29

FUE después que ellas partieron cuando Densher sintió la diferencia, sobre todo en sus viejas y deterioradas habitaciones. Desde un principio había reencontrado su apego por ese mirador situado a la vista del Rialto, sobre el lado más próximo de ese puente de recuerdos, que a la izquierda remontaba el canal. Lo veía bajo una luz particular que su espíritu y sus manos ajustaban cada vez más; pero el interés que el sitio suscitaba en él había llegado a un límite, asumiendo una fuerza que de pronto lo absorbía y lo paralizaba totalmente, y para hallar algún alivio —si alivio es la palabra— debía salir y alejarse de allí. Lo que había pasado entre aquellas paredes flotaba en el ambiente como una obsesión que alteraba todos sus sentidos.

Revivía siempre, a cada minuto y en cualquier objeto, como un racimo de placenteros recuerdos, haciendo que todo lo demás resultase insípido y mínimo. Era, en otras palabras, como una presencia vigilante y consciente que él no podía dejar de tener en cuenta y frente a la cual todo intento de indiferencia resultaba tan fútil como vano.

Kate había venido a su casa. Nada más que una vez, y esto no por falta de voluntad sino por una serie de imposibilidades que la sutileza o la intrepidez no pudieron obviar, pero ella había venido, esa vez, para quedarse, como dice la gente. Y lo que persistía de ella, lo que la recordaba con insistencia era algo que él no podría eliminar, aunque quisiera. Por suerte no lo deseaba aun cuando para un hombre podía haber casi algo tremendo en tan extraña consecuencia de su acto. Simplemente había materializado su idea, esa misma idea que le había hecho aceptar a ella, y lo que tenía ahora ante sí, cubriéndolo todo hasta donde alcanzaba la vista, era la evidencia de su triunfo. Era la idea directamente realizada, convertida, de luminosa concepción, en una verdad histórica. Antes la había conocido sólo como deseo y urgencia, cuando convincentemente insistía en la dicha por obtener, y por lo tanto ahora, con la dicha conquistada, demostraba conocer su oficio y mantenía una insistencia propia como memoria y fidelidad. Densher, por fin, había juzgado la promesa de su amiga, anticipadamente, como un inestimable valor, pero lo que no había previsto era la posesión de ese valor hasta lo último. ¿O no era más bien ese valor el que lo poseía a él, obligándole a pensar, a recordarlo, a dar vueltas indefinidamente a su alrededor como para asegurárselo nuevamente desde todos los flancos?

Aquello era para Densher —en la culminación de esas horas posteriores— como tener un sagrado tesoro oculto y a salvo en su casa, un tesoro que estaba seguro de hallar en su sitio cuando, cada vez que regresaba, hacía girar su vieja y enorme llave en la cerradura. Le bastaba abrir la puerta para encontrarlo de nuevo, completo, tan intenso que, como ya hemos referido, no podía sino repetir la memoria, casi la alucinación, de esos momentos de intimidad. Dondequiera que fijara la vista, o se sentara, o permaneciera de pie, cualquiera que fuese el detalle que atraía su atención, nada veía del presente, nada que el tiempo o la ocasión pudieran mostrarle; sólo estaba aquella visión así como, al levantarse el telón, los violinistas sólo ven en escena, noche tras noche la obra representada. Permanecía de ese modo en su propio teatro como único espectador, perpetua orquesta del drama en cartel, del último éxito, tocando por otra parte lenta y suavemente, como de costumbre, en las situaciones de mayor importancia. Ninguna otra visita lo importunaba. A veces encontraba accidentalmente en la plaza o durante sus caminatas a otras pretendidas relaciones, olvidadas o reconocidas, casi siempre efusivas y otras veces aun impertinentes, pero él no daba su dirección ni estimulaba su trato: sentía que por nada del mundo hubiese abierto su puerta a un tercero. Un extraño lo hubiera interrumpido, hubiese profanado su secreto o, quién sabe, lo habría sospechado; en todo caso, hubiera roto el hechizo de lo que él creía —por falta de toda manifestación exterior— estar viviendo recónditamente. Se entregaba —lo que era ya bastante— al general sentimiento de su renovada promesa de fidelidad. La fuerza de esta promesa, el grado de fidelidad debido, la especial solidez del contrato, la manera, sobre todo, en que debía realizar su parte como un servicio por el cual se le había pagado por anticipado, y magníficamente, el precio pedido por él... todos estos puntos podían muy bien ocupar sus pensamientos cuando nada exterior venía a molestarlo. Nunca una conciencia se había adherido y concentrado tanto en lo que la ocupaba, que era precisamente lo que consignamos con precisión antes: la opresión del triunfo, la sensación, de alguna manera glacial —y que invitaba a la soledad—, del supremo reconocimiento. Si le resultaba ligeramente terrible sentirse tan justificado era porque el misterio ahora carecía ya de calor: la lucidez había ocupado su lugar y era en la lucidez donde él se sentaba inmóvil a recordar. Se libraba de ello unas doce veces al día tratando de romper con otra actividad esa constante y reposada comunión; pero no era una reposada comunión lo que Kate había querido dejarle sino algo muy distinto: esa clase de fidelidad cuyo otro nombre es una acción delicada.

