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DENSHER se quedó muchos días bajo la influencia profunda de esta escena, tan felizmente prolongada de instante en instante, pero interrumpida, en su punto culminante, por la entrada de tía Maud que los encontró a los dos parados cerca del fuego. Los aspectos de esta conversación, por sorprendentes que fueran, le parecieron menos, todavía, cosa bastante extraña, que los de una conversación con Mrs. Lowder sola, ocasión que ella le brindó muy pronto. ¿O fue tal vez Kate quien lo hizo? Lo que ocurrió cuando ella finalmente llegó debía conducirla, se dio cuenta al instante, a desear verlo a solas. Sin duda Kate y él, al oír que la puerta se abría, se separaron con cierta brusquedad, tanto que la mirada dura y brillante de Mrs. Lowder se posó sobre uno y otra; pero el efecto de este incidente se confundió con el que produjo sobre el espíritu de Densher la rara vivacidad de Kate. Ella habló inmediatamente a su tía de lo que más le había preocupado al comienzo, invitándola de este modo a intervenir en su conversación íntima, con tanto más éxito, sin duda, cuanto que el hecho al cual hizo alusión con un aire ofendido vino en su ayuda.

—¿Ha calculado usted, mi querida, que hace tres semanas enteras?...

—Y se calló, como para dejar a Mrs. Lowder el cuidado de disponer como quisiera de esa cosa extravagante. Naturalmente, Densher comprendió en seguida que Kate lo invitaba por ese camino a utilizar como mejor pudiera para protegerla, este incidente, tal como lo había hecho ella misma; y su anfitriona perdió la pista —como habría dicho Densher— cuando pudo medir el poco ardor que él había puesto para volverlas a ver, oyéndolo declararse culpable. Kate se alejó como si no fuera necesario hacer grandes demostraciones para hacer comprender lo delicado de su situación. Había recibido al visitante en nombre de su tía, a un visitante a quien en otra época se había sospechado de parcialidad y que suspirando desdichadamente por otra, ahora había vuelto a ellas. No era que la suerte trágica de esa otra, exquisita amiga de ellas, no le interesara; pero el hecho de aceptar al señor Densher como fuente de información no podía dejar de ser embarazoso. Ella simuló el embrollo a los ojos de Densher, quien admiró esta creación súbita, que le sirvió como la nube que flota en torno de una diosa en una epopeya y el joven no advirtió más que vagamente en qué momento de su visita ella, por consideración a él, se había perdido en la nube antes de desaparecer.

Rápidamente él fue absorbido por otra cuestión, la realidad del cambio notable, ni más ni menos, que los sucesos de Venecia habían producido en sus relaciones con tía Maud, y que esas semanas de separación no habían hecho más que aumentar considerablemente. Ella no estaba todavía sentada junto a su mesa de té y él ya sentía de qué modo habían cambiado sus relaciones; ella misma, al ofrecerle una segunda taza de té con insistencia, tuvo el aire de querer definirlas, a sabiendas, y de encontrarlas en efecto así. La tía Maud deploró, aunque comprendiéndolo muy bien, que los sucesos actuales le hubieran quitado los deseos de salir. Ellas habían esperado —después que la pobre Susan les había anunciado su partida— verlo antes; habrían tenido naturalmente un gran interés en ver a alguien que venía directamente de Venecia. Sin embargo, ella no tenía necesidad de que se le recordara que era precisamente Venecia —es decir la tragedia que de tal modo lo había retenido y absorbido, y su recuerdo, su sombra, su dolor— lo que había ocasionado su reserva. De este modo ella lo presentó, por así decirlo, a sí mismo bajo el disfraz que ahora le habían atribuido, y éste fue el elemento verdadero del carácter que él se había visto adoptar. La tía Maud lo trataba como si fuera un hombre golpeado, roto, frustrado y ya desposeído, y al mismo tiempo que Densher sentía que ése abría para él un nuevo capítulo de relaciones leales con ella, entrevió de qué modo eso lo ayudaría a acercarse a Kate y la haría tan accesible cono nunca lo había sido, creando para él, en Lancaster Gate, una leyenda prácticamente hostil a cualquier otra mujer. Muy pronto sintió en profundidad que podría, si lo deseara, «utilizar» esta leyenda; le bastaría con aprovechar libremente de la casa para esta actitud recomendada y no tendría casi que salir de ella. El hecho más extraño, por otra parte, fue que una semana más tarde tuvo que reconocer que se adecuaba a los puntos de vista de Mrs. Lowder. De algún modo los había aceptado en el momento en el que había llegado a un punto desde el que ya no podía volver sobre sus pasos. En ciertos momentos, se preguntaba secretamente en qué había ido a parar su sinceridad; en otros, se decía simplemente que era sincero. Su única falta de franqueza provenía del lujo de sentimientos de tía Maud. Ella era excesivamente sentimental y su falta mayor consistía en imitarla. Él mismo no lo era, la realidad lo apremiaba desde muy cerca, pero sea como fuere él había pasado por duras pruebas.

