12

LO que realmente sucedió —al día siguiente— cuando Kate la acompañó, fue que el famoso especialista debió excusarse por no disponer, a causa de un raro accidente —por cuanto sin excepción reservaba rigurosamente sus horas de consulta—, sino de diez minutos para dispensarle, diez minutos que puso a su disposición de tal modo que Milly se quedó admirada: tan claro era el cristal de la gran copa de atención que él colocó frente a ella sobre la mesa. Debía partir inmediatamente en su coche, pero insistió sin tardanza en que deseaba volver a verla antes de cuarenta y ocho horas, fijándole desde ahora una nueva cita, y absolviéndola en el caso de que ella no pudiese acudir a la misma. Los minutos parecieron desfilar mucho más rápidamente que las innumerables preguntas que se proponía hacer y hubieran pasado sin dejarle nada más que la seguridad de una nueva entrevista de no haber obtenido, por lo menos, la sensación de llevarse una certidumbre. La certidumbre —nacida bruscamente en los pocos minutos finales— fue ni más ni menos que la de que ella podía hacerse, de pronto y en un mundo totalmente distinto, de otro fiel amigo, y un amigo que, por otra parte, sería, maravillosamente, el más indicado, el más apropiado de toda la colección ya que merecería su título por su ciencia, su madurez, su experiencia, y no sólo por razones sociales.

En rigor, la amistad de sir Luke Strett no dependía de ella en lo más mínimo: tal vez lo que más la hizo tartamudear y jadear fue el descubrimiento de que él se interesaba por ella mucho más de lo que hubiera podido desear, fue el hecho de verse arrastrada de pronto por una corriente que la sumergía en el mar de la ciencia. Sin embargo, al mismo tiempo que se resistía fue entregándose: hubo un momento en el cual casi renunció a su forma de exponer, de explicar, y se abandonó, sin violencia, sólo con un vago estremecimiento que un segundo después se convirtió en una tensa e interrogativa calma, a su general simpatía. Sus facciones, amplias y serenas, aunque firmes, no eran —como en un principio había pensado— duras; y en su fantasía lo veía, extrañamente, mitad general, mitad obispo, y estaba segura, en ese aspecto, de que lo que le tenía reservado sería lo más conveniente, lo mejor para ella. En otras palabras, Milly estableció de esta manera directa una relación con él; y esa relación fue el especial trofeo que se llevó en esa oportunidad. Era como una plena posesión, un recurso totalmente nuevo, algo confeccionado con la seda más suave y doblado sobre el brazo de la memoria. No lo había traído al entrar pero lo llevaba al salir: lo llevaba allí bajo su abrigo, disimulado, invisible para Kate cuando, sonriendo, se encontró de nuevo con ella. Su amiga, por supuesto, la había estado esperando en otra habitación donde no había nadie más, pues el médico estaba próximo a salir, y se levantó para recibirla con una expresión tal de simpatía que hubiera resultado muy oportuna en la sala de espera de un dentista. «¿Te la sacaron?» parecía preguntarle, como si se tratase de una muela. Y Milly realmente no la hizo esperar.

—Es un ángel. Tengo que volver otro día.

—Pero ¿qué te ha dicho?

Milly se hallaba casi alegre.

—Que no debo preocuparme por nada y que si me porto bien y hago exactamente lo que él me ordena, tendrá para cuidarme años y años.

Kate se preguntó si no habría alguna contradicción.

—Pero ¿admite entonces que estás enferma?

—No sé qué es lo que admite y no me interesa. Ya lo sabré y con eso tendré bastante, sea lo que fuere. Él me conoce perfectamente y a mí me resulta simpático. Eso es algo que no me disgusta.

Kate no terminaba de entender.

—Pero ¿en tan pocos minutos pudo preguntarte todo lo que?...

—Apenas si me preguntó algo; no necesita recurrir a un método tan tonto — dijo Milly—. Él sabe. Él entiende —repitió—, y cuando vuelva, porque debe reflexionar un poco sobre mi caso, todo saldrá perfectamente.

Kate, al cabo de un momento, reaccionó.

—¿Cuándo debemos volver, entonces?

