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LA idea de visitar la National Gallery la había acompañado desde que sir Luke Strett le anunció su visita. Tenía presente a la galería como un lugar apenas concurrido, uno de esos sitios que en Estados Unidos le parecían las más importantes atracciones de Europa y uno de los más elevados focos de cultura, pero que luego —la historia de siempre— se terminaba por sacrificar a los placeres vulgares con una típica frivolidad. Ella había experimentado perfectamente, durante aquellos extraños momentos en el Brünig, la vergonzosa impresión de estar volviendo la espalda a tales oportunidades de verdadero enriquecimiento espiritual, que desde hacía mucho tiempo tenía clasificadas, en lo que se refería a su gira europea, bajo la general denominación de «pinturas y demás». Y ahora comprendía por qué había procedido así. La razón saltaba a la vista: había elegido la vida en oposición a la cultura y el resultado era que había vivido plenamente. Aparte de esas breves y pocas incursiones por el curso multicolor de la historia, para las cuales Kate Croy la había ayudado a encontrar tiempo, había otras muchas ocasiones que seguramente había dejado pasar, momentos importantes que —excepto aquel día— no había sabido aprovechar. Ahora se sentía capaz de recuperarlos —de recuperar dos o tres de ellos— entre los Ticiano y los Turner. Ella había estado saboreando por anticipado ese instante, y cuando se halló en aquellas salas propicias, vio justificada su espera. Ésa era la atmósfera que quería, el único mundo que entonces necesitaba. Las galerías tranquilas, colmadas de nobleza, con la discreción de sus tesoros, se extendían a su alrededor hasta hacerle pensar: «¡Si pudiera perderme aquí dentro!». Había una gran cantidad de público, pero asombrosamente habían desaparecido los problemas personales. Afuera, los problemas personales eran inmensos, pero ella los había dejado allí con alegría y apenas si volvieron a insinuarse, durante un cuarto de hora, cuando se detuvo para observar a una de las más concienzudas copistas. Dos o tres de ellas, en particular, de anteojos, vestidas con guardapolvos y absortas, despertaron su simpatía hasta un extremo casi ridículo. Parecían enseñarle, en aquel momento, la mejor manera de vivir. Ella tendría que haber sido copista: eso le convenía. Le convenía porque significaba escapar, vivir bajo el agua, ser a la vez impersonal y firme. Allí estaba frente a una de ellas: no había más que empastar y empastar.

Milly se abandonó a esa fantasía hasta que casi se avergonzó; contempló a las copistas y de pronto se sorprendió preguntándose a sí misma qué habrían de pensar los demás de una joven, de aspecto normal, que parecía observarlas como si ellas fueran lo mejor que allí había. Le hubiera gustado hablarles, introducirse, tal como se las imaginaba, en sus vidas, y sólo se detuvo porque no se veía comprando imitaciones y temió suscitar la esperanza de una venta. Tenía conciencia de que se había detenido allí nada más que buscando un refugio, que su afición por los Turner y los Ticiano era demasiado débil. Formaban alrededor de ella, mano a mano, un círculo muy vasto, un círculo que un año antes le hubiese agradado recorrer. Pero aquello correspondía a las vidas más vastas, no a las pequeñas, no a una vida, por ejemplo, cuyo móvil actual era el interés, interés por la compasión, buscada a través de malhadados esfuerzos. Se demoraba absurdamente en sus cortas escalas, parpadeando, al disminuir su curiosidad, ante los gloriosos muros, aunque admirando las perspectivas y las arcadas para no ser sorprendida en falta. Las perspectivas y las arcadas la llevaron de salón en salón, y había estado ya en numerosas secciones de la exposición, según creía, cuando se sentó para descansar. Había algunos grupos diseminados de sillas en lugares desde donde uno podía ver los cuadros. Ahora la atención de Milly se hallaba ocupada ciertamente, primero, en el hecho de que a pesar de todo no hubiese podido contestar un cuestionario sobre la cronología de esas «escuelas» y segundo, en que estaba mucho más cansada de lo que creía, a pesar de que no había hecho trabajar demasiado a su mente. Sus ojos, también, debemos agregar, habían encontrado otra ocupación de la que ella les permitía disfrutar libremente: seguían con vaguedad la vaguedad de los otros visitantes; escudriñaban, sobre todo, y con diferentes resultados, el extraordinario desfile de sus compatriotas. Le llamó la atención que el museo, a principios de agosto, se hallara invadido por los turistas, y también que pudiera reconocerlos desde lejos, sin dificultad, ya marcharan solos o en grupos... y reconocerlos bajo una luz nueva, una nueva luz que aclaraba sus propias tinieblas. Al fin se resignó: aquello terminaría como siempre; habría venido a la National Gallery nada más que para contemplar a las copistas y espiar los Baedeker. Ése era tal vez el imperativo de los delicados de salud: sentarse en un sitio público y contar a los norteamericanos. Una manera más de pasar el tiempo aunque también una segunda línea de defensa, a pesar de la actitud inequívoca de sus compatriotas. Parecían cortados por una misma tijera, coloreados, rotulados, empaquetados, y la relación que tenían con ella no funcionaba: de alguna manera parecían ignorarla. En parte, sin duda, porque no la advertían o no la conocían; pero ni siquiera demostraban reconocer su comunidad de fatigas con ella, es decir, el signo, mientras permanecía allí sentada, de que para ella también Europa era «dura». Pensó además, ociosamente — pues aún conservaba su humor—, que al parecer no tenía con ellos el mismo éxito que con los demás habitantes de Londres, a quienes apenas les bastaba conocerla para apegarse a ella. Milly podía preguntarse si serían diferentes en el caso de que ella regresara con esa nueva aureola, pero podía preguntarse también, llegada a ese punto, si regresaría alguna vez y a dónde. Sus conciudadanos, de todos modos, pasaban errátiles a su lado con toda la vivacidad de sus distraídos comentarios, y Milly se quedó por último con la impresión de haberse aprovechado de ellos deslealmente.

