5

LAS dos amigas que, anticipándose a la temporada en Suiza, habían sido advertidas de que sus intenciones eran poco razonables, que los pasos se hallarían infranqueables, que el tiempo sería malo y estarían cerradas las hosterías, las dos amigas que, como era propio en ellas, habían desafiado una buena cantidad de advertencias, posiblemente interesadas, se encontraron, una vez en la aventura, maravillosamente recompensadas. Los consejos de los jefes de mozos y otros funcionarios de los lagos italianos se revelaban ahora como realmente prejuiciosos. Ambas, o por lo menos la más joven de ellas, habían tenido conciencia de sus inquietudes, de sus audaces proyectos, y una de las cosas que aprendieron juntas, así como habían aprendido otras en variedad infinita, fue que en aquellos operísticos palacios de Villa d’Este, de Cadenabbia, de Pollanza y Stresa, las mujeres solas, aunque viajaban reforzadas por una biblioteca portátil de instructivos volúmenes, corrían siempre el riesgo de ser engañadas. Sus arrebatos de fantasía, por otra parte, habían sido totalmente modestos; no habían puesto en juego nada vital, por ejemplo, en sus esperanzas de cruzar por el Brünig, aunque en el momento en que las encontramos lo estaban realizando con toda felicidad y sólo hubieran querido que, dada la espléndida belleza de la primavera tempranamente encaramada en las alturas, la estación hubiese sido más larga y los lugares donde descansar y detenerse más numerosos.

Tal al menos hubiera sido el íntimo anhelo de Mrs. Stringham, la mayor de las dos amigas, quien se hacía cargo de las impaciencias de la más joven, impaciencias estas a las cuales les ofrecía solamente una oposición de las más circunspectas. Mrs. Stringham, sorprendentemente, se movía en una fina nube de observaciones y suspicacias; estaba en situación, como ella pensaba, de saber mucho más sobre Milly Theale que la misma Milly, pero a pesar de esto debía disimular su conocimiento tanto como ponerlo en práctica. Siendo la mujer menos apta del mundo, por naturaleza, para duplicidades y laberintos, como ella sabía perfectamente, se halló de pronto envuelta en toda clase de sutilezas personales a causa de una nueva serie de circunstancias, sobre todo por una nueva amistad; debía ahora reconocer, en efecto, que su práctica de las cosas ocultas —apenas sabía cómo llamarlas— había comenzado el día que partió con Mildred de Nueva York. Ella había venido de Boston con ese propósito, y había visto muy poco de la joven —o mejor dicho la había visto muy brevemente porque para Mrs. Stringham ver sólo algo significaba ya ver mucho, significaba verlo toda— antes de aceptar su proposición. Y a continuación se había embarcado en una carrera que ella estimaba cada vez más, humanamente hablando, cono, una de las más formidables, aunque al mismo tiempo, sin duda, de muchas maneras y por razones de su magnitud, como una de las más seguras. En Boston, el invierno anterior, la joven que aquí nos interesa había apelado a ella sin tardanza, profundamente, aunque de una manera casi tácita; había despertado en su espíritu el tímido impulso de alguna ayuda, de alguna devoción que prodigarle. La limitada vida de Mrs. Stringham había sido visitada frecuentemente por estos tímidos impulsos, sueños secretos que habían palpitado por un momento entre sus paredes sin llegar a reunir el coraje necesario para atisbar hacia afuera por las ventanas opacas. Pero esta fantasía —la ilusión de un posible vínculo con aquella extraordinaria joven de Nueva York— se había hecho más fuerte: se había encaramado, en seguida, a la más despejada atalaya que pudo hallar y permaneció allí, podría decirse, hasta que unos pocos meses después logró sorprender, con alegría y estupefacción, el inequívoco fogonazo de una señal.