Esto hizo que su amiga se contuviera, porque aun mientras conversaban —ésa fue por lo menos una de las razones— Kate se le mostró de pronto, inmotivadamente, bajo la luz de su otra identidad, la que tenía para Mr. Densher. Éste era siempre, de un instante a otro, un fulgor imprevisible, y aunque desaparecía en menos tiempo del que necesitaba para surgir, no dejaba de perturbarla. Nacía, con particular perversidad, del hecho de que durante horas y después días las oportunidades para hablar de él se seguían posponiendo extrañamente. Se presentaban veinte, cincuenta, pero ninguna se aprovechaba. Ésa, en especial, no era una coyuntura apropiada, en lo más mínimo, para mencionar a Mr. Densher, pero a pesar de todo Milly sintió que ése sería otro día marcado por el silencio. Vio todo esto a la luz de un relámpago, como también la inconsciencia de Kate al respecto; y entonces hizo a un lado su obsesión. Aunque había durado lo suficiente como para teñir su respuesta: sí, ya le había demostrado a Kate cuánto confiaba en ella, y eso, como lealtad, era más que suficiente.

—Oh, querida, ahora que ya he roto el hielo no tendré que volver a molestarte.

—¿Vendrás sola?

—Sin duda alguna. Lo único que te pido, por favor, es la más absoluta reserva.

Afuera, frente a la puerta, sobre la amplia vereda de la avenida, debieron esperar el coche, que Milly había retenido y que dio otra vuelta a la plaza, antes de pasar a buscarlas, por razones que sólo el auriga conocía. El portero había salido también y les indicó que el coche había ido a dar otra vuelta, por lo cual Kate continuó mientras esperaban.

—Pero ¿no pides demasiado, querida, en proporción con lo que das?

Esto sorprendió a Milly aunque por muy breves instantes, porque inmediatamente comprendió, y siguió sonriendo al responder:

—Ya veo. Eso significa que podrías delatarme.

—Yo no quiero «delatar» a nadie —contestó Kate—. Seré discreta como una tumba si me dices toda la verdad. Lo único que te pido es que no me ocultes lo que puedas saber acerca de tu estado.

—Bien, no te lo ocultaré, entonces. Pero tú misma puedes ver —siguió Milly— cómo me hallo realmente. Estoy satisfecha; me siento feliz.

Kate la miró largamente.

—Sí, se diría que estás contenta. ¡Contenta con la forma en que suceden las cosas!...

Milly observó a Kate sin ninguna clase de desdoblamiento: su amiga había dejado de ser la imagen de Mr. Densher; era exclusivamente ella misma y no por eso menos hermosa. Pero el pacto que acababan de concertar era justo y debía bastar.

—Claro que estoy contenta. Me siento, y no podría describirlo de otra manera, como si hubiese estado hincada de rodillas junto a un sacerdote. Y como si éste me hubiera confesado y me hubiese absuelto. Como si me hubiera quitado un peso de encima.

Kate mantuvo su mirada fija en ella.

—Debes de haberle gustado mucho...

—¡Oh, los médicos! —dijo Milly—. Espero no haberle gustado demasiado.

Luego, como si quisiera rehuir un nuevo interrogatorio de su amiga o se impacientara por la tardanza del carruaje —que aún no había aparecido—, volvió sus ojos hacia la ancha y arcaica plaza. Su antigüedad era la de ese mismo Londres ya agotado, ese cálido Londres contemporáneo con sus danzas concluidas y sus historias ya contadas, y por ello el aire parecía una mezcla de ecos confusos e imágenes borrosas, y una impresión se desprendió del conjunto... una impresión que un segundo después escapaba de los labios tensos de la joven.

—¡Oh, qué grande y bello es el mundo! ¡Y qué hermosa es la gente también, qué hermosa! —Esto la enfrentó de nuevo con Kate y deseó no dar nuevamente la impresión de estar llorando como le había sucedido con lord Mark frente al retrato en Matcham.

Kate, en todo caso, la había comprendido.

—¿Tanto se esfuerzan todos en ser amables?

—Sí, ¡tan amables! —dijo Milly, con tono agradecido.

—¡Oh! —rió Kate—. ¡Entre todos te quitaremos las preocupaciones! ¿Y no vendrás con Mrs. Stringham la próxima vez?

Milly tardó un momento en hallar la respuesta.

—No, no hasta que me haya visto una vez más.