Densher sabía perfectamente que nada se parecía menos a una acción delicada que el ensimismamiento de que disfrutaba en sus habitaciones. Lo más extraño era que para serle fiel a Kate debía apartar de ella sus ojos, sus brazos, sus labios, debía dejarla sola. Recordaba que ya era hora de ir al palacio, lo cual, en verdad, era un alivio, porque no podía dejar de hacerlo. Afortunadamente, hasta entonces, cada vez que cerraba la puerta para ausentarse siempre la dejaba a ella prisionera. Se veía libre de ella, más bien, cuando se había alejado un poco; y al llegar al palacio, sobre todo después de escuchar a sus espaldas el chirriar del gran portone que se cerraba, se sentía lo bastante libre como para pensar que su situación no era tan deprimentemente falsa. Como Kate estaba toda en sus modestas habitaciones—sin que quedara ni una sombra de ella para las más suntuosas del palacio— la falsedad solamente se le presentaba al reflexionar. Cuando no lo hacía, su rostro se disipaba y no le sugería nada que él no pudiese afrontar sin hacer más grave su sentimiento interior. Esa gravedad había sido desde un comienzo su principal horror; pero ¿qué hacía el horror sino disimular cada día en presencia de Milly? Tal vez nunca se vería libre de él hasta el fin: aún quedaba tiempo para que la vergüenza lo derribara. Sin embargo, cada vez hacía un poco más lo que prefería y eso, por el momento, le ayudaba a salvarse. Lo que él prefería, en todo caso, era llegar a saber por qué las cosas eran tal como las sentía, y esto lo supo perfectamente diez días después de la partida de sus otras amigas. Entonces comprendió claramente que no habían sido ni Kate ni él —aun enalteciendo todo lo posible su honestidad de conducta—, sino Milly misma, quien había hecho que su extraña relación con ella resultase —en la medida de lo posible— inocente. Ni él ni Kate la habían purificado virtualmente, si es que era pura. Milly lo había hecho, por lo menos en lo que le concernía: había sido Milly en persona, y la casa de Milly, la hospitalidad de Milly, su carácter, sus modales y, sobre todo, tal vez, la imaginación de Milly; con la ayuda, por cierto, de Mrs. Stringham y de sir Luke encontró así Densher un franco pretexto para preguntarse que más debía hacer. Algo incalculable trabajaba por ellos, por él y por Kate, algo exterior, por encima de ellos, que los rebasaba, algo sin duda superior a ellos mismos, lo cual no era una razón, sin embargo —el hecho de ser superior—, para que no lo aprovecharan. No aprovecharlo, en cuanto podía significar una ventaja, equivalía a actuar directamente en su contra; y el espíritu de generosidad que a la sazón palpitaba en Densher se hubiera sentido acongojado en grado sumo de tener que actuar directamente en contra de Milly.

