25
ELLA no hubiera podido decir qué fue lo que, en aquellas condiciones, los precipitó de nuevo en la solemnidad; pero al cabo de veinte minutos una especie de caviloso silencio se había posado sobre ellos como por obra de una vaga acritud de la que su visitante también participaba. No era nada grave, en verdad. Sólo la perfección de aquel encanto o, mejor aún, sólo ese sentimiento de exclusión, de lejanía que experimentaban frente a él. Un encanto que les mostraba un rostro glacial en su belleza, lleno de una poesía que nunca les pertenecería y que les hablaba con su sonrisa irónica de una vida posible pero vedada para ellos. Milly lo sintió así, una vez más: ¡«Oh, la aventura imposible»!... La aventura, para ella, ahora como siempre, consistiría en permanecer sentada allí, toda su vida, como en una fortaleza, y este sentimiento tomó forma en la idea de no salir jamás, de permanecer en las alturas, en aquel aire diáfano y celestial, donde se oía solamente el chasquear del agua contra la piedra. La amplia terraza por donde paseaban se hallaba muy alta, lo bastante para sugerirle esa melancólica fantasía.
—Ah, no bajar nunca, no descender jamás, jamás —dijo ella extrañamente a su amigo, exhalando un suspiro.
—¿Por qué no ha de hacerlo —preguntó él—, con esa enorme escalera en su palacio? Siempre habría gente, estoy seguro, en lo alto y al pie de la escalera, con trajes veroneses, para verla descender.
Ella sacudió leve y trágicamente su cabeza ante la incomprensión de lord Mark.
—Ni siquiera por esa gente con trajes veroneses. Quiero decir que lo verdaderamente hermoso es no sentir necesidad de bajar. Nunca salgo, en realidad —agregó—, ahora. No he salido, ¿comprende? He permanecido aquí arriba. A eso se debe que afortunadamente me haya encontrado.
Lord Mark se sorprendió: era, oh, sí, debidamente humano.
—¿Es que no ha salido a pasear’’
Ella contempló el lugar, el piso sobre los departamentos en los cuales lo había recibido, la terraza que correspondía a la sala del piso inferior, con sus arcadas góticas que miraban hacia el gran canal. El balcón entre las arcadas estaba abierto, la cornisa era ancha, la vista del canal, desde tal altura, era admirable, y el ondular de las blancas y sueltas cortinas sobre ellos era una invitación apenas hubiera podido decir a qué. Pero esa incógnita duró sólo un segundo: nunca se había sentido tan tentada a realizar allí mismo su aventura y nada más que su aventura. Habría de ser —y siempre volvía a eso— la aventura de no aventurarse.
—Paseo por aquí, solamente.
—¿Quiere decir —preguntó Mark— que no está usted realmente bien?
Se hallaban en el balcón, haciendo una pausa, demorándose frente a la majestad de los viejos y descoloridos palacios, con la lenta marea del Adriático a sus pies. Pero un minuto más tarde, y antes de responder, ella había cerrado sus ojos a ese espectáculo y dejó caer irresistiblemente su rostro entre los brazos apoyados sobre la baranda. Se arrodilló sobre el almohadón del asiento y permaneció allí silenciosa, un largo rato, con la frente baja. Comprendía que ese silencio era una respuesta más que suficiente, pero hacer otra cosa estaba más allá de sus fuerzas. A otras personas ni siquiera les hubiera posibilitado esa pregunta, a otras personas, por ejemplo, como Merton Densher. Y se preguntó entonces allí mismo qué podía significar ese sentimiento suyo hacia lord Mark, ese sentimiento que había hecho que tal pregunta, al surgir de sus labios, la llevara casi a la desesperación. Se debía, sin duda, a que ella se preocupaba muy poco por él. Abandonarse a su lado, permitir que su contacto desbordara la copa, sería un alivio —ya que para sus nervios se trataba nada más que de eso— que le costaba muy poco. Si él había venido, además, con la intención que le atribuía y aun si esta intención había sido determinada simplemente por el hechizo de la ocasión, lord Mark no debía engañarse sobre su valor, porque, ¿qué valor podía tener ella ahora? Mientras permanecía allí de rodillas pareció sacudirla la convicción de que no tenía ninguno, aunque conteniéndose, sin decir una palabra, trató de recuperar todo el posible. Y entonces tuvo una revelación: ¿no estaría su valor, precisamente, para el hombre que se casara con ella, entre los despojos de su enfermedad? Ella tal vez no iba a durar, pero sí su dinero. Para un hombre cuya pasión por su dinero fuera suficientemente intensa, hasta convertirse en el factor principal de su interés por ella, cualquier perspectiva de que abandonara a la brevedad este mundo podía constituir fácilmente un real atractivo. Un hombre así, que se propusiera halagarla, persuadirla, asegurarla, apropiarse de ella durante algún tiempo —tan breve o tan prolongado como la naturaleza y los médicos se lo permitiesen—, podría sacar partido de ella, por enferma, deteriorada o desagradable que fuese, gracias a los eventuales beneficios. Resultaba obvio que ella era una de esas mujeres capaces de comportarse generosamente con un esposo desgraciado y dolorido.
