36

EL crepúsculo —que llegó temprano— había caído cuando llamó a la casa de Mrs. Condrip. De la iglesia fue a su club pues no quería presentarse en Chelsea a la hora de almorzar: recordó que era necesario procurarse una comida por sus propios medios. No logró completamente este objetivo porque se dejó caer en un sillón, en medio de la penumbra desierta de la biblioteca del club, y allí, cerrando los ojos, recuperó, al cabo de algún tiempo, una hora de su noche de insomnio. Antes —eso fue lo primero que hizo— había escrito un billete que consiguió, no sin pena ni incertidumbre, entregar a un mensajero, pues gracias a la Navidad el club se había transformado en un desierto. Quería que el billete fuera depositado en mano, por lo que no tuvo más remedio que confiar, bastante ciegamente, en esa mano, ya que el mensajero, por vaya a saber qué razón, no pudo traerle el recibo de entrega del mensaje.

A las cuatro, cuando se encontró frente a Kate en el reducido salón de Mrs. Condrip se enteró, con gran alivio, de que su mensaje le había llegado. Ella lo esperaba y, en cierta medida, estaba preparada para su venida, lo que simplificaba un poco las cosas, si eso importaba dado el punto al que habían llegado. Comprendió en seguida con cierta nitidez las condiciones ambientales que diferían, de manera sorprendente y elocuente, de las que habían sido siempre hasta ahora las suyas. Nunca la había encontrado en lugares que no fueran relativamente vastos: en la pomposa vivienda de su tía, o bajo las altas frondas de Kensington y los techos históricos de Venecia. La había visto, en Venecia, en una ocasión memorable, convertirse en el centro mismo de la espléndida plaza. Allí mismo la había visto en una ocasión todavía más memorable, en su propio departamento deteriorado, que sin embargo armonizaba con ella y tenía, a pesar de su pobreza, dignidad y abolengo. Pero el interior de la casa de Mrs. Condrip, aun considerándolo con indulgencia, y sin que fuera francamente miserable, parecía un marco absurdamente impropio para ella. Pálida, grave y encantadora, Kate le produjo el efecto de una extranjera distinguida—extraña a esta callecita de Chelsea— que se adaptaba lo mejor posible a un intermedio extravagante y a un lugar de exilio. Cosa extraordinaria, al cabo de tres minutos, él se sintió allí menos manifiestamente extraño que ella.

La singularidad —él debía entreverla por relámpagos fugitivos— que flotaba en el aire, provenía de la incompatibilidad absoluta que había entre la pequeña habitación y la abundancia y las proporciones de los muebles. Todos los objetos y adornos eran evidentemente, para las dos hermanas, recuerdos y reliquias de lo que Mrs. Condrip, al menos, hubiera llamado mejores días. Las cortinas que sobrecargaban las ventanas, los canapés y las mesas que obstruían el paso, las decoraciones de la chimenea que se alzaba hasta el techo y la exagerada araña que tocaba casi el suelo, constituían despojos de sus precedentes viviendas y de sus lazos con su desdichada madre. Cualquiera que fuese, en sí misma, la calidad de esos elementos, Densher sintió que emanaba de ellos, mientras su pesada masa se oponía al sombrío día declinante, una fealdad casi siniestra. Se negaban a adaptarse o a transigir, imponiendo sus diferencias sin tacto ni gusto. Se sentía verdaderamente la jerarquía de Kate viéndola así en medio de esas cosas. No era la primera vez que Densher la sentía, y no tenía precisamente necesidad, por el momento, de que se la recordaran. Sabía, sólo por una de esas triquiñuelas que su imaginación le jugaba continuamente, que él estaba muy particularmente afligido por las complicaciones en las cuales ella se encontraba sumida, lo que no constituía la razón que lo había impulsado esa mañana a ir a verla mientras se decía también que él debería haber tomado todo esto, por así decir, menos a pecho. Él habría podido vivir ahí, pero los de su temple —si es posible expresarse así— no se sentían nunca exilados. Era por su relativa insensibilidad que lograban escapar de la situación. No era de ningún modo inverosímil que su hogar normal, inevitable, definitivo —si las cosas no cambiaban—, fuera tan extraño e imposible como éste, aunque sin duda menos lleno de objetos. Comprendió, además, que Kate no habría sido en absoluto lo que era si ese marco no hubiese desentonado con ella, si no hubiera constituido un medio que desolaba al espectador. Este hecho se convirtió en la esencia misma de las relaciones de Kate con su familia, un hecho que lo llenó, cosa extraña, a la vez de seguridad y de incertidumbre. Si él mismo, en un primer golpe de vista, la había sentido extraña y tan inconscientemente irónica, ¿qué no deberían sentir ellos mismos frente a ella, y sobre todo ella frente a los demás?