Dos días después Milly debía hallar esta decisión totalmente justificada, no obstante que cuando, según lo convenido entre ambos, ella volvió a visitar a su distinguido amigo —carácter que, mientras tanto, se había afirmado notablemente— lo primero que él le preguntó fue si alguien la había acompañado. Ante esta pregunta, sinceramente, le confió todo, liberada ya por completo de su anterior zozobra, proclive incluso — como le parecía en ese momento— a una excesiva locuacidad, y sin experimentar, por otra parte, ninguna clase de alarma por su posible deseo de que no hubiese ido sola. Fue exactamente como si en aquellas cuarenta y ocho horas transcurridas desde el primer encuentro, el trato de ambos se hubiera incrementado de alguna manera y los conocimientos que sir Luke podía tener acerca de su caso hubiesen recibido misteriosas adiciones. Apenas habían estado juntos diez minutos aquella primera vez, pero la relación fundada en ese lapso estaba ahora allí lista para ser retomada: y no, en cuanto a él se refería, por mera cordialidad profesional, simple tacto hacia una enferma, cosa que la hubiera disgustado, sino por su aire tranquilo y encantador de quien ha averiguado mucho sobre ella, aquí y allá, y se ha enterado de todo lo necesario. Claro que no había podido preguntar nada, o no lo había intentado, pues no tenía medios de hacerlo y ni siquiera los necesitaba: los había descubierto simplemente por su talento, descubierto —quería decir ella— absolutamente todo. Ahora comprendía que no la molestaba el hecho de haber sido descubierta, sino que, por el contrario, había venido verdaderamente para eso y que por el momento, al menos, le serviría de apoyo. Se sorprendió al darse cuenta de que nunca, desde el principio, había contado con algo en qué apoyarse. Era extraño que esa seguridad emanara, después de todo, de la circunstancia de llegar a saber, quizá, en esas agradables condiciones, que de alguna manera estaba condenada. Pero sobre todo demostraba que hasta ese entonces había carecido de todo sostén. Si ahora debía encontrar apoyo en el mero proceso —ya que ése parecía ser su destino— de su decadencia, éste no sería sino otro testimonio de su breve y extraña historia. Pero ese sentimiento de vaga agonía no correspondía a ningún proceso y resultaba ridículamente cierto que el estar allí sentada, viendo cómo su vida era colocada en la balanza, constituía su primera aproximación a una vida ordenada. Tal la versión romántica de Milly: que su vida, especialmente en aquella segunda entrevista, era puesta en la balanza. Y quizás lo mejor de todo consistía justamente en que el encantador y serio personaje supiera —lo había sabido en seguida— que ella era romántica y como tal la aceptara. Su única duda, su solo temor residía en que él tal vez obtuviera alguna ventaja al tratarla como enteramente romántica cuando apenas lo era en parte. Éste era el peligro que corría con él pero ya tendría tiempo de advertirlo, y mientras tanto los peligros en general iban desapareciendo.

El sitio mismo, al cabo de pocos minutos, el cómodo y hermoso cuarto, en el fondo de la casa adonde no llegaban los ruidos exteriores, un poco descolorido por tantos años de celebridad, y bastante sombrío a pesar del verano... el sitio mismo se le apareció familiar y apto, edificado sólidamente a su alrededor como con promesas y seguridades. Ella había viajado para conocer el mundo y ésta iba a ser por lo tanto la luz de ese mundo, en la rica penumbra de un interior de Londres, éstas las paredes del mundo, aquéllas las cortinas y las alfombras del mundo. Llegaría a intimar con el gran reloj de bronce y los adornos de la chimenea, conspicuos testimonios de gratitud de mucho tiempo atrás; integraría el círculo de eminentes contemporáneos fotografiados, grabados, autografiados y en especial encuadrados y envidriados que formaban el resto de la decoración y otorgaban la debida comodidad humana, y mientras pensaba en todas las verdades limpias, desnudas, intactas que aquella paz expectante, tendida entre pausas y esperas, habría de guardar todavía durante años y años, Milly se preguntó también qué podría elegir para regalarle. Tenía que ser, al menos, algo de más valor que los musculosos bronces victorianos. Esto formaba parte precisamente de lo que Milly sentía que él había adivinado acerca de ella antes de concluir la consulta: que secretamente fantaseaba de ese, modo, allí mismo, en medio de otras cosas mucho más urgentes. Éstos eran sus secretos, ninguno de los cuales necesitaba realmente ser expresado. Hubiera sido, por ejemplo, un secreto para cualquier otro menos para él que sin aquella querida compañera que había buscado apenas unos días antes de partir de Nueva York no hubiese contado con ninguna clase de relación o de amistad como lo que ella necesitaba. Pero que él lo supiera no le molestaba en lo más mínimo, ni tampoco que se enterara de que luego se había desligado de esa querida compañera.

