7

TODO sucedió tan rápidamente después que Milly no expresó sino una obvia verdad al comentarle al vecino de su derecha —que era, a la vez, el vecino de la izquierda de su anfitriona— que apenas tenía idea de dónde se hallaba: palabras que respondían al sentimiento, experimentado por primera vez plenamente, de vivir una situación realmente novelesca. Estaban ya comiendo, ella y su amiga, en Lancaster gate, y rodeadas, como le pareció a ella, por toda clase de objetos ingleses, aunque su descubrimiento de la existencia de Mrs. Lowder, y más aún de su descollante personalidad, se había realizado tan sorpresiva y recientemente. A Susie —como ella solía llamar ahora a su compañera, con mayor ligereza le había bastado con agitar levemente la mano para que el cuento de hadas empezara en seguida, por lo cual Susie brillaba ahora—porque en eso se traducía su nuevo sentimiento de éxito— en su papel de hada madrina. Milly había casi insistido en vestirla, para esta ocasión, como tal, y no era culpa suya si su amiga no llevaba en ese momento el sombrero puntiagudo, la capa corta y las hebillas de diamante en los zapatos, ni blandía la varita mágica. Mrs. Stringham, en verdad, se mostraba tan contenta como si realmente estas insignias respaldaran su tarea, y la observación que Milly acababa de hacer a lord Mark había sido consecuencia, sin duda, de un rápido cambio de miradas entre las dos amigas que aun la gran dimensión de la mesa no había podido impedir. Había veinte personas entre ellas, pero este mudo intercambio fue la sutil prolongación de aquel otro diálogo mantenido durante un alto entre las montañas de Suiza. Era para Milly como si su suerte hubiese sido excesivamente precipitada, como si se encontrara en la situación de quien ha aventurado una broma sin importancia y recibe una respuesta desproporcionadamente grave. Irlo se sentía capaz de afirmar, por ejemplo, si aquellas rápidas impresiones la oprimían o la estimulaban, y el caso hubiera podido ser realmente serio de no haber decidido, apenas el peligro se anunció, que lo que ella, en última instancia, debía hacer, no era perseguir ni eludir nada, ni siquiera maravillarse ante nada, sino dejar simplemente que las cosas sucedieran, ya que poco podía dudarse de cómo resultarían.

Lord Mark le había sido presentado antes de entrar en el comedor —no por Mrs. Lowder sino por su bella sobrina, sentada ahora en el otro extremo, cerca de Susie— y él la había conducido hasta la mesa. Milly tenía la intención de interrogarlo acerca de Miss Croy, la hermosa joven que en esos momentos se ofrecía a su vista, ahora espléndidamente, sólo por segunda vez. La primera había sido tres días antes, en ocasión de la visita que hiciera al hotel acompañando a su tía, cuando causó en nuestras dos heroínas una profunda impresión de belleza y prestancia. Dicha impresión fue tan viva en Milly que ahora —aunque su atención participaba además de todo lo otro— sus miradas eran atraídas sobre todo por Kate Croy apenas las apartaba de Susie. Los ojos de aquella maravillosa criatura —así la calificaba desde ahora— buscaban también con presteza los suyos, y parte de la rápida fortuna de las dos visitantes americanas parecía deberse a que Kate se mostrara tan consciente, tan encantadora y francamente consciente, de la posibilidad de iniciar una amistad con ellas. Milly, fácilmente —y también graciosamente, como invitada— había generalizado: las muchachas inglesas poseen una belleza especial y robusta que se advierte, sobre todo, cuando llevan un vestido de noche y más aún — como saltaba a la vista en esta oportunidad— cuando el vestido mismo es exactamente lo que debe ser. Ésta era la observación que Milly tenía lista para lord Mark cuando reiniciaran la conversación, lo que al parecer iba a suceder en pocos segundos. Parecía también que tendrían mucho que conversar puesto que la anfitriona, acaparada totalmente por su vecino del otro lado, los dejaría al fin librados a ellos mismos. El otro vecino de Mrs. Lowder era el obispo de Murrum: un verdadero obispo como Milly nunca había visto en su vida, con un complicado hábito, una voz que hacía pensar en algún antiguo instrumento de viento y una perfecta cara de prelado; mientras que el vecino sentado a la izquierda de la joven, un caballero enorme y tieso, de aire prosaico, miraba directamente hacia adelante como para no ser distraído por vanas palabras, por lo que compensaba debidamente la vecindad de lord Mark. Milly, al pensar estas cosas —con cierto regocijo por la forma en que se iba adaptando al conjunto—, comprendió lo acertada que estaba en su búsqueda de la gente y en su amor por la vida. No era entonces —como el panorama lo dejaba entrever— tan difícil penetrar en la corriente o permanecer, al menos, sobre la orilla. Era fácil aproximarse —si es que estaban próximas—, y los hechos, aunque bastante diferentes de sus antiguos hechos, eran efectivamente ricos y extraños.

