9

MILLY, por cierto, recompensó ampliamente a Susie por cualquier tibia apreciación en que pudiese haber incurrido con ella ya que las tardías y largas conversaciones entre ambas abarcaban no solamente todo lo que les era sugerido y ofrecido durante las horas que pasaban separadas sino además muchísimas otras cosas. Ella podía estar todo lo alejada que la ocasión lo requiriese por las tardes, a la hora del té, pero por las noches acostumbraba confiarle todo a Susan Shepherd como no solía hacerlo con nadie respecto de nada. Sin embargo —y es algo que debiéramos haber aclarado previamente—, Milly no había comunicado aún —aún, es decir, al cabo de seis días— a Susie, nada comparable con lo que ésta le comenté después de un paseo que había hecho en coche con Mrs. Lowder por el notable Battersea Park. Las dos amigas mayores se habían dedicado a dar vueltas apaciblemente por el parque mientras las dos jóvenes se entregaban a fantasías más temerarias en el curioso carruaje alquilado por Milly en el hotel —una carroza mucho más pesada, más adornada y divertida— con un tronco de caballos más mañeros que los que había tenido ocasión de ver en Estados Unidos. Y recorriendo aquel circuito, más de una vez repetido, había «saltado» —según las palabras de Mrs. Stringham— que las dos ocupantes de Lancaster Gate conocían y se trataban con el otro amigo inglés de Mildred, aquel joven, ese que tenía algo que ver con un periódico inglés (Susie esperó que estas palabras surtieran su efecto), que había estado con ella en Nueva York poco tiempo antes de que partieran. Había sido nombrado, por supuesto, en Battersea Park —pues de otra manera no hubiera podido identificarlo— y Susie, antes de continuar con su propia intervención en el asunto, a manera de confesión, tuvo que aclararle perfectamente a Milly que a quien aludía era a Merton Densher. Esto se debió a que la joven la escuchaba con cierto aire de no saber a quién se estaba refiriendo, y Milly demostró en efecto tener un gran control sobre sí misma al comentar, un segundo después, que el caso era ciertamente extraordinario, una de esas rarísimas casualidades que se dan de vez en cuando. Lo conocían ambas, Maud y Miss Croy —pudo adivinar además—, bastante bien, aunque en verdad no fue mencionado en una demostración de intimidad. No había sido ella —Susie precisó— la primera en nombrarlo. No había sido tampoco nombrado por su amiga sino tan sólo aludido en la referencia a un joven periodista conocido de Mrs. Lowder que había viajado recientemente a su maravilloso país —Mrs. Lowder decía siempre «su maravilloso país»— enviado por su diario. Pero Mrs. Stringham había captado la alusión aunque apenas con la punta de los dedos, y en eso consistía la confesión: ella había admitido, inocentemente, que Milly había estado con él en Estados Unidos, pero no había pasado de allí temiendo ir más lejos. Evidentemente Mrs. Lowder también se sorprendió, dicho esto sin exagerar. Después ella demostró a su vez el temor de ir más lejos, y hubo un momento durante el cual ambas parecieron estar ocultándose algo mutuamente.

—Pero —dijo la informante de Milly— por suerte recordé a tiempo que no tenía nada que disimular, lo que hacía que todo fuera más simple y agradable. No sé si Maud ocultaba algo, pero se interesó indudablemente en el hecho de que lo conocieses y se hubieran encontrado allí tan rápidamente. Me atreví a decirle que no habían estado tanto tiempo juntos como para hacerse grandes amigos. No sé si procedí bien.

Por mucho que durara esta explicación se produjeron bastantes pausas como para permitir que Milly contestara —antes de que Susie pudiese tranquilizar su conciencia que aunque el asunto revestía por cierto alguna importancia consideraba que no debían magnificarla. Era extraño que su único inglés conocido hubiese encajado inmediatamente en la alusión, pero no se trataba, sin embargo, de algo milagroso: muchas veces habían podido comprobar que, como siempre se dice, el mundo resultaba extraordinariamente «chico». Con toda seguridad, Susie había hecho también lo más indicado al no dejar pasar en silencio su nombre. ¿Por qué tenía que hacer un secreto de eso? ¡Y qué inmenso misterio hubiera resultado si Densher al volver descubría que habían estado ocultando que lo conocían!

