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DENSHER la siguió durante un buen rato con la mirada —antes de alcanzarla para descubrir, ahora más que nunca, en el porte de su cabeza, en la arrogancia de sus movimientos —no sabía cómo expresarlo mejor—, algunos, por lo menos, de los motivos de Mrs. Lowder. Conscientemente se amedrentó al verse a sí mismo presentándose como una razón opuesta a todas esas otras razones, aunque al mismo tiempo, teniendo allí ante sus ojos la propia fuente de inspiración de la tía Maud, estaba seguro de hacer todo lo posible —mediante cualquier actitud abyecta o arreglo beneficioso que fuese necesario— para satisfacer el simple mandato de su compañera. Haría lo que ella desease, supeditando su propio deseo al de Kate. La ayudaría con todas sus fuerzas. Durante todo el resto de ese día y también al día siguiente, el simple mandato de Kate —lanzado de aquella manera mientras le volvía su hermosa espalda— persistió como el chasquido de un inmenso látigo, suspendido en el aire azul, en la elevada atmósfera donde pendía Mrs. Lowder. Él no tendría que arrastrarse, quizá. No tenía ninguna disposición para eso, pero estaba dispuesto a ser paciente, ridículo, razonable, irrazonable y por encima de todo, tremendamente diplomático. Sería hábil, con su más extrema habilidad, que él ahora sacudía enérgicamente como hacía a veces con su viejo, querido, desvencijado, pobre reloj para ponerlo de nuevo en marcha. No se trataba, gracias a Dios, de que carecieran de todo eso, y con lo que ambos lograsen reunir muy poco deberían atribuir al influjo de su estrella, no obstante su palidez, si sobrevenían la derrota y la rendición, la rendición tan pronta, tan inmediata. Claro que ese desastre no significaba para él — en el peor de los casos— el total sacrificio de sus posibilidades: lo imaginaba más bien (lo que se parecía bastante a una manifiesta vanidad, a una fatuidad desembozada) como la posibilidad de convencer a la tía Maud. Cuando poco tiempo después, en la espaciosa sala de la dama —las habitaciones en Lancaster Gate lo habían impresionado desde el primer día como prodigiosamente vastas—, Densher la aguardaba, a petición de ella (convocado mediante un telegrama de «respuesta pagada»), su teoría era aún la de que debían mantenerse aferrados a su idea, aunque con la impresión ahora de las dificultades ampliadas a la escala de aquel lugar.

Durante un largo rato —que él calculó en un cuarto de hora— tuvo el sitio para él solo.

Y mientras Mrs. Lowder le hacía esperar y esperar, mientras las observaciones y reflexiones se agolpaban en él, se preguntó qué era lo que podía esperarse de una persona capaz de conducirse con uno de esa manera. La visita y la hora habían sido propuestas por ella, de manera que la tardanza, sin duda alguna, formaba parte de un plan general más vasto destinado a ofenderlo. Mientras caminaba de un lado a otro, sin embargo —percibiendo en la elocuencia de ese mobiliario profuso y florido la total expresión de los signos y símbolos de su dueña—, tuvo muy pocas dudas acerca de las inconveniencias que todavía le esperaban. Hasta que se vio de pronto analizando la idea de que no tenía donde caerse muerto, y que era ésa la mayor humillación, en una causa justa, que un hombre orgulloso podía soñar. Nunca se le había hecho antes tan patente que él no tenía nada que exhibir —literalmente: ni lo más mínimo—, tal era la ostentación que allí parecía hacerse con todo; tan anormalmente positiva, agresivamente erecta, era la fealdad de esos pesados objetos que deletreaban la historia del ama de casa. «A fin de cuentas, ¿no es cierto?, tu tía es monumentalmente vulgar», había estado a punto de decirle una vez a Kate, sólo que se había echado atrás en el último momento, guardándoselo para sí con todo el riesgo que eso implicaba. Era importante porque tenía una influencia muy directa, y él daba por supuesto que la propia Kate no tardaría en decírselo algún día. Influía directamente en aquel momento y tanto más porque de alguna manera, extrañamente, aquello no entrañaba que la tía Maud fuese inculta o anticuada. Ella era vulgar, pero con lozanía, aun casi con belleza, ya que había belleza, en cierto grado, en el vuelo de ese temperamento poderoso e intrépido. Era, en definitiva, la mayor dosis posible de todo eso con que podía vérselas; y él estaba ahora en la jaula de la leona sin su látigo, el látigo, en una palabra, de una buena provisión de réplicas apropiadas. Él no tenía réplicas salvo la de que amaba a Kate, lo cual —en aquella mansión— era algo dolorosamente vulgar. Kate le había comentado más de una vez que su tía era apasionada y lo decía como si esto fuese una especie de compensación, pronunciando la palabra como con A mayúscula, indicándole que era algo que él podía —o en todo caso debía tener en cuenta para obtener ventajas. Se preguntaba entonces qué clase de ventajas podría sacarle; pero, a medida que esperaba, las cosas le parecían menos simples. Decididamente, había algo de lo que él no tenía bastante. Se sentía en ayunas.

