3

MERTON Densher, que pasaba las mejores horas de la noche en su despacho del periódico, gozaba a veces durante el día —en compensación— de la sensación, o por lo menos la apariencia, de ociosidad, por lo cual no era raro encontrarlo en distintas partes de la ciudad a esas horas en que los hombres de negocios se hallan ocultos a los ojos del mundo. Más de una vez, en aquel invierno, se había desviado, a eso de las tres, o las cuatro, hasta Kensington Gardens, donde se le habría podido observar conducirse por un momento, en cada ocasión, como alguien que no tiene nada que hacer. Recorría la mayor parte del trayecto, es verdad, con una dirección precisa, hacia el lado norte, pero una vez llegado allí su paseo no tenía evidentemente un fin determinado. Se hubiera dicho que caminaba a la ventura de un sendero a otro; se detenía sin motivo alguno y se sumía indolentemente en la contemplación; se sentaba en un banco y después se trasladaba a otro; luego se ponía de pie otra vez y seguía dando vueltas, nada más que para persistir en la imprecisión y la prontitud. Sin duda alguna se trataba de un hombre que, o no tenía nada que hacer en absoluto, o tenía mucho en qué pensar, y no puede negarse que la impresión que producía generalmente hacía recaer casi todo el peso de la prueba —de uno u otro género— en su persona. Un poco se debía esto a su aspecto, a sus rasgos personales, que hacían tan difícil determinar su profesión.

Era un joven inglés delgado, espigado, vulgar, susceptible desde cierto punto de vista a la clasificación, como por ejemplo, por ser un caballero, por pertenecer bastante específicamente a la clase de los individuos educados, en general correctos y agradables, aunque —sin llegar a ser en esto ni extraordinario ni anormal— no dejaba de suscitar ciertas dudas a un observador. Era demasiado joven para pertenecer a la Cámara de los Comunes y demasiado espontáneo para pertenecer al ejército. Demasiado refinado, se hubiera dicho, para la ciudad, y —excluyendo el corte de su ropa—demasiado escéptico, se hubiera presentido, para la Iglesia. Por otra parte, era demasiado confiado para ser diplomático, y aun tal vez científico, mientras que al mismo tiempo, quién sabe, dependía demasiado de sus sentidos para ser poeta pero no tanto de ellos como para ser pintor. Uno hubiera podido acercarse a él lo suficiente como para reconocer en su mirada la fuerza virtual de las ideas, pero nada habría podido aventurarse sobre las ideas mismas. La dificultad con Densher radicaba en que parecía difuso sin llegar a ser débil, desocupado sin parecer vacío. Esto se debía posiblemente al detalle de sus largas piernas, aptas para estirarse; de su pelo lacio y su bien formada cabeza, nunca, esta última, nítidamente en reposo pero dispuesta, en excesiva retribución, y respondiendo a un reclamo totalmente distinto, a echarse súbitamente hacia atrás y, sostenida por los brazos levantados y las manos entrelazadas, ponerlo en comunión, durante períodos inverosímiles, con el cielo raso, la copa de los árboles, las nubes. En resumen, era visiblemente abstraído, irregularmente listo, propenso a descuidar lo inmediato y a considerar lo remoto; era, en general, más respetuoso de los hábitos que obsecuente con ellos. Sugería, sin embargo, por encima de todo, esa portentosa condición de la juventud en la cual sus elementos, sus metales más o menos preciosos, se hallan en tal estado de fusión o de fermentación, que el proceso de la estampa final, la impresión que ha de fijar los valores, debe esperar su relativo enfriamiento. Y un acento distinto de esa interesante mezcla era que siendo irritable lo era por una ley de considerable sutileza, una ley que —en caso de tratar con él— debía ser provechoso, aunque no fácil, dominar. Una de las consecuencias de esto era que le reservaba a su prójimo sorpresas de tolerancia tanto como de irritación.

Vagaba, en lo mejor de los días templados y en las muchas ocasiones de las cuales hablamos, a lo largo de los jardines y en el extremo más cercano de Lancaster Gate, y cuando —siempre— a su debido tiempo, Kate Croy salía de la casa de su tía Maud, cruzaba la calle y llegaba por la entrada más próxima, había en el procedimiento un desparpajo general que lo hacía ligeramente anómalo. Si el encuentro habría de ser imprudente y libre, debería realizarse entre cuatro paredes; si habría de ser secreto y reservado, el sitio más inapropiado se hallaba bajo las ventanas de Mrs. Lowder. No se preocupaban, por cierto, de permanecer en ese lugar. Caminaban, deambulaban, dando en el transcurso de más de una de estas entrevistas, un considerable paseo, o elegían un banco, bajo uno de los grandes árboles, y se sentaban lo más separados que fuera posible: lo más separados de todos los demás. Pero Kate tenía al principio, en cada ocasión, el aire de quien busca exponerse al seguimiento y la captura, si de eso se trataba. Se esforzaba por aparentar que no era solapada, así como que no era vulgar; que los jardines de Kensington eran atractivos por sí mismos y que disfrutar de ellos sólo era una cuestión de buen gusto; y que si a su tía se le ocurría espiarla desde el piso alto o hacerla seguir y sorprenderla, ella podía por lo menos proceder convenientemente para que todo se cumpliera con facilidad. De hecho, la relación entre ambos jóvenes abundaba en tantas singularidades que bien se la podría simbolizar por esas citas que tienen mucho más de apariencias que de motivos. De la fuerza de los lazos que los unían, ya habremos de probar la magnitud suficientemente; pero mientras tanto es casi obvio que si ha llegado para ellos la gran oportunidad ha sido, en un grado excepcional, bajo el amparo de la famosa ley de los contrarios. Cualquier profunda armonía que eventualmente los gobernara no derivaba, en verdad, de que tuvieran mucho en común: prácticamente no tenían nada, salvo su amor. Y en realidad hallaban la explicación —cada uno por su lado— en el hecho de creerse respectivamente pobres en lo que el otro era rico. No es una novedad ciertamente que con frecuencia la generosidad de los jóvenes admire mucho más, en los otros, lo que la naturaleza les ha negado a ellos; por lo que parecería, después de todo, que nuestros amigos, ambos, eran generosos.