—No puedo entender, mi querida Susie —observó la joven—, qué piensas que yo puedo ocultar.

—No importa, en un momento dado — replicó Mrs. Stringham—, que entiendas o no entiendas lo que yo puedo pensar, porque siempre en seguida lo adivinas, y una vez que lo sabes, querida, no te interesas realmente en eso. Dime sólo una cosa —preguntó ahora—: ¿Te ha hablado Kate Croy de él?

—¿De Mr. Densher? Ni una palabra. Ni lo hemos mencionado. ¿Por qué habríamos de hacerlo?

—Que tú no hayas hablado es comprensible, pero que ella no lo haya hecho —opinó Susie— puede significar algo.

—¿Qué, por ejemplo?

—Bien —confesó Susie francamente—, bastaría con que te dijese que la tía Maud me pidió que te sugiriera la conveniencia de no hablarle por ahora a Kate de Mr. Densher, de no hablarle, claro está, mientras ella misma no lo mencione, cosa que la tía Maud piensa que no hará.

Milly estaba dispuesta a prometer cualquier cosa, pero los hechos parecían —en la medida que los conocía— un poco complicados.

—¿Es porque hay algo entre ellos?

—No; tengo la impresión de que no, pero afirmaría que la tía Maud toma sus precauciones. Hay algo que teme. O tal vez sería más correcto decir que lo teme todo.

—¿Quieres decir que ella teme —inquirió Milly— que los dos... se amen?

Susie caviló profundamente y luego exclamó:

—Mi querida niña, nos hallamos en un laberinto.

—¡Por supuesto que sí! ¡Eso es lo divertido del asunto! —exclamó Milly con una extraña alegría. Luego añadió—: No me digas que en esto, por lo menos, no hay abismos. Me atraen los abismos.

Su amiga la contempló —como no era raro— con más atención de lo que requería superficialmente la ocasión, y una tercera persona allí presente se hubiera preguntado a cuál de sus íntimos pensamientos trataba la de mayor edad de acomodar las palabras de la más joven. En general, se inclinaba a considerar las palabras de su amiga como síntomas de una supuesta enfermedad, aunque también una de sus leyes, sin embargo, consistía en ser intrascendente cuando la joven lo era. Sabía ser anticuada pero a la moda, lo cual era el gran mérito de Boston, y eso le había dado, felizmente, un estilo a sus notas; y Mrs. Lowder, para quien esto era completamente nuevo, ya que nunca, ni siquiera remotamente, se había imaginado algo parecido, la cultivaba precisamente —como un recurso social— por dicha virtud. No iba a faltarle ahora, pues con ella podría afrontarlo todo.

—Ah, entonces esperemos sondear los más profundos abismos, estoy preparada para lo peor, del dolor y del pecado. Pero ella quisiera que su sobrina, es algo que no ignoramos, ¿no es verdad?, se casara con lord Mark. ¿No te lo ha dicho?

—¿Mrs. Lowder?

—No. Kate. Puedes imaginarte que ella lo sabe.