Milly se había dicho mucho tiempo atrás, de una manera general, que cualesquiera que fuesen los hábitos que moldearan su juventud, nunca llegaría a ser uno de ellos el descubrir detrás de cada mata un pretendiente interesado. Ésta era una actitud que desde muy joven le había parecido innoble y perniciosa. Por consiguiente se había precavido de ello todo lo posible y apenas podía explicarse en aquel instante, cómo se había sorprendido a sí misma imputándole a lord Mark una motivación vil. Esta baja motivación no tenía cabida en los fríos y azules ojos ingleses de lord Mark, y por otra parte Milly no se detuvo mucho en ese aspecto enfadoso de la cuestión. Sus sospechas, por lo tanto, se simplificaron: había una hermosa razón —en realidad eran dos— para que los móviles de lord Mark no le importasen. La primera razón era que, aunque él hubiera querido casarse sin que ella tuviera un centavo, ella por nada del mundo se habría casado con él; la segunda, era que el joven noble le había parecido sensible, amable y se había interesado por ella humana y conmovedoramente. Había además otros dos factores: el deseo de lord Mark de ser leal, muy franco con ella, y su impresión de que algo amenazaba, cercaba, agostaba a la joven. Pero ambos sentimientos se mezclaban en él y su combinación lo hacía estar seguro de quererla, como él mismo probablemente se decía. Esto era lo que en realidad Milly sabía: que él realmente la quería, con el natural y lógico agregado de que era una consecuencia de su debilidad. ¿O hubiera preferido, acaso —pudo preguntarse la joven—, que él se desconcertara y se disgustara por eso? Si él hubiera podido tan sólo ser lo bastante sensitivo como para proceder de acuerdo con sus preferencias, sin suscitar, sin exigir explicaciones, entonces le habría sido mucho más útil que dándole simplemente la ocasión de rechazarlo. Y le pareció otra vez, otra vez extraño, que él fuera eventualmente el único simpatizante seguro. Confiarse a los demás no la habría reconfortado; en cambio, con lord Mark, no temía que éste se estremeciera o empalideciese. Lo conservaría, es decir, cuidaría esa única relación fácil, en el sentido de fácil para él. La perspectiva, mientras tanto, era tan maravillosa, y lo que los rodeaba parecía impregnado de una tranquilidad tan natural y propicia como en la ópera, que Milly no creyó haberlo hecho esperar demasiado cuando, por fin, en lugar de aclarar si estaba enferma o sana, repitió simplemente:
—Paseo por aquí. Es algo que no me cansa. ¿Cómo podría hacerlo? Y me hace bien. Adoro este lugar —prosiguió—, y no quiero abandonarlo por nada del mundo.
—Tampoco yo, si tuviera su suerte. ¡Pero aun así, quedarse toda la vida!... ¿Es realmente eso lo que quiere?
—Creo que me gustaría —dijo la pobre Milly al cabo de un instante— morir en este palacio.
Precisamente esto le hizo reír como ella prefería en las personas que la amaban: de un modo dulce y agradable, sin abismos tenebrosos.
—¡Oh, no es lo bastante bueno como para eso! Para morir hay que elegir con mucho cuidado. Pero ¿no puede conservarlo? Es el lugar apropiado, como sabrá, para que usted lo habite. Usted sola basta para llenarlo, para poblarlo, para igualar su prestigio, pero en el peor de los casos, para sus amigos, quiero decir bastaría con que se haga ver por aquí tres o cuatro meses al año. Mas no lo creo indicado para el resto del tiempo. Tenemos otros proyectos para usted.