Su lento ir y venir parecía darle la verdadera medida de las cosas: mientras recorría una y otra vez el recinto éste se iba transformando en el páramo de su indigencia; a la vista de cuya extensión, además, poco podía pretender que el páramo pareciera recuperable. Lancaster Gate daba la impresión de opulencia: ése era el efecto general, y era imposible pensar que alguna vez algo suyo pudiera ni remotamente tener aquel aspecto. Descifraba ahora más vividamente, con un espíritu más crítico —como se ha insinuado—, aquellas apariencias que lo rodeaban, y éstas consiguieron sobre todo que se asombrara de sus reacciones estéticas. Nunca había supuesto —a pesar de las repetidas referencias de Kate a la violencia de su propio buen gusto— que a él podría preocuparle tanto la forma en que una mujer independiente decoraba o dejaba de decorar su casa. Era la casa misma que le hablaba en su idioma, dirigiéndose a él con incomparable amplitud y libertad, describiéndole las asociaciones y concepciones, los ideales y las posibilidades de su dueña. Nunca —se sintió halagado al pensarlo— había visto algo tan gregariamente feo, algo tan eficaz, fatalmente cruel. Se alegró de haber encontrado este calificativo para la impresión general: «cruel», y se le ocurrió al instante la idea de un artículo, que quedó grabada en su espíritu. Podría escribir acerca de los agobiantes horrores que aún florecían y erguían sus cabezas impávidas en una edad tan orgullosa de su desprecio por los falsos dioses, y no dejaría de ser divertido que lo que él pudiese obtener de Mrs. Lowder, después de todo, le brindara aunque fuese un poco de material para una nota. Aunque lo importante, el aspecto realmente siniestro del asunto, era que, mientras pensaba en el rápido artículo que podía pergeñar, sentía que era mucho menos fácil reírse de esos aplastantes horrores que dejarse intimidar por ellos. Él no podía describirlos ni despacharlos colectivamente atribuyéndolos al estilo victoriano, a su primera o su segunda época, porque ni siquiera tenía la seguridad de que pudiesen ser agrupados bajo un denominador común. Se podía decir tan sólo que eran espléndidos y, además, decididamente ingleses. Constituían un orden y abundaban en extrañas sustancias: maderas preciosas, metales, géneros, piedras. Nunca se le había ocurrido pensar que pudiera haber cosas con tantos ribetes y festones, con tantos botones y cordones; dispuestos por todos lados tan apretadamente y enroscados por todos lados con tanta solidez. No había soñado jamás con que pudiera existir tanto barniz y esmalte, tanto satén y felpa, tanto palo rosa, y mármol, y malaquita. Pero sobre todo: esas formas macizas, las terminaciones exquisitas, el derroche indiscriminado, la general ostentación de dinero y moralidad, de una buena conciencia y una renta abultada. Todo esto representaba para él una fabulosa negación de su propio mundo intelectual, del cual, por eso, frente a aquellas cosas, se sintió por primera vez desesperadamente consciente. Ellas se lo revelaron por la vía de su despiadada diferencia.

La entrevista con la tía Maud, sin embargo, no siguió para nada el curso que él había previsto. A pesar de su naturaleza apasionada, Mrs. Lowder, en aquella ocasión, no amenazó ni suplicó. Sus armas de ataque, sus baterías defensivas, estaban seguramente allí al alcance de la mano, pero no recurrió a ellas, ni siquiera las mencionó; y se mostró en realidad tan dulce que él sólo comprendió mucho más tarde lo hábil que ella había sido. Y se percató de algo más también, de algo que venía a complicar su situación, aunque no hubiera sabido cómo denominarlo excepto llamarlo «el imprudente buen carácter» de la tía Maud. Su dulzura, en definitiva, no era una mera táctica: él no representaba un peligro suficiente como para requerir estrategias; era tan sólo el resultado —ahora podía verlo de que a Mrs. Lowder, francamente, él le gustaba un poco. Desde ese preciso momento la tía le resultó más interesante: ¿y quién podía saber lo que pasaría si a él también se le ocurría gustarle ella? Bueno, era un riesgo que por supuesto debía afrontar. Ella lo combatió, de todos modos, pero con una sola mano, con unos pocos granos sueltos de pólvora dispersa. Densher reconoció, al cabo de diez minutos, aun sin que mediara ninguna explicación por parte de ella, que si lo había hecho esperar no había sido de ninguna manera con la intención de ofenderle; a esa altura se encontraban casi directamente sobre el terreno de sus intenciones. Ella había querido que él descubriese por su cuenta lo que se proponía decirle, lo que, por otra parte, no le había anunciado siquiera; quería que él solo llegara a la conclusión precisa, como ella sagazmente había dado por sentado que llegaría. Aunque prácticamente hizo su primera pregunta al aparecer, como si él no hubiera captado su insinuación, y su interrogatorio versó sobre tantas cosas que la conversación llegó a ser, en seguida, franca y amplia. Densher comprobó, una vez formuladas las preguntas, que él había comprendido correctamente su indirecta: comprobó que ella había conseguido que le perdonara rápidamente aquel despliegue de poder; entendió que si no era cauto llegaría a comprenderla demasiado bien, y no sólo a ella sino también la pujanza de sus intenciones, por no decir nada de la de su imaginación, nada del caudal de su fortuna. Aunque se reanimó pensando que no iba a tener miedo de comprenderla: la entendería, simplemente, sin detrimento, ni siquiera un detrimento mínimo, de sus pasiones. El vuelo de la imaginación nos lleva terriblemente a la acción, a la necesidad de acción, donde la simplicidad lo es todo, pero cuando ésta no se puede prever, lo mejor es hacer las cosas perfectamente. No debía cometer errores, salvo por el gusto de cometerlos. Para lo que debía emplear su inevitable inteligencia, era para resistir. Mrs. Lowder, entretanto, podía usarla para lo que quisiera.

Fue después de que ella hubo empezado a explicar sus puntos de vista sobre Kate cuando él empezó, a su vez, a pensar que la tía —con su modo de proponerle aquello como si se tratara de algo más que suficiente con sólo tomarse la molestia de aceptarlo no podía odiarlo mucho. Eso fue todo lo que ella, decididamente, parecía estar queriendo dejar traslucir por el momento. Estaba claro que nada le podía resultar más desagradable que tener que hablar de esa manera.

