32

LA proximidad del jueves, que traería a sir Luke Strett, produjo también felizmente la disminución de otros rigores. El tiempo cambió, la obstinada tormenta fue cediendo, y el sol otoñal, derrotado durante muchos días pero ahora radiante y hasta cierto punto vindicativo, volvió por sus fueros y tomó amplia posesión del lugar con un canto de victoria casi audible, una dispersión de brillantes sonidos que se confundían con los colores estridentes. Venecia, de nuevo, resplandecía y chapoteaba y vociferaba y tañía; el aire sonaba como una palmada y los rosas y amarillos y azules salpicados, y el verde del mar, parecían una exposición de refulgentes telas, una muestra de descollantes tapices.

Densher se solazaba con todo esto mientras se dirigía a la estación para encontrarse con el eminente facultativo. Había decidido ir después de meditarlo debidamente, como sentía que era ahora su única, ineludible manera de hacer cualquier cosa. A eso lo habían conducido los acontecimientos, hasta donde nada antes en su vida había podido llevarlo. Claro que desde el día de su nacimiento había pensado mucho más de lo que había actuado, aunque recordaba algunos pensamientos —muy pocos— que cuando se le presentaron lo hicieron estremecer casi como si fueran una aventura. Pero nunca había conocido hasta ahora nada semejante a su actual condición en la que todo impulso, accidente, azar —el uso, en otras palabras, de toda libertad— le estaba prohibido. Lo verdaderamente extraño era que si bien su llegada a Venecia, unas pocas semanas antes, lo había impresionado como una aventura, nada se parecía ahora menos a tal cosa que su estancia allí. Hubiera sido una aventura escaparse, partir, volver a Londres sobre todo y decirle a Cate Croy que lo había hecho. En cambio, había algo meramente servil, de casi mezquina obediencia en continuar viviendo como lo hacía. Ése era en particular el efecto de la visita de Mrs. Stringham, que le dejó en la boca algo así como el gusto de todo lo que no podía hacer. Le había hecho ver esta magnitud con claridad pero a la vez le había quitado el sentido —el otro sentido— de lo que quizá, como defensa, podía aún hacer.

Era sólo un simulacro de libertad, lo sabía, el ir a la estación a esperar a sir Luke. Nunca, por lo menos, había pensado tanto ningún otro acto libre. ¿En qué consistía entonces lo odioso de su situación, sino en ese temor que lo asaltaba una y otra vez? Se debatía bajo el peso de este pensamiento como si fuera el tributo exigido por un tirano. En ningún momento se le había ocurrido pensar que llegaría a vivir lo suficiente como para que el miedo prevaleciese en su vida: ésa era en realidad la ventaja que había obtenido sobre él. Temía, por ejemplo, que ese impulso que lo llevaba hacia su distinguido amigo pudiera tomarse por un ruego o una promesa. Lo temía como a una corriente que pudiera llevarlo demasiado lejos; aunque al mismo tiempo pensaba con igual repugnancia en la posibilidad de vivir pobre, vilmente, por culpa del miedo. Lo que por fin se impuso en el joven fue el pensamiento de que, a pesar de todo, el prestigioso facultativo se había comportado con él — después de aquella reunión en el palacio, único y breve sacrificio de su amiga a la vida social, que la visita de Mrs. Stringham había traído de nuevo a la superficie— con una especial benevolencia. Los comentarios de Mrs. Stringham sobre la relación mutua en la cual Milly los había colocado le hicieron sentir —esto era indudable— cosas que tal vez no había sentido. Se hallaba con ánimo de buscar una oportunidad para volver a vivir adecuadamente lo que antes no había podido sentir. Era por cierto con ese ánimo, en cuanto significaba una salida hacia la libertad, que Densher, habiendo llegado temprano, se paseaba por la plataforma en espera del tren. Sólo que cuando éste entró y él se hubo presentado a la puerta del compartimiento de sir Luke, con todo lo que siguió y tal como sucedieron las cosas, el enervamiento que experimentó luego de tantas tensiones despojó a todos sus titubeos de la poca dignidad a la que podían aspirar. Apenas hubiera podido decir si la actitud del viajero indicaba que lo recordaba y esperaba verlo allí, o que disimulaba su sorpresa al encontrarlo.