—¿Puede ser un proyecto para mí —preguntó ella sonriendo— que me maten?
—¿Acaso nosotros la matamos en Inglaterra?
—Bien, apenas le he visto a usted ya he tenido miedo. Ustedes son demasiado y demasiados para mí. Inglaterra está erizada de problemas. Venecia, como usted acaba de decir, se acerca más a mi estilo.
—¡Oh, oh! —rió lord Mark como para no contrariarla—. ¿No podría entonces comprar este palacio, por algún precio? Por dinero se lo cederán, es decir, por el dinero suficiente.
—Es exactamente —dijo ella— lo que he estado pensando. Creo que haré la prueba. Pero si me lo venden me quedaré aquí para siempre. —Hablaban con sinceridad—. Le dedicaré mi vida entera, ya que cuesta tanto. Será mi gran caparazón de oro. Y los que quieran verme deberán venir y buscarme aquí mismo.
—Ah, entonces estará viva —dijo lord Mark.
—Bien, no del todo extinguida, a lo mejor, pero sí gastada, marchita, disminuida, rodando por el lugar como un fruto seco.
—Oh —replicó él—. Nosotros, a pesar de su desconfianza, podemos hacer por usted algo mejor que todo eso.
—¿En el sentido de que para ustedes lo mejor para mí sería terminar cuanto antes?
Él le dio a entender que la compadecía y después de observarla durante cierto tiempo, sin sus anteojos—que le cambiaban la expresión de la mirada—, se puso otra vez los lentes sobre la nariz y volvió a la contemplación del paisaje. Pero el paisaje, a su vez, pronto lo dejó en libertad.
—¿Recuerda lo que le dije aquel día en Matcham? ¿O al menos lo que quise decirle?
—Oh, sí, recuerdo todo lo de Matcham. Eso pertenece a otra vida.
—Claro que sí, y es lo que traté de demostrarle ese día. Matcham, ¿sabe? —prosiguió él—, es un símbolo. Mi intención era hacérselo comprender un poco.
Ella recordaba muy bien su intención: no había perdido ni siquiera un centímetro, ni un gramo de todo ello.
—Lo que quise decir es que tengo la impresión de que ha transcurrido un siglo.
—Oh, para mí es mucho más reciente. Tal vez porque tenía conciencia —prosiguió él—de lo que se podía pensar de mi actitud. Lo que quería hacerle entender era que yo tal vez podría ayudarle..., bien, ayudarle mucho mejor. Mucho mejor, claro, que ciertas personas en particular.
—Concretamente, mejor que Mrs. Lowder y que Miss Croy y aun que Mrs. Stringham.
—¡Oh, Mrs. Stringham es perfecta! —corrigió inmediatamente lord Mark.
Esto la divirtió, a pesar de sus congojas, y tuvo ocasión de demostrarle, en todo caso, a despecho de esos cien años transcurridos, lo poco que había olvidado de sus alusiones. Su actitud para con ella en ese momento revivió aquellos otros tan patentemente que las lágrimas entonces casi volvieron a sus ojos.
—Usted puede hacer mucho por mí, es verdad. Lo comprendo perfectamente.
—Yo querría, ¿sabe? —explicó él no obstante—, respaldar su confianza. Es decir, darle el respaldo apropiado.
—Y bien, lord Mark, es lo que ha conseguido. Mi confianza, ahora, es la misma que usted me dio. La única diferencia —dijo Milly— consiste en que no sé ya para qué usarla. Además —continuó la joven—, me parece que usted está dispuesto ahora a socavarla un poco.
Él prestó tan poca atención a estas palabras como si Milly no las hubiese pronunciado, y se limitó a mirarla como si una gradual convicción estuviera apoderándose de él.
—¿Está en verdad frente a algún problema?
Milly, a su vez, no prestó atención a esa pregunta, adivinando que su convicción podía convencerla a ella también un poco.
—No diga, no trate de decir nada que no corresponda. Hay cosas mucho mejores que usted puede hacer.
Lord Mark examinó debidamente su respuesta, y debidamente la rechazó.
—Es demasiado monstruoso no poder preguntarle como un amigo lo que uno querría saber como tal.
—¿Qué es lo que quiere saber? —Milly hablaba, como en un brusco cambio, con cierta leve dureza—. ¿Quiere saber si estoy gravemente enferma?