Había concurrido a verlo sin informarle nada, deshaciéndose de ella con una falacia: había pretextado unas compras, un capricho, no sabía muy bien qué, la diversión de encontrarse alguna vez sola en la calle. Esa soledad era una experiencia nueva para ella: siempre había salido con alguna amiga o una dama de compañía, y él no debía creer, de ningún modo, que ella no era capaz de escuchar valientemente cualquier cosa que debiera decirle. Él se mostró ligeramente divertido ante esta ostentación de coraje, pero sin tranquilizarla abiertamente. Pero todavía quería saber algo más. ¿El miércoles no había venido acompañada por una señora?

—Sí, pero es otra. No la que viaja conmigo. A ella se lo he dicho.

Se le veía ahora claramente divertido, lo que agregó a su actitud —que era su mayor encanto— el permitirle tomarse todo el tiempo necesario.

—¿Le ha dicho qué?

—Bien —contestó Milly—, que le visitaba a usted en secreto.

—¿Y ella se lo contará a todos?

—Oh, no. A nadie. Me es muy fiel.

—Bien, si le es fiel. ¿eso no significa que usted tiene otra atraiga más?

Esto no requería mayor reflexión, pero Milly debió recapacitar un instante, porque comprendía que sir Strett deseaba completar su imagen sobre ella, un poco, por así decirlo, para caldear la atmósfera que la rodeaba. Sin embargo, él debía aceptar —mejor ahora que después— que su esfuerzo era completamente inútil. Ella no sentía ninguna inseguridad respecto de la posibilidad de semejante aumento de temperatura ambiente. El aire, para ella, era desde un principio algo destinado a no perder jamás una considerable frialdad. Hubiera podido decirle esto con autoridad, con más autoridad que cualquier otra cosa, y ahora, en fin, comprendía que así lo simplificaría todo.

—Sí, es otra amiga pero todas ellas juntas no pueden, bien, no sé cómo expresarle, cambiar la situación. Quiero decir, cuando una está... realmente sola. Aunque nunca he encontrado tanta bondad.

Se detuvo mientras él esperaba que continuara, como si tuviese sus propias razones para dejarla, casi para hacerla hablar. Milly no quería llorar, por tercera vez, como se dice, en público. Nunca había visto tanta bondad y no quería ser ingrata, pero ella sabía lo que era y no procedió injustamente al insistir en su punto de vista.

—Sólo la propia situación es lo que cuenta. Es lo que a mí me concierne. Nadie puede ayudarme. Por eso vine sola, hoy, a pesar de Miss Croy, que fue quien me acompañó el otro día. Si usted puede ayudarme, tanto mejor, y mejor aún, por supuesto, si yo también puedo ayudarme otro poco. Aparte de eso, de lo que podemos hacer juntos, quiero que me vea tal como soy. Sí, quiero que sea así y no estoy exagerando. ¿No deberíamos, al principio, mostrar lo peor de nosotros, así después todo parece mejor? Eso no cambiaría nada, ni ninguna otra cosa que pudiese ocurrirme. Así me siento con usted tal como soy realmente y si le interesa saberlo, eso me ayuda mucho.

Milly hizo alusión al interés que él demostraba, porque su actitud se lo permitía. Por lo menos sir Strett le daba esa impresión y ella lo tomó así. Era una impresión profunda y extraña y por consiguiente la tomó en cuenta. Lo mostraba a él, a pesar de sí mismo. cono permitiendo que cosas lejanas, comparativamente remotas, cosas en verdad —como ella hubiera dicho— totalmente exteriores, le interesaran delicadamente: lo mostraba preocupado por ella, por otras cuestiones ajenas a su posible enfermedad. Milly aceptaba un interés semejante como normal en un espíritu científico de elevado nivel —siendo el suyo, magníficamente, uno de los más elevados— porque de otra manera, como es obvio, no habría llegado tan alto. Pero al mismo tiempo podía tomarlo como una fuente de luz arrojada directamente sobre ella, aun cuando pareciese que quería ocupar su lugar. Interesarse por un paciente más allá de su malo buen estado físico no podía ser — aun tratándose de los más esclarecidos especialistas— sino una forma u otra de desechar delicadamente al enfermo. En tal caso, el único motivo, evidentemente, sólo podía ser la compasión. Y cuando el rostro delator de la piedad se levanta en la punta de una pica, como una cabeza durante una revolución, y se balancea frente a la ventana, ¿qué puede uno deducir sino que el paciente está grave? Él podría decir cualquier cosa, pero ella siempre vería esa cabeza detrás de los cristales; y desde ese momento, en verdad, Milly sólo esperó que él dijera lo que debía decir. Y podía decirlo con la misma imperturbabilidad con que había escuchado todas sus presunciones sin pestañear. Y por último, como la hacía hablar, hablaba, y lo que debía sacar en conclusión era que ella no tenía miedo en absoluto. Si él quería hacer por ella algo verdaderamente importante eso debía ser demostrarle que le creía. Y su gesto de no querer engañarlo podía significar la pretenciosa alusión de que ambos eran igualmente capaces. Esto interpuso entre ellos la atrevida idea de que él podía realmente ser engañado y por un momento se hicieron una seña, nada más que con los ojos, como diciendo que ambos sabían a qué atenerse.