Por lo visto sir Luke había olvidado — así lo entendió Densher— al joven relativamente interesante con quien había paseado la vez anterior, aunque le reconoció en seguida, allí mismo, con una serena y profunda mirada. Densher se sintió así reconocido y lo tomó como una prueba de maravillosa economía. Frente a todos los excesos en los cuales se hallaba ahora complicado, aquella exhibición podía servirle noblemente de ejemplo. El eminente viajero, durante todo el trayecto, había empleado su tiempo en lo que le parecía más provechoso, sin pensar para nada, anticipadamente, en lo que le aguardaba en Venecia. Le aguardaba allí un delicado caso, en el cual, por un extraño azar, el interesante joven ocupaba un lugar periférico, y la leve contracción de su rostro, esa contracción con que Densher, desde la plataforma, animó ligeramente su impasibidad, fue su primer signo de reconocimiento. Por lo tanto, si había suprimido todo aquello con sólo dejar Victoria podría suprimir ahora, en contados minutos, lo que se le ocurriese. Esta observación fue para Densher como un síntoma, en lo que a él concernía, de lo que sería toda su visita. Uno podía ver —reflexionó además nuestro amigo— todo lo que él parecía aceptar de los otros, aunque sólo fuese para no tomarse el trabajo de rehusarlo; lo que uno no lograba ver era el uso que hacía interiormente de ello. Densher empezó a preguntarse, ante las escaleras que daban al canal, qué uso habría de darle a la anomalía que significaba el tener que separarse allí mismo. Eugenio había estado también en el andén, a respetuosa distancia, y respondiendo a una seña suya la góndola del palacio avanzó con su característica mezcla de felicidad y decoro cuando salieron juntos de la estación. A Densher no le importaba ya que hubiera tres emisarios de Milly como espectadores mientras se veía obligado a rechazar un asiento, sobre los negros y anchos almohadones, junto al invitado de palacio. Tales susceptibilidades, lo sabía muy bien, eran algo que debía dejar atrás. Se limitó a sonreír, vagamente, desde lo alto de los escalones. ¡Ellos podían mirarlo boquiabiertos todo lo que quisieran, los muy asnos!

—Ahora —dijo, con un penoso apretón de manos—, no voy al palacio.

—¡Oh! —respondió sir Luke Strett, pero eso fue todo.

A Densher le pareció admirable esa natural e inevitable inescrutabilidad. Ni siquiera pareció tomar su gesto como una discreta actitud en un momento de crisis. Ya no se preocupó tampoco de ninguna otra cosa cuando la clásica embarcación, obedeciendo al hábil impulso que la mano de Pasquale le imprimió desde la popa, realizó la maniobra que le hizo presentar, al alejarse, una espalda, por así decirlo, verdaderamente graciosa a causa de la alta y oscura giba de su felze. Densher siguió a la góndola con la mirada hasta que se perdió de vista; escuchaba el grito de Pasquale —que llegaba hasta él a través del agua— cuando doblaron por un canal que llevaba directamente al palacio.

Él no disponía de góndola; tenía por costumbre prescindir de ellas, y humildemente —porque en Venecia es humilde hacerlo— se alejó caminando, aunque no sin haberse quedado antes un largo rato como clavado en aquel sitio donde el invitado del palacio se había despedido de él. Bastante extrañamente, Densher se sintió, como nunca hasta ese momento, y como tampoco hubiera podido suponerlo, en presencia de toda la verdad sobre Milly. No hubiera podido imaginar el cambio extraordinario que instantáneamente —porque lo respiraba en el aire mientras oía el grito de Pasquale y veía desaparecer la embarcación— habría de causar, con sólo presentarse allí, el hombre llamado para ayudarla. No solamente no había estado nunca en contacto con las tribulaciones de su enfermedad —lo que para él había sido una bendición—, no solamente había merodeado, como todo el mundo, por los alrededores de un muro impenetrable en cuyo interior reinaba una especie de costosa imprecisión, hecha de sonrisas y silencios, de amables ficciones e inestimables sobrentendidos, todo ello en una tensión casi insoportable, sino que además, como todos los otros, había estimulado activamente — ahora lo sentía— dichas simulaciones que interesaban directamente a los buenos modales de todos ellos. Nadie se sustraía a esa conspiración del silencio, como dice el cliché, y la sombra del sufrimiento y del horror no podía hallar la menor superficie de espíritu o de palabras que accediese a reflejarla, mientras la gran mancha de la muerte iba cubriendo el cuadro «¡El mero instinto estético del hombre!»... se había dicho nuestro joven más de una vez al pensar en ello, sin concluir la frase, pero dando a entender suficientemente que aun la obligación de ver puede ser un ultraje al buen gusto. Así habían vivido: en un paraíso ilusorio donde las precisiones eran expulsadas como animales peligrosos. Lo que ahora había sucedido era que las precisiones, detenidas por un momento en la puerta, acababan de cruzar el umbral en la persona de sir Luke Strett, y en tal escala que cubrían completamente el espacio. La inquietud de Densher y hasta los latidos de su corazón habían apreciado dicha diferencia antes de que él se alejara del lugar.