El tono de sus palabras, aunque las pronunció sin ningún énfasis especial, revistió su significado de una especie de terror, claro que de terror únicamente para los demás. Lord Mark titubeó y se sonrojó, evidentemente sin poder evitarlo, pero mantuvo su actitud y habló en seguida hasta con cierta desacostumbrada vivacidad.
—¿Cree que yo puedo verla sufrir sin decir una palabra?
—No tenga miedo, no me verá sufrir. No seré una carga pública. Es por eso que me gusta este lugar: es tan hermoso y está tan alejado. Usted no se enterará de nada —agregó la joven, y después, como para poner un punto final—: Usted no sabe nada. No. ni siquiera usted. —Él la contemplaba conservando su expresión pero Milly percibió lo que en él era una actitud de evidente desconcierto. Quiso estar segura, entonces, de no haber sido desconsiderada. Sería amable de una vez por todas y con esto terminaría—. Estoy gravemente enferma —dijo.
—¿Y no hace usted nada?
—Hago de todo. Todo es esto mismo — sonrió—. Lo estoy haciendo ahora. Lo mejor que puedo hacer es vivir.
—Ah, no será mejor que vivir convenientemente, claro que no. Pero ¿lo está haciendo? ¿Por qué no ha consultado a alguien?
Él había recorrido con una mirada la fastuosidad rococó de la mansión como si hubiera mil cosas que no le podía ofrecer, y había elegido precisamente la más remota, pero ella recibió su sugerencia con una sonrisa.
—He consultado al mejor de todos. Ahora mismo obro por indicación suya. Lo he hecho al recibirlo y al hablar con usted de esta manera. Como le acabo de explicar, no puedo hacer más que vivir.
—¡Oh, vivir! —exclamó lord Mark.
—Para mí es algo inmenso. —Hablaba ya como por distracción. Ahora que había dicho su verdad, que se había confiado a él como nunca lo había hecho hasta ahora con nadie, su emoción, en definitiva, se disipaba. Era como si se propusiese no volver a hablar—. Por lo menos no lo habré perdido todo.
—¿Por qué debe perder algo? —El acento con que habló le hizo comprender que en ese mismo instante él se había decidido—. No hay nadie en el mundo para quien eso sea menos necesario, menos posible; para quien perder algo signifique seguramente un esfuerzo extraordinario.
Y pues crea en las prescripciones, por Dios, escuche mi consejo. Yo sé lo que usted necesita.
Oh, Milly sabía muy bien que él lo sabía. Pero ella había provocado —o casi— esta respuesta. Y le habló con consideración.
—Creo que lo que necesito es que no me acosen.
—Usted necesita ser adorada. —Lord Mark fue ahora directamente al tema—. Nada la importunará menos. Quiero decir, de la manera en que yo lo haría. De eso se trata — repitió él con firmeza—. No la aman suficientemente.
—¿Suficientemente para qué, lord Mark?
—Bien, para gozar de todas sus ventajas.
Después de todo Milly no se rió de él por esto.
—Entiendo lo que quiere decirme. Gozar de todas las ventajas implicaría verme forzada a amar en retribución. —Ella había adivinado pero vaciló—. ¿Usted querría que yo me viese forzada a amarlo?
—¡Oh, forzada!
Él era tan delicado, tan experto, tan consciente de toda ridiculez; su personalidad era tan ajena, por así decirlo, a toda impostura pasional; era todas estas cosas hasta tal punto que no pudo menos que tenerlas absolutamente en cuenta. Y lo hizo con el solo tono de esa exclamación, de una manera admirable. Milly sintió que se renovaba su simpatía hacia él. Le gustaban esas sutilezas, le agradaban tanto que resultaba deplorable verlo estropear todo, y más deplorable aún tener que clasificarlo entre esos encantos menores de la existencia que la angustiaban a veces al recordar que debería abandonarlos.
—¿Le parece inconcebible que pueda intentarlo?... —preguntó él.
—¿Intentar dejarme impresionar favorablemente por usted?
—Creer en mí, creer en mí —repitió lord Mark.
Milly vaciló de nuevo.
—¿Esforzarme en creer, como pago de que usted también lo intente?
—¡Oh, yo no necesito esforzarme! —declaró lord Mark al instante.