Aquello resplandeció, por un instante, en ese vetusto templo de la verdad; lo que siguió fue que él, a fin de cuentas, la tenía a ella a su disposición y todo terminó, en este punto, con su sonrisa amable y opaca.

Semejante amabilidad era maravillosa acompañada de tal opacidad, pero el brillo —igual al del acero pulido— se hallaba en la otra cara del asunto, y de una manera u otra llegaría hasta ella.

—¿Quiere decir —preguntó él— que no tiene entonces ninguna clase de parientes? ¿Ni madre o padre, o una hermana? ¿Ni siquiera un primo o una tía?

Ella sacudió la cabeza con la facilidad de una heroína acostumbrada a los reportajes o de una artista que representa su papel.

—A nadie en absoluto. —Pero por nada del mundo hubiera venido para mostrarse lúgubre—. Soy una sobreviviente, sobreviviente de un naufragio general. Ya ve —agregó— que es algo digno de tenerse en cuenta, que todos hayan muerto, quiero decir. Cuando yo tenía diez años éramos seis, contando a mis padres. Ahora soy la única que queda. Pero todos—siguió Milly, para ser franca— fueron muriendo por diferentes causas. Así fue.

Y como le dije antes, soy norteamericana. No creo que eso me haga peor. Usted debe de saberlo mejor que yo.

—Sí —contestó él con indulgencia, discretamente—. Veo muy bien de qué manera influye eso en usted. Para empezar, la hace mucho más interesante.

Milly suspiró, aunque agradecida, como si estuviera de nuevo en un escenario del gran mundo.

—¡Ah, ustedes con sus cosas!

—Oh, no. Nada de «ustedes». Aquí estoy yo solo, pero estoy bien presente. Tengo muchos amigos norteamericanos, y ellos están conmigo, si le parece, y en ningún lado se sentirá mejor que en su compañía. Así estará con los demás, y no podrá hablar de soledad total. —Luego continuó—: Estoy seguro de que su espíritu es fuerte, pero no trate de sobrellevar más cosas de las necesarias. —Y un instante después explicó—: En su juventud ha vivido horas ingratas, pero no piense que toda la vida es igual. Usted tiene derecho a ser feliz. Tiene que convencerse de eso. Debe aceptar la felicidad donde se le presente.

—¡Oh, claro que la aceptaré! —replicó ella casi con alegría—. Y me parece que estoy aceptando una felicidad distinta todos los días. ¡Por ejemplo, ahora! —sonrió.

—Sí, en cierta medida. Usted puede confiar en mí —dijo el eminente hombre— ilimitadamente. Pero yo, en el fondo, no soy sino un elemento más entre otros cien. Debemos buscar a muchos más. No importa si lo saben. Si saben, quiero decir, que usted y yo somos amigos.

—Ah, usted quiere hablar con alguien — interrumpió ella—. Quiere encontrar— se con alguien que se preocupe por mí.

Pero al observar que él recibía su exabrupto con una tranquilidad que indicaba bien a las claras que estaba acostumbrado a tratar con jóvenes de su clase y que estas familiaridades eran algo del todo familiar para él, Milly sintió que ese silencio reducía a cero el valor de su libertad, y trató a continuación de hallar alguna otra cosa más razonable para decir, algo que podía ser, precisamente, un comentario sobre la libertad a la que acababa de referirse y que presentó ahora como ilimitada.

—Representa para mí una gran ventaja, y no crea que no la aprecio. Puedo hacer todo lo que quiera, lo que se me ocurra en el mundo. A nadie tengo que dar cuentas, nadie puede levantar un dedo para detenerme. Puedo ir de un lado a otro hasta hartarme. Es una libertad en la cual no todo es alegría, pero yo sé que mucha gente quisiera probarla.