—Si yo no hubiera estado dispuesta a hacer cualquier cosa por Kate, usted ya me entiende, no hubiese llegado tan lejos. No me preocupa lo que pueda contarle a ella. Cuanto más le diga será mucho mejor, aunque no hay nada que no sepa ya. No lo digo por ella, sino por usted. Cuando quiero llegar a mí sobrina, sé hacerlo directamente.

Así se presentó la tía Maud, con acogedora benevolencia, en los términos más sencillos pero también más claros, dando a entender virtualmente que, aunque hablar a la sabiduría, sin duda alguna, a pesar de sus ventajas, no siempre bastaba, una palabra a los buenos sentimientos nunca fallaba. La conclusión que el joven dedujo de sus palabras fue que a ella le gustaba él porque era bueno, porque era —según su manera de medir las cosas— lo bastante bueno como para desistir de su sobrina en beneficio de ella y continuar en paz su camino. Pero ¿es que era en verdad lo bastante bueno, según su propia escala de valores? Justamente se preguntaba, mientras ella se expresaba más francamente, si probar esto no sería su condena.

—Es la criatura más maravillosa que pueda darse, aunque por supuesto usted se jacta ya de saberlo. Pero yo lo sé tanto como usted, con lo que quiero decir que lo sé mejor, y la forma en que estoy dispuesta a probar mis convicciones puede compararse perfectamente, creo yo, con cualquier cosa que usted esté dispuesto a hacer. No lo digo porque ella sea mi sobrina, eso no significa nada para mí. Podría haber tenido cincuenta sobrinas y no hubiese traído una a mi casa si no la hubiera encontrado de mi gusto. No digo que no hubiese alguna otra cosa, pero no habría soportado su presencia. La presencia de Kate, gracias a Dios, es algo que valoré desde un principio. Su presencia, desgraciadamente para usted, es todo lo que yo puedo desear en la vida. La presencia de Kate, en resumen, tiene todo el valor que usted sabe y yo quiero conservarla para consuelo de mis últimos años. La he apreciado durante mucho tiempo, la he dejado acumular y crecer, como dicen ustedes de las inversiones, y podrá usted juzgar por sí mismo si ahora, que ha empezado a rendir sus intereses, voy a cederla a cualquiera que no sea el mejor postor. Puedo conseguir lo mejor para ella; y tengo mi idea de lo que es lo mejor.

—Oh, veo perfectamente —comentó Densher— que su idea de lo mejor no soy yo.

Era algo singular en Mrs. Lowder el hecho de que mientras hablaba, su cara parecía una ventana iluminada en la noche, pero que en los silencios corría al instante la cortina. La oportunidad de réplica que brindaban esos silencios nunca era fácil de aprovechar, aunque mucho menos fácil era interrumpirla cuando hablaba. La ventana, de todos modos, esta vez, no dio ninguna ocasión al visitante.

—No le hice venir para decirle lo que mi idea no es. Le invité para que oiga lo que es.

—Por supuesto —exclamó Densher riendo—, es una idea formidable, sin duda.

La dueña de la casa prosiguió como si su contribución al tema careciera de toda importancia.

—Quiero verla a ella en lo alto, muy en lo alto, en la cumbre y con todo su brillo.

—Ah, como es natural, usted quiere casarla con algún duque y se desvive por eliminar todas las dificultades.

Densher produjo en ella, con este comentario, el simple efecto de la cortina corrida, lo que le hizo pensar, tal vez acertadamente, que la había impresionado como petulante y aun quizá como grosero. Así había sido visto, en arrebatados momentos de presuntuosa juventud, por importantes y rígidos hombres públicos, pero nunca, hasta donde le era dado recordar, por una dama en especial. Más que nada, esto le dio la medida de la sutileza de su interlocutora y, por ello, del posible porvenir de Kate. Temió por un momento que ella le respondiera «¡No sea tan intratable!», o algo por el estilo, pero después sintió, cuando la tía habló de un modo muy distinto, que se libraba de él con facilidad.

—Quiero que se case con un gran hombre. —Eso fue todo, pero era algo más que suficiente; y si no lo hubiese sido, sus próximas palabras hubieran bastado. Y lo que pienso de Kate es cosa mía. Así que usted verá.

Se quedaron allí sentados durante un rato frente a frente, y el joven tuvo conciencia de que había algo más profundo todavía, algo que ella deseaba que él comprendiese con sólo poner un poco de buena voluntad. A esa buena voluntad ella apelaba; apelaba a la inteligencia que creía, según se esforzaba en demostrar, que él poseía. Él, mientras tanto, no era, de ningún modo, en hombre desprovisto de toda sensibilidad.

—Por supuesto —aclaró—, comprendo lo poco que puedo responder a cualquier sueño ambicioso o apasionado. Usted tiene su punto de vista, que me parece magnífico. Convengo en eso con usted perfectamente. Me hago cargo de lo que no soy y le quedo agradecido por no habérmelo recordado de una manera más ruda.

La tía no contestó; se mantuvo firme: pudo haber sido quizá para dejarlo —si él hubiese sido capaz de tal cosa— continuar en esa dirección de la pobreza de espíritu. Era una de esas situaciones en que un hombre no podía demostrar —si es que algo demostraba más que pobreza de espíritu, a no ser, por cierto, que prefiriese mostrarse necio. Ésa era toda la verdad: él representaba — según la escala de Mrs. Lowder, la única que podía tenerse en cuenta— una cantidad insignificante, y Densher sabía terriblemente qué era lo que abultaba las cantidades. Él hubiera querido ser totalmente simple, pero en medio de aquella pugna palpitaba un recelo más complicado. La tía Maud se lo comunicó claramente, aunque él no hubiera podido decir después de qué manera.