Su acento espontáneo y claro, sin embargo, su manera de eludir la pregunta de Milly, carecieron de sinceridad, como él mismo con inteligencia, con impotencia, casi con comicidad, pudo ver en seguida. Falta esta que fue señalada sobre todo por la risa que sacudió a Milly a continuación. No era lo apropiado para insuflarle una pasión tonificante y abrasadora ni servía tampoco para comunicarles una fuerza que los arrebatara a ambos. Y lo más encantador en lord Mark era que, aun en el acto de persuadir, de persuadirse a sí mismo, era capaz de comprender esto, demostrando así hasta qué punto podía obtener resultados felices.
El modo en que Milly lo veía, según se lo dio a entender, era algo que lo eximía de toda función peligrosa, lo que significaba una discriminación en su contra que nunca hasta ese entonces le habían hecho, por lo menos con conciencia de su parte. Nacido para mecerse en un aire protector, aquélla era la primera vez que se enfrentaba con un juicio forjado a la luz siniestra de la desgracia. El mundo personal de Milly, con sus crecientes tinieblas, se le presentaba, en los ojos de la joven, como un elemento en el cual sería en vano pretender moverse con facilidad porque estaba cargado de depresiones, de sentencias, de la fría atmósfera de los partidos perdidos. Casi sin necesidad de que ella hablara y por el simple hecho de que, en un caso semejante, le resultara imposible hallar un sustituto adecuado para la profundidad de sentimientos, lord Mark no pudo menos que aceptar de Milly que él sentía miedo, miedo de protestar falsamente o de todo lo desagradable que podía sobrevenir en la eventualidad de un compromiso, aunque esto era secundario. A ella le parecía adivinar, además —encantadora muchacha—, que lord Mark nunca habría esperado tener que protestar contra algo más allá de su natural conveniencia; más allá, en fin, de lo que sus hábitos y su propia disposición, su cultura, sus medios personales, en una palabra, se lo permitían. Aquella situación por lo tanto no podía resultarle placentera y Milly misma se la habría evitado de buena gana si él mismo no la hubiera precipitado. Ningún hombre —ella lo comprendía— podía aceptar complacido que no se lo juzgara lo suficientemente bueno para lo que la joven designaba como su realidad. No se habría necesitado mucho para hacerle comprender a Milly que él habría sido virtualmente capaz —si hubiera expresado sus más íntimos pensamientos— de sugerir la conveniencia en su propio interés, de aminorar, de aderezar esa dolorosa realidad. Él estaba dispuesto a adaptarse a ella, pero la realidad debía adaptarse a él otro tanto.
El sentimiento de Milly al respecto, por su parte, noble y financieramente apoyado, no podía o no quería adaptarse a él, y esta evidencia se leyó en su rostro como si hubiera recibido una bofetada, señalando el único minuto durante el cual él pudo resultarle nuevamente conmovedor. Cuando lord Mark pretendió volver a insistir, a pesar de todo, ya había dejado de serlo.
A todo esto se habían alejado de la ventana, habían caminado a través de otras habitaciones y Milly recurrió de nuevo al íntimo encanto del lugar, confirmando sus personales sentimientos, afirmando una vez más que si poseía una casa como aquélla y la amaba y la cuidaba lo suficiente, ella se lo retribuiría de la misma manera protegiéndola de todo mal. Él se asió, durante aquel cuarto de hora, al cabo que Milly le tendía, es decir, se asió con una sola mano, pues ella lo sentía aferrado al mismo tiempo con la otra a su propia seguridad porque él no era de ningún modo tan susceptible ni tan tonto, con toda justicia, como para no poder conducirse como si en el fondo nada hubiera ocurrido. Ése era uno de sus méritos, que ella valoraba: que la noción atávica y adquirida de su conducta consistía en la suposición general de que nada definitivo ni odioso le podía suceder. Desde el punto de vista social era una opinión como cualquier otra, y les permitió salir adelante por el resto de su aventura.
Sin embargo, después que bajaran, cuando él estaba a punto de partir y con todo ya dicho, su inquietud se le impuso otra vez a la joven, no sin extrañeza, bajo la forma de una nueva y posiblemente sincera alusión a su estado de salud. Tal vez trataba, con esto, de transformar en una injusticia el hecho de que Milly lo hubiera rechazado por algo que era, de su parte, nada más que un sentimiento de piedad exquisitamente suscitado.
—Lo siento así, de todas maneras, y me importa poco que usted trate de calmarnos. —Parecía querer demostrarle, pobre lord Mark, heroicamente, su desenvoltura—. Todos saben que el afecto descubre cosas que la indiferencia no advierte. Ésa es la razón por la que yo me he dado cuenta.