El caso era ir a su favor, en la medida en que ella lo permitiera, lo cual, desde el momento en que no abandonaba su querido palacio, sólo era posible permaneciendo a su lado. Este permanecer junto a ella, por supuesto, era la más significativa de las demostraciones y exactamente lo que Kate le había indicado; tan significativa era que en la tarde de ese mismo día en que quedaron solos Milly se esforzó, con una exquisita turbación, por buscarle una justificación. Fue como si ella lo incitara, ahora que estaban juntos sin más compañía que Mrs. Stringham, a buscar una palabra para su intimidad, para reconocerla y designarla entre ellos; ya que después de todo, casi rudimentariamente, su presencia — a la que la ausencia de los demás daba un carácter muy distinto— no podía dejar de tener una razón bien precisa. Ella se preguntó tan sólo la razón que podía tener él y cómo él la definiría; eso era suficiente para Milly. Aun hubiera sido bastante para ella que él pretextara alguna razón vulgar como que esperaba dinero, o ropas, o cartas, o instrucciones de Fleet Street sin las cuales, como ella podía saber, los periodistas nunca dan ni un solo paso. Densher no consintió en esto pero aquella noche, cuando Mrs. Stringham los dejó solos —Mrs. Stringham se mostró realmente asombrosa—, el joven experimentó una vaga turbación mucho más dolorosa que toda la que podía sentir Milly. Él había creído contar, de antemano, para la eventual pregunta sobre lo que estaba haciendo o pretendía hacer, con un tono apropiado para la réplica, pero durante tres minutos se encontró imposibilitado de contestar, en la misma medida en que un caballero a quien le han robado la billetera es incapaz de efectuar un pago. Tampoco le servía de mucho, extrañamente, el saber que Kate de algún modo había hablado por él, o más bien, no tanto de algún modo sino en su muy particular manera. No le había preguntado, en definitiva, qué razones había dado al respecto. Por nada del mundo lo hubiera hecho después de lo ocurrido entre ambos, tan sellados habían quedado sus labios, tan acallado su espíritu para cualquier otra cosa que no fuese su presencia. Sólo podía sospecharlo y cuando abandonó el palacio, una hora más tarde, le parecía haber respirado allí, en el aire mismo, la verdad que suponía.

Y fue esta percepción, además, la que le hizo odiar su torpeza. Era horrible, con una criatura como aquélla, proceder torpemente; era espantoso tener que buscar excusas para una relación que implicaba su necedad. Cualquier relación de ese tipo debía ser por fuerza tan dudosa como un plato, servido durante una comida, cuya salsa fuera una medicina. Lo que Kate habría dicho a su joven amiga en una de las últimas conversaciones era que —si Milly deseaba saber realmente la verdad— Mr. Densher iba a quedarse porque ella misma no había tenido más remedio que pedírselo. Si se quedaba no la seguiría, o por lo menos no le daría esa impresión a la tía Maud; si ella le prohibía seguirlas, Mrs. Lowder no podría pretender —en escenas cuya repetición era dolorosa a esa altura de las circunstancias— que Kate, al fin y al cabo, no lo trataba con la suficiente frialdad. La joven, en rigor, no hacía otra cosa más que desairarlo —¿no había sido ésa parte de la historia?—, pero las sospechas de la tía Maud eran tales que continuamente se veía obligada a desmentirlas. Densher se había mostrado, por los mismos motivos, bastante razonable, como ahora bien podía serlo. Había aceptado complacer a ambas, tanto a la tía como a la sobrina, demostrándoles abiertamente que le resultaba posible vivir alejado de Londres. Vivir lejos de Londres significaba vivir lejos de Kate Croy, lo que aumentaba de una manera nada despreciable la libertad de esta última. Hubo un momento, durante esos tres minutos de Densher, en que el joven conoció el horror de tener que responder a la alusión de Milly sin contradecir las explicaciones de Kate. Contradecirlas hubiera sido destrozarlo todo, destrozar probablemente a la misma Kate y destruir, en particular, al faltar a su palabra, lo que era aún más abominable, la hermosura de las últimas horas que habían pasado juntos. Le había jurado hacer absolutamente todo lo que ella le pidiera si venía a su casa y lo había hecho con plena conciencia de lo que significaba. La promesa implicaba, por una parte, que aquella noche, en la sala principal, tan noble con su belleza a media luz, y frente al pálido rostro de su joven amiga, adorable en su confianza o al menos inescrutable en su piedad, él debería mentir con sus propios labios.

Lo único que podría salvarlo sería que Milly, después de hacerlo padecer de aquel modo, lo dejara partir; y si su piedad resultaba inescrutable era porque a pesar de haberlo salvado muchas veces siempre lo hacía, aparentemente, sin percibir hasta qué punto él estaba al borde de su perdición.