Milly experimentó, bajo los ojos de su amiga, una profunda decepción. Ella había vivido con Kate Croy durante muchos días en un estado de intimidad tan profunda como inesperada y evidentemente habían llegado muy lejos en sus charlas, en muchos sentidos. No obstante, ahora se le imponía de una manera clara y tajante, que había un posible balance de sus relaciones en el cual el monto de lo que su amiga le había dicho podía considerarse exiguo, casi ínfimo, al lado de todo lo que le había callado. Ella no podía afirmar ni negar, de todos modos, que Kate le hubiese confiado los planes de su tía con respecto a lord Mark; tan sólo había quedado suficientemente sobrentendido —lo que por otra parte era lógico suponer— que Kate ocupaba un lugar importante en esos planes. De alguna manera, para Milly (por más que lo hiciese a un lado nerviosamente con mano simplificadora) ese brusco silencio respecto de Mr. Densher cambiaba ahora todo el panorama, alteraba todas las proporciones. Era increíble en ella aceptar esa diferencia que de ningún modo podía explicar, y tuvo por lo menos, aun durante aquellos instantes, el orgullo de poder disimular, allí mismo, la diferencia establecida. Aunque el mayor efecto de la misma, para ella, era el hecho casi violento de que Mr. Densher hubiese estado allí, en el mismo lugar donde ella había estado hasta entonces en su simplicidad. No necesitó tampoco sino un segundo más para descubrir abismos —ya que abismos era lo que ella buscaba— en la simple circunstancia del propio silencio de Densher, en Nueva York, sobre sus amigos de Londres. Densher había estado muy poco tiempo en Nueva York, es verdad, pero Milly, de habérselo propuesto, había podido descubrir por sí misma que él había eludido el tema de Miss Croy; y Miss Croy era un tema no fácil de eludir. Es preciso agregar, al mismo tiempo, que aunque su silencio resultara misterioso —lo cual era absurdo dados los inmumerables temas de los cuales seguramente no había podido hablar— era lo que más concordaba con Milly, considerando la aclaración que acababa de hacerle a Susie. Hablaron de éstas y otras cosas, y quedó acordado entre ellas que la circunstancia de que todos conocieran a Mr. Densher —todos excepto Susie, que probablemente llegaría a conocerlo— era algo que pertenecía, en un mundo precipitado, a una de las leyes comunes del azar, como también que era entretenido — ¡oh, terriblemente entretenido! — pensar que «había algo» detrás de la prontitud con que se había dado todo. Era como si el terreno, de alguna manera —o la atmósfera, si se prefiere— hubiera sido previa y favorablemente preparado, aunque esta posibilidad requería tal vez, después de todo, algún análisis. La verdad, en última instancia —y ya estaban ellas, Milly y Susie, hablando de esto, ¡de la verdad!—, no había surgido aún totalmente. Y esto, era obvio, por la petición que Mrs. Lowder había hecho a su antigua compañera.

De acuerdo con la recomendación de Mrs. Lowder nada debía ser dicho a Kate y era en esta fecunda actitud de la tía Maud donde se afirmaba la esperanza de una interesante complicación. En efecto, cuando después de esta conversación que hemos relatado, Milly volvió a encontrarse con Kate sin mencionar para nada a Densher, ese silencio se presentó como la fuente de una nueva clase de diversión. Una clase completamente nueva en razón del leve ingrediente de ansiedad que ahora llevaba implícito. Con anterioridad, cuando había ido en busca de recreo, lo había hecho siempre con las manos más libres. Así resultaba, además, algo excitante saber que existía un nuevo y poderoso motivo de interés en la hermosa joven, como aún continuaba viendo a Kate; un motivo —y esto era lo fundamental— que ella no podía sospechar. En las dos oportunidades siguientes en las que pasaron dos o tres horas juntas, Milly se encontró contemplando a Kate a la luz proyectada por la certeza de que sobre ese rostro se había posado familiarmente la mirada de Densher y de que, por contra, esos ojos habían mirado, tal vez con dulzura, el rostro de él. Se conformó al pensar que habían mirado también a otros miles de rostros en los cuales no habían dejado ninguna huella, pero el singular efecto de este pensamiento fue hacer más patente en la joven aquel aspecto de su amiga que ella estaba más dispuesta de lo que podía creer a considerar como «el otro lado de Kate», el lado no totalmente previsible. Era algo fantástico y Milly lo sabía; pero ese «otro lado» era lo que de pronto se había vuelto hacia ella al conocer la cercanía de Mr. Densher. Milly no tenía la excusa de saber que Mr. Densher fuese propiedad de Kate, pues nada hasta ese momento le había probado particularmente que fuera así. Pero no importaba: era con ese otro lado vuelto plenamente hacia ella como Kate llegaba y partía, como la besaba para saludarla o para despedirse, como hablaba, según acostumbraba hacerlo, de todo, menos —tal como había llegado a ser de pronto para Milly— de «aquello». La joven, en verdad, no hubiese sentido tan intensamente esa diferencia, en esas dos ocasiones, de no haber estado tan pendiente de la propia posibilidad de traicionarse. Sucedió que después, cuando se separaron, ella se preguntó si todo no se habría debido, en gran parte, a que ella misma se había sentido hasta tal punto «otra», alterada por lo que «no» se decía. Lo más extraño de todo, al mismo tiempo, fue que cuando ella se preguntó cómo Kate pudo no darse cuenta de ello, se vio al borde de las más profundas tinieblas. Nunca llegaría a saber qué sentía Kate verdaderamente de lo que alguien como Milly Theale podía darle a sentir. Kate nunca lo revelaría —no por mala voluntad ni por duplicidad sino por una incapacidad de expresión— a la comprensión de Milly, ni lo pondría al servicio de sus conveniencias.