—¿Y no se habrá equivocado? —preguntó la joven, sonriendo—. Creo que más bien se considera ciego al afecto.
—Ciego a las imperfecciones, pero no a las buenas cualidades —respondió él sin vacilar.
—¿Y mis penurias privadas, mis complicaciones exclusivamente domésticas, de las cuales me avergüenzo de haberle dejado entrever algo, son mis buenas cualidades?
—Sí, para aquellos que se preocupan por usted, como todo el mundo hace. Todo lo suyo es hermoso. Y por otra parte —declaró—, no creo que me haya dicho todo eso seriamente. Es inconcebible que pueda hallarse en un aprieto insoluble. Si usted es impotente ¿qué otra persona en el mundo podría no serlo? quisiera saber. Usted es la primera entre todas las jóvenes de esta época. Le hablo sinceramente. —Y hay que reconocer que parecía sincero, no apasionado pero lúcido y tan competente en esas circunstancias que su tranquila afirmación tuvo la fuerza no tal vez de un tributo sino de una garantía—. Todos la amamos. Se lo digo de esta manera, dejando de lado toda pretensión personal, si usted lo prefiere. Le hablo ahora como integrante de un conjunto. Usted no ha nacido simplemente para torturarnos, ha nacido para hacernos felices. Así que debe escuchar lo que le decimos.
Milly meneó la cabeza con su habitual lentitud pero a la vez con una gran dulzura.
—No, no puedo escucharlos, eso es justamente lo que no debo hacer, por la simple razón de que no lo soporto. Puedo estar ligada a ustedes tanto como quieran, ya que se comportan tan encantadoramente. Yo por mi parte, en cambio, puedo darles la convicción más absoluta de lo que eso será... — y se detuvo un instante—. De que yo he de dar, y dar y dar... ya ve usted. Péguense a mí todo lo que puedan, y verán si no es verdad. Sólo que yo no puedo escuchar ni recibir ni aceptar nada... no puedo consentir. No debe ser una transacción. Realmente, es imposible. Tiene que creerme. Es todo lo que deseaba decirle y, ¿por qué debemos pensar que lo echará todo a perder?
Él dejó pasar su pregunta porque evidentemente, por una razón u otra, muchas cosas se habían echado a perder.
—Usted necesita a alguien en particular. —Lord Mark, de buena o de mala fe, insistía en eso, y ella volvió a sacudir la cabeza. Él repitió como si le moviese la mejor intención—: Usted necesita a alguien, a alguien en particular.
Ella debería preguntarse, más tarde, si no había estado en este punto al borde de decir algo enfático y vulgar: «¡Bien, pero no es a usted a quien necesito en todo caso!». Pero Milly, en realidad, sentía en aquel momento más lástima que irritación —lástima de verlo tan dolorosamente desorientado, errando por un desierto donde nada podía encontrar—, a pesar de que su equivocación tenía mucho de injuria. Ella conocía, además, la eficacia de lord Mark en otras esferas, y creyó haber incurrido en una falta de delicadeza al permitirle insistir de aquel modo. ¿Por qué no lo había detenido apenas adivinó sus intenciones? Ahora podría lograrlo solamente mediante una alusión que habría preferido no hacer.
—¿Sabe usted? No creo que esté procediendo muy correctamente, y digo esto no obstante que lo estoy escuchando. Eso tampoco es correcto, salvo que no presto atención. No debería haber venido a Venecia por mí, y en verdad no ha sido ésa la razón de su viaje y no debe comportarse como si lo fuera. Tiene amigos mucho más antiguos que yo, y mucho mejores también. Sólo puede haber venido, lógicamente y hasta diría honorablemente, por la mejor amiga que según creo tiene usted en el mundo.
Él oyó esto, cosa extraña, como si de alguna manera lo hubiera estado esperando. La miró fijamente y hubo un momento durante el cual ninguno de los dos pronunció su nombre como si ambos hubieran decidido que el otro debería hacerlo. La suave determinación de Milly resultó más fuerte.
—¿Miss Croy? —preguntó lord Mark.
Difícilmente se hubiera podido advertir que ella sonreía.
—Mrs. Lowder. —Él comprendió y se sonrojó de haber demostrado ese relativo candor—. Creo que es la mejor de todas sus amigas. Me parece que un hombre no puede pedir más.