Hubo un momento más interesante, sin embargo, cuando tres mujeres, evidentemente una madre y sus hijas, se detuvieron frente a Milly a raíz de un comentario que al parecer había hecho una de ellas y que se refería a algo que se hallaba del otro lado del salón. Milly estaba de espaldas a ese objeto de interés pero tenía ante sí el rostro de su joven compatriota, precisamente la que acababa de hablar, y descubrió en su mirada cierta vislumbre de reconocimiento. En cuanto a eso, ella sí las había reconocido abiertamente: las conocía a las tres, de forma genérica, como un colegial, copiándose de sus ayudamemorias colocados sobre las rodillas, habría podido contestar en clase; se sentía también como el colegial, bastante culpable, y se preguntaba si tenía el derecho de poseer, de disponer de aquellos otros que no lo habían provocado voluntariamente. Hubiera podido decir dónde y cómo vivían si sólo el lugar y la forma de vivir hubieran sido susceptibles de alguna certeza; Milly se asomó tiernamente, en su imaginación, sobre Mr. Fulano, marital y paternal, constantemente mencionado, con todos los honores y respetos, pero también constantemente invisible, existiendo tan sólo como una abstracción financiera. La madre, cuyo pelo platino y peinado con esmero parecía no tener ninguna relación con su edad aparente, presentaba un aspecto casi químicamente seco y aseado. Sus acompañantes exhibían un ceño de ambigua disconformidad, humanizado por la fatiga, y las tres lucían unos abrigos cortos, de color, provistos de una capucha. Las capuchas podían ser diferentes pero los abrigos, cosa extraña, parecían idénticos.

—¿Hermoso? Bien, si a ti te lo parece... —Era la madre la que había hablado y quien agregó, después de una pausa durante la cual Milly atribuyó dicha referencia a alguno de los cuadros—: Hermoso en el estilo inglés.

Los tres pares de ojos convergían en algún punto situado detrás de ella y las mujeres examinaban esta última característica sin hacer otro comentario, salvo cierta melancolía silenciosa en una de las hijas y mascullada en la otra. Milly se sintió embargada de simpatía por ellas mientras se alejaban; se dijo que le hubiera gustado conocerlas, que había algo común entre ellas que le hubiese agradado compartir. Pero Milly las perdió, también: las mujeres eran apáticas y las dejaron con su leve intriga acerca de lo que les había llamado la atención. Lo «hermoso» la incitaba a volverse, tanto más cuanto que el «estilo inglés» sería sin duda la «escuela inglesa», que a ella le encantaba; pero, antes de volverse, descubrió en uno de los paneles que tenía al frente que se hallaba rodeada de pequeños cuadros de la escuela holandesa. Esto produjo un apreciable efecto: la oscura intuición de que no había sido entonces una pintura lo que había atraído la atención de las tres norteamericanas. De todos modos ya era hora de regresar y se volvió al ponerse de pie. Había estado sentada de espaldas a una de las muchas entradas y varios visitantes habían llegado mientras tanto, algunos solos, otros acompañados. Uno de estos últimos retuvo de pronto su mirada.