Fue esta Milly la que, durante los tres o cuatro días que siguieron, salió con la «otra» Kate, y fue por lo tanto ésta la que se lanzó por fin a la prometida visita a Chelsea, barrio del famoso Carlyle, campo de acción de su recuerdo y de sus admiradores, y residencia de la «pobre Marian», de la cual ya hemos hablado, una presencia en realidad incongruente en aquel lugar. Cuando Milly conoció a la «pobre Marian» todo se desvaneció, excepto el sentimiento de cómo, en Inglaterra, aparentemente, la situación de dos hermanas podía llegar a ser tan distinta; de lo poco que podía ayudarlas, para hacerse un lugar en el mundo, el haber nacido en el mismo hogar, estado de cosas este que ella relacionó sabiamente con un orden jerárquico y aristocrático. El punto de esa jerarquía donde Mrs. Lowder había colocado a su sobrina era algo aún no exento de ambigüedad, aunque Milly presentía que lord Mark hubiera podido fijarlo, fijando al mismo tiempo a la tía Maud. Pero saltaba a la vista que Mrs. Condrip pertenecía, como quien dice, a una zona geográfica muy diferente. En otras palabras, era imposible hallarla en el mismo atlas social, y fue como si sus visitantes hubieran debido volver página tras página antes de sentirse aliviadas con el benévolo «¡Aquí es!» final. La distancia había sido cubierta, por supuesto, pero habían necesitado un puente, y Milly se preguntó en general qué podría desconcertar más a un espíritu no habituado, si el puente o las distancias. Era como si en Estados Unidos no existiera ni lo uno ni lo otro, ni siquiera la diferencia entre una situación y la otra, ni tampoco, además, en especial en una de estas situaciones, los modales exageradamente correctos, la consciente simulación de una conciencia que le sirve de compensación. Esta simulación consciente, al fin y al cabo, y los modales exageradamente correctos, las distancias, el puente, las diferencias, las resbaladizas hojas del atlas social, todo esto, hay que reconocerlo, se le presentaba a nuestra joven —a falta de elementos más sólidosa la luz de las leyendas literarias —ecos vagos y entremezclados de Trollope, de Thackeray, también quizá mucho de Dickens— a cuya influencia su peregrinaje tanto le debía. Más tarde, esa misma noche, pudo comentarle a Susie que por último, antes de retirarse, la leyenda se había decantado, y que el admirado autor de The Newcomes había prevalecido en el conjunto, es decir, que el cuadro había carecido más de lo que esperaba, o mejor aún, tal vez menos de lo que temía, de todo trazo de aire pickwickiano. Le explicó a Susie que con esto quería significar que Mrs. Condrip no había resultado otra Mrs. Nickleby, ni siquiera — ya que por la forma en que se expresaba Kate podía esperarse de ella cualquier cosa— una Mrs. Micawber viuda y resentida.

Mrs. Stringham, en sus charlas nocturnas, le confesó con bastante nostalgia que —cualquiera que fuese el acontecimiento del día— ese aspecto de la vida inglesa que sus experiencias le mostraban a Milly era precisamente el que ella estaba «condenada» —como ahora decían todos a su alrededor— a perderse: así había empezado a tener —ante los ojos de su compañera en la observación— breves momentos de airada reacción —reacción en la cual era más que nunca Susan Shepherd— contra las altas esferas de las frías convenciones en las que su avasallante amistad con Maud Manningham la había sumergido. Milly trataba entonces de no perder de vista el lado Susan Shepherd de su amiga y se hallaba siempre pronta, cuando surgía, para consolarla tierna, impaciente, vagamente, abundando en promesas de que las cosas iban a cambiar. Pero ambas tenían, esa noche, otra cuestión que discutir, la que fue suscitada por Milly cuando le contó, a propósito de la hora que había pasado en Chelsea, que Mrs. Condrip, aprovechando la ausencia de Kate (que había subido unos minutos para ver a uno de los chicos que se hallaba en cama con una leve dolencia) le había hablado de pronto de Mr. Densher, sin ningún motivo aparente mencionándolo como una persona que se hallaba enamorada de su hermana.