No era por ejemplo inexacto que cuando ella le había dicho, casi agradablemente ese domingo, desde su canapé cercano a la mesa de té: «Yo quisiera que usted no dudara, pobre querido, de que estoy con usted hasta el fin», él se había visto obligado a pactar con ella. Ella estaba con él hasta el fin —o lo estaría— de un modo imposible para Kate: y si este hecho hacía que su presencia fuera reconfortante, no tenía más que alejar el problema de saber por qué no debería serlo. ¿Pretendía delante de ella tener sentimientos que no eran reales? Pero ¿cómo sería eso posible puesto que esos sentimientos constituían todos los días su única realidad? En el fondo era esto lo que había entre ellos, lo que los ocupó dos o tres veces seguidas. Le ocurrió —más de una vez— que llegara y volviera a partir sin hacer alusión a Kate. Ahora que tenía más libertad que nunca para preguntarle, el extraño giro que había tomado el asunto dejaba que se deslizara allí una nota falsa. Era extraño igualmente que cuando hablaba de Milly con la tía Maud, ninguna otra cosa parecía contar. Venía a verla casi abiertamente por eso, y lo que era más extraño todavía, es que fuera empujado allí por su estado nervioso. La estimaba más que antes; incluso se decía a veces que se conducía como si realmente así fuera. Era innegable que ella lo encontraba a mitad de camino. Nada era más amplio que su juicio, su locuacidad, su simpatía. Ella parecía encontrar agradable, satisfactorio, verlo tal cual era, y eso ejercía también una influencia. Naturalmente, lo último que se habría podido prever habría sido un cambio de tal índole que le permitiera ser completamente libre con esta señora, cambio este que no se habría producido, sin duda, si —otra enormidad— él no hubiera dejado de serlo con Kate. Es así que, en particular, cuando se encontró a solas con ella, por tercera vez, se sorprendió confiándole lo que no había podido confiarle a Kate. Sólo tuvo con Mrs. Lowder, respecto de lo que debía disimularle, un momento embarazoso cuando, el domingo, en ocasión de su primera visita, después que Kate se hubo eclipsado, ella aludió al pesar que le había ocasionado el que él no hubiera podido quedarse en Venecia hasta el fin. Le resultó difícil explicarle la razón pero ella acudió, después de todo, en su ayuda.

—Simplemente, usted no ha podido soportarlo.

—No. Además, usted comprende... —se interrumpió.

—¿Qué? —Él había estado a punto de decir algo más pero tuvo miedo; felizmente ella acudió otra vez en su ayuda—. Además... ¡oh! ¡yo lo sé muy bien!, los hombres no tienen en muchas circunstancias el coraje de las mujeres.

—No tienen el coraje de las mujeres.

—Kate o yo nos habríamos quedado allí —declaró—, si no hubiéramos regresado por una razón especial a la cual usted ha sido profundamente sensible.

Densher no había hecho ninguna alusión, pero ¿acaso su conducta a partir de entonces no había sido una prueba suficiente de sus sentimientos? Recomenzó en seguida, sin poder contenerse para no llegar tan lejos.

—Estoy seguro de que Miss Croy se habría quedado.