Estas importantes lucubraciones, no menos felices por ser tan oscuras, debían, una vez más, disminuir la tensión. Lo salvó, en suma, el buen tino de Milly de no presentarle la versión de Kate como la única posible. Él no hubiera podido mentir: para hacerlo sentía que debería hincarse de rodillas. Se quedó allí, sentado, mientras le temblaba ligeramente una pierna que había cruzado sobre la otra. Milly lamentaba el desdén que había sufrido el joven; pero éste, por su lado, no podía aducir más que las tres o cuatro naderías que burdamente había preparado para la emergencia. Halló algo un poco más digno que las consabidas alusiones al dinero o a las ropas, las cartas o las directivas de sus jefes: hizo hincapié en la hermosa oportunidad que se presentaba ante él —como una tentadora tela pintada por el Ticiano— para escribir algo en paz. Expuso, por un momento, las dificultades que ofrecía Londres para escribir con tranquilidad, y luego se precipitó de una manera casi explosiva en su idea —largo tiempo acariciada— de escribir un libro. El estallido iluminó el rostro de Milly.

—¿Piensa escribirlo aquí?

—Espero empezarlo.

—¿No está empezado todavía?

—Oh, sólo ahora.

—¿Y qué ha hecho desde su llegada?

Ella se mostró tan interesada que él temió no poder salir del paso muy fácilmente.

—Procuré pensar hace algunos días que había preparado el terreno.

Era evidente que ninguna otra respuesta posible lo hubiera comprometido tanto.

—Me temo que le hemos embarullado espantosamente sus planes.

—Claro que lo han hecho. Pero precisamente me he quedado para reparar los estragos.

—Entonces ya sabe, no tiene que preocuparse por mí.

—Ya verá —dijo él, apelando a toda su naturalidad— que apenas me ocuparé de otra cosa.

—Querrá disponer de la mayor parte del tiempo —Milly se zambulló enteramente en el tema— para su trabajo.

Densher recapacitó. Hizo todo lo posible para engalanar su respuesta con una sonrisa.

—Oh, me arreglaré con la menor parte para eso. La mayor será para usted.

Hubiera querido que Kate lo escuchara. Por otra parte, no le servía de mucho demostrarle a Milly ostensiblemente, aun patéticamente, con tales afirmaciones, que prefería distraerse a trabajar con disciplina. Debía olvidar el desaire de Kate, junto con la dura ley que le imponía ahora, mediante un elevado esfuerzo intelectual. Y en eso consistía su condena: en que Milly se mostrase tan interesada. Tanto era su interés que le preguntó si su nuevo alojamiento le parecía propicio mientras él se ponía, para responderle convenientemente, una máscara impasible. La iba a necesitar sobre todo si la joven expresaba de nuevo su deseo de ir a tomar el té con él, posibilidad extrema que por lo visto no debía descartar.

—Ya sabe que dependemos de usted, Susie y yo. No olvide que vamos a ir...

El único problema era afrontar tal posibilidad, aunque para eso necesitaría todo su tacto. En cuanto a la visita misma nunca la consentiría, sin importarle lo que eso le pudiera costar y aunque figurara, como era posible, en el primer lugar de la lista en la que Kate había incluido sus perspectivas más favorables. Densher podía preguntarse libremente si el criterio de Kate sobre las ventajas de esa visita no habría sido modificado por lo que ocurrió después, y aunque decidió que con seguridad no lo había sido, no por eso desistió de proceder con tacto. Le agradaba pensar en el «tacto» como su sostén actual en la duda; le servía de alivio en aquel trance porque era lo indicado para los seres sensibles y buenos. No sería inhumano, en otras palabras, mientras pudiera serle útil. Le era útil ahora mismo pues lo ayudaba a no fomentar las esperanzas de Milly. No quería ser rudo con éstas pero tampoco deseaba que florecieran en esa determinada dirección, por lo que buscando ansiosamente a su alrededor un término medio para encarar a la joven, puso el pie, con desgraciadas consecuencias, en el lugar equivocado.

—¿Será conveniente que abandone su costumbre de no salir del palacio?

—¿«Conveniente»?...