—Ella deseaba tenerme al tanto —dijo Milly— por si yo realmente me preocupaba por Kate. Afirmó que se trataba de algo terrible y que deberíamos hacer algo.

Susie se mostró perpleja.

—¿Hacer algo para impedirlo? Eso se dice fácilmente. ¿Qué se puede hacer?

Milly se sonrió apenas.

—Me parece que lo que quería era que fuese a visitarla con frecuencia para hablar del asunto.

—¿Creerá que no tienes otra cosa que hacer?

La joven, mientras tanto, había llegado a comprender.

—Nada más que admirar y ocuparme de su hermana, a la cual, ella, sin embargo, no entiende para nada, y dedicarle a eso mi tiempo y todo lo demás.

Le pareció a Mrs. Stringham que su amiga nunca había hablado hasta ese momento con tanta acritud, como si Mrs. Condrip se hubiera comportado de una manera especialmente desconcertante. Nunca había visto a su compañera tan exaltada, aunque, gracias a un juego interior, se la veía envuelta en una atmósfera vagamente dorada que ocultaba la irritación. Ése era el mayor encanto de Milly, era su poesía característica, o por lo menos la que Susan Shepherd le atribuía.

—Pero hizo hincapié —continuó Milly— en que yo debía callar lo que me dijo de Kate. No debía mencionar para nada esa conversación.

—¿Y por qué? —preguntó entonces Mrs. Stringham—. ¿Mr. Densher le resulta tan terrible?

Milly vaciló un instante —o así le pareció a su amiga—, como si lo hablado con Mrs. Condrip al respecto fuese más de lo que estaba dispuesta a comunicar.

—No es sobre todo por él mismo. —La joven habló después con un tono ligeramente romántico: nunca podía saberse, con ella, dónde aparecía el romance—. Es por su situación económica.

—¿Es realmente tan mala?

—No tiene fortuna personal ni tampoco perspectivas de conquistarla. Carece de rentas y, según afirma Mrs. Condrip, de toda posibilidad de tenerlas. Como ella dice, es más pobre que la pobreza, y por lo que afirma sabe muy bien lo que es eso.

Mrs. Stringham volvió a recapacitar y luego dijo:

—Pero ¿no es un muchacho de una inteligencia excepcional?

Milly también dedicó un instante a la reflexión, y el resultado no fue del todo infructuoso.

—No tengo la menor idea —dijo.

A lo cual, en ese instante, Susie solamente respondió con un lacónico «¡Oh!», aunque antes de un minuto agregó un más bien divertido «Ya veo» y después:

—Es exactamente lo que piensa Maud Lowder.

—¿Que él nunca hará nada?

—No, sino todo lo contrario: que es extraordinariamente capaz.

—Ah, sí, ya sé —dijo Milly, con el mismo tono con que había hablado un momento antes—. Lo esencial para Mrs. Condrip es que la tía Maud no quiere ni que le mencionen a Mr. Densher. Afirma que nunca será un hombre público ni de fortuna, o por lo menos así me lo explicó Marian. Si fuera un hombre público ella estaría dispuesta, según entendí, a ayudarlo, y si tuviese fortuna, aunque no fuera otra cosa haría todo lo posible para devorarlo. Pero así como es, lo proscribe.

—En otras palabras —dijo Mrs. Stringham como con una secreta intención—, la hermana te ha expuesto todo el problema. Pero Mrs. Lowder se interesa por él —añadió.

—Mrs. Condrip no me ha dicho eso.

—Bien, de todas maneras, la tía Maud simpatiza con Mr. Densher, querida, y mucho.

—¡Ahí está, entonces!