Merton Densher se había dicho repetidamente —y desde mucho tiempo atrás— que sería un tonto si no se casaba con una mujer cuyas virtudes consistían en sus diferencias: y Kate Croy, aunque sin filosofar tanto, había reconocido en él rápidamente preciosas desigualdades. Merton Densher representaba lo que la vida nunca le había dado y lo que seguramente —sin una ayuda como la suya jamás le daría: todas las elevadas, confusas cosas que ella atribuía todas juntas al espíritu. La fuerza, el misterio, la riqueza de Densher residían para ella en el campo espiritual, y él le había hecho especialmente el soberano favor de concretar ese elemento. Se trataba de algo que ella había dado por supuesto durante toda su vida pero que nunca, ninguno de sus conocidos, había sido capaz, en ningún grado, de testimoniarle directamente. Vagos rumores de su existencia se habían abierto camino precariamente hasta ella, pero nada le parecía más probable que el hecho de que debería vivir y morir sin tener la suerte de verificarlos. La suerte llegó —extraordinaria— el día en que por primera vez se encontró con Densher; y para mérito eterno de la muchacha, ésta comprendió al instante qué era lo que tenía ante sí. Aquel episodio, es verdad, por todo lo que directamente floreció en él, sería digno de especial rememoración. La atención de Densher fue al encuentro de la de Kate, y se puso a la par de su reconocimiento. Había llegado tantas veces a la conclusión de que estaba mal condicionado —como él decía— para la vida, puesto que hallaba su fuerza sólo en el pensamiento, que era la vida, como lógicamente opinaba, lo que de alguna manera debía arreglárselas para obtener y apresar. Esto le era mucho más necesario desde que el pensamiento, solo, se precipita en el vacío; es el ámbito inmediato de la vida de donde debe extraer su oxígeno. Así el joven, reflexivo pero franco, crítico pero además ardiente, comprendió a la vez su caso y el de Kate Croy. Se habían conocido con anterioridad a la muerte de su madre, oportunidad que ella recordaba como la última alegría permitida por la proximidad de esa desgracia. Después, oscuros meses interpusieron una pantalla y, en lo que a Kate se refiere, unieron el final con el principio.

El principio —que ella frecuentemente evocaba— había sido para nuestra joven una escena de supremo esplendor: una reunión organizada en una galería alquilada por una anfitriona que pescaba con gruesas redes. Un bailarín español que se suponía era en ese momento la atracción de Londres; un recitador estadounidense, deleite de un pueblo hermano; un violinista húngaro, admirado en todo el mundo: en nombre de estas y otras atracciones había sido ampliamente convocada la concurrencia entre la cual —por un raro privilegio— se había encontrado Kate aquella noche. Ella vivía con su madre, según consideraba, oscuramente, y se relacionaba con muy pocos que frecuentaran esas esferas; pero había tratado a dos o tres personas conectadas con ellas, dos o tres personas por medio de las cuales la corriente de hospitalidad, filtrada o difusa, podía entonces esparcirse de vez en cuando sobre candidatos más distantes. Una señora de buena voluntad, en suma, una amiga de su madre y pariente de la dama de la galería, le había ofrecido llevarla a esa reunión, y allí le había suministrado, además, dos o tres de esas presentaciones que, en las grandes veladas, generalmente conducen a otras cosas, y que para ella culminaron, en esa oportunidad, en una conversación con un joven alto, rubio, ligeramente desaliñado y más bien torpe pero en general no del todo aburrido. Ella había tenido la impresión de que él se hallaba aislado, de que estaba —y era precisamente como el joven se había definido a sí mismo— tremendamente en las nubes, mucho más diferenciado de todo lo que lo rodeaba de lo que parecía cualquier otro, y aun decidido a escapar de allí, cuando fue puesto en comunicación con ella. Así se lo confesó él aquella misma noche: que solamente su encuentro lo había hecho desistir de la fuga, pero que en ese instante comprendía qué desdichado hubiese sido de no haberla encontrado. A tal punto habían arribado hacia medianoche, y —aunque con respecto a semejantes observaciones todo radica en el tono— el tono a medianoche había llegado también a ese punto. Ella tuvo desde un principio la total intuición de su carácter reprimido, ciertamente vago —las intuiciones totales eran en ella, con frecuencia, inmediatas—; luego había tenido una conciencia igual de que, antes de cinco minutos, algo había —bien, ella no pudo menos que expresarlo así — pasado entre ellos. No era nada, pero de alguna manera lo era todo. Era que para cada uno de ellos algo había sucedido.