Milly Theale tenía amigos en Boston, amigos bastante recientes, y se suponía que su visita a todos ellos —una visita que no iba a ser fugaz— se había decidido, después de una serie de tribulaciones, en procura de una particular paz que Nueva York no podía otorgarle. Se sabía, bastante liberalmente, que eran muchas las cosas — tal vez demasiadas— que Nueva York podía ofrecer; pero también se daba por supuesto que esto no tenía nada que ver con el constante hecho de que bajo la disciplina de la vida, o de la muerte, debía sentirse la propia situación como grave. Boston podía ayudar en esto como ninguna otra ciudad, y le había ofrecido a Milly, según todas las presunciones, alguna especie de auxilio. Mrs. Stringham no habría de olvidar nunca la impresión que había experimentado —impresión esta que por el momento no había menguado, así como no había disminuido en grado alguno la vibración infinitamente rica que provocara— al ver por primera vez aquella sorprendente aparición, entonces inesperada e inexplicada: la delgada, constantemente pálida, delicadamente demacrada, y anormal y agradablemente angulosa joven de no más de veintidós años a pesar de su aspecto, cuyo pelo era de alguna manera excepcionalmente rojo aun para ser natural, como inocentemente dejaba ver que lo era, y cuyas ropas parecían exageradamente negras aun para ser de luto, como lo eran realmente. Era un luto de Nueva York, pelo de Nueva York, una historia de Nueva York, confusa todavía, pero caudalosa, con la muerte de los padres, de los hermanos y hermanas, la pérdida de casi toda humana dependencia, en una escala y con un alcance que requería el más amplio escenario; era una leyenda neoyorquina de impresionante, romántica soledad y, por encima de todo y en muchos aspectos, era— con respecto al caudal de dinero acumulado así sobre las espaldas de la joven— una multitud de neoyorquinas posibilidades. Una muchacha solitaria, afligida, rica y particularmente reservada: una combinación que por sí misma era capaz de atraer la atención de Mrs. Stringham. Pero fue una reserva lo que más suscitó la simpatía de la de más edad, convencida como estaba de que ocultaba mucho más de lo que cualquier otro —cualquier otro que no fuese Susan Stringham— podía suponer. Susan dio por sentado que Boston no podía llegar a verla, ocupado como estaba solamente en que ella viese Boston, y que cualquier supuesta afinidad entre la joven y la ciudad era vana e ilusoria. Ella sí la veía, pero experimentó una de las más profundas emociones de su vida obedeciendo ahora a un instinto que la llevaba a disimular esa visión. Ella no hubiera podido explicarla ni los demás la hubiesen comprendido. Dirían inteligentes frases bostonianas —Mrs. Stringham era de Burlington, Vermont, que ella consideraba insolentemente como el verdadero corazón de Nueva Inglaterra, ya que Boston quedaba «demasiado al sur»—, pero no harían sino confundirlo todo.

No podría haber mejor prueba de la impresión recibida por nuestra amiga que esta rápida hendedura intelectual, ya que ella brillaba solamente, como bien lo sabía, gracias a la luz reflejada por esa ciudad admirable. Ella también había tenido tribulaciones, pero no la hacían más interesante: habían sido prosaicamente usuales aunque sin duda en una dosis considerable y habían hecho que ella fuese también usual para estar en consonancia... usual, es decir, en la medida que se podía serlo en Boston. Había perdido primero a su marido, y después a su madre con quien, luego de la muerte del marido, había ido a vivir nuevamente; así que ahora, sin hijos, se encontraba mucho más soltera que antes. Pero tomaba las cosas con serena frialdad pues tenía —según sus propias palabras— lo suficiente para vivir, esto es, en tanto se contentara con vivir y nada más. Y lo poco que se conformaba con esa perspectiva lo demostraba el nombre que se había hecho —Susan Shepherd Stringham— colaborando en las mejores revistas. Escribía cuentos y creía sinceramente que tenía su sello personal: el arte de mostrar Nueva Inglaterra no solamente desde la cocina. Ella personalmente no había sido criada en una antecocina y conocía a otros que tampoco lo habían sido, y escribir para ellos se había convertido en su misión literaria. Ser en verdad una literata había sido durante mucho tiempo su sueño más entrañable, un sueño que le hacía mantener siempre prontas sus pequeñas y relucientes pinzas. Había maestros, autoridades, celebridades, casi siempre extranjeros, que ella buenamente estimaba como tales y a cuya luz trabajaba con todo su ingenio: y había otros a los cuales —a pesar de lo mucho que se hablara de ellos clasificaba entre los ineptos, porque siempre discriminaba. Pero todas las categorías se le desmoronaban — o cesaban por lo menos de tener algún significado para ella— tan pronto como debía enfrentarse con los hechos reales, con la vida romántica en sí misma. Eso era lo que había visto en Mildred, lo que efectivamente hacía vacilar su lápiz sobre el papel. Ella había tenido, o por lo menos así le parecía, una revelación, de esas que ni siquiera Nueva Inglaterra, refinada y gramatical, podía ofrecer; y hecha como estaba de pequeñas y claras memorias e ingeniosidades, de pequeños esfuerzos y ambiciones mezclados con un poco de moral, una moral personal que la hacía todavía más sensible, Susan sintió que su nueva amiga le habría jugado una mala pasada si su amistad hubiera terminado allí, pero también que nada quedaría de todo lo demás si no terminaba allí. Era sin embargo para el abandono de todo lo demás para lo que ella se hallaba completamente lista, y mientras atendía sus asuntos habituales de Boston con su habitual probidad bostoniana, lo que hacía realmente en lodo momento era contenerse a sí misma. Lucía su elegante sombrero tirolés —que resultaba, a pesar de ostentar su pluma de águila, tan verazmente doméstico— con la rectitud y el aplomo de siempre; ajustaba su cuello de piel con las mismas honestas precauciones; conservaba el equilibrio en las pendientes nevadas con la diestra habilidad de costumbre; abría, todas las noches, su ejemplar del Transcript con igual mezcla de expectación y resignación; asistía a su casi diario concierto con el mismo gasto de paciencia e igual economía de pasión; se deslizaba adentro y afuera de la Biblioteca Pública con el aire de quien devuelve conscientemente o retira con valentía la llave misma de la sabiduría que lleva en su bolsillo; y por último —y esto era lo que más hacía—, observaba el fino fluir de una relación amorosa de ficción a lo largo de un tortuoso túnel, en las revistas, que ella se arreglaba para mantener libre con tal fin. Pero la realidad, mientras tanto, estaba en alguna otra parte; la realidad había vuelto a Nueva York dejando tras de sí las dos cuestiones sin resolver: por qué aquello era real, y si ella volvería a estar tan cerca otra vez.