Densher pudo preguntárselo aun después que Kate hubo encendido las altas velas alineadas sobre la repisa de la chimenea. Éstas eran, con el fuego, todo lo que los iluminaba, y ella se había ocupado de encenderlas con una helada calma que dejaba sin embargo adivinar, a pesar de la prueba que habían atravesado y a falta de algo mejor, una alusión a un alegre hogar de Navidad. Dadas las circunstancias, eso debía ser, en materia de alegría, rigurosamente todo lo que podían permitirse. Él le había escrito solamente, en su carta, que deseaba verla cuanto antes, y que esperaba que ella pudiera recibirlo, pero comprendió a la primera mirada que esta prisa ya había recibido una interpretación.

—Esta mañana le he podido preguntar a Mrs. Lowder, durante nuestros escasos minutos de conversación, si ella te lo había comunicado, aunque he creído comprender que lo había hecho. Por otra parte, eso es lo que he supuesto a continuación. Sin duda, me mostré muy sorprendido por tu brusca partida de la que ella me informó.

—Sí, fue bastante brusca. —Muy sencilla y hermosa a la luz oscilante del fuego, con las manos sobre las rodillas, Kate había escuchado las palabras de Densher. Él le había contado inmediatamente lo que había sucedido junto a la puerta de sir Luke—. Ella no me dijo nada, pero no tiene importancia si es a eso a lo que aludes.

—Sí, en parte —comentó Densher, pero lo que dijo después de una pausa durante la cual ella esperó no parecía tener ninguna relación con eso—. Ella recibió ayer por la noche, tarde, un telegrama de Mrs. Stringham. La pobre señora no me ha mandado nada. El hecho —agregó— debió de producirse ayer, y sir Luke, que dejó Venecia en seguida, y vuelve directamente, estará de regreso mañana a la mañana. Pienso, en conclusión, que Mrs. Stringham se quedará bastante sola para afrontar la situación frente a la cual se encuentra. Pero naturalmente, a sir Luke le resultaba imposible prolongar su permanencia.

La mirada que le dirigió Kate habría podido demostrarle que sentía los esfuerzos que él hacía para ganar tiempo.

—¿Ese telegrama tuyo era de sir Luke?

—No, yo no he recibido nada.

Ella pareció sorprenderse.

—¿Ni una carta?

—¿De Mrs. Stringham? No. —Se abstuvo sin embargo de explicarse más largamente, a pesar de la ocasión que le ofrecía el silencio de Kate. ¿De quién entonces le habían venido las noticias? Quizá verdaderamente intentaba ganar tiempo y como para mostrarle que ella respetaba ese deseo le hizo una pregunta diferente—. ¿Te gustaría ir a buscarla?... ¿A Mrs. Stringham?

Él estaba seguro al menos de eso.

—De ninguna manera. Ella está sola pero es muy competente y valerosa. Por lo demás... —Iba a continuar pero se interrumpió.

—¿Por lo demás —retomó ella— está Eugenio? Sí, naturalmente, recuerdo a Eugenio.

Ella había pronunciado esas palabras de manera categórica, como para mostrar que no eran insensibles, y él condescendió en seguida.

—Sí, verdaderamente, se lo recuerda, y hay muchas razones para ello. Va a ser inestimable para Susan... es irreemplazable. Lo que yo iba a decir —continuó— es que algunos de sus amigos llegarán pronto de Estados Unidos.

Kate pudo informarle inmediatamente sobre ese punto.

—Mr. No-sé-quién, encargado principal de los negocios de Milly, administrador de su fortuna, supongo, acaba de llegar a Venecia, en busca de Mrs. Stringham.

—¡Ah!, sin duda después de mi última conversación con tu tía, es decir la última antes de esta mañana. Me tranquiliza esta noticia. Ellos se arreglarán.