Se habían sorprendido mutuamente mirándose con insistencia y durante mucho más tiempo de lo que es usual en esa clase de reuniones, aunque esto, al fin y al cabo, hubiera significado muy poco de no haber habido además otras cosas. No se trataba, en otras palabras, de que sus ojos simplemente se hubiesen encontrado: otras facultades, y otros centros, y otros sentidos también se comunicaron, y cuando Kate, más tarde, reconstruía la escena en toda su profundidad y elocuencia, la imaginaba de una manera insólita como una representación muy especial. Ella había visto una escalera apoyada contra la pared de un jardín y se había sentido tentada de trepar para poder ver el posible jardín del otro lado. Pero al llegar arriba se había encontrado cara a cara con un caballero ocupado exactamente en la misma maquinación, pero desde el otro lado, y ambos inquisidores habían quedado allí, enfrentados, en lo alto de sus escaleras. Lo mejor de todo fue que por el resto de la noche los dos continuaron encaramados, que ninguno de ellos retrocedió. Kate, por cierto, se sintió todo ese tiempo asomada en lo alto, como si estuviera allá arriba sin retirada posible. Una explicación más simple de todo esto sería que cada uno se había fijado en el otro con interés; y realmente, sin una feliz circunstancia sucedida seis meses más tarde, aquel episodio no hubiera pasado de allí. Esa circunstancia, por otra parte, se materializó tan naturalmente como siempre ocurre todo en Londres: una tarde, Kate se encontró frente a Mr. Densher en el metro. Había subido en Sloane Square hacia Queen’s Road y el vagón donde había encontrado sitio ya estaba casi lleno. Densher viajaba allí, en otro asiento, en uno de los extremos. Ella lo reconoció antes de que se pusieran otra vez en marcha. El día y la hora eran oscuros, había otras seis personas entre ellos y Kate estuvo ocupada en buscar un sitio, pero su conciencia fue tan rápidamente hacia él como si se hubieran encontrado en la llanura luminosa de un desierto. No hubo por parte de ninguno de los dos ni un segundo de vacilación: se miraron a través del sofocante compartimiento exactamente como si ella hubiese sabido que él estaría allí y él hubiera esperado que ella entrase, por lo que, aunque en aquellas condiciones sólo podían intercambiar sus saludos con movimientos, sonrisas, silencios, se desprendía de dichas manifestaciones que ambos deberían haber descendido en la próxima estación para procurarse mayor comodidad. Kate estaba en verdad segura de que la estación siguiente era la meta final del joven, lo que demostró que si continuaba viaje era sólo por el deseo de hablar con ella. Él debió seguir, para ello, hasta High Street, en Kensington, porque sólo allí la salida de unos pasajeros le permitió acercarse.

La suerte le brindó la rápida posesión de un asiento frente al de ella, pero su diligencia en ocuparlo pareció denunciar su ansiedad. Esto, por otra parte, con personas extrañas a cada lado, favoreció muy poco el diálogo, aunque esa misma restricción, tal vez, fue para ellos mucho más significativa que cualquier otra cosa. Si el hecho de que la oportunidad se les volvía a ofrecer a ambos había podido ser tan intensamente expresado sin pronunciar una palabra, los dos debieron sentir al instante que no se repetía porque sí. Lo más extraordinario del caso fue que no se hallaban, de ninguna manera, en las mismas condiciones en que se habían dejado sino mucho más avanzados, y que a esos nuevos lazos se agregó otro entre High Street y Notting Hill Gate, y entre esta última estación y Queen’s Road el progreso fue realmente desproporcionado. En Notting Hill Gate el pasajero sentado a la derecha de Kate descendió y Densher se lanzó en el acto sobre su asiento, aunque no ganaron mucho con esto porque una señora, en seguida, se lanzó sobre el de Densher. Éste apenas pudo decirle unas palabras; o ella, al menos apenas comprendió lo que él le dijo. Estaba muy ocupada con la certeza de que una de las personas sentadas enfrente, un jovencito que lucía un monóculo y que enderezaba constantemente su adminículo había comprendido desde un primer momento que ella estaba visible, extrañamente alterada. Si aquel chico se había dado cuenta, ¿qué no habría pensado Densher? Pero esto quedó suficientemente contestado cuando al llegar a su estación ella descendió y él la siguió instantáneamente. Ése había sido el verdadero principio, el principio de todo lo demás; la ocasión anterior, la reunión en la galería, había sido tan sólo el principio de esto. Nunca antes en su vida había ido tan lejos, porque siempre antes —en cuanto las pequeñas aventuras pudieron significar algo para ella— había habido, según el criterio vulgar, más elementos de juicio. Él la acompañó hasta Lancaster Gate y después ella lo acompañó hasta alejarse de allí... «Por el amor de Dios —se habría dicho a sí misma—, como la criada flirteando con el panadero.»

Esta apariencia —Kate iba a pensar más tarde— era la que mejor se avenía con una relación que podía ser descrita muy precisamente en los términos del panadero y la mucama. Ella pudo decirse que, desde aquel momento, ambos se hicieron compañía; y esto vino a representar, técnicamente hablando, a la vez el alcance y el límite de su vinculación. Él le había pedido allí mismo, naturalmente, que le permitiera visitarla, a lo cual ella —como toda joven que no es demasiado joven, que no pretende ser una flor blindada— accedió lógicamente. Aquello representaba —Kate comprendió en seguida— su única base posible; ella era exactamente la mujer londinense contemporánea, francamente moderna, inevitablemente vapuleada, honorablemente libre. Claro que al instante le confió todo a su tía: lo hizo con el pretexto de pedirle autorización; y más tarde recordó que, aunque en dicha ocasión había limitado su historia meramente a los hechos en sí, Mrs. Lowder se mostró imprevistamente benévola. Esta circunstancia, en todos sus detalles, dejaba traslucir que su tía era sabia, y fue decididamente entonces cuando Kate empezó a preguntarse qué sería —como se dice vulgarmente— lo que estaba tramando.

—Puedes recibir, querida, a quien quieras —fue lo que la tía Maud, que en general objetaba a los que hacían lo que querían, había replicado.

Y esta salida inesperada daba mucho que pensar. Había varias explicaciones, y todas eran divertidas; divertidas a la manera sombría y mascullada que Kate cultivaba en su retiro actual allá en lo alto. Merton Densher vino ese mismo domingo, pero Mrs. Lowder fue tan consecuente en su magnanimidad como para permitir a su sobrina que lo viera a solas. Ella se presentó, sin embargo, al domingo siguiente, para invitarlo a comer, y cuando después de esa noche él volvió otras tres veces, y la tía halló la manera de tratarlo como si fuera preponderantemente su propio invitado. La convicción de Kate de que ella no lo apreciaba hacía más insólito todo aquello y confirmaba la evidencia, por entonces ya voluminosa, de que su tía era singular por donde se la buscara. Si en materia de carácter hubiese sido simplemente normal, habría mostrado sin ambages su disgusto; en cambio, ahora, daba la impresión de querer llegar previamente a conocerlo para saber por dónde «tomarlo». Ésta fue una de las reflexiones a que llegó la joven en su elevado retiro. Sonrió en su torre de observación, en aquel silencio formado de sonidos neutros, al comprender que podemos aceptar fácilmente a los demás si eso nos ayuda a someterlos. Cuando la tía quisiera deshacerse de ellos no lo haría por delegación: era algo que siempre se reservaba para hacer personalmente.

