, se suponía que Londres coronaría el viaje, que sería una especie de plaza fuerte acometida en progresivos rodeos. El actual salto proyectado por Milly era mucho más apasionante, como lo era casi siempre toda simplificación desde el punto de vista de Mrs. Stringham, quien, por otra parte, iba a recordar más tarde como el verdadero comienzo del drama aquellas palabras con las cuales la joven acababa de expresar su preferencia, entre las humeantes velas, a las cuales se mezclaban todavía otros elementos, mientras llegaba a sus oídos el crujido de las cadenas de los carruajes en el aire frío, el repicar de los cascos, el choque de los baldes, y las preguntas y respuestas en lenguas extranjeras, todo lo cual formaba parte del animado comercio de la ruta. Milly había dicho aquello como si se tratara de una grave confesión, algo que la intimidaba y que podía hacerla aparecer como frívola. Había comprendido que lo que le interesaba en Europa era la «gente», en la medida que pudiese conocerla, y si su amiga realmente quería saberlo, ésta era la visión confusa que la había perseguido en los últimos días, en museos e iglesias, y que ahora nuevamente le impedía paladear el puro sabor del paisaje. Ella adoraba los paisajes, sí, pero los quería humanos y personales y lo único que podía asegurar era que en Londres —¿no es verdad?— podría encontrarlos en mucha mayor cantidad que en cualquier otra parte. Volvió así a su idea de que si no le quedaba mucho tiempo, aquella ciudad tendría más para ofrecerle en ese lapso, y significaría mucho menos que cualquier otra un derroche de lo que le quedara. Anunció esta última consideración con tanto entusiasmo que Mrs. Stringham no se sintió desconcertada en absoluto sino que se mostró pronto —si hablar de una muerte prematura era la orden del día— a rivalizar con ella con su propio futuro. Muy bien, entonces: ambas beberían y comerían por lo que pudiera suceder al día siguiente y se guiarían desde ese momento por la perspectiva de semejantes banquetes y libaciones. Bebieron y comieron aquella noche, en verdad, en concordancia con tal decisión, por lo cual, antes de que se separaran, la atmósfera pareció aclararse.

Se aclaró tal vez sobre un panorama demasiado extenso por los signos de vida que evidenciaba. La idea de agente» que impulsaba a Milly no se relacionaba con ninguna persona en particular y ambas amigas sabían que habrían de desembarcar en Dover completamente desconocidas entre desconocidos completos. No tenían relaciones allí y Mrs. Stringham aventuró este pretexto para ver qué reacción producía. No produjo ninguna, salvo la observación de la joven en el sentido de que no había pensado en gente de la sociedad ni en iniciar trato con ella. Nada más alejado de sus deseos que esas oportunidades que sus compatriotas en general buscaban con una pila de cartas de presentación. No se trataba, en una palabra, de la gente detrás de la cual iban sus compatriotas, sino del cuadro humano, el retrato mismo de Inglaterra que ellas podrían descubrir a su manera, ese mundo imaginado por lo que se ha leído o soñado. Mrs. Stringham estuvo plenamente de acuerdo, pero más adelante, cuando se presentó la ocasión, no dejó de observar que sería interesante conocer a alguien individualmente. Esta insinuación, y como se dice de forma vulgar, no dio en el blanco, por lo que Susan descubrió su juego.

—¿No te he escuchado decir, a propósito, que le hiciste a Mr. Densher algo así como una promesa?