Para la personalidad con la cual se relacionaban estas cuestiones, Mrs. Stringham halló una descripción satisfactoria: pensaba para sí, siempre, que se trataba de una muchacha con una historia. La verdad fundamental fue que en realidad, muy pronto, apenas después de dos o tres encuentros, la muchacha con un pasado, la muchacha coronada de oro rojizo y con aquel luto que no era como los lutos de Boston sino a la vez mucho más rebelde en su pena y mucho más frívolo en su escote, le dijo que nunca había conocido a nadie como ella. Se habían encontrado como curiosidades opuestas y aquella simple observación de Milly —si es que era simple— llegó a ser para ella lo más importante que le sucediera en la vida; privó por el momento a la relación amorosa que seguía en las revistas de toda actualidad y aun de conveniencia; la condujo, en resumen, primero en alto grado hacia la gratitud, y después hacia una considerable compasión. Aunque con respecto a esta relación por lo menos fue lo que puso a prueba la llave del conocimiento: sirvió para iluminar, como ninguna otra cosa hubiese podido hacerlo, la historia de su joven amiga. Que la potencial heredera universal no hubiese visto nunca a nadie como una simple y típica suscriptora, después de todo, del Transcript, era una verdad que —en especial como había sido anunciada, con modestia, con humildad, con pesar— podía describir toda una situación. Esto adjudicaba a la mayor de las dos amigas, en cuanto al vacío que debía llenarse, el peso de una responsabilidad, aunque en particular la llevó a preguntarse a quiénes habría visto hasta entonces la pobre Mildred y qué clase de contacto había podido producir esa extraña sorpresa. Esta pregunta fue la que realmente terminó por despejar la atmósfera: se sintió girar en la cerradura la llave de la sabiduría en el instante en que Mrs. Stringham comprendió que su amiga se hallaba sedienta de cultura. Cultura era lo que ella misma representaba para sí, y vivir de acuerdo con ese principio resultaba seguramente su gran tarea. Sabía lo que dicho principio significaba y conocía los límites de sus propias reservas; y cierta alarma habría cundido en su espíritu si otra cosa no hubiera surgido antes. Esto, afortunadamente para ella —y lo decimos con sus mismos términos—, fue un sentimiento de inquietante patetismo. Eso, ante todo, fue lo que la conmovió, lo que pareció abrirle las puertas de lo romántico mucho más que cualquier otra conexión, aunque fuese más atrevida, con las revistas ilustradas. Porque en eso residía esencialmente la cuestión: era exuberante, romántico, abismal, disponer, como era evidente, de miles y miles de dólares al año; tener juventud e inteligencia y si no belleza, por lo menos, en igual medida, una elevada, difusa, encantadora y ambigua rareza, lo que resultaba aún mejor, y además. por sobre todo aquello, una ilimitada libertad, la libertad del viento en el desierto; y era inefablemente conmovedor estar tan bien equipada para la vida y verse sin embargo reducida por la fortuna a pequeños y humillantes errores.

Esto llevó la imaginación de Susan nuevamente a Nueva York, donde las aberraciones en la esfera intelectual son tan posibles, y ésa fue la causa de que una visita que ella hizo a la ciudad estuviera llena de interés. Milly la había invitado francamente, por lo cual ella debió luchar contra la presión de tanta confianza en su alma, y lo más extraordinario de todo fue que al cabo de tres semanas había resistido con éxito. Pero para aquel entonces su espíritu se había vuelto mucho más libre y atrevido, barajaba nuevas cantidades, otras proporciones, que le habían dado un nuevo vigor: había vuelto a casa por lo tanto dominando apropiadamente su tema. Nueva York era inmenso. Nueva York era imponente, con sus extrañas historias, con su pasado de generaciones impetuosas y cosmopolitas que lo habían forjado todo; y el haberse aproximado a la exuberante raza cuya última flor, cuyo inmenso, extravagante y arbitrario producto era aquella extraña criatura, con antepasados de leyenda, hermosos primos ya muertos, tétricos tíos, tías bellas y desaparecidas, todos ellos ahora puro busto y bucles, preservados, y también expuestos, en el mármol de famosos escultores franceses, equivalía —por no mencionar el efecto del imperceptible crecimiento del tallo— a haber hacinado y ampliado su propio pequeño universo. Las dos amigas, en todo caso, habían hecho un trueque: la mayor de ellas había sido conscientemente todo lo intelectual posible, y la más joven, desbordante de revelaciones personales, había sido en igual grado inconscientemente distinguida. Aquello era poesía, y era también historia, pensaba Mrs. Stringham, mucho más sutil aún que la de Maeterlink y Pater, que la de Marbot y Gregorovius. Encontró ocasión para leer estos autores con su amiga, en lugar de vivir realmente esos instantes, pero lo que lograban o dejaban de alcanzar rápidamente era sepultado en las oscuras profundidades de su amiga, tal era la velocidad y la fuerza con que ella había apresado la clave fundamental. Todos sus escrúpulos y sus dudas, todos sus ansiosos entusiasmos, se habían concentrado en una sola alarma: el temor de obrar torpe, groseramente con su compañera. Sentía realmente temor de hacerle algún mal, y para no causarlo, para evitarlo con piedad y con pasión, no hacía nada en absoluto, dejándola intacta, ya que cualquier toque que uno pudiera aplicarle — por más leve, por más justo, por más serio y precavido que fuese— nunca sería lo bastante apropiado, y no podría ser sino una fea mácula sobre algo perfecto. Esto era lo que se le imponía ahora como un pensamiento constante e inspirador.