Era un joven parado en medio del grupo, que se había quitado el sombrero y que mientras contemplaba, con aire ausente— como Milly pudo advertir—, la fila más alta de la colección, se secaba la frente con un pañuelo. Este menester duró lo suficiente como para que Milly tuviera tiempo de deducir —y unos pocos segundos bastaron— que era ese rostro lo que sus compatriotas habían estado observando. Pudo suponerlo porque coincidía con su apreciación, aun con sus reservas, y por cierto que el «estilo inglés» del joven —tal vez por un súbito contraste con el norteamericano— atraía poderosamente la atención. Esa atención, al mismo tiempo —y allí estaba lo extraordinario—, se agudizó casi hasta el sufrimiento, pues al mismo tiempo que examinaba detenidamente su cabeza descubierta se sintió conmovida al reconocerla: ésa era la cabeza de Merton Densher y él estaba allí, de pie, y permaneció sin verla el tiempo necesario como para que Milly pudiese primero cerciorarse y después vacilar. Todo ocurrió en un segundo, pero bastó para que ella se preguntara libremente si lo mejor sería que él la viese. Pudo responderse, también, que no le agradaría que Merton la sorprendiera tratando de huir: y tal vez ella habría decidido que él estaba demasiado ocupado como para darse cuenta de algo, de no haber ocurrido un nuevo hecho que superó al anterior en violencia. Nunca pudo precisar, más tarde, cuánto tiempo estuvo contemplando a Merton Densher hasta que ella misma se sintió mirada por alguien. Lo único que pudo recordar fue que hizo un segundo reconocimiento antes de que él advirtiera su presencia. El motivo de esa segunda conmoción fue nada menos que Kate Croy; Kate Croy, que de pronto se cruzó también en su campo visual y cuyos ojos se encontraron con los de Milly acto seguido, Kate se hallaba apenas a dos metros de allí. Merton Densher no estaba solo. El semblante de Kate expresó precisamente eso porque después de una mirada tan vacía como la de Milly se animó con una remota sonrisa. Eso fue lo que, asombrosamente — además del asombro propio del encuentro—, se estableció tácitamente entre ellas: la inmediata reducción a términos sencillos de la presencia de ambas en aquel lugar. No fue sino hasta mucho después cuando la joven comprendió plenamente la relación entre esa actitud y su ya establecida convicción de que Kate era un ser prodigioso, aunque allí mismo, de algún modo, se sintió manejada y otra vez, como la noche anterior, sintió que disponían de ella, que disponían de ella absolutamente para su mayor placer. En otras palabras, no había pasado un minuto cuando Kate ya se las había arreglado para que Milly tomara provisionalmente aquel encuentro como muy natural.

El encanto residía precisamente en que era provisional, carácter este que había asumido de pronto: representaba felizmente muchas cosas que Kate habría de explicar en la primera oportunidad. Eso dejaba, por lo tanto —y allí estaba lo admirable del caso—, el debido y amplio margen para divertirse con lo sucedido, con la monstruosa casualidad de encontrarse en semejante lugar inmediatamente después de haberse separado sin hacer ninguna alusión al respecto. Kate era, entonces, literalmente dueña de la situación, cuando Merton Densher pudo exclamar sonrojado o abochornado, pues era imposible distinguir la alegría de la turbación:

—¡Pero si es Miss Theale! ¡Qué casualidad! —Y después—: ¡Pero Miss Theale! ¡Qué suerte!