—Y comprendió de nuevo, por añadidura, la extraordinaria manera de ser de Susan Shepherd que no cesaba de protegerlo, que nunca había dejado de cumplir ese papel. En una relación ininterrumpida con su amiga de juventud, ella sin embargo no le había dado —era evidente— el menor dato que pudiera comprometerlo.

Susan había atribuido el acto de renunciamiento de Milly al agravamiento de su estado; había aludido a la visita de lord Mark —pues Mrs. Lowder habría podido enterarse de ella por una vía diferente— para no demostrar que la ocultaba, pero había eliminado las explicaciones, las vinculaciones y quizás aun su bienaventurada alma puritana había inventado loables ficciones. Era gracias a eso que él estaba perfectamente cómodo y que, agitando con un movimiento perpetuo la pierna que cruzaba sobre la otra, se hundía en los sillones de satén amarillo y gozaba de la comodidad que se le ofrecía. Tía Maud, es cierto, hacía preguntas que Kate no le hubiera hecho, pero con la diferencia de que, al provenir de ella, le resultaban positivamente agradables. Había tomado, al abandonar Venecia, la resolución de considerar a Milly como ya muerta para él, porque ésa era, en su espíritu, la única manera concebible de esperar. La había dejado porque eso era lo que ella quería y porque no era cosa de él, como se dice en Estados Unidos, ir en contra de sus deseos, lo cual le imponía la necesidad más apremiante todavía de ocupar la espera. La incertidumbre le parecía el sufrimiento más espantoso y la rechazaba; sin embargo, no quería olvidar a Milly a ningún precio sino olvidar su tortura consciente, crucificada como estaba quizás por el dolor. Vagar intencionadamente por Londres con su pena no serviría nada más que para hacerle la vida imposible. Su designio consistía, en consecuencia, en convencerse — por un artificio que no llegaba a precisar— de que la impresión de espera se había disipado. «De hecho, ¿qué tengo ahora que esperar?», reflexionaba febrilmente. «Si supongo que todo ha terminado, como puede ocurrir en cualquier momento, vuelvo a ser bueno al menos para algo o para alguien. Mientras que actualmente no sirvo a nada ni a nadie, y sobre todo no le sirvo a ella.» Se esforzaba pues por hacerlo en la medida en que cerrar los ojos y encarnizarse en recorrer las calles a grandes pasos podía contribuir a ello; pero se podrá adivinar sin esfuerzo que la realización de su proyecto no estuvo acompañado ni por el éxito ni por una lógica demasiado notables. Breves o largas, las jornadas eran una dura realidad; suprimir la ansiedad era sólo una débil idea y la vida entera tenía ese gusto de incertidumbre. Su espera estaba en el fondo de todo, y muy pronto no tuvo necesidad de un examen minucioso para sentir que si experimentaba más simpatía respecto de Mrs. Lowder, era precisamente por esta razón.

Ella lo ayudó a resistir, tanto que fue lo suficientemente sutil —la vio adivinar que era eso lo que él deseaba— como para no insistir sobre la realidad de la tensión que había entre ellos. Conseguía casi «aguantar» siendo de este modo útil a tía Maud, a falta de otra cosa; su compañía calmaba los nervios de Densher incluso cuando pretendían juntos que habían llegado al fin de su tragedia. Hablaban del pasado, de la moribunda y lo peor que decían de ella era que había sido prodigiosa, mientras afirmaban con insistencia —lo cual no contribuía a la paz de Densher— que «prodigiosa» era el único término que podría convenir. Reconocerlo era lo que más lo calmaba, de modo que volvía con ella a ese concepto muchas veces, y hacía todo lo posible para entretenerla confiándole en particular, ya lo hemos hecho notar, sus últimas impresiones personales como no lo había hecho con Kate. Mrs. Lowder parecía casi gozar de esas emociones perfectas; estaba allá, sentada frente a una escena que él no podía dejar de representar para ella, absolutamente como la robusta esposa de un burgués, en la cazuela o en la segunda galería, espectadora de un melodrama lacrimógeno. Lo que la emocionaba más profundamente era el deseo de vivir que había debido conservar la pobre muchacha.