No había transcurrido un mes desde los sucesos que determinaron aquella actitud de Mrs. Stringham cuando —casi pisándole los talones, es decir, a su regreso de Nueva York— recibió una propuesta que le planteó esa clase de conflictos que ponían en cuestión su delicadeza. ¿Estaría ella dispuesta a viajar a Europa con su joven amiga, partiendo lo antes posible, y sería capaz de hacerlo sin imponer ninguna clase de condiciones? La pregunta fue enviada por cable y se prometían explicaciones en cantidad suficiente; se sugería una extrema urgencia y se invitaba a una aceptación incondicional. Fue en nombre de su sinceridad que ella aceptó, en seguida, aunque tal vez no de acuerdo con su lógica. Ella hubiera deseado, con toda conciencia, desde un principio, sacrificar algo en honor de aquella nueva amistad, pero no dudaba ahora de que prácticamente lo estaba sacrificando todo. Lo que le imponía esto era la plenitud de una muy particular impresión: una impresión que la había acompañado continuamente y que hubiese podido explicar diciendo que el encanto de Mildred residía positivamente en su grandeza. Ella se habría conformado con esto de no haber agregado, en un tono más familiar, que su amiga representaba la más fuerte impresión de su vida. Era, en todo caso, su más grande aprecio y sólo una gran impresión, evidentemente, hubiese podido lograrlo. Su situación, como se les llama a esas cosas, se ubicaba en una escala de grandeza, pero tampoco era eso. Era su naturaleza, para decirlo de una vez por todas, una naturaleza que a Mrs. Stringham le recordaba esa expresión que emplean siempre los periódicos para hablar de los nuevos transatlánticos refiriéndose al número de «toneladas» que desplazan; de tal manera que si uno decide seguirlos en su botecito, y acercarse, no tiene más que agradecer la atracción que ejerce cuando se pone en movimiento. Milly desplazaba miles de toneladas, y por extraño que pueda parecer que una joven solitaria, nada robusta y que abominaba del ruido y la ostentación, pudiera agitar las aguas como un leviatán, la verdad es que su amiga flotaba a su lado con el sentimiento de ser violentamente sacudida. Más que preparada, sin embargo, para ese zarandeo, Mrs. Stringham no se sentía tranquila respecto de su propia solidez. Dejarse llevar indefinidamente le parecía una tortuosa manera de no mezclarse en el asunto. Si quería estar segura de no tocarla ni mancharla, indudablemente lo mejor hubiera sido alejarse de Milly. Esto lo reconocía plenamente, así como también hasta qué punto deseaba que su amiga viviese su vida, una vida por cierto mucho más hermosa que la de cualquier otra. La dificultad, no obstante —y afortunadamente—, desapareció desde el momento en que comprendió —como rápidamente fue capaz de hacerlo— que ella, Susan Shepherd —como a Milly le divertía llamarla—, no era cualquier otra. Ella había renunciado a serlo, no tenía ahora una vida para vivir y honestamente creía que se hallaba perfectamente dotada para dirigir la de Milly. Ninguna otra persona, de eso estaba segura, podía ostentar en igual grado esa calificación, y fue en verdad para demostrarlo que aceptó impulsivamente embarcarse.