—Usted no es tan importante, en realidad, creo yo, como usted mismo piensa, y no quiero transformarlo en un mártir persiguiéndolo. Su conducta con Kate en el parque es ridícula en cuanto se supone que lo hacen por mí. Yo preferiría verme con usted, ya que a su modo, mi querido joven, es usted encantador, y arreglar las cosas, contar con usted para eso, tan perfectamente, tan fácilmente como yo podría hacerlo. ¿Me supone tan estúpida como para reñir con usted si no es totalmente necesario? No puede, sería demasiado absurdo, ser necesario. Puedo devorarlo en cualquier momento, en cualquier momento que se me ocurra abrir la boca. Y ahora estoy tratando con usted y, como verá, con todo éxito, creo, sin necesidad de abrirla. Yo acostumbro hacer las cosas con toda elegancia: lo pongo a usted en presencia de un panorama en el cual, apenas se lo tome usted en serio, resulta incompatible. Aproxímese todo lo que guste, dé vueltas en torno de él sin miedo a arruinarlo, pero viva teniéndolo ante sus ojos.

Más tarde Densher sintió que, si ella no había dicho todo esto exactamente así, fue porque comprendió en seguida que de alguna manera lo había seducido. Él se sintió tan agradablemente adulado por el hecho de que ella no le exigiese ninguna promesa, no le propusiera retribuir su indulgencia con su palabra de honor de no entrometerse, que el joven no pudo menos que otorgarle una especie de garantía general de su estimación. Inmediatamente después habló de estas cosas con Kate, y lo primero que vino a su memoria fue el tono en que él había hablado a su tía —así se lo mencionó a la joven—, como una pareja de amantes que se separan de mutuo acuerdo.

—Espero de todo corazón, por supuesto, que siempre me considerará un amigo.

Con esto tal vez había ido demasiado lejos, pero él todo lo sometió al juicio de Kate; aunque realmente había tantas cosas implicadas allí, que era necesario analizarlas, por así decir, por completo bajo su propia luz. Otros hechos además de los relatados acaecieron antes de que terminara la entrevista con la tía Maud, pero la tónica que predominó fue su insistencia en no tratarlo como un peligro de primer orden. Por otra parte, tenía mucho que hablar con Kate en aquella oportunidad, ya que la noche anterior, imprevistamente, le habían sugerido que podía dar un salto en su carrera y a la vez prestar un estimable servicio a su periódico —tan aduladoramente le habían presentado el caso— con sólo hacer un viaje de quince o veinte semanas a Norteamérica. La idea de una serie de cartas desde Estados Unidos, desde un punto de vista estrictamente social, había sido alimentada durante mucho tiempo en el reservado santuario a cuyas puertas se sentaba, y creían ahora que había llegado el momento de llevarla a cabo. En otras palabras, el proyecto cautivo hasta ese instante había volado, al abrirse una puerta, hasta dar de lleno en el rostro de Densher y se posó en su hombro, obligándolo a levantar la mirada, sorprendido, desde su escritorio manchado de tinta. En síntesis, le explicó a Kate que no podía rehusar— porque no se hallaba en situación, todavía, de rehusar nada—, pero el que lo hubieran elegido para dicha misión confundía bastante su sentido de las proporciones. Decididamente, apenas supo cómo estimar esa distinción que le hacían, y que le pareció equívoca: no se consideraba en absoluto el hombre apropiado para tal clase de tareas. Le confesó a Kate que el director no tardó en adivinar de alguna manera esta confusa impresión, por lo que le aclaró sorpresivamente el problema. Sucedía que esta vez, y por motivos inesperados, no deseaban precisamente todas esas tonterías que no correspondían a su vena. Querían sus notas, por misteriosas razones, tan buenas como él pudiera escribirlas: debería volcar en ellas su propio estilo y no temer nada. Eso era todo.

Hubiera sido todo, de no mediar otra grave circunstancia: que debía empezar en seguida. Su misión, como ellos la llamaban en el diario, terminaría quizás a fines de junio, como era de desear, pero para que así fuera, era conveniente no perder ni una semana. Sus informaciones, según tenía entendido, debían abarcar todo el país, y había razones de Estado —razones que se movían en la sede del imperio, en Fleet Street— para dar directamente en la cabeza. Densher no le ocultó a Kate que había solicitado un día de plazo para responder, porque se sentía, según le explicó, obligado a hablarle previamente del asunto. Ella le aseguró, al respecto, que nada hasta entonces como ese escrúpulo suyo le había demostrado de qué manera estaban unidos, y la joven se sintió ostensiblemente orgullosa de que hiciese depender de ella algo tan importante; pero mucho más ostensible fue su opinión sobre su deber inmediato. Se regocijó de sus perspectivas y le urgió a realizarlas; aunque lo extrañaría muchísimo, por supuesto que lo extrañaría, pero hizo tan poco hincapié en esto que consiguió hablarle con júbilo de todo lo que tendría ocasión de ver y hacer. Ella puso tanto énfasis en estas posibilidades que Densher no pudo menos que reírse de su candidez, aunque también con el ánimo apenas necesario para darle a ella una idea de la real dimensión de su gota de agua en el caudal cotidiano. Se sintió impresionado al mismo tiempo por su rápida comprensión de lo sucedido en Fleet Street, tanto más cuanto que era su propia interpretación final. Él iba a jerarquizar dicha información, eso era justamente lo que ellos querían, y no bastarían todos los Estados Unidos juntos, visitados en cualquier orden, para hacerle bajar la puntería. Era precisamente porque no le gustaba hacer bulla, y no era el habitual chismoso, que lo habían elegido; se trataba de un aspecto de su correspondencia con el cual ellos evidentemente deseaban introducir un tono nuevo, un tono que en adelante habría que graduar siempre de acuerdo con el suyo.