Pero lo que más llamaba la atención de la joven eran las implicaciones de semejante diplomacia con respecto a su propio valor. ¿Qué debía pensar de suposición a la luz de ese aparente temor de su tía —hasta el momento— a contrariarla? Era como si Densher fuese aceptado parcialmente ante el peligro de que, no siendo así, ella pudiera tomar represalias. ¿Pensaba su tía, acaso, que si ella se veía impedida de verlo, se iría de allí? El riesgo era exagerado; ella nunca hubiera hecho algo tan categórico; pero así, al parecer era como Mrs. Lowder la veía y consideraba que debía ser tratada. ¿Qué importancia por lo tanto le atribuía realmente, y por qué extraño interés quería congraciarse con ella? Su padre y su hermana tenían una respuesta para todo esto, aun sin sospechar la importancia que le daba ella a la pregunta. Creían que la dueña de Lancaster Gate estaba ansiosa por conseguirle una fortuna, y la explicación que daban a ese anhelo consistía en que había sido fascinada, deslumbrada, por una perspectiva tan prometedora como nunca había gozado antes. Aprobaban, admiraban ambos en ella una de esas trasnochadas fantasías de las mujeres viejas, vehementes, caprichosas y ricas, mucho más admirables, además, por la carencia de todo plan; y así acumulaban los posibles beneficios de la persona elegida. Kate sabía a qué atenerse, por otra parte, respecto de sus «posibilidades»: se consideraba atractiva, sin duda, pero a la vez fría y lista pero severa, y tan imperfectamente ambiciosa, además, que era una lástima que para lograr una vida apacible no lograra ser ni diestra ni estúpidamente indiferente. Su inteligencia, a veces, la hacía sentirse tranquila —demasiado tranquila—, pero su necesidad de ella la mantenía inquieta, por lo que no obtenía, al parecer, las ventajas de ninguno de los dos extremos. En aquel momento, sin embargo, se hallaba ante una emergencia, y aun su madre, triste y desilusionada, agonizante pero con la tía Maud increpando a la enfermera en el corredor, no había dejado de advertirle que Dios mediante, era necesario aprovechar las emergencias. Aquel ser querido había muerto con la convicción de que estaba realmente aprovechando la que en ese momento se le presentaba.

Kate dio uno de sus paseos con Densher después de visitar a su padre, aunque como siempre pasaron casi todo el tiempo sentados, hablando. Tenían, bajo los árboles y junto al lago, el aire de ser viejos amigos, con momentos de aparente seriedad en los cuales parecían estar dilucidando todas las cuestiones de su vasto mundo juvenil, y con períodos de silencio, uno muy cerca del otro, sobre todo cuando «¡un largo noviazgo!» hubiese sido la interpretación final de sus actitudes por parte de algún transeúnte desconcertado por ellos, como muy fácilmente podía suceder. Parecían por lo tanto viejos amigos más que jóvenes que se habían conocido sólo un año antes y que habían pasado casi todo ese tiempo sin tratarse. En verdad, ya se sentían como si fueran muy viejos amigos; y aunque la sucesión de sus encuentros había sido totalmente regular, conservaban sólo un confuso recuerdo de muchos de ellos, todos parecidos y una confusa intención de muchos más, tan poco diferentes como les fuera posible. El deseo de que no cambiasen respondía tal vez al hecho de que —a pesar del supuesto diagnóstico del transeúnte— no había habido aún entre ellos ninguna clase de arreglo formal ni definitivo. Densher en un principio trató de forzar la cuestión, pero entonces fue fácil responder que todavía era demasiado pronto, lo que por algo muy particular sucedió luego. Reconocían que su relación había sido demasiado breve para un compromiso, pero la habían mantenido durante demasiado tiempo para cualquier otra cosa, por lo que el casamiento de alguna manera se alzaba frente a ellos como un templo al que le faltaba la avenida de acceso. Ellos pertenecían al templo y se hallaban en las inmediaciones: estaban en esa etapa en que las inmediaciones en general ofrecen muchos y desperdigados consuelos. Pero Kate mientras tanto había tenido tan pocos confidentes que se preguntaba en qué podrían basarse las sospechas de su padre. Claro que en Londres la propagación de un rumor asume características pasmosas, y lo de Marian también era un misterio, pues la tía Maud no se trataba directamente con ella. Sin duda alguna la habían visto. Por supuesto que la habían visto. No había tomado ninguna precaución para evitarlo; ella era incapaz de tal cosa, evidentemente. Pero ¿cómo la habían visto? ¿Y qué había que ver? Ella estaba enamorada, lo sabía muy bien: pero era algo totalmente suyo, y tenía la impresión de haberse conducido siempre —y de seguir haciéndolo— con un casi violento decoro.

—Me parece, o mejor dicho estoy segura, que tía Maud tiene la intención de escribirte, y es preferible que lo sepas desde ahora. —Esto fue lo que ella le dijo en suma apenas se encontraron, pero agregando en seguida—: Así te harás una idea de cómo vas a tomarla. Sé perfectamente lo que va a decirte.

—Entonces ¿me lo comunicarás, como es natural?

Ella caviló un instante.

—No puedo hacer eso. Lo arruinaría todo. Nadie podría explicarte mejor su idea que ella misma.

—¿Su idea, según parece, es que yo soy una especie de bribón, o por lo menos no lo bastante bueno para ti?

Se hallaban una vez más sentados uno junto al otro, y Kate hizo otra pausa.

—No lo bastante bueno para ella.