Hubo un momento en que la mirada de Milly, al oír esto, pudo significar cualquiera de estas dos cosas: que no recordara nada en absoluto respecto de una promesa o que el nombre mismo de Mr. Densher se había borrado de su memoria. Pero no podía haber olvidado de tal modo una promesa —su interlocutora comprendió en seguida— sin relacionarla con algo especial. Debía de ser una promesa muy particular para negarla a tal punto. Ella recordaba a Mr. Densher, el inteligente y singular joven inglés que había hecho su aparición en Nueva York llevado por algún asunto relacionado con la literatura —¿no era eso?— poco tiempo antes de que partieran, y que había estado dos o tres veces en su casa durante el breve período comprendido entre la visita de Milly a Boston y su ulterior permanencia en Nueva York. Pero debió refrescarle bastante la memoria antes de que recordara que le había comentado a ella la invitación sugerida por Densher al decirle que en caso de pasar por Londres no cometiera un acto tan abominable como sería dejarlo arrumbado (éstas fueron sus palabras). Milly le había permitido alimentar esa esperanza, aunque la expresión pudo haberle parecido —y continuaba pareciéndole— un poco impertinente. No había hecho nada para alentar o combatir tal esperanza y Mrs. Stringham lamentó en ese momento no haber llegado a conocer a Mr. Densher. Había pensado en él, sí, después de aquello, aun hasta el punto de advertir que su amiga no hacía otro tanto, porque en ese caso la joven se hubiera traicionado fácilmente. Interesada como estaba en todo lo que concerniera a Milly, había comprendido por sí misma, y sólo por sí misma y más bien gratuitamente, que el joven inglés, a no ser por las interrupciones, habría llegado a ser un buen amigo. El hecho de que Milly lo conociese fue uno de los signos que contribuyó —como joven que era con todo el mundo frente a ella— a su simpatía y su encanto. Sola, sin madre, indefensa, aunque con sus muchos recursos, su gran casa, su inmensa fortuna, su tremenda libertad, había empezado a «recibir» a pesar de sus pocos años como si fuera una mujer madura. Esto es lo que les sucede, precisamente, a las princesas que por razones de interés público llegan prematuramente a su mayoría de edad.

Si Mrs. Stringham no ignoraba que Mr. Densher había partido hacia alguna otra parte por razones de su gira, antes de su propia visita a Nueva York, no desconocía tampoco que había vuelto por un día o dos después de su segunda excursión; es decir, que había reaparecido una sola vez en su viaje hacia el oeste, desde Washington, según creía, aunque el joven ya se había perdido de vista cuando ella llegó a embarcarse con su amiga. Susan Shepherd no solía exagerar, no creía poder hacerlo, pero esa noche comprendió que había suficientes cosas en aquellos encuentros como para suscitar, originar, la franca sospecha de algo más.

Le dijo entonces que de todos modos, con promesa o sin ella, podía contar desde ahora con su aprobación para que en un caso de apuro, en Londres, llamara a Densher. A lo cual Milly respondió con prontitud que ese recurso, aunque evidente, no les sería muy útil, ya que el joven en cuestión debía de estar aún, con toda seguridad, en América. Tenía muchas cosas que hacer allí, cosas que apenas habría comenzado, y de hecho ella no hubiera decidido dirigirse a Londres de no haber estado segura de que él no volvería tan pronto. Fue perceptible para Mrs. Stringham que si su amiga se limitaba a ese punto era porque tenía la impresión de haber ido demasiado lejos, lo que no desvirtuó al agregar inmediatamente —tal vez sin mucha presencia de espíritu— que lo último que deseaba era dar la impresión de estar persiguiéndolo. Mrs. Stringham se dijo interiormente que aquello no estaba en cuestión y pensó por primera vez en la posibilidad de ese peligro, aunque no dijo nada por el momento. Dijo sólo otras cosas, una de las cuales, por ejemplo, fue que si Mr. Densher estaba ausente no había nada que hacer y allí terminaba el problema, y otra, que a cualquier precio ambas debían ser discretas. Pero ¿hasta dónde debía llegar la discreción, y cómo podían estar seguras? Así fue como, sentadas allí esa noche, le expuso a Milly su propio caso: ella tenía una posible vinculación en Londres, que no deseaba en absoluto descartar; pero no quería tampoco correr el riesgo de contar demasiado con ella. En resumen, comunicó a su compañera, al final de aquel día, la historia de Maud Manningham, la insólita pero interesante joven inglesa con la que había establecido una estrecha amistad en los lejanos días del colegio de Vevey. Después de su separación mantuvieron una correspondencia asidua, que luego fue fluctuando hasta que se extinguió totalmente, aunque representó por aquella época un extraordinario caso de tenaz constancia y resurgió en ocasión del casamiento de ambas. Se volvieron a escribir entonces afectuosa, escrupulosamente —Mrs. Lowder primero—, y todavía intercambiaron una o dos cartas más. Éste, sin embargo, había sido el final, bien que no con una ruptura sino sólo con un discreto silencio. Maud Manningham había concertado, según creía, un excelente casamiento, mientras el suyo había sido nada más que modesto, y por otra parte la distancia, los distintos intereses, la imposibilidad de verse y de tratarse, habían hecho el resto. No fue sino después de todos esos años que el encuentro se fue presentando como posible, si la otra parte todavía existía. Esto era exactamente lo que le parecía interesante comprobar, tal como, con alguna ayuda, podría hacerlo. Era una experiencia que de todos modos le gustaría llevar a cabo, si Milly no tenía inconveniente.