Muchas cosas, aunque no muchas semanas, habían sobrevenido y pasado desde entonces, y una de las mejores, sin duda, había sido el viaje en sí mismo, por la dichosa ruta del mediodía, con la sucesión de puertos del Mediterráneo, hasta la deslumbrante llegada a Nápoles. Otras dos o tres cosas habían precedido a ésta: los incidentes, o más bien vívidos momentos, de su última quincena en Boston, y las cuarenta y ocho horas de delirio pasadas en Nueva York, antes de la partida final. Pero la espaciosa luminosidad del mar había absorbido el resto del cuadro, por lo que durante muchos días las demás cuestiones y distintas posibilidades resonaron en el ínfimo efecto de un trío de silbatos en una obertura de Wagner. Fue la obertura de Wagner lo que prácticamente prevaleció durante todo el viaje por Italia, donde Milly ya había estado anteriormente, y también más allá, a través de los Alpes y sobre ellos: esos Alpes que Mrs. Stringham conocía también parcialmente, aunque interpretada en un ritmo no del todo apropiado, apresurado tal vez a causa de la gran inquietud de la joven. Podía esperarse —ella lo había prometido francamente— que Mildred estuviera inquieta —era parcialmente lo que la hacía ser «grande»—, o era una consecuencia, de todos modos, si no su causa, pero no había anunciado que tendería la cuerda hasta tal punto. Le resultaba familiar, y aun loable, a Mrs. Stringham, que ella se retrasara por causa de su arreglo, secuela que había recibido de sus antepasados amantes de París, pero no de lo mejor de París y amantes de casi ninguna otra cosa; pero la imprecisión, la liberalidad, el ansia sin objeto y el interés sin descanso —todo lo cual formaba parte del encanto de su originalidad, tal como se mostraba en un principio—habían llegado a hacerse más chocantes a medida que se imponían sobre el movimiento y el cambio. Ella poseía artes y pequeñas manías de las cuales no hubiera podido decirse gran cosa, pero que resultaban un diario placer si se las compartía, tales como el arte de ser casi trágicamente impaciente y sentirse sin embargo tan liviana como el aire; de estar inmotivadamente triste y hacerse no obstante transparente como el mediodía; de sentirse inequívocamente alegre, aunque con la suavidad del crepúsculo. Mrs. Stringham, a todo esto, lo comprendía todo y veía confirmados, como nunca, su admiración y su asombro, su impresión de que en su vida le bastaba sencillamente compartir los sentimientos de su amiga. Pero había algunas claves particulares que aún no había podido agregar a su código, impresiones que de pronto podían sorprenderla como nuevas.

Aquel día en particular, sobre la gran ruta suiza, había estado, por alguna razón, colmado de ellas, todas relacionadas, provisionalmente, con un abismo mucho más profundo que los derivados anteriormente, aunque debe agregarse que en dos o tres de estas simas ella se había asomado lo suficiente como para verse retroceder de improviso. No era la inquietud de Milly, en otras palabras, lo que la perturbaba ahora, aunque en verdad, siendo Europa el gran sedativo para los norteamaricanos, el fracaso en esta ocasión era algo digno de tomarse en cuenta. Era la presentida presencia de algo más detrás de todo aquello, de algo que, por otra parte, parecía ser anterior a la iniciación del viaje. En resumen, ella no podía adivinar qué nuevos motivos de inquietud podían haber surgido mientras tanto. Era escasamente una explicación a medias decir que habiendo decaído, para ambas, la excitación del viaje, las cosas que había dejado atrás —o tratado de dejar—, los serios e importantes hechos de la vida, como Mrs. Stringham gustaba llamarlos, volvían a aparecer como se perfilan los objetos a través del humo cuando éste empieza a disiparse; porque todas ésas eran apariencias generales de las cuales el propio aspecto de la joven, su vaguedad realmente enorme, parecían del todo desconectados. Lo más cercano a una ansiedad personal que se permitió Susan hasta ese momento fue preguntarse si no estaría ante uno de los más delicados, uno de los más bellos —si no de los más raros—, como ella lo llamó por no decir algo peor, casos de tensión de la vida norteamericana. Mrs. Stringham tuvo entonces un momento de alarma: se preguntó si su joven compañera no iba a depararle simplemente algún complicado drama de nervios. Aunque al cabo de una semana, sin embargo, continuando su viaje, Mildred había contestado suficientemente la pregunta, dejándole la impresión, confusa por supuesto todavía, de que existía algo comparada con lo cual la interpretación de la inestabilidad nerviosa resultaba más bien grosera. Susan se encontró desde ese momento en presencia de un elemento que permaneció velado e intangible —aunque seguramente no tardaría en delinearse— y que lo explicaba todo, y aun más que todo, hasta llegar a ser la luz bajo la cual Mildred debía ser leída.