Miss Theale tuvo mientras tanto la impresión de que Kate también proyectaba algo asombroso e inefable hacia Mr. Densher, por más que su amiga no lo había mirado sugiriéndole nada, ni él a ella, consultándola. Él había mirado, y miraba ahora, solamente a Milly, con amabilidad y consideración —ella no hubiese podido precisar la palabra—, aunque sin disminuir, de todos modos, su certidumbre de que las mujeres saben salir de un apuro con mucho más tacto que los hombres. El apuro, por supuesto, no podía en esta ocasión definirse ni expresarse, y la manera en que se evitó todo comentario representó para nuestra joven una victoria característica de la vida civilizada. Pero ella lo aceptó con un íntimo destello de pasión porque lo único que podía hacer por él, pensaba, era demostrarle de qué manera le facilitaba las cosas. Cansada y nerviosa como se sentía habría podido desconcertarse realmente en grado sumo si la oportunidad misma no la hubiera salvado. Fue lo que más la ayudó, lo que hizo que luego de los primeros segundos se mostrara tan valiente con Kate como Kate lo era con ella, y que se preguntara únicamente qué podía querer Merton Densher que ella hiciese. Que el joven, al cabo de tres minutos, sin el menor embarazo, se mostrara tan cordialmente «amigo» de ambas no fue sino otro efecto de su refinada urbanidad. Y esto fue para Milly, desde el momento en que lo comprendió, como una fuente de inspiración, hasta el punto de que se propuso descollar en ese plano. Se necesitaba sin duda una gran dosis de inspiración para no encontrar ridícula —ni aun desagradable— aquella anomalía (para Kate) de que ella conociera a Merton, y (para ella misma) de que Kate pasara la mañana con él; aunque todo siguió confirmando esa imprecisión después de que Milly hubo apurado el primer trago. Milly se preguntó más tarde, al reflexionar sobre esto, qué podrían haber dicho realmente para obtener tanto éxito con lo que habían callado, aunque en aquel momento, después de todo, la dulzura del trago consistió en sentir que habían obtenido éxito. Lo que Mr. Densher podía ganar con aquello era algo que para Milly permanecía en la más completa oscuridad, y ella tal vez había inventado su posible necesidad nada más que para sentirse útil. Fuera como fuese, sus refinados modales —los de todos, sin excepción— les ayudaron a salir del paso. Debemos reconocer que la mayor inspiración de Milly fue darse cuenta en seguida de la utilidad que podía rendirle su propio—por así decirlo— estilo autóctono. Ella tuvo conciencia desde un principio —con cierta vergüenza por el escaso abolengo de su raza o al menos por la indigencia de su naturaleza— del margen que en calidad de norteamericana dejaba sin aprovechar, aunque en el aire inglés, por cierto, el texto parecía cubrir toda la página. Ella tenía aún reservas de espontaneidad, si no de ingenio, y todo ese capital era algo que podía ser empleado. Fue todo lo espontánea que pudo y tan norteamericana como Mr. Densher, al regresar de su viaje, hubiera esperado hallarla. Habló con volubilidad y hasta se felicitó de hacerlo no con un tono de agitación sino con el tono propio de Nueva York. Con el tono de la agitación de Nueva York, por supuesto, y Milly captó suficientemente hasta qué punto eso podía ayudarla.

