14

MILLY por cierto no podía decirlo, aunque había llegado a la conclusión tan extrañamente señalada por la visita de su amiga, a la convicción de que era envidiablemente fuerte. Ése fue el sentimiento con que vivió esa tarde, y durante cada una de las horas que aún le quedaban, lo que le resultó tal vez mucho más fácil porque esas horas estaban contadas. En realidad no esperaba sino la prometida visita de sir Luke Strett. A ese respecto, sin embargo, había tomado una decisión irrevocable: ya que él quería entrevistarse con Susie, ella no le opondría ninguna objeción; que él viera con sus propios ojos si eso era lo que le convenía. Que entre ellos arreglaran lo que debían tratar; y si algún peso podían quitar de su espíritu, que hicieran con él lo que más les gustara. Si su querido médico quería inflamar a Susan Shepherd con un nuevo ideal, todavía más sublime que los que albergaba actualmente, no corría sino el riesgo, en el peor de los casos, de tener que soportar a Susie. Si devoción, en una palabra, era lo que aquel dúo se disponía a organizar en su favor, ella la consumiría como un plato preparado y servido especialmente. Sir Luke le había preguntado por su apetito y su respuesta, según recordaba, fue bastante vaga, pero si se trataba de la devoción de los demás, ahora lo comprendía bien, su apetito era insuperable. Voraz, ávida, hambrienta, ésos eran sin duda los calificativos apropiados para ella en cuanto a eso: se hallaba de antemano preparada para cualquier intriga de afecto. El día siguiente a su solitaria excursión debía ser uno de los últimos de su estancia en Londres, pero prácticamente, en lo que se refiere a las relaciones con sus nuevos amigos, fue el último de todos. La gente se había dispersado y muchos de los que con tanta liberalidad les habían manifestado su simpatía en visitas, en llamadas, en cartas, ahora habían desaparecido de la faz de la tierra, fuesen ya, sobre todo estos últimos, del círculo de Mrs. Lowder, o de las amistades de lord Mark, diferencia que ambas amigas estaban ya en condiciones de apreciar. La temporada había decaído decididamente y las oportunidades de alternar eran pocas y muy especiales. En el caso de Milly, una de ellas era la anunciada visita del médico a la que nos hemos referido; en relación con ésta había recibido de él unas líneas. La otra de importancia era la cena de despedida —por una brevísima separación— con Kate y Mrs. Lowder. La tía y la sobrina irían a comer con ellas, a solas, sin etiqueta y en la intimidad, tan sin etiqueta que se concertaron para ir después juntas a una reunión absurdamente tardía, en la cual, según la tía Maud, les convenía hacer acto de presencia. Sir Luke había anunciado su visita para el día siguiente, pero en cuanto a dicha complicación Milly tenía ya sus planes.

La noche, a todo esto, era calurosa y pesada, y no fue sino hasta muy tarde que las cuatro amigas se reunieron para su pequeña fiesta, en el hotel, cuyas altas ventanas se abrían hacia los balcones, en tanto que las llamas de las velas, detrás de sus pantallas rosa —dispuestas para la vigilia—, permanecían inmóviles en el aire donde descansaba la estación ya muerta. Lo que dispusieron durante la comida fue que Milly —quien dejó traslucir en esta ocasión una preferencia más acentuada que otras veces— no se vería obligada a debatirse esa noche en las esferas sociales, por más facilidades que le ofrecieran, y que Mrs. Lowder y Mrs. Stringham, juntas, se harían cargo del compromiso, mientras Kate se quedaba para acompañarla hasta que volviesen. Para Milly siempre era un placer ver salir a Susan Shepherd. La veía alejarse con complacencia, y le gustaba, de alguna manera, desembarazarse de la gente gracias a ella. Observó ahora con satisfacción, mientras su amiga se dirigía hacia el coche, el pronunciado escote —como una marea descendiendo abruptamente— de su estrecha y generosa espalda. Por otra parte, aunque salir con la divertida amiga de la joven norteamericana en lugar de la misma joven norteamericana no era precisamente el ideal de Mrs. Lowder, nada podía señalar tanto los méritos de la tía Maud como el elevado espíritu con que —como en este caso— sabía poner al mal tiempo buena cara. Y hacía esto con una pródiga, animosa ausencia de toda ilusión: lo hacía —como confesó a la pobre Susie— porque, hablando francamente, tenía muy buen carácter. Cuando Mrs. Stringham observó que no hacía sino reflejar humildemente una luz ajena y que se la valoraba sólo por su papel de vínculo, que por fortuna cumplía ampliamente, la tía Maud estuvo de acuerdo con ella hasta el punto de agregar:

—Bien, querida mía, usted por lo menos es mejor que nada.

En cierto momento, además, Milly presintió que la tía Maud se traía algo entre manos. Mrs. Stringham, antes de salir con ella, había entrado en busca de un chal o alguna otra prenda, y Kate, como impaciente por su partida se asomó al balcón donde permaneció unos minutos, aunque el panorama se reducía a las pálidas estrellas de Londres y al vivo resplandor, en la esquina, de un pequeño bar frente al cual descansaba de sus fatigas un caballo atado a su coche de alquiler. Mrs. Lowder aprovechó aquel momento: Milly adivinó apenas empezó a hablar que lo hacía de alguna manera llevada por una gran necesidad.

—La buena de Susan me dice que usted conoció en Estados Unidos a Mr.

Densher, sobre el cual, hasta ahora, como se habrá dado cuenta, nunca le he preguntado nada. Pero ¿le molestaría hacer algo por mí, en relación con él? —Había bajado profundamente su hermosa voz aunque conservando toda su fluidez, y Milly, luego de la breve, brusca sorpresa, que estas palabras le produjeron ya estaba suponiendo el resto—. ¿Puede sondearla —y señaló con la cabeza hacia la ventana— para averiguar si él está de regreso?

En ese momento se le ocurrieron a Milly tantas cosas que más tarde se preguntó asombrada cómo había podido tener conciencia de todas ellas a la vez. Se sonrió, sin embargo, ante todos esos pensamientos.

—No sé qué importancia puede tener para mí el averiguarlo. —Más ideas se acumularon en su espíritu al decir esto, al sentir que era demasiado lo que tenía que expresar. Por lo tanto, en seguida procuró sintetizar—. A menos, por supuesto, que haya querido insinuar que es importante para usted —agregó.

Le pareció que la tía Maud la contemplaba con la misma tensión que ella misma ponía en su sonrisa, y esto le dio nuevas fuerzas.

—Usted debe saber que nunca he hablado todavía sobre él con Kate, por lo que ahora, si de buenas a primeras...

—¿Y bien? —Mrs. Lowder esperaba.

—Ella podría pensar que he estado ocultando algo. Ella tampoco — prosiguió Milly— me lo ha mencionado nunca.

—No. —Su reciente amiga se tomó un instante para considerar aquello.

—No lo ha hecho. Como usted verá, entonces, es ella la que ha estado ocultando algo.

Sí, Milly podía ver, veía demasiado.

—Lo ha hecho, por supuesto, sin ninguna razón particular. —Aunque la cuestión no era ésa—. ¿Supone usted — dijo— que él ya ha regresado?

—Debía volver en esta época, creo, y me gustaría saberlo con seguridad.

—¿No puede acaso preguntárselo usted misma?

—¡Oh, nunca hablamos de él!

Esto concedió a Milly una pausa para meditar.

—¿Debo entender entonces que se trata de una relación de Kate que usted desaprueba?

La tía Maud suspendió un momento el fuego. Luego continuó:

—La desapruebo por el pobre muchacho. Ella no siente nada por él.

—¿Y él siente demasiado?...

—Sí, mucho, mucho. Y mi temor consiste —continuó Mrs. Lowder— en que la acose sin que yo lo sepa. Ella no dice nada, y no quiero que sufra. Aunque tampoco, en realidad — concluyó confidencial y generosamente—, quiero que sufra él.

Milly se mostró dispuesta a interceder.