Realidades como el padecimiento físico, las dolencias incurables, la esperanza terriblemente restringida, se habían hecho de pronto muy cercanas, y de esa manera iba a sentirlas desde ahora. La atmósfera, al despejarse, no sólo permitió la visión sino que la hizo inevitable; la única perspectiva alentadora era la ofrecida por las anchas espaldas de sir Luke que podían muy bien servir de pantalla si uno se colocaba debidamente atrás. Sin embargo, no creía probable volver a ver a su distinguido amigo hasta dos o tres días después. Era asunto resuelto para él, dadas las condiciones, que no podía retornar al palacio, absolutamente, sobre todo cuando su proscripción era pública y notoria porque no había abandonado la ciudad. ¡Bastante había sido visto en la góndola Leporelli! Como, además, no tenía ninguna posibilidad de encontrarse con sir Luke en la vía pública, donde éste no tendría ni tiempo ni ganas de pasearse, nada más ocurriría entre ellos si el prestigioso hombre no se presentaba en su casa, lo que sería sorprendente. El que lo hiciera no dependía sólo de que Mrs. Stringham decidiese inducirlo a ello, sino sobre todo de que realmente lo intentara, lo que en la práctica implicaba cierta diferencia para ella. Y dependía, en mayor grado aún, de lo que el mismo sir Luke pensara de semejante proposición. Densher tenía su idea personal sobre la clase de respuesta que podían esperar de él. Tenía una opinión formada sobre la capacidad de semejante personaje para comprender un reclamo de esa índole. Pero ¿hasta qué punto lo había previsto y qué importancia, por último, le concedería? Densher se hacía estas preguntas, en verdad, para plantear su situación en el peor de los casos. No vería nuevamente a sir Luke Strett si éste no iba a visitarlo, y como sir Luke Strett no lo visitaría, salvo por un motivo inimaginable, no tenía posibilidad de verlo, y por lo tanto no le quedaba ninguna esperanza.

No se trataba, en absoluto, de que Densher esperara una visita en aquellas circunstancias, pero sentía profundamente que no debía dejar escapar nada. Lo más extraño de todo aquel trance era que, estando innegablemente asustado de sí mismo, no sentía ningún temor de sir Luke. Habiendo ya disfrutado previamente de su trato, tenía la impresión —a la cual se aferraba— de que él, de alguna manera, lo salvaría. La verdad sobre Milly estaba encaramada sobre sus hombros y resonaba en sus pasos, y en virtud de su sola presencia daba nombre y forma a todas las cosas del lugar; pero no se había asentado en su rostro, ese rostro que tan franca y fácilmente se había vuelto hacia él en la anterior oportunidad. Su compañía, en aquella primera ocasión, motivada por una amistosa ocurrencia del propio sir Luke —y no por instancias ajenas—, había tenido un valor totalmente distinto; y aunque nuestro joven no podía considerarlo recuperable no por eso dejaba de pensar en la reanudación de esos antiguos lazos. No tenía el propósito —como íntima y firmemente se decía a sí mismo— de comportarse como un egoísta, pero había algo, después de todo, que deseaba para sí, algo que sir Luke — esto lo atenazaba— hubiera podido hacer por él de no ser imposible. Esos dos o tres primeros días fueron los peores; días en los cuales ni aun el sentimiento de la tensión que reinaba en el palacio podía quitarle esa certidumbre de que el destino lo arrinconaba. Nunca, según le parecía, había descendido tanto. En aquella precaria condición, sin libros, sin amigos, casi sin dinero, nada podía hacer sino esperar. Su único sostén, en realidad, lo constituía su idea original, que nunca lo abandonaba, de que en algún momento llegaría a tocar fondo. Con sólo darle el tiempo suficiente, la fatalidad hallaría para él algún nuevo refinamiento del horror.