Todo aquello podía, a fin de cuentas, dar una idea de la forma en que la joven afectaba a quienes la rodeaban, podía ejemplificar el género de interés que inspiraba a los otros. Ella actuaba —y al parecer sin proponérselo— sobre la simpatía, la curiosidad, la imaginación de sus allegados, y nosotros no nos acercaremos a ella sino compartiendo los sentimientos de éstos, y, si fuese necesario, también su confusión; reducía a los demás, hubiera dicho Mrs. Stringham, los reducía a un desconcierto consentido, lo que para ella —en última instancia estaba en total concordancia con su grandeza. Ella excedía, escapaba a toda medida, y era sorprendente nada más que porque ellos estaban tan lejos de toda grandeza. Fue así como en aquel maravilloso día en el Brünig el encanto de observarla se había hecho más irresistible que nunca, lo que probaba hasta qué punto —o casi hasta qué punto— había sido reducida Mrs. Stringham juntamente con los demás. Casi le parecía que estaba persiguiendo a su amiga como para caer sobre ella en un momento dado. Sabía que no se arrojaría sobre ella —no había venido para eso—, pero igualmente sentía que la observaba en secreto y la estudiaba científicamente. Se sorprendió rondando como una espía, haciendo pruebas, tendiendo trampas, ocultando vestigios. Esto duraría, sin embargo, sólo hasta que comprendiera de qué se trataba, y observarla era mientras tanto, y después de todo, una manera de ser fiel a su amiga, y al mismo tiempo una ocupación, una satisfacción en sí misma. El placer de observarla, además, si era necesaria alguna justificación, provenía del sentimiento de su belleza. La belleza de Milly, en un principio, no parecía formar parte del cuadro y Mrs. Stringham, en los primeros arrebatos de amistad, no la había comentado abiertamente con nadie, pues había aprendido desde muy pronto que para la gente estúpida —¿y quién, se preguntaba a veces secretamente, no era estúpido?— aquello exigiría una gran cantidad de explicaciones. Había aprendido a no hablar de aquello hasta que los otros lo mencionaran, lo que ocasionalmente sucedía aunque no a menudo, y entonces hablaba con vehemencia. Se acaloraba al encontrar una opinión que coincidía con la suya y discutía, al mismo tiempo, con desconfianza, algunos detalles. En general, aprendió a ser sutil hasta el punto de emplear las mismas palabras que los otros usaban. Pretendía, así, ser también ella estúpida y terminar de una vez con el asunto. Definía a su amiga como insulsa, aun como fea, en los casos de especial insistencia, pero aclarando que tenía «un escamo muy particular». Ésta era su propia manera de describir un rostro que gracias, sin duda, al exceso de frente, de nariz y de boca, y a una ostensible ausencia de colores y rasgos convencionales, resultaba expresivo, irregular, exquisito, estuviese hablando o en silencio. Cuando Milly sonreía era un espectáculo público; cuando no lo hacía era un capítulo de la historia. Se habían detenido en el Brünig para almorzar, y allí la belleza del lugar les impuso la alternativa de una estancia más larga.

Mrs. Stringham hacía mientras tanto en aquellos lugares estremecedores reconocimientos, reconocimientos que eran ínfimos y agudos ecos de un pasado que ella había mantenido en una caja hermética pero que, apenas apretado un botón y expuesto al aire, se mostraba tan capaz de palpitar con fuerza como un fiel y viejo reloj. La Europa que conservaba de su juventud estaba formada parcialmente por tres años en Suiza, un semestre de estudios continuados en Vevey —con recompensas al mérito en forma de medallas de plata con cintas azules— y suaves pendientes de montaña acometidas con esquíes. Las buenas alumnas, durante las vacaciones, eran llevadas a lo alto y ahora podía juzgar, dada su familiaridad con los picos menores, que ella había sido una de las mejores. Estas reminiscencias, sagradas ahora por haberse incubado en los apacibles reductos del pasado, habían formado parte de la educación general programada para las dos hermanas, huérfanas de padre desde muy niñas, por su valiente madre de Vermont, la cual se le presentaba ahora como si hubiera elaborado aparentemente sin ninguna ayuda, casi como Cristóbal Colón, toda una concepción del otro hemisferio del globo. Había localizado Vevey, a la luz de su ingenio y con extraordinaria exactitud, desde Burlington, después de lo cual se había embarcado, había cruzado el mar, desembarcado, explorado y, sobre todo, había impuesto su presencia. Organizó así a sus hijas los cinco años en Suiza y en Alemania que iban a dejarles, desde entonces, un punto de comparación para todos los ciclos de Cathay, y que marcaron en especial a la más joven —o sea Susan— con un carácter que —como ella había tenido ocasión de repetirse frecuentemente era lo que la diferenciaba. La diferencia estribaba para Mrs. Stringham, una y otra vez y en los más diversos sentidos, en que —gracias a la solitaria, perseverante, previsora fe de su madre— ella era una mujer de mundo. Había numerosas mujeres que eran muchas cosas que ella no era, pero que, por otra parte, no eran mujeres de mundo ni podían saber que ella lo era (lo que le gustaba, porque las relegaba aún más), ni sabían, tampoco, hasta qué punto aquello la capacitaba para juzgarlas. Nunca se había visto tanto bajo ese aspecto como durante la actual fase del peregrinaje que hacía, ligeramente al azar, con Milly, y la conciencia de ello intensificó su deseo de detenerse allí. Los días irrecuperables habían vuelto a ella desde muy lejos; formaban parte del fresco aire de las alturas y de todo aquello que flotaba, como un perfume tenaz, sobre los desgarrados atavíos de su juventud: en el sabor de la miel y el deleite de la leche, el tintineo de los cencerros y el susurro de los torrentes, la fragancia de las hierbas aromáticas y el vértigo de los profundos abismos.