—Pero ¿qué puedo hacer yo?

—Usted puede averiguar qué hay entre ellos. Si lo hiciera yo —explicó la tía—, aparecería como sospechando que ellos me engañan.

—Y usted no lo hace. No sospecha en absoluto —reflexionó Milly—que ellos la engañan.

—Bien —dijo Mrs. Lowder, cuyos finos ojos de ágata apenas parpadeaban, aunque las respuestas de Milly la obligaban a entrar en un terreno que no había previsto—, bien, Kate conoce perfectamente los proyectos que tengo para su futuro, y sabe que el hecho de que esté a mi lado, ahora, en estas condiciones, significa para mí que acepta fielmente mis puntos de vista. Creo que usted me entiende. Y como en mis proyectos no hay el menor lugar previsto para Mr. Densher, a pesar de todo lo que lo estimo... —Entonces, resumiendo, se había visto obligada a dar ese paso, aunque el sentido de la frase fue brevemente rematado por el chasquido de su amplio abanico.

Las ayudó. sin embargo, en ese momento la capacidad de Milly para desglosar de sus palabras el significado explícito.

—¿Quiere decir que él le agrada, entonces?

—Oh, querida, claro que sí. ¿A usted no?

Milly titubeó porque la pregunta fue de algún modo como una aguda punzada en un nervio irritado. Contuvo el aliento pero sintió que más tarde habría de felicitarse por haber acertado a elegir, entre quince respuestas posibles, la más conveniente. Casi se alegró también de haber podido sonreír con naturalidad.

—Claro que sí, las tres veces que lo vi en Nueva York.

Así concluyó con estas simples palabras, el diálogo que luego, esa misma noche, consideraría como el más arduo de su vida. Esa noche se quedaría despierta hasta muy tarde, regocijada por no haber cometido la bajeza de negar ese feliz sentimiento.

Por otra parte, también para Mrs. Lowder estas simples palabras fueron las correctas. Las mismas estaban de acuerdo, según lo dio a entender su risa, con el espíritu de su raza.

—¡Ah, mi pequeña norteamericana! Pero la gente puede ser muy buena y sin embargo no lo bastante buena para lo que queremos.

—Sí —asintió la joven—, aun cuando lo que queramos sea algo muy bueno.

—Oh, tesoro, me llevaría mucho tiempo, ahora, explicarle todo lo que yo quiero. ¡Lo quiero todo al mismo tiempo y en seguida! Y otro tanto para usted, por supuesto. Pero ya nos conoce —continuó la tía Maud—. Se habrá hecho una idea.

—Ah —dijo Milly—, no me he hecho ninguna idea. —Y de nuevo, ahora, repentinamente, advirtió la oscuridad de todo aquello—. Pero ¿por qué, entonces, si Kate no lo ama?...

—... ¿pienso yo que ella me está ocultando algo? —Mrs. Lowder hizo justicia a la pregunta—. Querida, ¿cómo puede preguntármelo? Póngase en su lugar. Ella confía en mí, pero a su manera. Las jóvenes orgullosas son jóvenes orgullosas. Y las viejas orgullosas son... bien, son como yo. Las dos le tenemos mucha estima, y usted puede ayudarnos.

Milly trató de aclarar.

—¿Insiste usted, entonces, en que le hable abiertamente?

En ese punto la tía Maud, por fin, pareció abandonar.

—Oh, si usted tiene tantos motivos para no...

—No tengo muchos motivos —sonrió Milly—, sino uno solo. Si le hablo de él, de pronto, ¿qué va a pensar de mí por no haberlo hecho antes?

Mrs. Lowder la miró con expresión vacía.

—¿Qué le importa lo que ella pueda pensar? Usted podría haber callado simplemente por discreción.

—Ah, sí, he sido discreta —se apresuró a decir la joven.

—Además —prosiguió su amiga—, yo le he sugerido, por medio de Susan, lo que debía hacer.

—Ésa sería una buena razón para mí.

—Y para mí —insistió Mrs. Lowder—. Kate no es tan estúpida como para no aceptarla. Puede decirle tranquilamente que yo le he pedido que no hablara de él.