—¡Serías una excelente esposa para un periodista, por lo bien que lo has entendido todo! —exclamó Densher, sorprendido, aunque le pareció que ella se excedía un poco en impulsarlo.

Pero su alabanza casi la había irritado.

—¿Qué esperas que pueda no entender cuando se trata de tus cosas?

—Ah, entonces lo diré de otra manera: ¡cómo te preocupas por mis cosas!

—Sí —reconoció ella—. Es algo que en parte me redime de mi estupidez. Si tengo la ocasión de demostrártelo —agregó—, verás que también tengo algo de imaginación para ti.

Kate habló del futuro, esta vez, como de algo tan poco azaroso que él experimentó cierta aprensión al relatarle lo ocurrido con el verdadero árbitro de sus destinos. El acceso a dicho tema había sido obstruido un poco por sus novedades de Fleet Street, pero en el crisol de aquel dichoso diálogo ambos elementos se fundieron y en la mezcla resultante ya no fue posible distinguir sus componentes.

El joven, por otra parte, antes de partir, iba a comprender por qué Kate había hablado del porvenir como si les perteneciera realmente, e iba a saberlo a través de un tortuoso camino que haría más intensa la alegría final. Sus rostros se volvieron hacia la zona iluminada no bien Densher hubo contestado a su pregunta respecto a las posibilidades de afrontar con éxito una etapa de espera. Fue por esa posibilidad que ella lo había inducido, unos días antes, a entrevistarse con la tía; y si después de una hora de estar con ella no le había parecido aún a Densher que había obtenido los más felices resultados, los pobres hechos comenzaron a perfilarse un poco mejor cuando Kate los fue sacando a relucir uno por uno.

—Si ella te permite venir, ¿no es todo lo que queríamos?

—Claro que es todo. Es todo, según ella. Es la posibilidad, según Mrs. Lowder mide también las posibilidades, de evitar que yo me convierta en una complicación para ella, por medio de algún arreglo, cualquier clase de arreglo, que te permita verme cuando quieras y como quieras. Mrs. Lowder sabe que no tengo dinero y eso le dará el tiempo necesario. Da por sentado que yo poseo cierta dosis de delicadeza y que aspiro a mejorar mi posición antes de ponerte el revólver en la sien para obligarte a compartirla. Eso llevará tiempo y ése es el tiempo que necesita para sus planes, si no lo arruina todo tratándome mal. Además, bajo ningún concepto desea — continuó Densher— tratarme mal, porque creo, te lo juro, y por ridículo que parezca, que personalmente me estima, y si no estuvieras tú de por medio podría llegar muy bien a convertirme en su amigo predilecto. No reniega de la inteligencia ni de la cultura, sino todo lo contrario: quiere que adornen su mesa y que figuren en el menú, y estoy seguro de que le cuesta sus buenas congojas el hecho de que yo resulte a la vez tan codiciable y tan inaceptable.

Él se detuvo un instante y la joven advirtió en su rostro una extraña sonrisa, tan extraña como la que asomaba en el suyo ante esa significativa descripción.

—Hasta sospecho que está convencida de que, si se pudiera demostrar, ella me aprecia mucho más, y más profundamente, que tú misma, por lo cual me concede el honor de pensar que yo he de permitir, impunemente, que maten mi propia causa. Como te digo, ella cuenta con eso. Sabe que no soy esa clase de objeto sentimental que se usa, se lava, que sobrevive al manoseo, que resiste a la familiaridad. Una vez admitido esto, en cualquier medida, tu orgullo y tus prejuicios se encargarán del resto. El orgullo sustentado, mientras tanto, plenamente, por las artimañas que está maquinando practicar contigo, y los perjuicios alentados por las comparaciones que te pondrá en situación de hacer, y de las cuales yo saldré bastante mal parado. Me estima, pero nunca me estimará tanto como cuando consiga hacerme ser un poco más infeliz. Porque entonces, tú me querrás menos.

Kate demostró ante esta evocación un lógico interés, pero sin alarmarse, y fue un poco como para retribuirle su tierno cinismo que replicó, un instante después:

—Ya veo, ya veo. ¡Qué asunto tan importante debo de resultar para ella! Yo lo presentía, pero tú has agudizado esa impresión.

—Y no cometerías ningún error —dijo él— si dejaras que se agudice todo lo que quiera.

Densher le había dado, por cierto —Kate no tuvo escrúpulos en demostrarlo—, mucho en qué pensar.

—Su sangre fría, la buena acogida que, según dices, se ha atrevido a darte, todo eso, es algo verdaderamente formidable y digno de todas las otras cosas que le reservan un lugar aparte entre todos los demás.

—Oh, sí, tu tía es formidable —concedió el joven—. Pertenece, en conjunto, a la escala de lo colosal, como el carro de Krishna, que fue la imagen que se me ocurrió ayer mientras la esperaba en Lancaster Gate. Todos los objetos de la sala toman ese aspecto de misteriosos ídolos, de místicas excrecencias, de los que uno supone que debía de hallarse erizado el frente del carro del dios.

—Eso parecen, ¿no es cierto? —afirmó a su vez la joven.

