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ELLAS sentían, por lo menos, que la entrevista les había dejado como saldo el ver bajo una nueva luz la actitud del eminente médico, a quien suponían ahora observando, esperando, estudiando o, en todo caso, proponiéndose hacerlo antes de dar su diagnóstico. Mrs. Stringham lo imaginaba analizando el caso mientras tanto con un espíritu que en esa misma ocasión, en Lancaster Gate, ella había llegado a resumir someramente antes de retirarse. Siguió por lo tanto el desarrollo de su tratamiento. Si sucedía lo que habían pensado —es decir, que Milly no se atormentara—, eso no representaría ningún mal y, por el contrario, era de esperar que le hiciera un gran bien. Si eso no era posible —si ellos, actuando juntos, con solicitud y discreción, se declaraban impotentes—, no estarían, en tal caso, en peor situación que ahora, y la joven tendría por delante, libremente, el verano y el otoño. Milly habría hecho todo lo posible en cuanto a lo prescrito por el médico y cuando por fin volviese a él lo encontraría más dispuesto a seguir ocupándose de ella, y además tendría nuevas cosas para exponerle. Era visible también para Susan Shepherd —lo que fue motivo de una segunda conversación con su vieja amiga— que Milly cumplía satisfactoriamente su papel en el plan general, tanto que declaró franca y espontáneamente que había decidido ir a visitar a sir Luke Strett para darle las gracias y despedirse. Aclaró incluso que lo que quería agradecerle era que se hubiera mostrado tan comprensivo con ella.

—Me preguntaba si después, por la libertad que me había tomado, no se enojaría conmigo.

Este comentario de Milly hizo que Mrs. Stringham respondiera, un poco imprudentemente:

—Oh, él nunca se enojará contigo en toda tu vida.

Y en seguida comprendió lo atolondrado de su respuesta al escuchar la réplica de Milly.

—¿Por qué no? Es lo que haría con cualquiera que le hubiese jugado una mala pasada.

—Es que para él no fue una mala pasada. Tiene que haber comprendido tu actitud. Ya ves, todo está bien.

—Sí, ya veo. Todo está muy bien. Es más indulgente conmigo que con los otros porque es una manera de abandonarme a mi suerte. Lo hace para salvar las apariencias: no vale la pena que haga nada.

Desolada por haber provocado esta lúgubre confesión, la pobre Susie no pudo sino apelar a su única ventaja.

—¿Realmente estás acusando a sir Luke Strett de no hacer nada por ti?

Susie no dejó de advertir la mirada que le dirigió su amiga, una extraña mirada, a medias divertida, llena de comprensión.

—Bien, en la medida en que compadecerme es no hacer nada por mí.

—Él no te tiene lástima—arguyó formalmente Susie—. Lo que sucede es que te aprecia, como todo el mundo.

—A él no le corresponde apreciarme. No es igual que los demás.

—¿Por qué no, si también quiere ayudarte?

Milly volvió a mirarla, pero esta vez con una maravillosa sonrisa.

—¡Ah, ahí tienes de nuevo! —Y Mrs. Stringham se ruborizó porque, en efecto, había vuelto a errar—. Ayudadme, de todas maneras... ayudadme. Eso es por supuesto lo que yo quiero. —Después, como siempre, abrazó y besó a su amiga.

—¡Aunque con él no me voy a comportar de esta manera!

—¡Espero que no! —rió Mrs. Stringham haciendo referencia al beso—. Pero no dudo que te lo aceptaría. Eres tú, querida, la que no eres igual a las demás.

El asentimiento de Milly a esto, después de un instante, le dio la última palabra.

—No, porque los demás aceptan todo de mí.

Y lo que Mrs. Stringham debió aceptar resignadamente de ella, a continuación, fue el silencio de la joven con respecto a la visita que en ese entonces hizo a sir Luke. Ése fue el comienzo, entre ambas, de una singular independencia —de acción y preparativos— con referencia al futuro de Milly. Cada una de ellas siguió su propio camino, con el absoluto consentimiento de la joven, y eso no era sino lo que Milly había pedido tan admirablemente después del encuentro de Mrs. Stringham con el eminente facultativo. Abiertamente favorecía la idea de uno o varios nuevos encuentros entre ambos: privados, personales, oficiales. Aprobaba todas las ideas pero sobre todo la de que ella debía continuar como si no tuviera nada. Puesto que iban a ayudarla, ésa sería su lírica de conducta y, aunque nada comunicó a su compañera, ésa fue también la política que mantuvo con su médico. Justificó ante él su visita de la manera más simple: había venido sólo a comunicarle cuánto la había conmovido su comprensiva actitud para con ella. Esto requirió pocas explicaciones pues, como había dicho Mrs. Stringham, él no podía responder sino que todo estaba muy bien.