Durante: veinte segundos una exquisita palidez cubrió el rostro de Milly. Ah, pero Densher no necesitaba verla así para arrepentirse: se había arrepentido por sí mismo apenas cometido el error. Había hecho precisamente lo que de un modo inolvidable Milly le había pedido en Londres que no hiciera nunca; había tocado, totalmente a solas con ella, ese nervio supersensible respecto del cual la joven misma lo había puesto en guardia. Desde su encuentro en Londres no había vuelto a encarar dicho tema, pero veía ahora que ella podía soportar en el presente mucho menos que entonces, a raíz de lo cual se sintió más desconcertado que en cualquier otro momento de su vida. No podía recalcar que la consideraba enferma de gravedad pero tampoco podía enfatizar que la creía indiferente a las precauciones. Mientras tanto, ella le simplificó las cosas.

—¿Piensa que estoy tan terriblemente enferma?

Densher, dolorido, se replegó en sí mismo; pero después de haberse ruborizado hasta el cuero cabelludo halló lo que deseaba.

—Creeré lo que usted me diga.

—Entonces, estoy espléndidamente bien.

—Oh, no es necesario que me aclare eso.

—Quiero decir que soy capaz de vivir.

—Nunca he dudado de eso.

—¡Quiero decir —insistió ella— que tengo tantos deseos de vivir!...

—¿Y bien? —preguntó él cuando Milly hizo una pausa obligada por la intensidad de lo que decía.

—¡Y bien, que sé que puedo hacerlo!

—¿Cualquier cosa que sea? —Densher se esforzaba por no ser solemne.

—Cualquier cosa, siempre que yo quiera.

—¿Que usted quiera hacerla?

—Que yo quiera vivir. Entonces lo podré todo —repitió Milly.

Sus preguntas habían sido torpes pero ahora la piedad lo hacía vacilar.

—Ah, entonces, eso sí lo creo.

—Lo conseguiré —declaró ella, aunque abrumada por el peso de su ansiedad se volvió hacia él en busca de sus palabras, de un poco de luz simplemente.

A Densher le pareció que estaba sonriendo a través de una niebla.

—Debe hacerlo, eso es todo.

Esto la llevó de nuevo a su tema.

—Magnífico, entonces, si usted mismo lo dice, ¿por qué no devolverle la visita?

—¿Eso la ayudará a vivir?

—Todo ayuda —rió ella—. Y en general no es muy importante para mí quedarme en casa. Sólo que no quisiera...

—¿Sí? —Ella se había interrumpido otra vez.

—Bien, no quisiera faltar el día que usted decida esperarnos.

Era sorprendente el efecto que este breve diálogo había causado en él. Sus escrúpulos se habían disipado dejando lugar a una impresión sumamente extraña cuya verdadera naturaleza comprendería enseguida una vez alejado de allí.

—Pueden venir —dijo— cuando les parezca.

El cambio producido en Densher, sin embargo—la renuncia, casi violenta, a cualquier otra cosa que no fuese la propia existencia de Milly—, se trasuntó en su rostro, o en sus gestos, de manera tan vívida que Milly pudo muy bien atribuirlo a otras causas.

—Ya veo lo que piensa. Que soy horriblemente pesada con esto y que antes de soportar tamaña molestia prefiere escaparse. Así que no me tome en serio.

—¿En serio? ¡Oh! —protestó él ahora.

—Si eso lo obliga a alejarse. No queremos que se vaya.

Era admirable que ella hablara por Mrs. Stringham, pero de todos modos sacudió la cabeza.

—No pienso irme.

—¡Entonces yo no iré tampoco! —declaró la joven con entusiasmo.

—¿Debo entender que no vendrá a mi casa?

—Eso mismo; ya nunca más. Es asunto terminado. Pero está muy bien. Quiero decir que aparte de eso —siguió ella—, nada haré que no deba o que no me fuercen a hacer.

—¿Oh, quién puede forzarla a algo? — preguntó Densher con ese tono un poco maquinal con que solía hablar para animarla—. Usted es la persona menos coercible que conozco.

—¿Por qué piensa que soy tan libre?

—El ser más libre del mundo. Lo tiene todo a su alcance.

—Bien —sonrió ella—. Llámelo así si quiere. Yo no me quejo.

Con lo cual, a pesar suyo, volvió a equivocarse.

—No, ya sé que usted no se queja.