—¡Oh! Ellos se arreglarán. —Ambos lo dijeron como si no fuera eso lo que más les preocupara. Kate, poco después, se acercó un poco más a las preocupaciones reales que tenían—. Pero ¿si nadie te ha telegrafiado, por qué fuiste esta mañana a la casa de sir Luke?

—¡Oh! Por otra cosa que sabrás en seguida. Se trata de algo que me ha hecho sentir la necesidad de verte inmediatamente. De eso he venido a hablarte. Pero más tarde. Estoy demasiado alterado —continuó— al verte aquí.

Se había levantado al decir estas palabras mientras ella permanecía perfectamente inmóvil. Él se acercó a la chimenea y, con la espalda vuelta hacia el fuego, ligeramente inclinado para mirarla, se limitó al tema que le interesaba.

—¿Te llamaron aquí por algo muy grave?

Ya había dicho lo suficiente para justificar el deseo de Kate de saber más todavía, tanto que, dejando de lado su pregunta, ella siguió con su propio interrogatorio.

—¿Puedo preguntarte si eso quiere decir que ella, moribunda?... —Su expresión sorprendida lo interrogaba más que sus palabras.

—Ciertamente puedes preguntarlo —respondió después de un silencio—. Ya te he dicho que he venido a hablarte expresamente de lo que he recibido. Debo confesarte —continuó— que me ha sido menester, durante toda la noche y esta mañana, reflexionar mucho antes de tomar esta decisión. Pero aquí estoy. —Y se permitió una sonrisa que a Kate debió de parecerle, se dio bien cuenta de ello, muy maquinal.

Ella parecía probarle que actuaba más lealmente frente a él que él frente a ella.

—¿No tenías ganas de venir?

—Todo habría sido muy simple, querida mía —dijo sin dejar de sonreír—, si no se hubiera tratado, de una parte y de otra, más que de «ganas». La idea de lo mejor que yo podía hacer ha revestido, lo admito, toda clase de formas difíciles y siniestras. Lo que me ha sucedido no me ha hecho feliz.

Ese término pareció intrigarla, y lo observó bajo su luz.

—Tienes un aspecto perturbado. Ciertamente te has torturado. No estás bien.

—¡Oh! Bastante bien.

Pero ella siguió sin tener en cuenta la observación.

—Lo que haces te horroriza.

—Mi querida niña, tú simplificas. — Ahora él hablaba con seriedad—. De ningún modo es tan simple como eso.

Ella tuvo el aire de buscar qué podía ser entonces.

—Yo no puedo, naturalmente, cuando nada me guía, adivinar lo que es. —A pesar de todo permaneció serena y paciente—. Uno se desorienta por cierto con la idea de que ella haya podido escribirte en tal momento: ni con la mejor buena voluntad del mundo se comprende. —Y como Densher hiciera una pausa que hubiese podido contener todas las explicaciones complicadas que, para su desánimo, parecían inminentes—: No has tomado una decisión.

Ella pronunció estas palabras muy suavemente, casi gentilmente, y él no lo negó en seguida. Lo hizo después de haberla mirado.

—¡Oh!, sí. Pero cuando te veo aquí, con todo lo que esto parece presagiar para ti... —Y sus miradas, como impulsadas por ciertos pensamientos, iban de un lado al otro de la habitación.

—¿Horrible sitio, no es verdad? —preguntó Kate.

Esta pregunta lo devolvió derechamente a lo que quería determinar.

—¿Es algo espantoso lo que te ha traído aquí?

—¡Oh! Necesitaré tanto tiempo para explicártelo como el que necesitarás tú para exponerme tu problema. No te atormentes — continuó ella— al «verme aquí» ni por todo lo que esto puede «presagiar» para mí. Y piensa generosamente que después de todo, si tú estás apenado, yo puedo desear ayudarte un poco. Quizás incluso lo pueda hacer.

—Mi querida niña, ¡es justamente porque yo lo siento!... Yo creo que estoy en un aprieto... sin duda es eso. —Dijo estas palabras con una simplicidad tan extraña, a pesar de que eran inesperadas, que ella no pudo dejar de abrir sus ojos, de lo cual él se dio cuenta en seguida. Por eso se esforzó por ser menos impreciso—. Y yo no debería sin embargo estarlo... —Lo que, en verdad, era todavía más impreciso.