Ahora mismo estaba inventando aquella desaparición de sir Luke. Cuando llegó el tercer día, sin que hubiera noticias, supo a qué atenerse. Él no había dado a Mrs. Stringham, durante su visita, ninguna palabra de aliento que fortaleciera su fe, y el ultimátum que ella le tenía preparado para cuando él estuviese dispuesto, no iba a ser formulado, tal vez simplemente porque ella no había sido autorizada a responder en su nombre. Aunque eso no era precisamente, Dios lo sabía, lo que él deseaba.

Ésa no fue, sin embargo, nos apresuramos a declarar —y como Densher lo vería en seguida—, la imagen con que sir Luke volvería a presentarse ante él. Porque por fin se le presentó de nuevo, justamente cuando el joven había arribado melancólicamente a la conclusión de que su capacidad de faltar a sus obligaciones londinenses había llegado al límite. Cuatro o cinco días, sin contar los viajes, era el máximo sacrificio que una de las más esclarecidas eminencias médicas del mundo podía hacer por una testa no coronada; por lo que, realmente, cuando el personaje en cuestión, después de un tintineo de la campanilla, emergió sólidamente en el corredor, fue para imponer a Densher una imagen que en ese instante lo atravesó como un cuchillo, una imagen que le hablaba, con una sola y pavorosa palabra, de la magnitud—no atinaba a expresarlo de otra forma— del caso de Milly. El gran hombre, por lo tanto, no se había ido; y tan inmensa concesión a la inmensa necesidad de Milly debía de expresar, además, flagrantemente, algún resultado, cierta ayuda, cierta esperanza. A Densher le pareció que tenía conciencia de diez cosas a la vez, al mismo tiempo que reaccionaba de su postración. Aunque el sentimiento que prevaleció fue el de que, puesto que sir Luke estaba allí todavía, ella se había salvado. Pero pisándole los talones y también agudamente, le llegaba la impresión de que la crisis —que ahora, por supuesto, se prolongaría para él—no habría de resolverse con tanta simplicidad. Su visitante no se precipitó en una charla sobre Milly. Ni siquiera pareció tener la intención de mencionarla. Se limitó a hacerle entender francamente que durante el resto de su estancia — cuyo fin estaba ya a la vista— quería lo menos posible de todo eso. Tal como era, la demostración de sir Luke Strett estaba en el tono de sus primeros intercambios y era por ellos que ahora había venido. Su permanencia en Venecia no se prolongaría más allá de ese próximo sábado pero había algunas cosas que mientras tanto le interesaba ver. Era por estas cosas de su interés, por Venecia y la oportunidad que Venecia le ofrecía—por una o dos recorridas, como él explicaba—, que había venido en busca de su joven amigo, produciendo en éste, una vez que el caso se hubo definido, unas veinticuatro horas después, la más benéfica aunque incongruente reacción. Nada en apariencia podía ser más monstruoso —y Densher tenía plena conciencia de ello— que el alivio que él experimentó durante ese breve lapso, por su mutuo silencio con respecto a todo lo que sucedía en el palacio, por no escuchar ni pedir noticias de ella. Todo esto había sentido con la entrada de su visitante, aun en los primeros instantes de suspenso cuando relacionó su presencia, también directa e intensamente, con el estado de la joven: había venido a decirle que Milly se salvaba; había venido a decirle, como Mrs. Stringham, lo que había que hacer para salvarla; había venido, pese a Mrs. Stringham, a decirle que no había esperanzas. Los distintos raptos de optimismo, de terror —simultáneos a pesar de sus diferencias—, se confundieron en un sobresalto que persistió aun cuando hubieron pasado. La verdad es que la sangre fría —como él hubiera dicho— de sir Luke actuó maravillosamente sobre Densher.