—¡Ah! sí, ella lo quería verdaderamente, ella quería vivir. ¿Podía ser de otro modo con todo lo que tenía para colmar su mundo? Nada más que su fortuna, pobre querida, si no fuera grosero aludir a ella en semejante momento...

Tía Maud se refería a ella —Densher lo comprendía perfectamente— sólo porque su riqueza agregaba cierta poesía a la vida a la que se aferraba Milly, y el espectáculo de «lo que habría podido ser» imponía un silencio mezclado de lágrimas a la buena señora. Ella había tenido su propia concepción acerca de las posibilidades de Milly, de las ventajas sociales que se le podían sacar, y como Milly había adoptado perfectamente sus puntos de vista, ¿la crueldad de su destino no era acaso una especie de crueldad respecto de ella misma? Eso se hizo evidente cuando él reveló, como un hecho espantoso, el terror sin igual que esa común amiga tenía a la muerte, a pesar de todos los esfuerzos que hacía para dominarlo; tema éste que se repitió con frecuencia ya que al hablar él experimentaba el más extraño de los alivios. Densher otorgaba a ese terror toda su fuerza, como para evitar la cobardía espiritual. Milly se había aferrado apasionadamente a su sueño de porvenir, y ahora se separaba de él sin gritar, en verdad, pero en medio de un silencio huraño y terrible como podía imaginarse, durante la Revolución francesa, en una joven y noble víctima destinada al cadalso, separada, en la puerta de la prisión, de un objeto al cual se asía para darse ánimo. Fue así como Densher, en un momento de calma, le describió a Mrs. Lowder el caso de Milly, pero no encontró ningún momento lo suficientemente sereno para pintárselo a Kate en esos términos. La actitud que registraba en Milly era la heroica; actitud que ella había expresado en su mayor dimensión, como tía Maud sabía ahora cuando él había ido a despedirse. Densher le había contado absolutamente en honor de la muchacha la manera en que lo recibió en esa ocasión, llamándole la atención —puesto que ella era la auténtica princesa de la que siempre hablaba Mrs. Stringham— la aureola principesca de que esa recepción había estado rodeada.

Frente al fuego, en la inmensa habitación plena de arabescos y querubines, de alegría y dorados, entibiada a esa hora por las oleadas del sol otoñal, toda la dignidad en cuestión había sido preservada, y la situación había sido sublime, dijo Densher gracias a la facilidad que le brindaba esta delicada conversación. Esta conversación —ya que los propósitos de Lancaster Gate llevaban a eso— no dejaba de ser delicada porque él se había servido de un velo de plata, sin que el velo, rozado de este modo, hubiera sido en verdad descorrido. Él mismo, además volvía a ver por momentos la escena como en un libro. Veía a un joven, lejano, comprometido en una inconcebible relación, lo veía reducido al silencio, pasivo, reteniendo su respiración, no comprendiendo más que a medias, y sin embargo oscuramente consciente de algo inmerso que trataba de no perder a precio de penosos esfuerzos para no derrumbarse. El joven que entonces entreveía estaba demasiado distante y era demasiado ajeno para que fuera él mismo, y sin embargo, más tarde, afuera, Densher reconocía su propio rostro. Recuperaba al mismo tiempo lo que el joven había sentido, y pudo darse cuenta, con el transcurso de los días, que no había olvidado nada. Allá, frente a Mrs. Lowder, comprendió que había recogido todo, todo lo que se comunicaban silenciosamente por medio de miradas de inteligencia que intercambiaban cuando cesaba su contemplación del pasado. No podían superar ese intercambio, cuya profundidad comprendió Mrs. Lowder cuando captó lo esencial: lo esencial era que Densher había hallado algo tan hermoso y tan sagrado que era imposible describirlo. Acababa de comprender que había sido perdonado, elegido, bendecido, pero le resultaba imposible expresarlo de una manera coherente. Habría necesitado explicar —dando un golpe fatal a la confianza que Mrs. Lowder ponía en él— la naturaleza del mal que se le había causado a Milly. De este modo, se contentaban con la contemplación de la maravillosa escena desde el umbral de la puerta. Tenían la impresión de una presencia, sentían una calma tensa y después se alejaban juntos, reforzada la amistad por esta visión.