—Oh, ya veo. Y eso es imprescindible.

Lo dijo más en tono de afirmación que de pregunta, pero había habido muchas verdades entre ellos que cada uno a su vez contradecía. Kate, sin embargo, dejó pasar ésta en silencio y sólo agregó, al rato:

—Ella se ha portado extraordinariamente.

—Y nosotros también —declaró Densher—. ¿Sabes? Creo que hemos sido correctos en exceso.

—Sí, ante nosotros mismos, y para los demás. Para la gente en general. Pero no para ella. Para ella —dijo Kate— hemos sido sencillamente monstruosos. No ha hecho más que darnos soga. Así que si te manda llamar—repitió la joven—, ya sabes cuál es tu situación.

—Eso lo sé siempre. Lo que me interesa conocer es la tuya.

—Bien —dijo Kate un momento después—, lo que ella te hará saber son sus ideas al respecto.

Él le dirigió una de sus largas miradas, y más allá de todo lo que los demás que la asediaban podían desearle para su bien, esas largas miradas eran algo que ella atesoraba insaciablemente. Lo que la joven sentía era que, a pesar de todo lo que pudiera suceder, debía conservarlas, hacerlas todavía más un patrimonio suyo; y ya era bastante extraño que razonara, o en todo caso empezara a actuar, como si pudiera guardarlas con otras cosas extrañas, preservarlas privadamente, cuando sin embargo, en rigor no había pagado su precio. Ella afrontaba el hecho de que eran amantes y lo vivía intensamente en la casa; y sentía júbilo por sí y, francamente, también por Densher, al emplear esa palabra. Pero, criatura original como era, a su modo, tenía una idea de tal condición que apenas coincidía con la convencional. Era el carácter mismo el que ella insistía en atribuirse, dándolo tan por sentado que ni siquiera resultaba atrevido, pero Densher, aunque estaba de acuerdo con ella, no podía menos que sorprenderse de sus simplificaciones, de sus cánones. La vida sería dificultosa, lo estaba siendo ya evidentemente, pero mientras tanto se tenían el uno al otro y eso era todo. Así razonaba ella, pero al mismo tiempo, para él, era justamente el otro lo que cada uno no tenía, y ésa era la cuestión. Muchas veces, sin embargo, era una cuestión que ante otras cosas extrañas y particulares, ambos juzgaban demasiado torpe para urgir. Era imposible, además, mantener a Mrs. Lowder fuera de este esquema. Ella estaba allí, demasiado cerca, demasiado sólida: en cierto momento era preciso abrir la puerta, hacer lo necesario para dejarla entrar. Y ella entraba siempre mientras ambos la observaban con desaliento; parecía llegar en su carroza, daba una vuelta frente a ellos como la estrella del circo lo hace alrededor de la pista, y luego paraba el coche justamente en el centro para descender con majestuosidad. Densher tenía la impresión de que la tía era magníficamente vulgar pero también, no obstante, de que eso no era todo. No era por su vulgaridad que ella presentía su falta de fortuna, aunque tal vez era lo que la ayudaba a aderezar ese hecho ricamente; ni era tampoco ese defecto lo que la hacía ser fuerte, original, peligrosa.

Su falta de medios —de medios suficientes para mantener a otros además de sí mismo— era realmente el gran desdoro y nunca le parecía más afrentoso que cuando se alzaba allí, como parecía alzarse, insolentemente, ante los otros elementos de la vida de Kate que ellos clasificaban familiar y convenientemente como graciosos. Y muchas veces, por cierto, él se preguntaba si aquellos elementos serían tan graciosos como el hecho recóndito, experimentado por él con tanta frecuencia, de su propia seguridad, de su particular incapacidad de creer que alguna vez sería rico. Su convicción a este respecto era rotunda y un hecho en sí misma; no llegaba a comprenderla cuando la analizaba, aunque naturalmente tenía más elementos de juicio que cualquier otro. Su convicción perduraba a pesar de que tenía una conciencia equivalente de no ser un incapacitado físico ni mental, ni un tullido ni un tonto; lo consideraba algo absoluto, aunque secreto, y también, aunque parezca extraño, en los menesteres ordinarios, para nada desalentador ni prohibitivo. Solamente ahora debía pensar si no resultaba prohibitivo con respecto a Kate; solamente ahora, por primera vez, debía poner su peso en la balanza. Los platillos, cuando se sentaba con Kate, en general pendían a la altura de sus ojos: allí los veían tomar mientras hablaban o escuchaban —enormes y oscuros en el aire claro— singulares posiciones. A veces era el de la derecha el que bajaba, a veces el de la izquierda; nunca un equilibrio afortunado, siempre alguno de ellos desviaba el fiel. Así vivía preguntándose si era más vil pedirle a una mujer que se jugara con uno el todo por el todo, o aceptar de la propia conciencia que la suerte de ella debía ser, en el mejor de los casos, sólo uno de los grados de la privación; o si también, por otra parte, casarse por dinero no sería después de todo apenas una causa menor de vergüenza que el miedo de casarse sin tenerlo. A través de todas estas variaciones de estados de ánimo y de puntos de vista, la marca en su frente permaneció clara: vio que, se casara o no, no lo tendría. Era un campo en el cual su imaginación podía mostrarse admirablemente activa; las innumerables maneras de hacer dinero se le presentaban en toda su atracción y él podría haberlas manipulado muy bien para su periódico como manipulaba todo lo demás. Tenía plena conciencia de cómo manejaba las demás cosas: ésa era otra señal en su frente; eran las dos manchas impresas por el dedo de la fortuna, las marcas en el vellón dócil que databan de la primera hora y se hacían mutuamente compañía. Él escribía, hablando en sentido periodístico, con deplorable facilidad; desde que nada había podido detenerlo ni aun a la edad de diez años, menos podía detenerlo ahora a los veinte: era en primer lugar parte de su destino y en segundo lugar parte del desdichado destino del público. Los incontables métodos de hacer dinero eran, sin duda, lo que ocupaba su imaginación cuando se echaba hacia atrás en la silla y apoyaba la cabeza en las manos entrelazadas. Y lo que más solía prolongar esa actitud, por otra parte, era la reflexión de que dichos métodos sólo servían para los demás. En aquel momento, de todos modos, tuvo una perspectiva mucho más cercana de lo que había podido entrever hasta entonces de todas aquellas circunstancias que por parte de Kate nada hacían por simplificar las cosas. Percibió, sobre todo, de qué manera ella los veía a ambos, ya que habló sobre ellos mismos con una total franqueza, contándole su visita al padre y dándole, al informarle sobre la siguiente visita a la hermana, una idea acerca de cómo se hallaba perpetuamente reducida a apuntalar las esperanzas de la infortunada mujer.