Milly se preguntó si su vecino de la derecha comprendería tal descripción de los invitados si se la comunicara de pronto, pero una de las cosas que su intuición le dictaba era precisamente que no, que decididamente no podría entenderlo. Se le había hecho claro a estas alturas que debía conducirse sensatamente y que gran parte del interés iba a consistir en las nuevas referencias y nuevos efectos que la inteligencia y la simplicidad de los demás le depararían. La certeza, que nunca había experimentado tan patentemente, de hallarse mezclada por completo con aquella vida, la hacía estremecerse, sentirse enrojecer y luego ponerse pálida otra vez, de tal manera el aire mismo del lugar y el esplendor de la situación tenían para ella un penetrante sabor, una profunda vibración. Las cosas más insignificantes, los rostros, las manos, las joyas de las mujeres, la entonación de las palabras — especialmente la de los nombres, a través de la mesa—, la forma de los cubiertos, el arreglo de las flores, la actitud de los mucamos, las paredes de la habitación, todo representaba para ella las pinceladas de un cuadro, las acotaciones de un drama, y la revelaban, por otra parte, la sensibilidad de su visión. Nunca, estaba segura, se había hallado en tal estado de exaltación. Sus sensaciones eran demasiado agudas para su bienestar: tenía, por ejemplo, más impresiones de las que podía contabilizar acerca de la cordial sobrina de Mrs. Lowder, que le parecía distinguida e interesante y a la vez sorprendentemente genial. El tipo de la joven también tenía, evidentemente, otras posibilidades: aun aquí, por su propia iniciativa, ya había esbozado una relación. ¿Iban tal vez, las dos —Miss Croy y ella— a retomar la historia allí donde sus dos mayores la habían abandonado tantos años antes? ¿Iban a descubrir que se apreciaban mutuamente y a tratar de probar por sí mismas que un esquema igual de constancia podía reproducirse con trazos más modernos? Ella había sido incrédula respecto de Maud Manningham, la había creído una fuente vaga y un tallo tronchado, había considerado las esperanzas que cifraban en ella como un estado de ánimo vergonzosamente tonto —en la medida en que fuesen esperanzas— si lo que deseaban era algo tan vano como «ser presentadas en sociedad». Haber hecho todo aquel peregrinaje por el gusto de frecuentar una sociedad como la que Mrs. Lowder podía tener en reserva para ellas era algo que carecía de sentido y ella misma había iniciado su viaje por curiosidad hacia otras cosas muy distintas. Hubiera podido definir esta curiosidad como el deseo de ver los lugares sobre los cuales había leído, y ésa era la explicación de sus razones para viajar que pensaba dar a su vecino... aun cuando, como consecuencia, él advirtiese lo poco que había leído. Ahora era casi como si sus pobres previsiones hubiesen sido rebatidas por la omnipotencia —no podía expresarlo de otra manera— de los hechos, o al menos de las dos imponentes figuras principales (tampoco podía decirlo de otra manera). Mrs. Lowder y su sobrina, a pesar de sus diferencias, tenían en común el ser tremendamente reales. Esto era cierto, sobre todo, en la tía, tan cierto que Milly se preguntó cómo su compañera habría podido llegar, en otros tiempos, a consolidar una alianza tan singular; aunque ella presentía que Mrs. Lowder era de esas personas alrededor de las cuales, en dos o tres días, uno puede recorrer perfectamente el circuito. Por lo menos, ella permanecía inmóvil y masiva mientras uno lo intentaba. Miss Croy, en cambio, se entregaba a incalculables movimientos que podían interferir el recorrido, pero era real, también, y todo y todos eran reales, y era lo que se tenían merecido por haberse lanzado a la aventura.

La inteligencia de lord Mark, mientras tanto, se había encontrado con la suya lo suficiente como para permitirle declarar cuán poco podía ayudarla a solucionar su problema. Le explicó para ello, o al menos le sugirió, que no había ninguna posibilidad en Londres, en aquellos días, de decir con seguridad dónde se hallaba alguien. Todos estaban en todas partes y nadie en ninguna. Él se vería en un apuro —sí, francamente— si tuviese que designar de alguna manera el clan de Mrs. Lowder. ¿Era aquél un clan o no, o no había ya más clanes en Londres? ¿Todo era nada más que el constante e inútil agitarse — como el del oleaje untuoso en medio del Canal de la Mancha— de una multitud heterogénea y opresiva.