Sin dejar de mirarla, lord Mark reflexionó.
—¿Quiere que me case con Mrs. Lowder?
Ahora le pareció a Milly que era él quien resultaba casi vulgar, pero no necesitaba serlo.
—Usted sabe, lord Mark, lo que quiero decir. No es que yo lo esté arrojando a un mundo inhóspito. El mundo no es así para usted, según creo —siguió la joven—, sino cálido y atento, y espera sólo que usted se decida a disfrutarlo.
Él no hizo un solo movimiento. Permaneció de pie sobre el mosaico bruñido y unos minutos después tomó su sombrero.
—¿Quiere entonces que me case con Kate Croy?
—Eso es lo que quiere Mrs. Lowder, y creo que no hago nada malo al decirlo. Ella da por supuesto que usted también lo sabe.
Lord Mark demostró con cuánta serenidad podía tomar una cosa como ésa y Milly, a su vez, sintió lo agradable que era tratar con un hombre de mundo.
—Le agradezco que piense en tales oportunidades para mí. Pero ¿por qué tendría yo que decidirme por Miss Croy?
Milly se alegró de poder demostrárselo tan fácilmente.
—Porque ella es la criatura más hermosa y más inteligente y más encantadora que yo haya conocido, y porque si yo fuera un hombre simplemente la adoraría. Y la adoro, en realidad. —Era una exuberante respuesta.
—Oh, querida mía, mucha gente la adora. Pero eso no favorece a todos.
—Ah —prosiguió Milly—, conozco a la «gente». Si el caso de uno es malo no tiene por qué serlo el de otro. No veo qué puede temer de los demás —dijo la joven—, si no se conduce insensatamente conmigo.
Apenas dijo esto, Milly tuvo conciencia de que lord Mark sacaba partido de lo que ella ignoraba.
—¿Cree usted —dijo él—, ya que estamos hablando sobre estas cosas, que la joven que usted describe en términos tan superlativos puede obtenerse con sólo pedirla?
—Bien, lord Mark, hay que intentarlo. Ella es estupenda, pero no sea usted tan humilde. —Milly estaba casi alegre.
Esto, evidentemente, para lord Mark, excedía la medida.
—Pero ¿realmente usted no sabe nada?
Era prácticamente un desafío a la muy común inteligencia que ella pretendía tener, lo que la movió a ser franca.
—Lo que sé es que alguien en particular está muy enamorado de ella.
—Entonces debe saber que al mismo tiempo ella está muy enamorada de alguien en particular.
—Ah, perdón —exclamó Milly, sonrojándose de que se le hubiese podido imputar un error tan grosero—. Está usted completamente equivocado.
—¿No es verdad, acaso?
—No es verdad.
Él se sonrió.
—¿Está segura, muy segura?
—Tan segura como puede estarlo —y el gesto de Milly lo demostraba— quien tiene todas las pruebas. Lo sé de buena fuente.
Lord Mark titubeó.
—¿Tal vez Mrs. Lowder?
—No. Yo no llamaría a Mrs. Lowder una buena fuente.
—Oh, juraría que hace un rato —rió él— me estaba diciendo que todo lo de Mrs. Lowder era bueno.
—Sí, bueno para usted. —Milly era perfectamente coherente—. Para usted —repitió— será la mejor fuente. Ella no cree en lo que usted acaba de decir y ya sabe el poco caso que le hace. Por ella misma puede enterarse. Yo, en cambio, lo supe... —aunque Milly, enfática, se detuvo.
—¿Lo supo por Kate?
—Por Kate en persona.
—¿Que ella no quiere a nadie en particular?
—A nadie en absoluto. —Después agregó, con energía—: Me ha dado su palabra.
—Oh —dijo lord Mark, a lo que añadió en seguida—: ¿Y a qué llama usted su palabra?
Milly lo miró sorprendida, tal vez con el deseo instintivo de ganar tiempo al ver que él se comprometía más de lo que ella hubiera esperado.
—¡Cómo, lord Mark! ¿A qué llamaría usted su palabra?
—Ah, no soy yo quien debe decirlo. Yo no le he preguntado nada a ella. Usted sí, por lo visto.
Esto la puso a la defensiva, especialmente por Kate.
—Hemos intimado mucho —explicó—, por lo que, sin necesidad de ser indiscreta, me ha confiado naturalmente ciertas cosas.