Milly, en general, no tenía inconvenientes para nada, y aunque preguntó dos o tres veces, no hizo objeciones. Esas preguntas — o por lo menos sus respuestas— despertaron en Mrs. Stringham muchos recuerdos: hasta esa noche no habría creído que tenía tanto para recordar, ni que le interesara tanto llegar a saber qué había sido de la corpulenta y rubicunda Maud —rozagante, exótica y contradictoria—, encantadora aun para los ojos de la juventud. Existía un peligro, que ella comunicó francamente a su amiga, y era el de que un temperamento así podía no haber madurado, con los años, en el sentido de una mayor delicadeza. Era uno de esos riesgos que siempre deben tenerse en cuenta al renovar amistades largo tiempo interrumpidas. Reunir cabos muy alejados representa un riesgo, para lo cual, sin embargo, estaba preparada, si Milly también lo quería.

La posible «diversión» que aquello entrañaba, confesó, era ya en sí misma bastante atractiva, y ella definió —un poco excitada como en verdad estaba— esa nota de regocijo como el inocente derecho final ganado por cincuenta años virtuosos en Nueva Inglaterra. Entre las cosas que después Mrs. Stringham habría de recordar se hallaba la mirada indescriptible que su amiga fijó en ese momento sobre ella. Estaba sentada todavía frente a las velas, delante de su plato vacío, mientras Milly se ponía de pie, y esa mirada representaría durante mucho tiempo un inescrutable comentario sobre la idea que ella tenía de la libertad. Intimada, de todos modos, a dar su opinión, Milly dejó entrever, tal vez un poco abstraída, soñadora, que, aunque su atención había sido más bien silenciosa, la historia contada por su amiga—que nacía de una fuente insospechada, sacada de pronto de la manga como una carta— la había sorprendido y seducido a la vez. Puesto que el asunto dependía de eso, Milly lanzó, antes de irse a acostar, un simple, ligero:

—¡Arriésgalo todo!

El tono pareció quitar un poco de su peso a la evocada presencia de Maud Lowder, como Susan Stringham, en excitada reflexión y todavía allí sentada, pudo comprender. Cuando la joven salió, una intuición se apoderó de ella, todavía indeterminada, pero que apenas se abrió paso se transformó en una obsesión. Era como si volviera a sentir, en aquel momento de plenitud que ella había sido, después del casamiento de Maud, sensiblemente dejada de lado o, como se dice en la actualidad, «erradicada». Mrs. Lowder le había sacado una gran ventaja y en la ocasión subsiguiente de la misma circunstancia en su propia vida —no la segunda, la lamentable, con la dignidad de su dolor, sino la primera, con la indigencia de su supuesta felicidad— ella había sido, siempre en el mismo espíritu, casi desdeñosamente condescendiente. Si esa impresión, aun cuando ya no importaba, nunca se había borrado del todo, no podía menos que resultar extraño que se presentara ahora como un posible eslabón de la cadena que las unía más que como una nueva ruptura. Y por cierto, ella muy bien podría haber albergado un sentimiento que, en otras circunstancias, le habría mostrado aquella condescendencia de su amiga de otrora bajo una luz muy distinta. Pero ahora —si vale la pena analizar el caso— la clave consistía en la feliz coronación, la sublime justicia, el generoso desquite de tener ella también, a fin de cuentas, algo que ostentar. Maud, cuando se dejaron de ver, parecía tener mucho y tendría ahora — ¿porque no era ésa, acaso, la próspera ley de la vida inglesa?—muchísimo más, gracias a las debidas expansiones, promociones y adiciones. Muy bien, era posible, y ella se sintió preparada para aquello. Fuera lo que fuere lo que Maud podía exhibir —y era de esperar que no estuviese equivocada—, seguramente no tendría nada como Milly Theale, que constituía el trofeo aportado por la «pobre» Susan. La pobre Susan se demoró en la mesa, hasta que las velas chisporrotearon, y apenas levantaron la mesa ella abrió su elegante bolso. No había perdido las viejas referencias: había direcciones que recordaba, vinculaciones a las que podría apelar. Así debía comenzar aquello. Y enseguida se puso a escribir.