—Pasé un cuarto de hora muy agradable con su inteligente compañera. Tiene usted muy buenos amigos.

—Eso es lo que cada uno de ellos piensa... de todos los otros. Pero yo también pienso así —continuó Milly— de todos ellos. Sois excelentes los unos para los otros, y de esa manera, me atrevería a decir, son mejores para mí.

Milly tuvo en esta ocasión una de sus más extrañas sensaciones, que a la vez dio lugar a uno de sus más sutiles temores: fue la vaga intuición de que si iba demasiado lejos, por así decirlo, desmerecería quizá la facilidad, si no el valor, de sus relaciones con sir Luke. Ir demasiado lejos significaba, por lo menos, renunciar a la aspiración de ser simple. Él estaría dispuesto a abominarla si ella, desviándolo de lo que quería decir, le impedía el ejercicio de una amabilidad que sin duda, de alguna manera, representaba para él el método más adecuado. Susie no llegaría a abominarla por eso pues Susie, realmente, deseaba sufrir por ella: Susie creía que, de esa manera podría hacerle algún bien. Sin embargo, no era así como el más destacado de los médicos de Londres había dispuesto hacer lo suyo. Aun en el caso de quererlo, no habría tenido tiempo: por lo cual, en una palabra, Milly se sintió íntimamente en guardia. Allí, frente a la suave pero enérgica autoridad del médico, experimentó en un momento dado un nuevo recrudecimiento de su valor, tal como le había sucedido durante su conversación con Susie. Y otra vez llegó a la misma conclusión: también él debía ser ayudado para ayudarla, si esto era posible: y si no lo era, ella debía brindarle igualmente su ayuda para que todo resultara bien. No hubiera necesitado mucho más tiempo, basada en estos razonamientos, para invertir casi sus respectivos papeles de paciente y de médico. ¿Qué era él, en verdad, si no el paciente, y Milly, el médico, desde el momento en que ella contemplaba de una vez por todas la necesidad, adoptaba de una vez por todas la determinación de evitarle a él toda inquietud con respecto a sus sutilezas? Le dejaría la sutileza a él: él podría solazarse con eso, y ella misma, a su debido tiempo, disfrutaría con su solaz.

Llegó al extremo de imaginar que la satisfacción interior de estas reflexiones te proporcionaba ante sus ojos cierto florecimiento, algo parecido a la buena salud, y lo que sucedió en seguida fue que él dio color a esa presunción.

—Toda ayuda es útil, por pequeña que sea—contestó él, con buen humor, a su inocente ocurrencia—. Pero con ayuda o sin ella, sabrá que la veo extraordinariamente bien.

—Oh, y creo que lo estoy —replicó Milly, y le pareció descubrir sus intenciones, sólo que se preguntó qué se habría imaginado él.

Era increíble que hubiese podido adivinar algo, porque para llegar a lo que había que adivinar debía guiarse únicamente por su perspicacia. Su perspicacia, entonces, era enorme, y si suplía la sutileza que pensaba delegarle, su parte no sería tan pesada. Tampoco lo era la suya, de la que disfrutaba aún ahora. Se preguntó si no habría realmente algo para ella en todo aquello. No estaba muy segura de hallarse «mejor» al ir a verlo, y él no había empleado —había evitado cuidadosamente hacerlo— ese vocablo comprometedor, a pesar de lo cual Milly hubiera estado dispuesta a decir nada más que porque le parecía amable y simpático: «Sí, debo estarlo», ya que él tenía la intuición de que algo le había sucedido a ella mientras tanto. Debía de ser una intuición, porque ¿quién podría habérselo contado? Susie, estaba segura, no había vuelto a entrevistarse con él y habría sido imposible que le hablara de ciertas cosas durante el primer encuentro. Por lo tanto, si su penetración llegaba hasta ese punto, ¿por qué no reconocer, en retribución, la nueva circunstancia —ésa por la cual seguramente estaba deseoso de congratularla— como la causa suficiente? Si uno fomenta una causa tiernamente ésta puede producir un efecto, y aquello, para empezar, era una manera de fomentarla.