La ayuda quedó a la vista antes de que abandonaran el museo. Cuando los dos aceptaron su invitación de almorzar con ella en el hotel fue como si se dispusieran a comer en algún restaurante de la Quinta Avenida. Kate nunca había estado allí, adonde Milly la llevaba ahora tan directamente, y si Mr. Densher ya había estado nunca había tenido que ir tan de prisa. La joven hizo la proposición como la cosa más natural. Lo propuso en su calidad de norteamericana y se vio recompensada por la forma en que ellos la siguieron. Lo mejor de todo fue que para lograrlo no tuvo más que aparentar que obedecía las insinuaciones de Kate. La primera sonrisa encantadora de Kate le había insinuado: «Oh, es cierto, todo esto parece muy extraño, pero dame tiempo y ya te lo explicaré», y la joven norteamericana estaba más dispuesta que nadie en el mundo a darle todo el tiempo necesario. Milly se lo dio y ellos debieron de tomarlo aun cuando, como sospechaban, era más de lo que hubieran deseado. En la puerta del museo expresó su preferencia por un coche de plaza. Volver de aquella manera precisamente prolongaría los minutos. Y se sintió más justificada que nunca por el encanto que su espíritu comunicó al empleado de aquel medio de transporte. Aquello alcanzó su apogeo — para ella misma, claro— cuando introdujo a sus compañeros en presencia de Mrs. Stringham. Susie la esperaba con el almuerzo y nada habría podido satisfacerla más que comprobar que su amiga comprendía cuán lejos estaba ella de sentirse abyectamente ansiosa. La copa que en esos momentos extendía a su querida compañera podía resultar realmente inquietante pues contenía más allá de toda duda una heterogénea mezcla de extraños ingredientes. Milly vio que Susie la miraba como preguntándole si había traído aquellos invitados para hacerles conocer el diagnóstico de sir Luke Strett. Bien, era mejor que su amiga tuviera mucho de qué asombrarse antes que demasiado poco; ella había venido «al fin y al cabo» —como decían en Norteamérica— para enterarse de lo ocurrido, y su interés brillaba claramente en sus ojos. Pero Milly sentía, sin embargo, en el fondo, cierta pena por Susan, que estaba lejos de poder obtener alguna información tranquilizadora de aquella singular escena. Veía aparecer de pronto a Mr. Densher sin saber nada más de lo sucedido. Veía también a su joven amiga indiferente a su destino, sin poder explicarse esa indiferencia. Lo único que la tranquilizó fue la forma en que Kate, después del almuerzo, se consagró, como podría decirse, a ella. Y esto fue también en realidad lo que en gran parte tranquilizó a Milly. Aquello tenía, para nuestra joven, su lado de belleza, tanto se diferenciaba de la anterior conducta de Kate, para quien Susan resultaba cargante, y ese cambio ahora no podía ser menos que sugestivo. Las dos se sentaron juntas, después de levantarse de la mesa, en la misma habitación en que acababan de comer, permitiendo así que Milly y su otro invitado conversaran en la sala contigua. Esto, para Milly, fue por demás satisfactorio: significaba, por parte de Kate, casi como un pedido de auxilio. Si ella prefería «cargar» con Susan Shepherd con tal de no quedarse con él, ese solo hecho prácticamente lo explicaba todo. Tal vez no aclaraba totalmente por qué había salido con Merton Densher aquella mañana, pero explicaba — según lo veía Milly— todo lo que era posible explicar delante de él.

Poco a poco, entonces, ante el claro proceder de Kate, las cosas recuperaron su lugar: Merton Densher estaba enamorado y Kate no podía evitarlo; debía limitarse a ser amable y a soportarlo. ¿Acaso aquello, sin mayor esfuerzo, no lo explicaba todo? Milly, de todos modos, usó esta explicación, por el momento, como un abrigo: se la echó encima, en esa amplia sala del frente, y se envolvió en ella, enérgicamente, hasta el mentón. Si eso no lo arreglaba todo, por lo menos hacía lo suficiente como para que ella pudiera suplir el resto. Y ese vacío lo llenó con su interés por la cuestión de fondo, la cuestión de saber si al verlo de nuevo, después de todo aquello que —como ella misma decía— se había precipitado, la impresión que le causaba no difería de la recibida en Nueva York. Esta curiosidad la acució desde el momento en que dejaron el museo, la acompañó durante el regreso y después durante el almuerzo: y ahora, luego de permanecer más de quince minutos con él a solas se había agudizado. Ella debía sentir en aquella crisis que no podía haber ninguna respuesta clara ni simple, ninguna satisfacción en ese punto: simplemente su pregunta iba a caer hecha pedazos. No importaba resolver si él era diferente o no, no le preocupaba tampoco si ella lo era: todo eso había dejado de importar a la luz de lo único que realmente sabía. Esto era que ella lo amaba —como se dijo a sí misma— igual que antes. Y si eso equivalía a amar a una nueva persona la diversión sería simplemente mayor. Milly lo noto al principio en extremo silencioso, aun después de recuperarse de la confusión inicial, pero su vaguedad no provenía —según ella advirtió— de que se hubiera esfumado su personalidad ahora reiterada, cosa que el hecho de haber visto, allá, a miles y miles de jóvenes como ella, podía justificar ampliamente. No, él estuvo silencioso, inevitablemente, durante esos primeros minutos, a causa de la propia actitud de Milly —su actitud espontánea—, que relegaba todo lo demás a un segundo plano. Y también porque, así como Kate se había mostrado normal, todo en aquella atmósfera que los rodeaba indicaba que debían comportarse normalmente. Luego, cuando se sintieron más cómodos, cuando se habituaron, por así decirlo, a sus respectivas alegrías, él empezó a hablar como si en un momento dado hubiera descubierto cuál podía ser también su actitud natural. Era dar por sentado que Milly quería oírlo hablar sobre Estados Unidos, por lo cual debía contarle, en su correcto orden, todo lo que había visto y hecho al otro lado del mar. Se explayó de pronto, casi con insistencia; cejó después pero volvió en seguida al ataque y el efecto fue todavía más extraño al no dar el joven ningún indicio acerca de qué era lo que había —o no admirado. Sencillamente la anegó con su brillante historia, en especial durante esos minutos en que estuvieron a solas. Milly había dejado de ser norteamericana para que Merton Densher pudiera ser inglés a sus anchas, privilegio este del cual él supo sacar, Milly lo sentía, una ventaja inmensa y desconsiderada. Ella en realidad nunca se había preocupado menos por Estados Unidos que en aquel instante, pero eso nada tenía que ver con el caso. Hubiera podido ser la gran ocasión de su vida para aprender algo sobre su país, pues a él nada lo detenía, ni hizo tampoco ninguna alusión acerca de lo que a Milly por su lado le podía haber sucedido mientras tanto. Era como si creyera que la más importante de todas sus aventuras fuera estar haciendo lo que en ese momento hacía.