Y ambos sostuvieron, sobre estos atributos de aquella estupenda mujer, uno de esos diálogos profundos y arbitrarios en los cuales cualquier otra cosa que no sea la confidencia resuena como una nota falsa. Hubo complicaciones, hubo preguntas, pero muy por encima de todo se sintieron unidos. Kate por el momento no pronunció ninguna palabra de impugnación contra la alta diplomacia de la tía Maud sino que la dejaron allí, como hubieran dejado cualquier otro de sus exquisitos productos, como un bloque más de un monumento a sus poderes. Pero Densher, como explicó en seguida, había debido afrontar también la escala de lo colosal en otros muy distintos aspectos; Densher no omitió nada al relatarle su entrevista y menos aún la forma en que la tía había abordado, por último —aunque con cautelosa presión—, el tema de su propia persona, su carencia de las cualidades apropiadas, sus antecedentes extranjeros, su rara procedencia. Ella le había recriminado que fuese un inglés a medias, lo cual —él convino con Kate— hubiera sido espantoso de no haberse hecho él tan acreedor a ello.

—Yo sentía una verdadera curiosidad, ¿sabes? —explicó el joven—, por oír de su propia boca qué clase de extraño ejemplar, qué clase de anomalía social, puede significar, para la gente convencional como ella, una persona con una educación como la mía.

Kate guardó silencio durante un momento; pero luego dijo:

—¿Por qué te preocupa?

—Oh —rió él—, es que tu tía me ha encantado, y además, para un hombre de mi profesión, sus puntos de vista, se espíritu son elementos que esencialmente deben tenerse en cuenta, porque forman parte del alma del gran público con que nos encontramos a cada paso, y con ellos debemos fijar nuestros códigos. Por otra parte —agregó—, quiero congraciarme personalmente con ella.

—¡Ah, sí, tenemos que complacerla personalmente! —repitió Kate, como un eco, y estas palabras pudieron representar todo el reconocimiento, por parte de ambos, y hasta ese momento, de las ventajas políticas que había logrado Densher.

La verdad es que desde aquel momento y hasta que él partiera rumbo a Nueva York, deberían dilucidar todavía muchos asuntos, y la cuestión que abordaron en seguida fue suscitada ante todo por Kate. La joven parecía mirarlo como si él en realidad le hubiese dicho a su tía mucho más sobre su vida personal y pasada que lo que alguna vez le había dicho a ella misma. Esto, de ser así, no pasaba de ser un accidente, y durante más de media hora hizo el retrato de sus primeros años en el extranjero, de sus padres trashumantes, de su escuela en Suiza, de su universidad en Alemania, de todo aquello a lo que Kate pudo prestar atención en ese lapso. Un hombre, confesó él, un hombre de su propio mundo, hubiera podido ubicarlo en seguida con respecto a muchos de estos puntos; un hombre de su mismo mundo, en cuanto ellos tenían un mundo, que fuese un producto de la educación inglesa.

Pero no obstante era agradable hacer esas confidencias a una mujer: las mujeres poseen, en realidad, para tales distingos, una imaginación mucho más rica. Kate demostró en la ocasión toda la que el caso requería; y luego que hubo escuchado íntegramente su relato declaró que ahora comprendía mejor que nunca por qué lo amaba. Ella misma, cuando niña, había vivido con alguna continuidad en el mundo del otro lado del canal y había regresado siendo todavía una criatura; después de aquello, había participado, durante su adolescencia, en los cortos pero frecuentes retiros de su madre en Dresden, Florencia o Biarritz, débiles y caros intentos de hacer alguna economía, y de los cuales ella había adquirido su devoción —aunque en general confesada sin entusiasmo, dado su instintivo rechazo a los éxtasis baratos—por lo extranjero. Cuando Kate tuvo oportunidad de conocer cuántas cosas extranjeras más había en Merton Densher de lo que ella se había tomado el trabajo de catalogar hasta ese momento, casi empezó a considerarlo como si fuese un mapa del continente o el cautivante regalo de un delicioso nuevo «Murray». Densher no había querido jactarse, sino más bien exponer su caso, aunque con Mrs. Lowder trató también, hasta cierto punto, de explicarlo. Su padre; había sido capellán en tierras extrañas, en veinte colectividades inglesas, residente o provisional, y había tenido durante años la excepcional suerte de no necesitar nunca la ayuda oficial. Su carrera en el exterior había sido por lo tanto ininterrumpida y, como sus entradas nunca fueron grandes, debió educar a sus hijos de la forma más económica, en las escuelas vecinas, lo que significaba además un ahorro en los transportes. Su madre, siguió Densher, había desarrollado por su parte una destacada industria a cuyo éxito —en la medida en que el éxito la coronó alguna vez había contribuido ese período de exilio: sacaba copias, paciente como era, de los cuadros famosos en los grandes museos, lo que había comenzado con un agraciado don natural y había continuado con el usufructo de sus posibilidades. Los copistas, por supuesto, pululaban en el extranjero, pero Mrs. Densher poseía un temperamento y una técnica personales, y había llegado a esa perfección que persuade, y hasta engaña, gracias a la cual la venta de sus trabajos se había convertido en algo felizmente habitual. Su hijo, que la había perdido, conservaba su imagen como algo sagrado, y el hecho de que le contara todo sobre ella a Kate, así como también otros recuerdos hasta entonces mezclados y confusos, dio mayor riqueza a su historia, más plenitud a sus orígenes, e hizo que el conjunto resultase cualquier cosa menos vulgar. Repitió varias veces que entre idas y venidas había terminado por ser británico: sus años en Cambridge, sus vinculaciones, que habían resultado del todo felices, con el colegio de su padre, lo demostraba ampliamente, por no decir nada de su posterior dedicación a Londres, lo que por sí solo colmaba la medida. Aunque su descenso en tierra inglesa había sido airoso, había debido volar, para llegar allí, por zonas de la atmósfera que le dejaron marcas en sus alas, y había debido exponerse a aprendizajes indelebles. Lo que le había ocurrido era algo que no podía borrarse.