—¿Y puedo decirle también que ahora me pidió que le hablara?

Era algo que la tía Maud debería haber previsto y sin embargo, curiosamente, esto la detuvo.

—¿No podría evitarlo?...

Milly casi se avergonzaba de poner tantas dificultades.

—Haré todo lo que pueda si solamente me explica una cosa más. —Milly vaciló un instante. Era algo tan indiscreto... pero lo dijo—: ¿Él le ha escrito?

—Eso es, precisamente, querida, lo que quiero saber. —Mrs. Lowder se mostraba ahora impaciente—. Si usted se lo pregunta estoy segura de que se lo dirá.

Aun entonces, a pesar de todo, Milly no se dio por vencida.

—Si se lo pregunto —continuó con una sonrisa—, será por usted. —Pero no le dio tiempo a reaccionar—. El caso es que si él le ha escrito ella debe de haber contestado.

—¿Y eso qué tiene que ver? Creo que es usted demasiado sutil.

—No es nada sutil, me parece, sino algo muy simple —dijo Milly—. Si ella le ha contestado, quizás le ha hablado de mí.

—Es muy posible. Pero ¿qué importancia tiene?

La joven pensó que era natural que su interlocutora no demostrara en esto ninguna perspicacia.

—Quiere decir que él, a su vez, al responder debe de haberle dicho que me conoce. Y eso —explicó Milly— hará más extraño mi silencio.

—¿Por qué? Ella sabe perfectamente que no le ha dado ninguna oportunidad para hablar. La única con derecho a sentirse extrañada — anunció lúcidamente la tía Maud— será usted. Ha sido ella la que no ha hablado.

—¡Ah, comprendo! —dijo Milly.

Y lo dijo de una manera que evidentemente llamó la atención de su amiga.

—¿Eso era, entonces, algo que la preocupaba?

Pero, ah, la pregunta no tuvo más efecto que el de hacer colorear, con delicada inconsecuencia, las mejillas de Milly.

—¡Oh, no, francamente, no me preocupaba en absoluto!

Y sintiendo al instante que debía abundar al respecto estuvo a punto de decirle, para concluir, que después de todo se inquietaba muy poco por lo que pudiera pasar. Pero en ese instante tuvo en cuenta otras cosas. En primer lugar, que Mrs. Lowder, de antemano, parecía afectada por la impresión de haber ido muy lejos. Milly no hubiera podido leer en su rostro sus verdaderas razones, tan poco había de comunicación humana en su tensa, dura expresión. S e la veía dura cuando hablaba con suavi dad, pero sucedía que cuando hablaba con dureza no se la veía más blanda. De todas maneras, en ese momento, la invadió algo así como una marea desbordada tras romper algún dique. Y declaró que si lo que pedía significaba para Milly la menor inconveniencia, no pensara más en ello; lo que hizo que Milly, al mismo tiempo impulsada por el cambio de tono, pensara mucho más. La tía Maud hablaba con una tardía vislumbre, sospechó Milly —ella siempre podía sospechar—, de piedad. Y esto tuvo un singular efecto sobre Milly: le demostró que Kate, guardando su secreto, había sido leal con ella. Era evidente que Mrs. Lowder no conocía de labios de Kate los motivos por los que ella podía ser compadecida y sólo estaba poniendo de manifiesto, entonces, lo elevado de su propio carácter. Esta elevación consistía en que, casi siempre, por una viva preferencia o una fuerza misteriosa, ella podía encenderse por un interés distinto del suyo. La tía Maud declaró también, en aquel momento, que Milly sin duda había estado pensando en todo aquello más de lo que ella podía suponer, afirmación que conmovió a la joven como no hubiera logrado hacerlo ninguna otra directa acusación de debilidad. Era lo que todo el mundo, si ella no pisaba con cautela, acabaría por decir: «¡Algo le está sucediendo a usted!». Lo que era necesario dejar aclarado inmediatamente era que a ella no le sucedía nada en absoluto.