—¡Por lo cual —exclamó ella— somos un fracaso como familia!

Y ella volvió a contarle todo, o esta vez según le pareció a él, más que todo: la vergüenza que el padre había llevado a su casa, su extravagancia, su crueldad y su malignidad; la penosa situación de la madre, abandonada, despojada, indefensa, demasiado insensata además para gobernar un hogar como el que les había quedado; la muerte de los dos jóvenes hermanos: uno, el mayor de todos, a los diecinueve años, de fiebre tifoidea, contraída —según supieron más tarde en un sitio infecto adonde habían ido ese verano; el otro, el orgullo de la familia, guardiamarina de la armada, que había muerto ahogado de una manera horrorosa, y no por un accidente en alta mar sino por un calambre, cuando se bañaba, demasiado tarde en el otoño y sin que pudiesen rescatarlo, en un malhadado arroyo mientras estaba de visita, un día de fiesta, en casa de un compañero de a bordo. Después el prosaico casamiento de Marian, a su modo una forma abatida de ofrecer la otra mejilla a la suerte; su actual desdicha y perpetuo lloriqueo, sus hijos desaseados, sus imposibles reclamos, sus abominables visitantes. Esta suma de circunstancias constituía la prueba del peso que para todos ellos había tenido la mano del destino. Kate las describía, como ella misma confesaba, con un exceso de impaciencia. Gran parte de su encanto, para Densher, radicaba en su modo de dar en general ese giro a sus descripciones, en parte como para divertirlo con su humor libre y vivaz, y en parte —y ése era su mayor encanto— como si intentara librarse, para su propio desahogo, de su constante percepción de la incongruencia de las cosas. Había sido una testigo demasiado prematura y sensible, y su inteligencia le había permitido comprender y hacerse cargo de aquellas calamidades. Por eso, cuando al hablar con él Kate se mostraba impetuosa y hasta poco femenina, era como si ambos hubiesen optado, para comunicarse, por la vía más breve de lo fantástico del jubiloso idioma de la exageración. Había quedado bien establecido entre ellos, en una primera instancia, que si el camino directo les estaba vedado, al menos podían transitar por los dominios de la fantasía. Podían pensar lo que quisieran sobre lo que gustasen, o, mejor aún, podían decirlo. Solamente diciéndoselo el uno para el otro, y para el otro nada más, podían encontrarle algún gusto. Como una consecuencia de esto, lo que decían cuando no estaban juntos carecía totalmente de sabor para ellos, y nada podía contribuir más a lanzarlos —a ciertas horas— en su pequeña isla flotante, como la presunción de que en cualquier otro lugar sólo estaban fingiendo. Densher, debemos agregar, tenía bastante conciencia de que era Kate quien usufructuaba mejor esta particular recreación de su intimidad. Siempre le había parecido al joven que ella poseía más vida que él ante la cual reaccionar, y cuando enumeraba los sombríos desastres de su casa y hacía el arduo, extraño balance de su presente exaltación —ya que aparentemente debía considerarse como exaltación—, él veía que sus propios y grises recuerdos domésticos hacían un papel muy deslucido. Era, sin duda alguna, en tales referencias, la cuestión relativa al carácter del padre lo que más le preocupaba, aunque el relato de sus peripecias en Chirk Street le revelaba qué poco claro resultaba todavía eso carácter para él. ¿Qué era, hablando sin rodeos, lo que Mr. Croy había hecho alguna vez?

—No lo sé, y no quiero saberlo. Lo único que sé es que hace muchos, muchos años, yo tendría alrededor de quince, sucedió una cosa u otra que lo hizo intolerable. Quiero decir, intolerable primero para el mundo en general, y después, poco a poco, también para mi madre. Nosotros, por supuesto, no lo supimos en el momento —explicó Kate—, pero más tarde nos enteramos. Y lo que es más extraño, fue mi hermana la primera en enterarse de que él había hecho algo. Me parece oírla todavía, el tono con que en una fría y nublada mañana de domingo en que por causa de la niebla no habíamos ido a la iglesia, ella me lo dijo de pronto junto a la chimenea.

»Yo estaba leyendo un libro de historia bajo la lámpara, si no íbamos a la iglesia teníamos que leer algún libro de historia, cuando sorpresivamente le escuché decir, desde la bruma que había invadido el cuarto, y sin motivo alguno: «Papá ha cometido una villanía». Y lo curioso es que yo le creí al instante y lo he seguido creyendo desde entonces, aunque ella no pudo decirme nada más, ni de qué villanía se trataba, ni qué le sucedería a él, ni ninguna otra cosa. Nosotras siempre teníamos la impresión de que toda clase de cosas le habían sucedido, y le seguían sucediendo. Así que bastó que Marian dijera que ella estaba segura, tremendamente segura, que ella lo había averiguado por sí misma, pero que eso la conformaba, para que yo tomara sus palabras al pie de la letra, pues de alguna manera me parecía muy natural... No íbamos a preguntarle a nuestra madre, sin embargo, lo que hizo que pareciera más natural todavía, y yo jamás comenté una palabra. Pero mamá, espontáneamente, cosa bastante extraña, me habló un día de ello, mucho tiempo después.