Después de lo cual, con uno de esos bruscos cambios, esos abandonos súbitos y ligeramente románticos con que se entregaba a un vago reflujo, a una fatiga general que su compañera había observado más de una vez últimamente, Milly cambió de tema. Pero el asunto no quedó allí, esa noche, entre ambas, aunque ninguna habría podido afirmar más tarde quién fue la primera en volver a él. Milly, por su parte, lo hizo observando que todos, al parecer —todos a quienes encontraban—, se preocupaban tremendamente por el dinero. Esto hizo reír a Susie, no sin indulgencia, con una risa cuyo inocente sentido quería significar que la despreocupación por el dinero atacaba más fácilmente a unos que a otros, pero hizo notar, con justicia, que no se podría determinar, merced a ninguna cruda transparencia de actitudes, qué lugar ocupaba el dinero para Maud Manningham. Ella revestía su interés por las cosas mundanas con un discreto manto de silencio, o tal vez fuera más conveniente decir que acompañaba su desinterés con grandes y ocasionales impulsos. Susie pensaba, realmente, en la diferencia que existía —en cuanto favoritas de la fortuna— entre sus dos amigas, la nueva y la antigua. La tía Maud se sentaba de alguna manera sobre su dinero, se apoyaba en él y el dinero la rodeaba a pesar de su aire noble y elevado, y de su manera de obrar —con brillantez y fuerza— como si aquél no existiese. Milly, con respecto al suyo, no adoptaba ninguna postura (esto, desde cierto punto de vista, era un defecto): ella permanecía, en todo caso, al margen de su fortuna y para conocerla uno no necesitaba, por así decirlo, atravesar ningún sector de sus posesiones. Era evidente, por otra parte, que Mrs. Lowder reservaba su riqueza para ciertos propósitos, ambiciones y fantasías que a la larga, el día en que se realizaran, demostrarían ser honorablemente desinteresados. Ella imponía su voluntad, pero ésta consistía tan sólo en querer que una persona o dos no perdieran algún beneficio por no someterse a ella, si ella era capaz de someterlas. A Milly, por cierto mucho más joven, no se le podían atribuir tan penetrantes designios: no había nadie en quien ella pudiera interesarse. No se podía esperar otra cosa, ya que no se interesaba tampoco por sí misma. Aun la mujer más rica del mundo, a su edad, carecía de motivaciones, y los motivos de Milly, sin duda, contaban todavía con mucho tiempo para aparecer. Mientras tanto se limitaba a ser hermosa, simple, sublime sin ellos, aunque los extrañara y vagamente aspirara a obtenerlos, o no. Y si los lograba, eventualmente, dichos móviles no modificarían en rada sus cualidades. Solamente, en tal caso, ella llegaría a tener también, como la tía Maud, una postura. Tales fueron las asociaciones que afloraron en el diálogo de las dos amigas, al cabo del cual la mayor preguntó a Milly si ese mediodía, en casa de Mrs. Condrip, había hablado de Merton Densher como de un conocido.

—Oh, no; no dije que lo conociera. Recordé —explicó la joven— la petición de Mrs. Lowder.

—Pero Maud —observó su amiga luego de unos segundos— nos pidió guardar silencio con Kate, no con Marian.

—Sí, pero Mrs. Condrip se lo hubiese dicho inmediatamente.

—¿Para qué? No le debe de resultar agradable hablar de él.

—¿A quién? ¿A Mrs. Condrip? —Milly pensó un momento—. Lo que más le agradaría sería que su hermana se sintiera obligada a pensar mal de Mr. Densher. Y si ella pudiese hacer cualquier cosa en ese sentido... —pero Milly se detuvo aquí, como si su compañera hubiese entendido.

Mas la atención de Susie, sin embargo, estaba concentrada en lo que ella misma deducía:

—¿Piensas que se lo hubiera dicho sin vacilar? —Mrs. Stringham comprendió que ése era el sentido de las palabras de Milly, pero quedaba aún otra pregunta—: ¿Por qué el hecho de que tú lo conozcas debe ser algo desfavorable para Merton Densher?

—Oh, no lo sé. No se trata tanto del hecho de que yo lo conozca sino de que le haya ocultado a Kate que lo conocía.

—Ah —dijo Mrs. Stringham, a manera de consuelo—, tú no has ocultado nada. ¿No ha sido más bien Miss Croy quien lo ha hecho?

—No ha sido precisamente mi relación con él —sonrió Milly— lo que ella ha callado.