Ella esperó un poco.

—¿Se trata, como dices tú a propósito de mis problemas algo verdaderamente espantoso?

—Y bien —contestó Densher lentamente—, tú dirás si encuentras que es espantoso... o más bien mi idea...

Él era tan lento que Kate le interrumpió.

—¿Espantoso? —Una exclamación de impaciencia, casi una risa, le escapó finalmente—. Nada puedo encontrar antes de saber de qué hablas.

Estas palabras lo hicieron volver a su asunto, aunque al principio no lo incitaran más que a ir y venir por la alfombra, con las manos en los bolsillos, frente a ella. Estos desplazamientos hicieron renacer en él el recuerdo de otro momento: en Venecia, hora de tinieblas y de tempestad, con Susanne Shepherd sentada en su casa exactamente igual que Kate ahora, mientras él se preguntaba con dolor, como ahora, lo que convenía, o no, decir. Sin embargo, la hora presente era de alguna manera menos difícil. Se esforzó, en todo caso, por considerarlo así cuando se detuvo frente a su compañera.

—Es absolutamente imposible que el mensaje del que te hablo haya sido escrito en esos últimos días desde el punto de vista de la fecha, por lo menos. El sello del correo, legible, es reciente, ¡sin embargo es inconcebible que ella haya podido escribir!... —Se interrumpió y la miró como si ella comprendiera el resto.

Era fácil de comprender.

—¿En su lecho de muerte? —Kate reflexionó un instante—. Pero ¿no habíamos acaso admitido que ella era única en el mundo?

—Sí. —Y mirando hacia adelante, repitió en tono bastante nítido—: Ella era única en el mundo.

Kate, siempre inmóvil en su silla, levantó su mirada hasta la de él, lejana. Y cuando Densher se fijó de nuevo en ella, Kate dijo:

—Por otra parte, ¿acaso no depende eso un poco del tenor de la comunicación?

—Un poco, tal vez... pero no mucho. Es un mensaje —dijo Densher.

—¿Quieres decir una carta?

—Sí, una carta. De su puño y letra, sin la menor duda.

Kate reflexionó.

—¿Conoces muy bien su letra?

—¡Oh!, perfectamente.

Fue el tono de Densher lo que incitó a Kate a hacerle —en forma un poco extraña— la pregunta siguiente.

—¿Has recibido muchas cartas de ella?

—No, solamente tres esquelas. —Él la miró en los ojos mientras hablaba—. Y cortas, esquelas muy cortas.

—¡Ah! —retomó Kate—. Poco importa la cantidad. Tres líneas bastan si tú estás seguro de acordarte.

—Estoy seguro de acordarme. Por otra parte —continuó Densher—, he visto su letra en otras circunstancias. Creo recordar que antes de tu partida para Venecia, me mostraste un día su letra precisamente para que yo la conociera. Además, ella ha copiado algo para mí.

—¡Oh! —respondió Kate casi sonriendo—, no te pido la lista de tus razones. Una sola basta si es buena. —Y agregó, para no tener, precisamente, un tono impaciente o mínimamente irónico—: ¿Y la letra parece normal?

Densher contestó, como para encarecer su descripción:

—Es hermosa.

—Sí, era hermosa. Pero... —Kate, para plegarse a su opinión, hizo otra observación—. No es novedoso comprobar que ella era prodigiosa. Todo es posible.

—Sí, todo es posible. —Pareció aferrarse extrañamente a estas palabras—. Es lo que yo digo. Es lo que siempre he pensado —explicó él con cierta imprecisión— que tú sentirías seguramente.