»Hacía mucho que él faltaba de casa, pero estábamos acostumbradas a eso. Seguramente ella tenía algún temor o la convicción de que yo supiese algo, o pensó que era lo mejor que podía hacer. Habló con la misma brusquedad con que Marian lo había hecho: «Si oyes decir cualquier cosa en contra de tu padre, cualquier cosa, te digo, excepto que es ruin y abominable, recuerda que es absolutamente falso». De ese modo supe... que era verdad, aunque en ese momento le dije que por supuesto sabía que no lo era. Ella hubiera podido decirme que era verdad y aun así confiar en que yo habría de desmentir con el suficiente orgullo cualquier acusación en contra de él que me fuera dado oír, con mucho más orgullo y eficacia, creo, que los que ella misma hubiera podido reunir.

»Como suele suceder, sin embargo—continuó la joven—, nunca se me presentó la oportunidad de hacerlo, y me di cuenta de ello con una especie de asombro. Eso ha hecho que el mundo me parezca, a veces, un poco más decente. Nunca nadie me hizo la menor insinuación. Eso forma parte del silencio que lo rodea a él, del silencio que lo ha apartado de todos. Él ya no existe para la gente. Y sin embargo estoy más segura que nunca. En suma, aunque no sé más que entonces, ya no dudo.

»Y eso es —terminó ella— lo que, aquí sentada, puedo decirte sobre mi propio padre. Si no te parece una prueba de confianza no sé qué otra cosa puedes esperar.

—Es realmente una prueba—declaró Densher—, pero eso, querida mía, no me ha revelado muchas cosas. Sabes muy bien que en realidad no me has dicho nada. Es todo tan vago que puedo pensar lógicamente que estás equivocada. ¿Qué ha hecho él, si nadie puede decirlo?

—Ha hecho de todo.

—¡Oh, de todo! Todo es nada.

—Bien, entonces —dijo Kate— ha hecho una cosa muy en particular. Y se sabe; sólo que, gracias a Dios, no lo sabemos nosotras. Pero ése fue el fin para él. Tú, sin duda, puedes enterarte con muy poco trabajo. Puedes averiguarlo.

Densher, durante unos segundos, no contestó, pero luego pareció decidido.

—No seré yo quien lo averigüe y antes de preguntar algo me cortaría la lengua.

—Y sin embargo es parte de mí misma — dijo Kate.

—¿Una parte de ti?

—Sí. La deshonra de mi padre. —Luego ella le hizo oír más profundamente que nunca su acento de arrogante, calmo pesimismo—: ¿Cómo una cosa semejante no ha de pesar terriblemente en nuestra vida?

Ella debió recibir nuevamente, al decir esto, una de sus largas miradas, y la bebió hasta sus más profundas, recónditas heces.

—Yo te pediría, por lo que más pesa en tu vida —replicó él—, que te apoyaras en mí un poco más. —Después de lo cual, agregó, vacilante—: ¿Era socio de algún club?

Ella sacudió la cabeza con gravedad.

—Acostumbraba a ir a muchos.

—¿Y ha renunciado a ellos?

—Ellos renunciaron a él. De eso no me cabe duda. Es algo que puede servirte. Yo le propuse —continuó ella en seguida—, y fue lo que me llevó a su casa, irme a vivir con él, reconstruir un hogar para él dentro de lo posible. Pero ni quiso escucharme.

Densher se hizo cargo de esto con evidente pero generoso asombro.

—¿Le ofreciste, «imposible» como me lo has descrito, irte con él y compartir sus penurias? —El joven no veía por el momento más que la sublime belleza de ese acto—. Hay que tener valor.

—¿Por qué supones que lo hice por valentía? —Ella no podía aceptarlo ni remotamente—. No fue por eso, sino todo lo contrario. Lo hice para salvarme, para huir.

Él tenía esa expresión, tan frecuente a esa altura de los acontecimientos, como suscitada por el hecho de que Kate le daba, más que nadie, sorprendentes temas de reflexión.

—¿Huir de qué?

—De todo.

—¿Quieres decir, acaso, también de mí?

—No. Le hablé a él de ti. Le dije... algo que en resumen era esto: que te llevaría conmigo, si él lo permitía.

—Pero él no lo permitirá —dijo Densher.

—No me quiso oír de ninguna manera. No me ayudará, ni me salvará, ni levantará un dedo por mí —continuó Kate—. Simplemente se escabulló, en su estilo incomparable, y me mandó de vuelta.

—De vuelta a mi lado, después de todo —interrumpió Densher—, gracias a Dios.

Pero ella habló otra vez como si no viera más que esa única imagen que acababa de evocar.

—Es una pena, porque él te hubiera gustado. Es un hombre encantador. Es maravilloso. La risa de Densher, respondiendo a esto, de nuevo evidenció su impresión de que había algo en el tono de Kate, inveteradamente, que condenaba la conversación de las demás mujeres —en cuanto conocía a otras mujeres— al insulso desierto de lo convencional, pero ella continuó entretanto.

—Se las hubiese arreglado para conquistarte.

—¿Aun cuando me rechazara?

—Bien, a él le gusta ser agradable —explicó ella—, personalmente. Te hubiera apreciado y tratado con deferencia. Es a mí a quien rechaza, quiero decir, por haberme fijado en ti.

—¡Gracias a Dios —exclamó Densher— que te fijaste lo bastante para merecer su rechazo!

Ella contestó después de un momento un poco ilógicamente.

—Le propuse dejarte, si era necesario, para ir a vivir con él. Pero fue lo mismo, y por eso te digo que no me aceptó de ninguna manera. Como ves, la verdad es que no me escapo.

Densher se sorprendió.

—¿De quién, si no era de mí?

—Yo huía de la tía Maud. Pero papá insistió en que era por ella y solamente por ella que yo podía ayudarlo a él, así como Marian también me aseguró que era solamente por intermedio de nuestra tía como yo podía ayudarla a ella. Eso es lo que quiero decirte — explicó Kate otra vez— al afirmar que ellos me mandaron de vuelta.