Fue Kate Croy la que dijo esto último y Densher le rogó que no insistiera, confesándole que eso era por cierto lo que le ocurría, que se hallaba tal vez demasiado impedido para cualquier desempeño nativo e insular. Aunque ella, naturalmente, insistió aún más, asegurándole, implacablemente, que si él era complicado y brillante ella de ninguna manera hubiese querido que lo fuera menos, por lo cual él se vio obligado por último a echarle en cara que le mostrara la odiosa verdad bajo el vano disfraz del elogio. Kate iba descubriendo hasta dónde alcanzaba su anormalidad para el caso de que pudiera encontrarlo eventualmente insoportable, y como solamente podía descubrirlo a fondo con su ayuda, debió sobornarlo simulando deleitarse con que él la ayudara. Como las últimas palabras de Kate respecto de esto fueron que la forma en que él se veía a sí mismo era una acabada prueba de que ya había probado los frutos de la experiencia y estaba preparado por lo tanto para asistirla a probarlos a su vez, esto dio el tono feliz de todo lo que conversaron y la medida en que corría el tiempo con la inminencia de su próximo viaje. Kate demostró, sin embargo, que debía tomársela más al pie de la letra cuando habló del alivio que significaría para la tía Maud la perspectiva de su alejamiento.

—Aunque apenas puedo entender los motivos —replicó Densher—, porque no es mucho lo que me teme.

La joven sopesó la objeción.

—¿Piensas que le gustas hasta el punto de llegar a lamentar que te vayas?

Bien, él consideró el asunto a su modo, siempre comprensivo.

—Desde que ella confía en el gradual proceso de tu desafección, debe de pensar que dicho proceso necesita constantemente de mi presencia. Tengo que estar presente para que no se detenga y, en cambio, durante mi exilio puede quedar en suspenso.

El joven prosiguió desarrollando su hipótesis, pero a todo esto Kate ya no le escuchaba. Comprendió casi en seguida que ella perseguía algún pensamiento propio y presintió que algo había tomado cuerpo mientras tanto, aun a través de la extravagancia de gran parte de sus chanzas, de la cálida y transparente ironía en que su discurrida intimidad acostumbraba zambullirse como un confiado nadador. De pronto, con un encanto incomparable, ella le dijo:

—Te pertenezco para siempre.

Y ese encanto lo impregnaba todo y Densher no hubiera podido desglosarlo de ninguna manera, no hubiese podido imaginar su rostro como algo distinto de esa total alegría. Aunque en el semblante de Kate había una nueva luminosidad.

—Te dedico, y pongo a Dios por testigo, cada destello de mi fe, cada partícula de mi vida.

Eso fue todo por el momento, pero era bastante y casi tan apagado como si no fuese nada. Se hallaban al aire libre, en una de las avenidas de los jardines y aquel espacio abierto que parecía arquearse allí aún más y dilatarse para ellos, los sumió de nuevo en profundas meditaciones. Se dirigieron, llevados por un común impulso, hacia un rincón que divisaban desde allí y que les pareció lo suficientemente apartado, y en tal sitio, antes de que transcurriera el tiempo que podían estar juntos, habían obtenido de su meditación todo lo que ésta podía anticiparles. Intercambiaron votos y promesas, sellaron su ubérrima unión, solemnizaron, en la medida en que las palabras susurradas, los sonidos entrecortados, los ojos encendidos y las manos entrelazadas pueden hacerlo, su decisión de ser única y tremendamente, el uno para el otro. Habrían de abandonar aquel lugar como una pareja comprometida, pero previamente algunas otras cosas deberían suceder. Densher había declarado su repugnancia a poner un prematuro punto final a sus buenas relaciones con la tía Maud, y ambos planearon juntos hacia un alto nivel de cordura y de tolerancia. Kate aceptó abiertamente que no deseaba privarlo de la personalidad de Mrs. Lowder, de la cual, a la larga, ella estaba convencida que él continuaría disfrutando, y como, por un lance fortuito, la tía Maud no le había arrancado ninguna promesa que le atara las manos, ellos eran libres de elaborar su destino, a su manera, sin dejar por eso de ser leales. Una sola dificultad se destacaba aún, y Densher la definió.

—Por supuesto todo será inútil, no debemos olvidarlo, desde el momento en que tú le permitas hacerse ilusiones sobre ti con cualquier otro en particular. Mientras sus planes se resignen a ser tan impersonales como parecen ser por ahora, no creo que podamos defraudarla. Pero en cierto momento, como comprenderás tendremos que desengañarla; lo único que nos resta, entonces, es estar preparados para ese momento y saber afrontarlo. Sólo que después de todo, en ese caso — observó el joven— no podremos saber qué habremos conseguido de ella.

—¿Y qué conseguirá ella de nosotros? —preguntó Kate con una sonrisa—. Lo que ella consiga de nosotros —prosiguió la joven— será asunto de ella exclusivamente, ella deberá medirlo. Yo nunca le he pedido nada —añadió— Nunca le he obligado a nada. Ella corre sus riesgos y seguramente los conoce. Lo que nosotros podemos lograr de ella es lo que ya hemos dicho: habremos ganado tiempo. Y en cuanto a eso, ella también lo ganará.