—¿Ha disimulado únicamente la suya? Bien, entonces, la responsabilidad le corresponde a ella sola.

—Oh, pero ella —dijo la joven, tal vez no muy coherentemente—, ella tiene el derecho de hacer lo que le plazca.

—¡Siendo así, querida, tú también lo tienes! —sonrió Susan Shepherd.

Milly la miró como si Susie fuese digna de admiración por su simplicidad, pero también como si ése fuese el motivo por el cual se hacía querer.

—Todavía —aclaró— Kate y yo no estamos disputando al respecto.

—Lo que quería decir —agregó Mrs. Stringham— es que no veo qué podría ganar Mrs. Condrip con eso.

—¿Con decírselo a Kate? —Milly reflexionó—. No sé tampoco qué hubiese podido ganar yo.

—Pero algún día tendrá que saberse... que Merton Densher las conoce a las dos. Alguna vez se descubrirá.

Milly apenas asintió.

—¿Quieres decir, cuando él vuelva?

—Las encontrará a las dos aquí y le será difícil, creo, «darle la espalda» a una en beneficio de la otra.

Esto situó la cuestión por fin en una perspectiva más clara.

—De alguna manera tendría que adelantarme —sugirió la joven—. Tendría que darle a él el «aviso», como dicen aquí, de no tener que reconocerme cuando nos encontremos. O, mejor aún, de no estar aquí de ninguna manera.

—¿Quieres huir de él?

Ésta fue una idea que Milly, bastante extrañamente, pareció aceptar a medias.

—¡Ni sé de qué estoy queriendo huir! — dij°.

Esto disipó en seguida —por la dulzura, la tristeza con que resonó en los oídos de la mayor de ellas— toda sombra de cualquier necesidad de explicación. Tenía la constante impresión de que su amistad flotaba —como una isla del sur— en un inmenso y cálido mar que formaba, para cualquier circunstancia posible, el margen, la esfera externa de emoción general. Y toda innovación podía hacer que el mar cubriera la isla, o que el margen desbordara sobre el texto. Una gran ola pasó en ese momento sobre ellas.

—Iré contigo a cualquier lugar del mundo que desees.

Pero Milly reapareció en la superficie.

—¡Mi querida Susie, cómo te he hecho agitar!

—Oh, esto no es nada todavía.

—No por cierto, comparado con lo que te espera.

—Tú no eres, y es inútil pretenderlo —explicó Susie, que acababa de comprender—, ni tan fuerte ni tan sana como yo insisto en que seas.

—Insiste, insiste todo lo que puedas, y cuanto más, mejor —continuó Milly—. Pero el día en que yo parezca todo lo fuerte y sana que tú deseas, ese día te abandonaré tranquilamente para siempre. Eso es lo que sucede —prosiguió después, enriqueciendo su idea—cuando aún nuestros más beaux moments no resultan más alegres, por su apariencia, que un hermoso cementerio. Puesto que he vivido todos estos años como si estuviera muerta, seguramente moriré cuando parezca viva, que es justamente lo que tú deseas. Así que ya ves —terminó—, nunca sabrás realmente dónde me hallo. Excepto, por supuesto, cuando me haya ido. Y entonces solamente sabrás dónde no estoy.

—Yo daría mi vida por ti —dijo Susan Shepherd después de un momento.

—¡Muchísimas gracias! Entonces quédate aquí por mí.

—Pero no podremos quedarnos hasta agosto, ni siquiera muchas semanas más.

—Entonces regresaremos.

Susie palideció.

—¿Adónde? ¿A Estados Unidos?

—No, al continente: a Suiza, a Italia, a cualquier parte. Cuando te pido que te quedes «aquí», conmigo —prosiguió Milly—, me refiero a cualquier sitio donde me encuentre aunque ninguna de las dos sepa dónde queda. No —insistió—, no sé dónde estoy y tú no lo sabrás nunca, pero eso no importa, y aun me atrevería a decir —concluyó— que todo se va a descubrir.

Su amiga hubiera podido pensar que bromeaba ahora si su gama de lo serio a lo alegre no hubiera estado formada por matices tan imperceptibles que suavizaban todos los contrastes. Compensaba las faltas de seriedad con faltas de frivolidad, es decir, si a veces no era todo lo juiciosa que hubiese querido, otras veces por cierto no era tan desenfadada como le hubiera gustado.