Lo invadió un extraño estado de ánimo como una dichosa calma después de la tormenta. Había estado tratando, durante todas esas semanas —como ya sabernos—, de mantenerse en extremo tranquilo, sumido en la soledad y el silencio, pero ahora, retrospectivamente, le parecía salir de un delirio febril. La verdadera tranquilidad, la auténtica calma era lo que ahora lo unía a sir Luke. Caminaron juntos y hablaron, miraron cuadros otra vez y coincidieron en antiguas impresiones en las casas de antigüedades; se sentaron a descansar y a beber algo fresco en el Florian; disfrutaron, sobre todo, del magnífico tiempo, un baño de aire cálido, un derroche de luz otoñal. Una o dos veces, mientras reposaban, su compañero cerraba los ojos y Densher podía observar más detenidamente ese rostro donde veía las huellas del sueño perdido. Había estado levantado toda la noche con ella, acompañándola personalmente durante horas, pero eso era lo único que dejaba entrever y lo más parecido a una alusión que podría darle. Lo extraordinario era que Densher lo tomaba perfectamente como una evidencia, permanecía imperturbable ante la imagen que le presentaba y al mismo tiempo podía regocijarse de la liberación. La liberación era una experiencia en sí misma y pudo comprender por qué, a pesar de su soledad, de su locura, de todo, la había esperado tan ardientemente. La había esperado allí, sentado en su habitación, porque había presentido que tendría el poder de salvarlo. Y estaba siendo salvado; se le trataba de la única manera que no agravaba su responsabilidad. Lo mejor de todo era que sir Luke lo reconfortaba no porque se basara en un método ni en un conocimiento íntimo sino simplemente porque era un hombre de mundo, porque conocía la vida, porque frecuentaba la realidad. Había habido en todo aquello demasiadas mujeres. Las impresiones de otro hombre en el asunto purificaban la atmósfera, y Densher se preguntó qué otro hombre hubiera podido elegir más a propósito para eso. Era amplio y abierto y eso era lo extraordinario; sabía lo que era importante y lo que no lo era; distinguía lo esencial de lo accesorio. Uno se hallaba así, apenas entraba en contacto con él, en sus manos para lo que quisiera hacer él con uno, y no menos afectado por su consideración que lo que hubiera podido estarlo por su severidad. Lo admirable —todo se reducía a eso— era el modo en que él lograba transformar en algo natural las cosas más raras. Nada podía ser más insólito que la actitud de Densher al mantenerse alejado de las desdichadas mujeres del palacio; nada podía ser más extraño que el silencio injustificado del prestigioso médico sobre dicho tópico. Sir Luke parecía no darse por enterado de nada, comportándose tal como lo había hecho cuando se vieron en la estación, y Densher tenía la impresión de que se trataban exactamente como un médico y su paciente. Uno aceptaba su conducta como si fuera un medicamento... salvo que en este caso era agradable de tomar.