Ella esperó que Densher dijera algo más al respecto pero él se contentó con volver a recorrer la habitación con las manos en los bolsillos en idas y venidas, dirigiéndose esta vez hacia la única ventana, cuya persiana, al faltar la luz, no había sido bajada. Contempló la niebla agujereada de luces y se perdió en la callecita sórdida —pues esto se le ocurría que era, comparada con sus otros recuerdos— como se había perdido, bajo la mirada de Mrs. Stringham, en la perspectiva del Gran Canal. Recordó entonces que la última vez que había sido arrastrado a tal actitud, la fuerza impulsora había residido en su resistencia salvaje a ceder a la oportunidad de abandonar a Kate. Su compañera había esperado entonces que él aceptara y él había considerado con un aire amenazante una esperanza tan vana. Kate, durante ese tiempo, miraba con atención la espalda y los hombros que él le presentaba de un modo tan familiar, los miraba como para buscar en ellos una expresión, una alusión a cosas que ignoraba, a lazos que le hacían y le harían siempre falta, a pesar de todos sus esfuerzos para reencontrarlos. El resultado de esta tensión fue que Kate volvió a empezar su interrogatorio.

—¿Has recibido... eso de lo que hablas, ayer a la noche?

Al escuchar esas palabras, él se volvió.

—Al regresar de Fleet Street, una hora más temprano que de costumbre, la he encontrado sobre mi mesa, con otras cartas. Pero, desde la puerta, mis ojos se habían fijado en ella de una manera extraordinaria. La había reconocido, sabía lo que era, sin haberla tocado.

—Es comprensible. —Ella lo escuchaba respetuosamente. El tono de Densher era sin embargo tan extraño que Kate agregó en seguida—: Hablas como si no la hubieras llegado a tocar.

—¡Oh!, sí, la he tocado. Se diría que a partir de entonces no he tocado ninguna otra cosa. La agarré —continuó, como para hacerse entender mejor— con mano firme.

—¿Dónde está?

—La tengo conmigo.

—¿La has traído para mostrármela?

—La he traído para mostrártela.

Repitió estas palabras con una precisión que parecía casi alegre, a pesar de todo lo que su conducta tenía de extraño, sin ensayar ningún movimiento que correspondiera a sus palabras. Ella no podía, en consecuencia, hacer otra cosa que seguir ofreciendo su cara llena de esperanza mientras que la de Densher, que causaba la impaciencia y la contrariedad de Kate, parecía absorbida por otro pensamiento.

—Pero ¿sientes ahora que ya no lo deseas más?

—Lo deseo infinitamente —contestó—. Sólo que tú no me dices nada.

Estas palabras le arrancaron finalmente una sonrisa, como si él fuera un niño exigente.

—Me parece que yo te digo tantas cosas como las que dices tú. Ni siquiera me has informado todavía por qué las explicaciones que pides no te las ha provisto el documento mismo. —Al ver que no contestaba, ella terminó por comprender—. ¿Quieres decir que no la has leído?

—No la he leído.

Ella le miró fijamente.

—Pero ¿entonces cómo puedo ayudarte?

Alejándose de nuevo, mientras ella permanecía inmóvil, caminó cinco pasos y volvió a encontrarse a su lado.

—Diciéndome eso: algo que no has querido explicarme el otro día.

Ella preguntó vagamente:

—¿El otro día?

—Durante la primera visita que te hice después de mi regreso. ¿Qué hacía ella con él —continuó Densher— a esa hora temprana? ¿Qué significa su presencia a su lado?

—¿De quién hablas?

—De ese hombre... de lord Mark, naturalmente. ¿Qué significa eso?

—¡Oh! ¿Para tía Maud?

—Sí, mi querida, y para ti. Volvemos a lo mismo, más o menos; cuando te interrogué respecto de esto el otro día, no me dijiste nada.

Kate intentó recordar.

—No me hablaste de la hora.

—Yo te pregunté cuándo lo habías visto por última vez, quiero decir antes de tu segundo viaje a Venecia. No quisiste contestarme y, como hablábamos de una cosa relativamente más importante, no insistí. Eso no modifica, querida mía, el hecho de que no me contestaste.

Dos cosas, en este discurso, parecieron haberle chocado a Kate con más nitidez que las otras.

—¿Yo «no quise contestar»? ¿Tú «no insististe»?—Ella tenía un aire fríamente desconcertado—. Te expresas verdaderamente como si yo disimulara algo.

—Pero ves bien —insistió Densher— que ahora mismo no me dices nada. Todo lo que quiero saber—explicó no obstante— es si había una relación entre la manera de actuar de lord Mark que ha conducido, ¡sin ninguna duda!, al choque que ha precipitado el desenlace, y algo que se habría producido antes entre él y tú. ¿Cómo ha podido saber que estamos comprometidos?