Lord Mark sonrió como ante una conclusión defectuosa.
—¿Quiere decir entonces que ella le hizo espontáneamente esa confidencia?
Milly reflexionó de nuevo, aunque sintiéndose más molesta que auxiliada por los ojos de él fijos en los suyos, como si quisieran leer en sus respectivas miradas más de lo que los labios decían. Lo que a Milly la desconcertaba era la extraña predisposición de su compañero a recelar de la veracidad de Kate. A ella le correspondía asumir su defensa.
—Sé muy bien lo que digo: cuando ella me contó que no tenía ningún interés especial en...
—¿Le dio a usted su palabra de honor? —interrumpió lord Mark.
Milly no podía entender por qué debía él examinarla de aquella manera, pero lo aceptó por Kate.
—Me dio la más absoluta seguridad de que era libre.
Lord Mark la observó sin dejar de sonreír.
—¿Y por lo tanto seguridad de que usted también lo es? —Apenas hubo hablado, sin embargo, él sintió que había cometido un error y Milly no hubiera podido decir por qué su mirada lo adivinó instantáneamente. Lord Mark, de todos modos, no le dio tiempo para ir más allá. Retrocedió en el acto, con un movimiento casi imperceptible—. Todo está muy bien, pero ¿por qué entonces, mi querida amiga, se siente obligada a darle su palabra de honor?
Milly comprendió que este «querida amiga» iba dirigido a ella, lo que la sorprendió porque, con un poco de amabilidad, debía corresponderle a la calumniada Kate. Y una vez más sintió que era su obligación compartir esa calumnia:
—Porque como ya le he dicho, ambas somos muy amigas.
—Oh —dijo lord Mark, como significando que en ese caso no se necesitaban semejantes demostraciones.
Se despidió, sin embargo, como si de alguna manera, al fin y al cabo, hubiera conseguido más o menos lo que deseaba. A Milly, por su parte, le pareció — mientras él pronunciaba sus pocas palabras de despedida— que había dicho más de lo que se había propuesto o de lo que podría —una vez que recuperara el dominio sobre sí misma— justificar. Era verdaderamente raro que él hubiese podido averiguar por ella, sobre sí misma —merced al encanto del lugar, impregnado de franqueza—, lo que ningún otro sabía: ni Kate, ni la tía Maud, ni tampoco Merton Densher, ni siquiera Susan Shepherd. Él había conseguido de pronto en particular —Milly lo sentía— hacerle perder su presencia de ánimo y ahora sólo deseaba que se alejara cuanto antes para recuperar el dominio sobre sí misma o por lo menos sobrellevar mejor su pérdida en la soledad. Pero Milly pudo ver que él se había detenido sin embargo, al observar que desde el otro extremo de la sala se acercaba uno de los gondoleros quien, siempre, aunque hubiese otras excursiones programadas por el resto del grupo, permanecía en el palacio—muy decorativo, ataviado y estirado—para el caso en que Milly, por un capricho súbito, decidiera ocuparlo, lo que nunca hasta ahora, en su libre reclusión, había necesitado hacer. El bronceado Pasquale, deslizándose con sus botas blancas sobre el mármol y sugiriéndole como siempre una embelesadora visión que apenas hubiera podido definir—tal vez un paciente hindú, demasiado silencioso aun para sus nervios o sencillamente un marinero caminando sobre el puente de un barco con sus pies desnudos—, el bronceado Pasquale puso ante sus ojos una pequeña bandeja que obsequiosamente le extendió con una tarjeta personal. Lord Mark, como para admirar mejor a Pasquale, decidió quedarse hasta que ella la recibiese y la leyera, cosa que la joven hizo con el instantáneo efecto de un nuevo golpe a su presencia de ánimo. Éste había sufrido tanto que debió hacer un esfuerzo para disimular, aun ante el gondolero, lo que logró al momento de preguntarle si aquel señor estaba abajo y de comprender que va había subido: Merton Densher había acompañado a Pasquale y esperaba ahora en el pasillo.
—Lo veré con el mayor gusto. —A lo que agregó, dirigiéndose a su acompañante, una vez que el hombre se alejó—: Mr. Merton Densher.
—Oh —dijo lord Mark, con un tono que resonando a lo largo de la enorme y fresca sala hubiera podido llegar a oídos del propio Merton Densher como un juicio sobre su identidad, de la que ya había oído hablar.