—Tengo que afrontar la tormenta. El problema —agregó— no consiste en que todo se descubra, sino en que Mrs. Condrip lo aprovecharía para perjudicar a Mr. Densher.

Su compañera se sorprendió.

—¿Y cómo podría hacerlo?

—¡Bien, si él pretende que está enamorado de Kate!...

—¿Solamente lo «pretende»?

—Quiero decir que si va al extranjero, con el permiso de ella, y allí la olvida hasta el punto de galantear con otras personas...

Esta aclaración llevó a Susie, casi de una manera divertida, a una conclusión conveniente.

—¿Acaso te galanteó a ti, hipócrita criatura?

—No, pero ése no es el caso. Se trata de lo que le pueden hacer creer a Kate.

—Dado que él, evidentemente, se ha dedicado a tratarte, para no decir nada de tu personal encanto, ¿la sugestión de Mrs. Condrip consistía en que si tú lo hubieras alentado un poco, él habría estado dispuesto a todo?

Milly no aceptó ni comentó esto, solamente se limitó a decir después de un momento, quizá con un exceso de reflexión:

—No, no creo que ella quiera insinuar que yo pude haberlo alentado, porque eso evidenciaría su fidelidad. Lo que pienso —agregó, y ahora por último con un aire de suprema impaciencia— es que le será muy útil encontrar a alguien que pueda darle celos a Kate, ya que ella le teme a Merton Densher, y así perjudicarlo ante la opinión de su hermana.

Susan Shepherd percibió en estas explicaciones una necesidad tal de justificaciones que hubieran podido atribuirse graciosamente a cualquiera de sus heroínas de Nueva Inglaterra. Milly escrutaba todos los rincones, y eso era lo que hacían sus heroínas, pero era interesante ver cuántos rincones eran escrutados por su amiga. Y después de todo, además, ¿no estaban acaso dispuestas a desafiar los abismos? Encontrarían su diversión donde pudieran.

—¿Y no es probable —preguntó Susie— que Mrs. Condrip piense que Kate, al saber que Mr. Densher es... (¿cómo es la famosa palabra?)... volage...?

—¿Y bien? —Susan no había terminado su idea pero tampoco Milly, al parecer, lograba hacerlo.

—Y bien, puede suceder lo que ocurre frecuentemente, por lo menos con todas nuestras benditas leyes y previsiones: que inflame los sentimientos de Kate en lugar de apaciguarlos.

La deducción era brillante aunque la joven se limitó a mirar a Susie fija, bellamente.

—¿Los sentimientos de Kate? Oh, Marian ni los mencionó. No creo —añadió, como si hubiese estado dando inconscientemente una impresión errónea—, no creo que Mrs. Condrip piense que Kate está enamorada.

Esto hizo que Susan la mirara ahora a su vez fijamente.

—Entonces ¿qué puede temer?

—Bien, sólo el hecho de que Mr. Densher insista en su actitud, y las consecuencias que pueden resultar de eso.

—Oh —dijo Susie, un poco desconcertada intelectualmente—. ¡Mirian mira muy lejos!

Milly contestó a esto con otra de sus bruscas y vagas humoradas.

—No, somos nosotras quienes lo hacemos.

—¡En fin, no tomemos sus asuntos más a pecho que ellos mismos!

—Por cierto que no —aceptó la joven inmediatamente, pero quedaba todavía un deseo: quería ser clara—. Mrs. Condrip no se refirió para nada a la propia Kate.

—¿Es que piensa entonces que su hermana no siente nada por él?

Por un instante, fue como si Milly tratara de sentirse segura de lo que iba a decir. Luego afirmó:

—Si ella sintiera algo por Mr. Densher, Mrs. Condrip me lo habría dicho.

Susan Shepherd parecía estar preguntándose cómo habían llegado a conversar sobre aquello.

—Pero ¿tú se lo preguntaste?

—¡Ah, no!

—¡Oh! —dijo Susan Shepherd.

Milly, no obstante, le aclaró con toda tranquilidad que ella por nada del mundo lo hubiera hecho.