Apenas lo dijo tuvo conciencia de que sus palabras reflejaban nuevamente piedad. Diciéndole que «lo tenía todo» incurría tan sólo en una especie de humorada extravagante, pero al afirmar tiernamente que sabía que no se quejaba dejaba traslucir una terrible gravedad. Pudo darse cuenta de que Milly sentía la diferencia; lo mismo hubiera podido felicitarla francamente por mirar cara a cara a la muerte. Ella volvió a fijar sus ojos en él y nada cambió el hecho de que respondiera más amablemente que nunca.

—No es ningún mérito... cuando una sabe de qué manera...

—¿Vivir en la abundancia y en la paz? Me atrevería a decir que no.

—De qué manera conservar lo que uno tiene —concluyó la joven.

—Oh, a eso se llama tener éxito. Si lo que uno tiene es bueno —dijo Densher al azar—, vale la pena esforzarse.

—Me conformo con eso. No pido nada más —a lo que añadió, cambiando de tono—: Y ahora hablemos de su libro.

—¿Mi libro?... —En pocos minutos se había convertido en algo muy lejano.

—Sí, ese que según ya habrá comprendido ni yo ni Susie querríamos arruinar por nada del mundo.

Densher titubeó pero al fin tomó una decisión.

—No estoy escribiendo un libro.

—¿No es lo que me dijo? —preguntó ella, asombrada—. ¿No está escribiendo algo?

Densher se sintió aliviado.

—Le juro que no sé lo que estoy haciendo.

Milly se puso extremadamente seria, por lo que el joven, desconcertado por otros motivos, sintió miedo de lo que ella pudiera ver en su confesión. Milly, en realidad, vio exactamente lo que él temía pero su honor, como él lo llamaba, estuvo otra vez a salvo, sin que Milly sospechara que había sido amenazado. Tomó sus palabras como una aceptación de que él, por su parte, sí podía lamentarse, y lo que por lo visto quería era inculcarle una paciencia que ella indirectamente tal vez era capaz de cederle. Deseaba saber, además, hasta dónde podía aventurarse y Densher comprendió que la joven veía en ello la posibilidad de una prueba.

—Entonces no es por su libro que...

—¿Que me he quedado en Venecia?

—Me refiero a su trabajo de Londres, a todo lo que tiene que hacer... ¿No le resulta algo más bien vacío?

—¿Vacío para mí? —Recordó cómo Kate le había asegurado que ella le propondría matrimonio y se preguntó si sería ésa la manera en que empezaría naturalmente a hacerlo. Aquel incidente lo desorientó y la vaguedad de su respuesta reflejó su confusión.

—¡Oh, usted sabe!

—¿Hago demasiadas preguntas? —Y respondió por él antes de que Densher pudiera protestar—: Se queda porque no tiene otro remedio.

Él se asió a esta explicación.

—Me quedo porque tengo que hacerlo.

Pero en ese momento no hubiera podido decir si había sido leal o desleal con Kate. De alguna manera la ponía al descubierto, mostraba una punta de su plan, aunque Milly lo tomó como la sencilla manifestación de su verdad. Estaba esperando, como Kate le habría dicho a ella, el permiso de Lancaster Gate para volver a Inglaterra. Si quería conservar la amistad de la sobrina y la tía no debía moverse sin autorización. Todo esto pudo leer Densher en la forma en que la joven interpretó su respuesta, y sintió, por lo tanto, que estaba mintiendo y que debía hacer algo para corregirlo. En un segundo halló la solución.

—¿No es suficiente, después de todo, que dejando de lado todas mis otras obligaciones me quede por usted?

—¡Oh, usted debe decidirlo!

Densher se había puesto de pie, a todo esto, para despedirse, y al mismo tiempo porque se sentía demasiado agitado. Con lo dicho, al menos, no traicionaba a Kate: ése era el estilo mismo de su contrato con ella. Pero esta lealtad implicaba otra clase de mentira: la mentira que significaba dar un motivo falso. Tan poco se quedaba por Milly que realmente se quedaba contra ella. Aunque no lo sabía, y en última instancia, gracias a Dios, tampoco le preocupaba. Lo único que le quedaba por decir tanto podía ser para bien como para mal.

—¡Entonces, ya que no me voy, debe pensar que me he decidido totalmente!