Apenas había transcurrido una semana cuando todo esto se tornó, para nuestro afiebrado amigo, en el principio mismo de la reacción que sobrevino: se despertó una mañana con la impresión de haber cumplido un papel para negar el cual necesitaba todo su orgullo. De ningún modo había declarado en Lancaster Gate que él era inofensivo puesto que estaba obsesionado —obsesionado por un recuerdo—, pero Mrs. Lowder aceptaba, admiraba y explicaba su nuevo papel a un punto tal que él le concedía prácticamente la responsabilidad de una afirmación. La actitud de Mrs. Lowder proclamaba altivamente lo que de ningún modo él había afirmado; ahora ella lo consideraba definitivamente obsesionado e inofensivo.

Sin embargo, la simple honestidad se le ofrecía para ayudarlo en el proyecto que acababa de concebir, y cuando terminó de vestirse había encontrado el correctivo que convenía. Aunque estuviera próxima la Navidad, el clima era, ese año, como tan a menudo sucede en Londres. desconcertantemente apacible. El aire calmo estaba tibio, y la luz era densa y gris. La gran ciudad parecía vacía, y en el parque, allí donde la hierba era verde, donde pacían los corderos y donde numerosos pájaros gorjeaban, las avenidas rectilíneas se prestaban para pasear mientras que las perspectivas esfumadas invitaban a la soledad. Hasta que salió, asió contra sí mismo el sacrificio que hacía por el honor, y luego fue con él hasta el correo más cercano y lo fijó irremediablemente en un telegrama. No lo consideraba por otra parte un sacrificio sino porque le había costado, por ciertas razones, un esfuerzo. Este esfuerzo sería ejercido contra la resistencia prevista de Kate, que sin duda no sería menor que en horas pasadas, lo cual lo incitó precisamente —tal vez, inocentemente— a dar a su telegrama un tono más persuasivo. Sin dejar de recordar tiernos momentos, era preciso, a causa de la mujer del mostrador, que fuera ligeramente hermético, no obstante expresó muchas cosas puesto que representaba un impulso generoso que le costó un par de chelines. Hubo otro momento, más tarde en el día, en que mientras medía con grandes pasos un sendero en el parque, un observador cínico habría podido creerlo calculando sus posibilidades de recuperar su dinero. Esperaba, como antaño. El peligro que representaba Lancaster Gate estaba muy próximo, pero ella lo había corrido ya antes. Por otra parte, ahora era menor, gracias al extraño giro que había tomado su relación, y sin embargo, demorándose y acechando, él tenía un semblante más grave.

Finalmente Kate llegó del lado que él creía menos probable, como si viniera de Marble Arch; pero su llegada fue una respuesta —eso era lo esencial—, una respuesta que su rostro expresaba y que le causó una alegría que nada, ni siquiera la simpatía de la tía Maud, le había procurado desde su regreso a Londres. Ciertamente ella no había contestado su telegrama, y como se demoraba él empezó a temer que al sospechar lo que él tenía nuevamente la intención de reclamarle Kate hubiera decidido, no sin pena, privarlo de la oportunidad para ello. Densher tendría naturalmente otras. Kate lo sabía, pero comprendía que ésta en particular ofrecía un peligro especial. ÉL mismo sintió que ésta era precisamente la razón por la cual él había preparado con tanto cuidado el reencuentro, y se regocijó, a pesar de la espera, de todo lo que el marco le recordaba en cuanto a momentos mejores y más simples. Aunque fuera el día más corto del año, les resultaba, en el mismo sitio, por un capricho del tiempo, tan favorable como las tardes soleadas de sus primeras citas. Este y aquel árbol, muy cercanos en la hierba, extendían sus ramas desnudas sobre las dos sillas en las que se habían sentado antaño y donde—pues verdaderamente podrían sentarse de nuevo allí — reencontrarían la serenidad de la aurora de su amor. Fue eso lo que se reflejó en el rostro de Kate mientras avanzaba hacia él con su paso rápido. Lo ayudó, ese paso rápido, cuando por fin la acercó a él; lo ayudó inicialmente aunque más no fuera al mostrarle de nuevo que ella estaba extraordinariamente floreciente. Recordaba, por cierto, que desde hacía mucho tiempo él la hallaba con frecuencia, en ciertos momentos, más bella que nunca. Uno de esos momentos, que todavía estaba presente en su espíritu, era, por ejemplo, aquel en que había entrado bajo la mirada de su tía, la noche en que él había comido en Lancaster Gate, después de su regreso de Estados Unidos, y otro, aquel en que dos domingos antes ella apareció frente a sus ojos llenos todavía de Venecia. En el curso de los dos primeros minutos, experimentó, como en todas las otras ocasiones, cierto temor por el signo especial que podría asumir la fortuna de la hora.