Por eso podía dejarse todo librado a su tácita discreción; por eso, durante tres o cuatro días, una y otra vez. Densher abandonó todo en sus manos, preguntándose simplemente, cuanto más, al llegar el sábado, en qué terminaría el episodio. Mientras esperaba nuevamente a sir Luke en la estación, aquella mañana, nuestro amigo debió reconocer que su ánimo había decaído ante la perspectiva de perder un apoyo. La dificultad consistía en que ese apoyo era la presencia personal de sir Luke Strett. ¿Partiría sin dejarle algo en su lugar? ¿Sin decirle una palabra, tampoco, sobre su cometido? Densher estaba mucho más ajeno a todo que al principio, y lo prodigioso en aquellos momentos fue que —como iba a verlo en seguida— nada de lo que había vivido a lo largo de esa semana se transparentó en su rostro. Lo que había estado haciendo era prueba de su mayor interés así como de sus elevados honorarios y sin embargo, cuando la góndola Leporelli se aproximó de nuevo y algo tardíamente Densher, desde el muelle, estudió de cerca sus delicadas facciones sin ningún resultado. Era como una lección impartida por la más alta autoridad en importancia de las cosas, por lo que aquella impasibilidad le pareció de pronto casi cruel, sintiéndola perfectamente compatible con la muerte de Milly. Y la incertidumbre se prolongó hasta que pasaron, sin más, al interior de la estación, donde Eugenio, llegado a primera hora, montaba guardia para reservar el compartimiento. La tensión, que no duró más de dos minutos junto al coche, se hizo tan agobiante para Densher que éste no pudo menos que dirigir una larga mirada a Eugenio, quien la sostuvo con la suya, sin embargo, como sólo Eugenio podía hacerlo. La atención de sir Luke en aquellos instantes se hallaba centrada en sus numerosos efectos, con referencia a los cuales era extremadamente puntilloso; y Densher se sorprendió, mientras se prolongaba el silencio, escudriñando al delegado del palacio. Esto ya no le humillaba; no le humillaba tampoco sentir que el hombre sabía exactamente lo poco que él lo satisfacía. Eugenio se parecía en eso a sir Luke, en las cosas extraordinarias con que eran compatibles sus hábitos faciales. Sin embargo, cuando Densher concluyó de leer en su rostro todo lo que su dueño le permitía, sir Luke había terminado y sacaba una mano para despedirse. Primero se limitó a extenderla, sin decir una palabra; sólo cuando sus miradas se cruzaron el joven pudo observar que nunca lo había escrutado hasta aquel punto. No era que sir Luke mirara más intensamente en ciertos momentos que en otros; se contentaba con mirar a veces más largamente, y en él esto podía significarlo todo aunque la diferencia fuera muy fugaz. Densher creyó, en esos diez segundos, que Milly Theale había muerto, y cuando lo oyó hablar se estremeció.

—Volveré.

—¿Ella está mejor entonces?

—Volveré antes de un mes —respondió sir Luke sin tomar en cuenta su pregunta. Había soltado la mano de Densher pero igual lo mantenía inmóvil en su lugar—. Tengo un mensaje de Miss Theale para usted —dijo, como si no hubieran hablado todavía de ella—. Me ha encargado que le pida en su nombre que vaya a verla.

La reacción de Densher ante su suposición fue tan violenta que se reflejó en su semblante.

—¿Ella me lo pide?

Sir Luke debió de entrar en su compartimiento, pues el guarda cerró la puerta, pero siguió hablando desde la ventanilla, apenas inclinado pero sin asomarse al exterior.

—Me dijo que le encantaría verle y yo le prometí, sabiendo que nos encontraríamos, que se lo comunicaría.

Densher, sobre el andén, se sonrojó al escuchar sus palabras, tal como le había ocurrido también frente a Mrs. Stringham. Estaba totalmente desorientado.

—Entonces ¿puede recibir?

—Puede recibirlo a usted.

—¿Y usted volverá?

—Oh, tengo que hacerlo. Ella no debe moverse. Debe quedarse aquí. Yo puedo viajar.

—Entiendo, entiendo —dijo Densher, que por cierto entendía.

Captaba el sentido de las palabras de su amigo y también veía más allá de ellas. Lo que Mrs. Stringham le había anunciado y él había esperado no tener que afrontar, al fin se concretaba. Sir Luke lo había reservado para el último momento pero allí estaba; y la forma indefinida y sucinta que acababa de tomar (el tono de un hombre de mundo para con otro como él, que sería capaz de comprenderlo) no expresaba más que el atractivo particular de sir Luke.

Se esperaba de él una profunda comprensión y lo fundamental, por cierto, era demostrar que entendía.

—Me halaga enormemente. Iré hoy mismo.

En la pausa que siguió, mientras todavía se miraban el uno al otro, el tren empezó a moverse con lentitud. Todavía tenían tiempo para una palabra y el joven la eligió entre veinte, con intensa resolución.

—¿Ella está mejor, entonces?

El rostro de sir Luke asumió una expresión admirable.

—Sí, está mejor.

Y conservó su expresión en la ventanilla mientras el tren los llevaba a ambos. Ésa sería su más clara alusión a la verdad que hasta entonces habían evitado tan eficazmente. Si su rostro expresaba todo eso, jamás rostro alguno había expresado tanto.

Así reflexionaba Densher, inmóvil en el andén, cuando el tren se alejó; así reflexionaba, preguntándose en qué abismo estaba a punto de precipitarse, mientras sentía clavados en él los ojos de Eugenio.