Milly sentía también por supuesto todas estas cosas, pero por momentos impresionaba a su compañera —así lo hubiese dicho Mrs. Stringham— como la princesa de una tragedia convencional podría impresionar a su confidente, si alguna vez le fuera permitida a esta última alguna emoción personal. Que una princesa no puede dejar de ser tal es una verdad que toda confidente, por importante que sea su papel, no debe olvidar nunca. Mrs. Stringham era una mujer de mundo pero Milly Theale era una princesa —la única con la que había debido tratar— y esto, a su manera, también, hacía una diferencia. Era un destino perfectamente definido para aquel a quien había tocado en suerte, y para todos los demás era una cualidad perfectamente palpable. Podía ser, quizá —con la soledad correspondiente y otros misterios—, el peso bajo el cual ella veía doblegarse en ocasiones, sumisamente, aquella admirable cabeza. Milly había accedido, durante el almuerzo, a permanecer allí unos días, y la había dejado examinar las habitaciones, hacer las preguntas necesarias, hallar un lugar para el coche y los caballos, trámites estos que le pareció natural ejecutar y que, por alguna razón, especialmente en esta oportunidad, le recordaron —con toda su magnificencia, su prodigilidad, su disfrute— lo que significaba vivir con los grandes. Su joven amiga poseía, en un grado sublime, la cualidad de despreocuparse de las dificultades, de las que sabía mantenerse distante, pero no tal como hemos visto hacer a muchas personas encantadoras, endilgándolas a los demás. Ella las mantenía completamente alejadas, y nunca penetraban en su esfera. Ni la más plañidera confidente hubiese podido introducirlas, y seguir los pasos de esa confidente implicaba vivir exenta de dificultades. Era tan fácil cuidar de ella que todo se parecía un poco a la vida de la corte, sin sus humillaciones. Todo se reducía, por supuesto, a la cuestión del dinero, y la atenta observadora que era Susan había reflexionado muchas veces, para este entonces, que si se hablaba de «diferencias» era solamente eso, y nada más que eso, a fin de cuentas, lo que las establecía. Ella no podía haber imaginado a alguien menos preocupado por comprar o aparentar que Mildred, pero de todas maneras era indiscutible que no se podía separar a la joven de su riqueza. Podía dejar a su escrupulosa amiga tan libremente sola con su fortuna como fuese posible, sin preguntarle nunca nada ni hacerle la menor referencia a ella, pero se hacía evidente en los finos pliegues de la negra e involuntariamente costosa falda que arrastraba ahora sobre el césped al salir a vagar sin rumbo; resaltaba en los curiosos y espléndidos bucles que sin ningún cuidado por la mode du jour, se asomaban bajo la correspondiente indiferencia de su sombrero, en un estilo exclusivamente personal que sugería una especie de noble inelegancia; se emboscaba entre las páginas sin cortar del antiguo volumen de Tauchnitz del que mecánicamente se había reunido antes de salir. Estaba en su ropa, en su manera de caminar, en sus lecturas, en su pensamiento: no podía borrarla de sus sonrisas con ninguna soñadora ausencia, ni desembarazarse de ella por medio de ningún lánguido suspiro. No podía librarse de ella por más que lo intentara: eso era ser realmente rico. Formaba parte de su ser.

Cuando una hora después Milly no había regresado aún a la casa, Mrs. Stringham —aunque la tarde acababa de comenzar— salió en la misma dirección con el propósito de unirse a ella por si deseaba dar un paseo. Pero la intención de encontrarla era en verdad menos patente que la de respetar una soledad que su amiga tal vez prefería, por lo que, una vez más, se halló procediendo con un sigilo que la hacía aparecer ligeramente subrepticia aun a sus propios ojos. No podía evitarlo, sin embargo, y no se preocupaba, segura como estaba de que lo que quería era no violar ciertos límites, sino saber detenerse a tiempo. Era para poder hacerlo que avanzaba con cautela, pero en esta ocasión debió de alejarse más que de costumbre ya que recorrió en vano, por último con alguna ansiedad, el camino que según pensaba debía de haber seguido Milly. Trepó por una colina y se internó en la alta planicie alpina por la cual deseaban errar desde que la habían visto, durante todos aquellos últimos días, cada vez que pasaban por los terrenos bajos o altos, y luego penetró en la penumbra de una floresta, siempre subiendo, sin pausa, hasta descubrir un racimo de oscuras y viejas cabañas colgadas allá arriba. Llegó hasta ellas a su debido tiempo y allí recibió de una azorada vieja vagabunda, de aspecto verdaderamente espantoso, una información que le sirvió de suficiente guía. Acababa de ver pasar a su compañera no hacía mucho tiempo, sobre una cima después de la cual el camino volvía a descender pronunciada y peligrosamente, como nuestra inquieta investigadora pudo comprobar un cuarto de hora más tarde. Llevaba sin duda a alguna parte, aunque al parecer se perdía en el vacío ya que los enormes flancos de la montaña, desde donde ella se hallaba, se desbarrancaban abruptamente, aunque quizás desembocaban en una salida allá abajo, fuera del alcance de su vista. Su alarma, sin embargo, fue breve, porque en seguida divisó sobre una roca, a veinte metros de allí, el volumen de Tauchnitz que la muchacha había llevado consigo y que le indicaba que había pasado por ese lugar no hacía mucho. Lo había abandonado, seguramente, porque le estorbaba, lo que quería decir que pensaba recogerlo al volver, pero si el libro permanecía allí, ¿dónde diablos se había metido ella? Mrs. Stringham, me apresuro a aclarar, iba a descubrirlo en pocos minutos, pero fue por casualidad que su profunda agitación no delató antes su presencia.