Cualquiera que fuese la causa de su aprensión mientras evocaba las horas pasadas, ahora se vinculó en seguida con una impresión que había tenido más de una vez durante la semana precedente y que volvía a agudizarse. Esta impresión ya la había identificado: era la que le producía la actitud que adoptaba su amiga frente a su manera de contestar a la recepción que le tributaba Mrs. Lowder, y que ella no había podido dejar de advertir. Ella la había notado y se lo había hecho comprender sutilmente revistiendo el matiz refinado de serenidad estudiada, casi de regocijo frente a la obra del tiempo. Todo, naturalmente, era relativo, dada la desgracia que los amenazaba, pero la forma en que ella perdonaba a Densher que eligiera preferentemente a Mrs. Lowder como confidente era casi alegre. Había así, por su actitud, consagrado esta elección, por más desatento que hubiera sido respecto de ella, y nada, verdaderamente, habría podido demostrarle —si hubiera tenido todavía necesidad— hasta dónde iba su superioridad. Era por otra parte esta sola superioridad la que confería, sin duda, en esta tarde de invierno, esa flexible firmeza a su paso y ese encantador coraje a su mirada, un coraje que no hizo sino aumentar cuando llegó, rápidamente, a lo que lo había traído. No esperó para ello más que el tiempo necesario para decirle, pasando la mano de Kate bajo su brazo y alejándose por las avenidas de antaño, que no le disimularía haber vivido recientemente ciertos momentos en los que nunca habría creído poder reencontrar parecida felicidad. Ella contestó, sin aludir a las razones de su incertidumbre, que estaba segura de la inmensa felicidad que los aguardaba con ser tan sólo pacientes, aunque al mismo tiempo nada era tan maravilloso como esta idea del paseo. Después de lo que había pasado, la pretendida imposibilidad de reencontrarse en la casa de ella no era más que un pretexto, y mencionó las posibilidades que tenían como enteramente propicias. Él le hizo comprender hasta qué punto deseaba que ése fuera el caso de su reencuentro actual, y en un sitio tranquilo, bajo un árbol sin hojas le suplicó vivamente:

—Hemos jugado un juego terrible y hemos perdido. Nos debemos a nosotros mismos, nos debemos a nuestro orgullo y a nuestro amor; no podemos esperar un día más. Nuestro casamiento reparará, profundamente, ¿no lo ves?, todos los errores, y no sé cómo expresarte mi impaciencia. Nos bastará con anunciarlo para sentirnos inmediatamente desembarazados del peso.

—¿«Anunciarlo»? —preguntó Kate. Hablaba como si no comprendiera, aunque ella lo hacía con atención.

—Actuar, sobre todo. Mañana, si tú quieres. Hacerlo y anunciarlo en seguida. Es lo menos que podemos hacer. Después nada tendrá más importancia. Estaremos tan seguros de nosotros —continuó— que seremos fuertes y nos sorprenderemos de nuestros temores pasados, que nos parecerán una locura. Tendremos la impresión de haber sufrido una pesadilla.

Ella lo miraba sin pestañear, con el aire que tenía al llegar, hasta que él sintió de pronto la extraña frigidez de su vivacidad. ¿Qué te ha sucedido, mi querido?