Él se quedó un instante pensativo.

—¿Tu hermana también te mandó de vuelta?

—¡Oh, con un empujón!

—Pero ¿le ofreciste también ir a vivir con ella?

—Lo hubiera hecho si ella hubiese querido. Ésa es mi única virtud: un mínimo de sentimiento familiar. Una mezquina y estúpida piedad. No sé cómo llamarla. —Kate lo sobrellevaba con valentía y trató de explicarlo—. A veces, cuando estoy sola, tengo que contener los sollozos al pensar en mi pobre madre. Sufrió de todo y las cosas la abatieron. Ahora sé cuáles eran esas cosas, pero entonces las ignoraba porque yo era egoísta.

Y mi situación actual, comparada con la suya, es próspera hasta la insolencia. Eso es lo que Marian trata de hacerme ver, eso es lo que papá hace también, en su manera tan inimitable, como te dije. Mi posición representa un valor, un gran valor para ellos dos... — Kate siguió hablando. Lúcida e irónica, sin concederse piadosas ignorancias—. Es el valor, lo único que poseen.

Todo entre ellos dos se desplazaba aquella tarde a pesar de sus pausas, de sus reservas, hacia un ritmo más vehemente, y la vehemencia y la ansiedad actuaban como una tormenta eléctrica en el bochorno del verano. Densher, decididamente, la miraba como nunca lo había hecho antes.

—¿Y eso es lo que te sujeta?

—Por supuesto, es lo que me retiene. Es como un constante zumbido en mis oídos. Es lo que me obliga a preguntarme si tengo algún derecho a la felicidad personal, algún derecho a cualquier otra cosa que no sea ser tan rica y espléndida, tan elegante y deslumbrante como ellos podrían hacerme.

Densher hizo una pausa.

—Oh, con un poco de suerte —dijo— también podrías conseguir la felicidad personal.

Su respuesta inmediata a esto fue un silencio, como el de él, después del cual le arrojó a la cara, pero con toda calma, sencillamente:

—¡Querido!

Densher volvió a callar, y luego también se mostró calmo y simple.

—¿Estarías dispuesta a casarte conmigo mañana, civilmente, como podríamos hacerlo con toda facilidad?

—Esperemos para decidirlo —replicó Kate ahora— que la hayas visto a ella.

—¿A eso llamas quererme? — preguntó él.

Ambos hablaban, en ese momento, con una extraña mezcla de espontaneidad y deliberación y nada podía estar más de acuerdo con ese tono que la forma con que ella dijo, por último:

—Tú también le temes.

Hubo cierta frialdad en su sonrisa.

—¡Para los jóvenes de gran distinción y de elevado espíritu, somos todos un ejemplo!

—Sí —respondió al instante—, somos horriblemente inteligentes. Pero eso es divertido también. Tenemos que encontrar nuestra diversión donde podamos. Creo — agregó la joven y para esto no sin coraje— que nuestra relación es hermosa. No tiene nada de vulgar. Me gusta que haya algo romántico en las cosas.

Esto lo hizo reír, con una risa mucho más libre que su sonrisa.

—¡Debes de tener mucho miedo de tratarme con familiaridad!

—No, no, eso sería vulgar. Aunque por supuesto veo el peligro—admitió ella de cometer alguna acción indigna.

—¿Puede haber algo más indigno que sacrificarme a mí?

—Nadie te sacrifica. No te quejes antes de tiempo. No pienso sacrificar nada, ni a nadie, y ésa es precisamente mi situación, eso es lo que quiero y eso es lo que intentaré en todos los casos. Así—remató ella—es como me veo a mí misma, y como te veo a ti también, al hacer algo por ellos.

—¿Por ellos? —Y el joven hizo más patente, casi extravagante, su frialdad—: ¡Muchas gracias!

—¿Es que no te interesas por ellos?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué significan para mí sino una grave molestia?

Apenas se hubo permitido él calificar de esta manera a aquellos desdichados seres que Kate tan obstinadamente protegía, se arrepintió de su rudeza, en parte porque esperaba de ella una explosión. Pero una de las virtudes más admirables de la joven era que a veces estallaba con un leve y simple fulgor.

—No veo qué te impide comprender que si evitamos las estupideces podemos conseguirlo todo. Podemos conservar a la tía Maud.

Él la miró largamente.

—¿Y hacer que nos pase una pensión?

—Bien, espera por lo menos hasta estar seguros.

Densher reflexionó.

—¿Seguros de lo que le podemos sacar?

Kate no respondió en seguida.

—Después de todo —contestó al fin—, nunca le he pedido nada. Nunca, ni siquiera en los peores momentos, recurrí a ella ni busqué su protección. Ella sola se lanzó sobre mí, clavándome sus maravillosas y doradas zarpas.

—Hablas de ella —observó Densher— como si fuese un buitre.

—Llámala mejor un águila, con un pico dorado también y enormes alas para largos vuelos. Si ella es algo que pertenece a las alturas, digamos, un globo aerostático, yo nunca subí a su barquilla voluntariamente. Fue ella quien me eligió.

Kate había resumido el caso con gran estilo y rico colorido, por lo que él quedóse contemplando aquel cuadro durante un minuto como si se tratara de la obra de un maestro.

—¡Qué verá ella en ti!

—Algo prodigioso. —Y al levantar la voz, se puso de pie—. Todo. Ésa es la verdad.

Sí, ésa era, y como Kate permaneció frente a él, Densher examinó dicha verdad.

—¿Quieres decir entonces que yo debo hacer mi parte para conformarla?

—Habla con ella, habla con ella primero —dijo la joven con impaciencia.

—¿Y tengo que arrastrarme a sus pies?

—¡Oh, haz como quieras!

Y Kate comenzó a caminar con un aire también impaciente.