—El otro día me dio usted —dijo— muchas cosas en qué pensar, y eso he estado haciendo, reflexionando sobre todo eso, como usted probablemente quería. Creo que debo de ser un caso muy fácil de tratar —y sonrió—, por todo el bien que ya me ha hecho.

El único obstáculo para una reciprocidad con él era que de antemano parecía al corriente de todas las posibilidades de sus enfermos y esto contrarrestaba el placer de sentirse realmente mejor.

—Oh, no, su caso es extremadamente difícil de tratar. Le aseguro que necesito con usted de toda mi sapiencia.

—Bien, lo que quiero decir es que he reaccionado. —Milly, entretanto, no había creído una palabra de su respuesta, convencida como estaba de que si su caso hubiera sido dificultoso él no lo habría dicho jamás—. Estoy haciendo —agregó— todo lo que quiero.

—Entonces es también lo que yo quiero. Pero, en verdad, a pesar de que el tiempo se ha portado decentemente hasta ahora, tendría que viajar en seguida. —A continuación de lo cual, luego que ella le hubo explicado rápidamente que la partida (primero hacia el Tirol y más tarde hacia Venecia) estaba irrevocablemente fijada para el catorce de ese mes, él agregó con entusiasmo—: ¿A Venecia? Eso es ideal porque entonces podremos encontrarnos. Espero tomarme tres semanas de vacaciones en octubre y supongo que iré allí. Son tres semanas durante las cuales, si consigo verme libre, mi sobrina, una jovencita que me maneja a su antojo, me llevará a donde se le ocurra. Ayer casualmente le escuché decir que tal vez se le ocurriría Venecia.

—Sería maravilloso. Estaré allí esperándolo.

Y si hay algo que por anticipado, o de cualquier otro modo, yo pueda hacer por usted...

—Oh, gracias. Mi sobrina, tengo la impresión, se ocupará de todo. Pero es importante que nos veamos allá.

—Creo que esto le hará sentir —dijo ella después de una pausa— que realmente soy fácil de tratar.

Pero él sacudió la cabeza, negando.

—Usted todavía no ha llegado a eso.

—¿Hay que estar muy mal para llegar?

—Bien. Creo que no se llega nunca... al tratamiento fácil. Dudo que exista. Por lo menos nunca he encontrado a nadie que esté tan mal como para eso. La facilidad, como verá, es solamente para usted.

—Sí, ya veo, ya veo...

Hubo un extraño, cordial pero a la vez un tanto incómodo momento de silencio, después del cual sir Luke preguntó:

—¿Y su inteligente amiga, viaja con usted?

—¿Mrs. Stringham? Oh, sí, gracias a Dios. Ella se quedará conmigo, espero, hasta el final.

Él adoptó una expresión plácidamente vacía.

—¿Hasta el final de qué?

—Bien, al final de todo.

—Ah, entonces —rió él— es muy afortunada. El final de todo está muy lejos. Esto, ¿sabe? —agregó sir Luke—, no es nada más que el principio. —Y su pregunta inmediata debió de responder a una esperanza suya—. ¿Viajan ustedes dos solas?

—No, nos acompañan dos amigas, a quienes hemos visto más que a nadie en todo este tiempo y que son las personas más indicadas para nosotras.

Él reflexionó un instante.

—¿Son cuatro mujeres solas, entonces?

—Ah —dijo Milly—, somos huérfanas y viudas. Pero creo —añadió, como para tranquilizarlo— que sabremos atraer durante el viaje a los hombres. Cuando usted habla de «vida» supongo que se refiere, más que nada, a los hombres.

—Cuando hablo de «vida» —respondió al cabo de unos segundos que empleó tal vez en evaluar el sentido de las palabras de Milly—, cuando hablo de vida me refiero sobre todo al hermoso espectáculo que nos ofrecen, con toda su lozanía, las personas jóvenes como usted. Continúe tal como es. Con cada instante que pasa la conozco más a fondo. Usted no puede —llegó a decir, por gentileza— ser mejor de lo que es.

Ella aceptó sus palabras con una gran ostentación de sosiego y dijo:

—Una de nuestras compañeras será Miss Croy, quien vino conmigo la primera vez. En ella sí que la vida es espléndida, en parte porque me tiene mucho afecto. Pero sobre todo es magnífica en sí misma. Así que si usted — expresó con entera libertad— quiere conocerla...