—Que no puedo seguir viviendo así. Eso es lo que me ha sucedido. Algo se ha quebrado, se ha roto en mí. Eso es todo. Debes aceptarme tal como soy.

Él vio que durante algunos minutos Kate se esforzaba por simular que reflexionaba acerca de esas palabras mientras no pensaba nada. Sin embargo, vio, sintió, escuchó en su voz clara que se esforzaba por ser infinitamente buena con él.

—No me doy cuenta, ¿sabes?, de lo que ha cambiado. —Sonreía amplia, extrañamente—. Todo marchaba tan bien para nosotros, ¿y de pronto me abandonas?

Al oír eso él la miró con sus grandes ojos impotentes.

—¡Tan «bien»! ¡Tienes unas expresiones! ¡Por mi alma!...

—A mí me parece que todo marchaba perfectamente, según el punto de vista que siempre me ha guiado. Nada ha cambiado para mí; y es necesario que me des mejores razones, querido mío, para que admita lo contrario para tu caso. Me parece —continuó— que sólo la espera puede justificar lo que ha pasado entre nosotros. Creo que no querríamos habernos comportado como imbéciles.

Densher captó, al escucharla, su lógica imperturbable, que apacible, extraña, desesperadamente, mezclaba con el aire tibio en el que flotaban sus reminiscencias. La había llevado hasta allí para emocionarla y ella permanecía impasible aunque no, por otra parte, por falta de comprensión. Kate comprendía todo, aun lo que él se negaba a comprender: Kate tenía razones profundas, que él entrevió con desánimo. Ella lució, sobre todo, de nuevo, su extraña sonrisa significativa.

—¿A menos que sepas verdaderamente algo?... —Él comprendió que le parecía concebible y posible que así fuera. Pero sin imaginar siquiera lo que ella quería decir, se contentó con mirarla tristemente. Su tristeza, por otra parte, no la inquietó—. Yo creo que sabes algo, pero tienes escrúpulos en decirlo. Tu delicadeza respecto de mí, querido mío, es un escrúpulo superfluo. Yo no tendría la delicadeza de no escucharte, de modo que si puedes decirme lo que sabes...

—¿Entonces? —preguntó al ver que ella no explicaba lo que podría salir de ahí.

—Entonces yo haré lo que quieras. Admito que en ese caso no tendríamos necesidad de esperar; creo comprender por qué juzgas que eso sería más conveniente. Ni siquiera te pido—continuó—prueba alguna. Tu certidumbre moral me basta.

Él acababa de darse cuenta, con una fuerza brutal. Lo que ella se empeñaba en explicarle era claro, tan claro que la sangre le tiñó las facciones cuando lo advirtió.

—Yo no sé absolutamente nada.

—¿No tienes la menor idea?

—No.

—Yo consentiría en casarme contigo, lo anunciaría mañana, hoy mismo, entraría inmediatamente para participárselo a tía Maud, a cambio de una idea, pero una idea directamente tuya, una idea personal, leal. Es eso, querido mío —concluyó sonriendo de nuevo—, lo que yo llamo verdaderamente conformarme a tus deseos.

Si eso era verdaderamente lo que ella llamaba conformarse a sus deseos, el ruego de Densher era vano y a él no le quedaba más recurso que quedarse quieto, con su pasión exhausta —porque había sido movido por una profunda pasión que él había obrado desde la mañana—reflejada en el rostro. Ella adivinó todo aquello de lo cual era el centro: la idea que él no tenía, la que tenía, su rechazo a ese tipo de desafío, la inquietud que le producía su presencia y el horror que casi le inspiraba su lucidez. Todos esos sentimientos formaban en él una mezcla que habría podido catalogarse como rabia pero que se transformaba rápidamente en frío cálculo, que lo conducía a otra cosa y se parecía a los primeros resplandores de una nueva aurora. Kate se emocionó y tuvo uno de esos impulsos, profundamente sinceros, que habían salvado la situación muchas veces. Cuando se acercó a él, cuando, con una presión de la mano, ella impidió de manera irresistible el derroche de su pasión. Porque ahora era ella quien dirigía su pasión.