Milly vio entonces desplomarse del todo su pregunta fundamental, vio que lo único que le interesaba era el sentimiento de estar allí con él. Y esta impresión de ninguna manera fue atenuada por algo más que percibió al mismo tiempo: que Merton Densher —cualquiera que fuese su impulso inicial—actuaba ahora con el particular deseo, fruto de nuevos hechos o nuevas fantasías, de comportarse con ella como todo el mundo, de facilitarle también las cosas. Él había adoptado a su vez esa actitud, haciendo lo mismo que los demás, y si su ánimo se había exaltado podía muy bien ser porque creía haber encontrado el remedio para todos los inconvenientes. No importaba lo que él hiciese o dejara de hacer: ella lo amaría lo mismo. No había otra alternativa. Aunque su corazón iguale mente parecía oprimido por la tristeza de ver que la imagen que Merton se hacía de ella era semejante a la de todos los demás, como lo deploraba en ese instante. Ella esperaba que él no tuviese esa imagen, que tuviera otra propia de él, o que no tuviese ninguna; pero Merton Densher adoptaba la que menos obstáculos le ofrecía y, después de todo, esa imagen general no iba a ser un impedimento para que ella lo viese a él. El defecto de todo ello era que —si se le permitía cometer la incorrección de una crítica— con su blanda universalidad esa imagen transformaba las relaciones en algo prosaicamente natural. Anticipaba y suplantaba el juego, también blandamente, de las verdaderas afinidades. Esto se traslucía en su poder de retenerlo ahora allí, en eso y en la transparente atención con que escuchaba su entusiasta descripción de las Montañas Rocosas. Milly equiparaba su éxito en retenerlo con el de Kate en soportar a Susie. No sería Mr. Densher, si ella podía evitarlo, el primero en abandonar. Ésa era, por lo menos, una de las tensiones interiores de la joven, pero por debajo de esa razón profunda se podía descubrir otra aún mucho más sutil. Lo que ella había dejado en el hotel al salir esa mañana estaba todavía allí en una forma aguda y activa. Volvía a aflorar lo que entonces había prevalecido en su espíritu y de alguna manera había hecho a un lado violentamente .

Cuando sus amigos se retiraran Susie estallaría, y por más interesada que se hubiera mostrado por la personalidad del joven, Mr. Densher no sería la razón de su estallido. Milly había observado en su rostro, mientras almorzaban, un afiebrado matiz que lo decía todo al respecto. A Susie no le preocupaba ahora el destino personal de Mr. Densher. Éste se había presentado ante ella nada más que para encontrar, en su imaginación, su propio lugar ocupado. El destino personal del joven, en lo que a ella concernía, dejaba de ser personal, y Milly notó dicha omisión. Esto significaba que Susan se hallaba poseída por lo que sir Luke Strett le había dicho. ¿Qué le había dicho? Era algo que Milly no podía dejar de saber, aunque esa realidad resultara penosa a causa de la expresión de su compañera. Era también por esto por lo que la joven anfitriona de Mr. Densher —ante la inminencia de tener que afrontar dicha situación— seguía trepando con él por las Montañas Rocosas.