Más allá del declive del sendero, y luego de un abrupto recodo oculto por las rocas y los arbustos, todo este paraje parecía caer a pique y transformarse en una simple y pura perspectiva, una vista de gran amplitud y belleza proyectada vertiginosamente allí delante. Milly, con la promesa de este espectáculo, había bajado directamente a su encuentro, y sólo se detuvo cuando lo vio desplegado ante sus ojos; y allí, en lo que a su amiga le pareció el mismo borde del abismo, se hallaba sentada a sus anchas. El sendero de alguna manera seguía su curso y desaparecía, pero la joven se había instalado sobre una plataforma de piedra al final de un promontorio o saliente que simplemente apuntaba a la nada, y que estaba colocado de tal manera, por fortuna —o por desgracia—, como para hallarse inmediatamente expuesto a la vista. Porque Mrs. Stringham contuvo un grito al comprender el peligro que significaba semejante proximidad al vacío: la posibilidad de caer, de resbalar, de saltar, de precipitarse a causa de un solo movimiento en falso—por girar la cabeza, nada más, ¿quién podía decirlo?—en lo que sea que hubiera allá abajo. Miles de pensamientos, en un segundo, aturdieron la cabeza de la pobre Susan pero sin alcanzar, por suerte, la de Milly. Fue una conmoción que dejó a nuestra observadora tensamente inmóvil y conteniendo el aliento. En un primer momento pensó en la posibilidad de una oculta intención — por descabellada que fuera la idea— en la actitud de su amiga, de una encubierta relación entre ese capricho de Milly y cierta horrible y secreta obsesión. Pero como Mrs. Stringham permaneció sin moverse como si bastara un sonido, una sílaba para producir el movimiento que habría de ser fatal, los breves minutos que transcurrieron sirvieron para tranquilizarla. Le dieron tiempo para recibir esa impresión que poco más tarde, al volver sigilosamente sobre sus pasos, se llevó grabada en su espíritu. Era la impresión de que si la joven estaba allí meditando profunda y temerariamente no lo hacía sobre la posibilidad de saltar sino que, por el contrario, se hallaba en un infinito y elevado estado de plenitud que nada podía ganar con la violencia. Contemplaba los reinos de la Tierra y no seguramente con la intención de abandonarlos. ¿Elegía el suyo entre ellos, o acaso los quería a todos? Esta pregunta, antes de que Mrs. Stringham pudiera decidir qué hacer, desvaneció todas las demás, y puesto que vio —o creyó ver— que era peligroso llamarla, comunicarle de alguna manera su sorpresa, lo más seguro probablemente sería retirarse como había llegado. Se quedó allí observándola un rato, conteniendo el aliento, y nunca llegó a saber cuánto tiempo estuvo así.

No muchos minutos, seguramente, aunque no parecieron pocos, y le dieron tanto en qué pensar, no solamente mientras regresaba sino también después, cuando esperaba en la hostería, que todavía se hallaba ocupada en ellos cuando Milly reapareció muy entrada la tarde. Mrs. Stringham se había detenido en el camino donde quedara el Tauchnitz, lo había tomado y con el lápiz sujeto en la correa de su reloj, había escrito «á bientôt!» sobre la cubierta; luego, mientras la joven se demoraba, fue midiendo el tiempo sin rastros de inquietud. Comprendía ahora que lo importante que había traído consigo era precisamente la convicción de que el futuro no representaba para su princesa ninguna forma de rápida o simple liberación de la condición humana. No se trataba para ella de saltar en el vacío buscando una salida inmediata sino de recibir en pleno rostro todo el asalto de la vida, a la cual seguramente pasaba una revista general sentada allí en aquella roca. Mrs. Stringham pudo por lo tanto decirse a sí misma, después de otro rato de espera, que si su joven amiga aún no regresaba no sería —cualquiera que fuese la ocasión— porque se hubiera suicidado. Ella no podría hacerlo: se sabía destinada a algo mucho más complejo y ésa era la visión con la cual —no sin cierto terror— había sido sorprendida. La imagen que Mrs. Stringham conservaba tenía el carácter de una revelación. Durante los ansiosos minutos en que la observó había redescubierto a su amiga: su tipo, su aspecto, sus estigmas, su historia y su estado, su belleza y su misterio, todo ello inconscientemente revelado bajo el cielo alpino para ir a alimentar de nuevo, en tropel, la llama de Mrs. Stringham. Hay cosas que más adelante se nos irán presentando con mayor precisión y que aquí apuntamos mientras tanto con brevedad en virtud de este entusiasmo que en nuestra amiga era superior a toda duda. Era una impresión que ella apenas estaba acostumbrada a soportar, la de tener bajo sus pies una mina de material precioso. Le parecía estar cerca de su entrada, todavía sin despejar. Una mina que necesitaba sólo ser explotada y que encerraba sin duda un tesoro. Y no pensaba, por cierto, en el oro de Milly.