—Me gustaría ayudarla. Y también me gustaría, dentro de lo posible, ayudar a Kate —se apresuró a declarar—. Su mirada cruzó mientras tanto el cuarto en dirección a la semioscuridad del ventanal donde su amiga se desmoronaba tal vez un poco inexplicablemente. Daba a entender así su impaciencia por comenzar cuanto antes, francamente sorprendida por la prolongada oportunidad que Kate les estaba brindando, pero atribuyéndosela, no obstante, por lo menos a su comentario, a su otra amiga, por lo que dijo, de pronto:

—¡Qué tremendamente hermosa se debe de estar poniendo Susie!

Pero la tía Maud se hallaba demasiado preocupada como para tomar en cuenta esta alusión. Sus ojos de ágata la escrutaban con una amable obstinación que dejaba traslucir una creciente benevolencia.

—Olvídese de lo que le dije, querida. Después de todo ya veremos.

—Si él está de regreso, ya lo creo que veremos —repuso Milly al cabo de un instante—, porque él, por cortesía, no puede dejar de venir a verme. Entonces sí —insistió—, podremos ver. No necesitaremos saberlo por Kate, lo sabremos por él mismo. Salvo —concluyó con una sonrisa— que no me encuentre.

Milly tenía la extraordinaria impresión de haber interesado a su interlocutora más allá de lo que deseaba y a pesar de sí misma, como si su destino la arrastrara sin que pudiese detenerlo, tal como había jugado con ella en la entrevista con el doctor.

—¿Quiere usted huir de él? —preguntó Mrs. Lowder.

La joven declinó contestar: ahora sólo quería terminar con aquello.

—En ese caso —afirmó—, usted se entenderá directamente con Kate.

—¿Quiere usted huir de ella, también? — preguntó Mrs. Lowder con gravedad mientras oían regresar a Susie a través del saloncito donde acababan de cenar y que estaba abierto a sus espaldas.

Milly comprendió que no tenía sino unos segundos, y de pronto todo lo que se había acumulado en su espíritu brotó de sus labios en forma de una pregunta que aun así como la formuló distaba mucho de parecer indiferente.

—¿Cree usted verdaderamente que él la ama?

La tía Maud lo captó, es decir, captó en el tono de su voz todo lo que ella quería precisamente que no captara, y el resultado, durante unos instantes, fue que se miraron en silencio.

Mrs. Stringham se había reunido ya con ellas y preguntaba por Kate; curiosidad ésta que tuvo su respuesta con la reaparición de Miss Croy. La vieron otra vez de pie ante la ventana abierta donde se había detenido mientras las observaba, y esto indujo a Mrs. Lowder a lanzar un más bien impetuoso «¡Shhh!». Mrs. Lowder, por supuesto, se apresuró a alejar todo peligro retirándose sin más dilación con Susie, pero las palabras que Milly acababa de decirle, en sentido de que debería entenderse directamente con su sobrina, parecieron volverse ahora contra la joven. Aun cuando Kate la eludiera, ella debería obrar con total franqueza, y nada le parecía más franco que la evasión. Kate permanecía en la ventana, erguida y elegante, con la oscuridad de la noche enmarcando bellamente su sencillo y liviano vestido estival. Dada la distancia a que se hallaba, Milly no temió que hubiera podido oír la conversación: permanecía simplemente allí, con su mirada atenta y con algo que parecía una nueva ventaja. Entonces, casi en seguida, su compañera comprendió. Aquellos ojos atentos, esa nueva ventaja, no eran sino lo que Kate siempre tenía a su disposición: la cualidad de una persona conocida por Merton Densher. Durante algunos segundos fue como si toda su identidad se agotara en eso: en ser una persona que él conocía, lo que por sí mismo dio lugar a otra aguda impresión. Kate parecía estar allí nada más que para confirmarle que él había vuelto. Su presencia parecía afirmar, sin necesidad de palabras, que él estaba en Londres, que se hallaba tal vez justo a la vuelta de la esquina: y seguramente ningún intercambio entre ambas jóvenes hubiera podido ser más directo y franco que aquél.