—Oh, me agradaría mucho conocer a cualquiera que le tenga afecto. Me resultaría muy grato, evidentemente. Por lo tanto, si ella va a estar en Venecia, ¿podré visitarla?

—Ya lo arreglaremos, sin falta. Ella tiene un amigo que seguramente estará también allí. —Milly se halló de pronto hablando de Merton Densher—. Probablemente irá, supongo, porque la sigue a todos lados.

Sir Luke se sorprendió.

—¿Quiere decir que se aman?

—Él la ama. —Milly sonrió—. Pero no ella. Ella no le hace caso.

Sir Luke se interesó vivamente.

—¿Qué tiene él de malo?

—Nada, excepto que a Kate no le gusta.

Sir Luke prosiguió.

—¿Y él es atractivo?

—Oh, es encantador. Extraordinariamente encantador.

—¿Y va a estar en Venecia?

—Ella me dijo que ése era su temor. Porque en tal caso estará siempre a su lado.

—¿Y ella estará siempre al lado de usted?

—Sí, para eso somos grandes amigas.

—Bien, entonces —dijo sir Luke— no serán ustedes cuatro mujeres solas.

—Oh, no, seguramente habrá hombres, pero no vendrán —siguió Milly con la misma espontánea libertad— por mí.

—No, ya veo. Pero ¿no puede usted ayudarlo?

—¿Puede usted? —preguntó Milly enigmáticamente después de unos segundos. Acto seguido. explicó, bromeando—: Como verá lo estoy poniendo en relación con mi entourage.

Pudo ser también con la intención de hacer una broma que su eminente amigo respondió en el mismo tono.

—Pero este joven no pertenece a su entourage. Quiero decir, no pertenece al de... ¿cómo me dijo usted? ah, Miss Croy. A menos que usted también se interese por él.

—¡Oh, por supuesto que me interesa!

—¿Cree entonces que él tiene alguna probabilidad?

—Me gusta lo suficiente —dijo Milly— como para esperar que la tenga.

—Perfecto. Pero por amor de Dios — agregó en seguida sir Luke—, ¿qué tengo que ver yo con él?

—Nada —dijo Milly—, excepto que si usted va allí tal vez lo conozca. Y entonces no seremos sólo cuatro mujeres aburridas.

Él la observó como si Milly estuviera poniendo a prueba su paciencia.

—Usted es la mujer menos aburrida que yo conozco, ¿me entiende? No hay ninguna razón para que no disfrute, realmente, de una vida espléndida.

—Así me dicen todos —respondió ella vivamente.

—Esta convicción, que me acompaña desde que la conocí, se ha visto reforzada por la conversación que tuve con su amiga. No queda ninguna duda: tiene el mundo a sus pies.

—¿Qué le dijo mi amiga? —preguntó Milly.

—Nada que no le hubiera gustado oír. Hablamos sobre usted, con toda libertad, no lo niego. Pero eso me demuestra que no le pido a usted lo imposible.

Milly se había puesto de pie.

—Creo saber qué es lo que usted espera de mí.

—Nada le resultará imposible —siguió él—. Así que adelante. —Y repitió, como para que ella no dudara de que ahora la veía de esa manera—: Está usted muy bien.

—Gracias —sonrió ella—. Consérveme así.

—Oh, ya se librará usted de mí.

—No, no, consérveme así —insistió Milly simplemente, con su amable mirada fija en él.

Le había dado la mano para despedirse y sir Luke se la retuvo por un momento. Luego, mientras parecía pensar si no quedaba nada por decir, recordó algo, a lo cual sin embargo no quiso darle mucha importancia.

—Claro que si yo pidiera hacer algo por su amigo, quiero decir, por ese joven del cual me hablaba... —En resumen se puso a sus órdenes para ayudarlo.

—¿Oh, por Mr. Densher? —Era como si lo hubiese olvidado.

—Mr. Densher. ¿Es ése su nombre?

—Sí, pero su caso no es tan desesperado. —En menos de un minuto se había evadido de eso.

—Sin duda alguna... si usted se interesa por él. —Milly se había evadido pero se hubiera dicho que él hallaba en sus ojos, por más que también lo rehuían, una razón para hacerla regresar—. A pesar de todo, si hay algo que yo pueda hacer...

Ella lo miró mientras recapacitaba, mientras sonreía.

—Me temo que realmente no haya nada que hacer.