Densher analizó por un momento todas estas aclaraciones. Su mirada no se perdía ya en románticas penumbras.

—Sí, no cabe duda de que en nuestra situación el tiempo lo es todo. Y además está el placer de todo ello.

Ella titubeó.

—¿De nuestro secreto?

—No tanto, quizá, de nuestro secreto por sí mismo sino por lo que él representa, por todo lo que de alguna manera está protegido y se hace más profundo y entrañable por él—. Y su fino rostro, distendido por la dicha, le transmitió a Kate todo lo que quería decir—: El que hayamos podido llegar hasta aquí.

Entonces fue como si por un instante ella dejara que el sentido de sus palabras la inundase.

—¿Tan lejos?

—Sí, tan lejos. Tan extremadamente lejos. Aunque sin embargo —y Densher sonrió—, iremos todavía más allá.

La respuesta de Kate a esto fue la tersura de su silencio, un silencio que debía ir a buscarlo en la remota extensión de sus perspectivas. Éstas eran inmensas, pero finalmente las apresaron. Estaban prácticamente unidos y eran magníficamente fuertes; y había otras cosas además, cosas con las que ellos podían contar porque eran lo bastante fuertes como para hacerlo, como para permitírselas sin ningún temor; por lo cual mantendrían, por el momento y hasta mejor oportunidad, el secreto de su relación. Pero ambos no sintieron correctamente enunciada la cuestión hasta que Densher hizo una nueva observación.

—El único problema, por supuesto, consiste en que ella puede plantearte en cualquier momento el asunto con toda claridad.

Kate consideró dicha probabilidad.

—¿Que me pregunte, formalmente, qué pasa entre nosotros? Puede hacerlo, claro está, pero dudo que lo haga realmente. Mientras te encuentres en el extranjero se aprovechará de eso todo lo posible. Me dejará tranquila.

—Pero recibirás mis cartas.

—¿Serán muchas, muchas de verdad?

—Muchas, sí, muchas, más que nunca. ¡Y tú sabes lo que eso significa! Y además —agregó Densher—, estarán las tuyas.

—Oh, yo no dejaré las mías en la mesita de la sala. Las llevaré yo misma al correo.

Él la contempló un segundo.

—¿Piensas entonces que yo debería escribirte a alguna otra dirección? —Después de lo cual, antes de que ella pudiera responder, Densher agregó con cierto énfasis—: Aunque preferiría no hacerlo, ¿sabes? Es más digno.

—Por supuesto que es más digno —dijo Kate luego de una nueva espera—. No temas que yo no sea también digna. Escríbeme — continuó— a donde te guste más. Yo me sentiré orgullosa de que se sepa que me escribes.

Densher insistió, tratando de aclarar.

—¿Aun a riesgo de precipitar el interrogatorio?

Bien, la última aclaración nació de Kate.

—No temo el interrogatorio. Si me pregunta si hay algo definitivo entre nosotros, sé perfectamente lo que contestaré.

—¿Le dirás, por supuesto, que yo ya no existo para ti?

—Le diré que te amo como nunca en la vida volveré a amar a nadie, y que ella puede tomarlo como le plazca.

Dijo esto tan maravillosamente que fue como una nueva profesión de fe, como la plenitud de una marea abriéndose paso, y lo que consiguió, a su vez, fue que su compañero la contemplara con tales ojos que ella tuvo tiempo para seguir hablando.

—Además, probablemente te lo pregunte a ti.

—Mientras yo esté ausente, no.

—Entonces, cuando vuelvas.

—Para entonces —dijo Densher—, tendremos nuestra dicha particular. Aunque lo que presiento—agregó cándidamente—es que, de acuerdo con su criterio, con su alta política, tu tía no me dirá nada. Me dejará en libertad. No me veré obligado a mentirle.

—¿Todas las mentiras quedarán a mi cargo? —preguntó Kate.

—¡Todas a tu cargo! —rió Densher con ternura.

Pero un segundo después, sin embargo, fue como si él hubiera sido quizá un poco demasiado cándido. Su discriminación parecía poner de manifiesto una posible, una natural realidad no del todo rebatida por la relación que ella acababa de hacer de sus propias intenciones. Había una diferencia en el aire, aunque no fuera más que la supuestamente usual diferencia entre un hombre y una mujer; y fue casi como si esto la provocase. Ella pareció cavilar unos segundos y luego volvió un tanto resentida sobre algo que había dejado pasar hacía un momento. Se hubiera dicho que tomaba con más seriedad de la necesaria su broma acerca de su capacidad de mentir. Aunque aun así lo dijo espléndidamente.

—Los hombres son demasiado tontos. incluso tú. No has llegado a entender por qué, si despacho mis cartas personalmente, no ha de ser por algo tan vulgar como para ocultarlas.

—Ya sé, tú misma lo dijiste... por el placer de hacerlo.

—Sí, pero no lo has entendido, no puedes entender de qué placer se trata. ¡Hay también sutilezas! —añadió ella ahora más pacientemente—. Sutilezas de conciencia, de sensaciones, de apreciación —prosiguió—. No —insistió con amargura—. Los hombres no lo entienden. Apenas si saben, en estas cosas, lo que las mujeres podemos enseñarles.

Éste fue uno de los parlamentos, frecuentes en ella, que expresados liberal, gozosa, intensamente, y aceptados, como debe ser, en sí mismos, lo impulsaban hacia Kate lo más estrechamente posible, y lo mantenían allí todo lo que las condiciones le permitían.

—¡Y por eso os necesitamos tanto! —exclamó Densher.