En cierto momento él estuvo a punto de hacerle una pregunta pero luego la dejó continuar, cosa que Milly hizo en el acto pues adivinó la conclusión que su interlocutor sacaba: que sus medios eran también ilimitados. Así se lo había demostrado ella simplemente y ya no volverían a tocar ese odioso tema. Aunque no pudo dejar de reconocer el importante efecto que esto tuvo sobre sus juicios, o al menos sobre sus sentimientos, ya que asombrosamente los tenía. Todos sus fragmentos yacían ahora frente a él formando diversas combinaciones, como esos vidrios coloreados de los calidoscopios.

—Por lo cual estoy dispuesta a hacer cualquier cosa que sea necesaria para...

—¿Ah, está dispuesta a todo? Muy bien.

Él tomó esa declaración con entusiasmo, reconociéndole todo su valor. Pero aún debieron dedicar casi diez minutos a la cuestión pendiente: quedó convenido, dentro de ciertos límites, que no había nada que ella no pudiera hacer; pero parecía también extremada y agradablemente vago que debiera hacer algo. Ambos aparecían, juntos, como aceptando por el momento y casi por cortesía, que ella estaba dispuesta a realizar toda clase de infructuosas proezas; el epílogo de lo cual fue, a la vez, que después de innumerables preguntas, auscultaciones y exploraciones, y de anotar innumerables juicios de él (desechando los de ella), la vaguedad persistía, por lo cual ambos debieron de tener la impresión o por lo menos nos la dieron a nosotros— de regresar de un inútil, aunque impertérrito, viaje al polo norte, lo que contrastaba con la actitud de su nuevo amigo, que se abstenía totalmente de impartirle órdenes.

—No —lo oía repetir una y otra vez—. No quiero por ahora que haga nada. Nada salvo obedecer una o dos prescripciones que ya le explicaré; y permitirme que la vea en su casa dentro de unos días.

Esas palabras le parecieron algo celestial.

—Entonces verá usted a Mrs. Stringham.

Pero eso era algo que ya no la preocupaba en absoluto.

—Bien, no me voy a asustar de Mrs. Stringham —dijo él, y repitió luego cuando ella insistió en su pregunta—: No, de ninguna manera. Yo no la envío a ninguna parte. Inglaterra le conviene perfectamente; cualquier lugar que sea agradable, práctico y sano le conviene. Usted dice que puede hacer lo que le guste. Entonces le ruego que haga precisamente eso. Claro que tendrá que dejar Londres, apenas yo la vea nuevamente.

Milly reflexionó.

—¿Puedo regresar a Europa?

—Sin temor alguno. Vuelva usted al continente.

—En ese caso, ¿cómo podrá verme? Aunque tal vez —agregó ella en seguida— usted no desea seguir viéndome.

Él tenía una respuesta pronta para esto. Realmente la tenía siempre para todo.

—Yo no la perderé de vista, pero si lo que quería saber es si usted debe seguir viéndome a mí...

—¿Entonces? —preguntó ella.

Aquí él le dio, por primera vez, la impresión de titubear.

—Bien, viaje todo lo que pueda. A eso se reduce todo. No se inquiete por nada. Usted, por lo menos, no tiene preocupaciones. Es una gran suerte, no muy común.

Milly se puso de pie cuando él le aseguró que le enviaría las indicaciones y le comunicaría la fecha de su próxima visita, lo que equivalía a despedirla. Pero ella tenía aún algunas preguntas que hacer.

—¿Podré volver a Inglaterra, también?

—¡Naturalmente! Cuando le plazca. Pero siempre, cuando venga, hágamelo saber en seguida.

—Ah —exclamó ella—. Seguramente no estaré yendo y viniendo.

—Entonces, si se queda con nosotros, será mucho mejor.

La forma en que él aceptaba su impaciencia la conmovió y cedió a la tentación de saber algo más.

—¿No piensa que estoy un poco loca?

—Tal vez es eso —sonrió él— lo único que tiene.

Milly lo contempló un instante.

—No, sería demasiada suerte. ¿Puedo saber, de todos modos, si sufriré?

—No sufrirá en absoluto.

—¿Y viviré mucho?

—Mi querida amiga—dijo su distinguido interlocutor—, ¿no es exactamente de vivir» de lo que estoy tratando de persuadirla...?