Lord Mark lanzó estas preguntas, que parecieron largas, y Milly sintió que en cinco minutos ya había enunciado demasiadas sin profundizar ninguna. Tal vez resultaba sugestivo pero no la había ayudado a establecer distinciones: hablaba como si hubiese renunciado a ellas por un exceso de experiencia. Se hallaba por lo tanto en el extremo opuesto al de ella pero, por lo mismo, también, como desorientado y flotante, aunque por su eventual incoherencia —que debía de tener sus razones, según suponía—, resultaba una realidad tan rotunda como la de Mrs. Lowder o la de su sobrina. La única opinión que arriesgó sobre la primera de ellas fue que le parecía una mujer extraordinaria, la más extraordinaria y «más extraordinaria cuanto más se la conocía», y sobre la segunda sólo dijo que era tremendamente, sí, en verdad tremendamente bonita. Pasó algún tiempo antes de que su conversación dejara traslucir su inteligencia, en la cual ella creía cada vez más, independientemente de lo que Mrs. Lowder le adelantara cuando por primera vez se lo mencionó. Se trataba quizá de uno de esos seres de los cuales había oído hablar mucho en América, seres que tratan de disimular la actividad de su espíritu más que de exhibirla. Aun Mr. Densher solía hacer eso. Pero ¿por qué lord Mark parecía tan real a pesar de insistir en aquel artificio? Su tipo, de alguna manera—como si tuviese una vida propia, una necesidad, una intención que le era personal—, lo obligaba a conducirse así. Pero eso era todo. Difícilmente hubiera podido adivinarse su edad: si era un joven con el aire de un viejo o un viejo que parecía ser joven. El hecho de que fuera calvo, entre otras cosas, no probaba nada, ni tampoco que se lo viese ligeramente rancio o —para decirlo un poco más delicadamente— seco; había en él una inefable palpitación de vida inquieta, y sus ojos, por momentos—aunque era una apariencia que podían perder de pronto— lucían tan claros y cándidos como los de un encantador muchacho. Muy cuidado, muy fino, y tan rubio que uno no hubiese tenido otra indicación de su bigote que su constante costumbre de arreglárselo —lo que también era un rasgo juvenil—, lord Mark podría haberla afectado como la persona más intelectual de todas las presentes de no haberla afectado como la más frívola. Esta última cualidad residía sobre todo en sus ojos, aunque constantemente llevaba un par de lentes que eran los más bostonianos y circunspectos que pudiera soñarse.

La idea de su frivolidad, sin duda, estaba relacionada con el título que acompañaba su nombre y que representaba para Milly —aunque un tanto confusamente— el parentesco con un patriciado histórico, con una clase que —a su vez, también, confusamente indicaba su afinidad con un elemento social que ella nunca había oído designar de otra manera que como «alta sociedad». La suprema clase social de Nueva York se reconocía a sí misma reduciéndose a tal categoría y por más que Milly sabía muy bien que aplicada a una aristocracia feudal y política, el rótulo resultaba probablemente demasiado modesto, no tenía por el momento otro más a mano para aplicarle. Enseguida, es verdad, ella enriqueció su concepto al advertir que su interlocutor era del todo indiferente, aunque esto, dado que la indiferencia es propia de la aristocracia, no la condujo mucho más lejos, en la medida en que sentía, en primer lugar, que él estaba cómodo con ella y, en segundo lugar, que no pensaba sino en demasiados asuntos personales. Si por un lado no la perdía a ella de vista y por el otro se ocupaba en tantas otras cosas—su modo de desmenuzar el pan era una prueba—, ¿por qué se pavoneaba frente a ella con la potencial insolencia de un noble? Ella no hubiera podido responder a esta pregunta, que era una de las tantas que se agolpaban en su espíritu. La complicación se debía, ella hubiese podido afirmar, a que lord Mark sabía, lo había sabido desde un principio, que ella era extranjera y norteamericana, a pesar de lo cual no daba a eso más importancia que si ella y sus semejantes fueran la base de su dieta. Él la tomaba con bastante amabilidad, pero imperturbable, irrevocablemente, como algo que daba por supuesto, y nada podía ayudarla el saber que él había visitado Estados Unidos y conocido a fondo su país. No había nada que pudiera explicar o atenuar o de lo cual pudiera jactarse: su calidad de extranjera no le servía ni para huir ni para imponerse: él tenía, en cuanto a eso, más que enseñarle que lo que podía aprender de ella. Él podía enseñarle por qué Kate Croy era tan distinta de ella, aunque ella no la conocía y sólo podía intuir la diferencia, o, en todo caso, podía aprender de él por qué ella era tan distinta de Kate Croy.

Sobre esto, no obstante, conversarían más adelante; el diálogo inmediato —a pesar del tono vago que él mantenía para su propia comodidad— fue bastante claro. Ella ya estaba pensando —observó él— lo que debía decir a su otro vecino, que era lo que las norteamericanas siempre hacían. No tenía necesidad, por cierto, de decir nada en absoluto. Pero las norteamericanas nunca sabían lo que tenían que hacer ni tampoco, pobres criaturas, sí (fue ella quien interpuso lo de «pobres criaturas»), lo que no había que hacer. ¡Las cargas que se imponían! ¡Las cosas, francamente, de las que hacían todo un embrollo! Esta superficial pero, a fin de cuentas, amistosa chanza sobre sus compatriotas representaba para ella, por parte de su reciente amigo, una nota de personal reconocimiento en la medida que ella lo esperaba; y Milly le ofreció un espontáneo y consciente ejemplo de ansiedad enfermiza al afirmarle, insistentemente, que su deseo de ser del todo «encantadora» respondía a la encantadora manera con que Mrs. Lowder— la había recibido. Él se interesó especialmente en esto y no fue sino hasta mucho después que ella comprendió cuánto más él había recibido que dado sobre dicho tema. Aquí otra vez se presentó una interesante alternativa para Milly: al instante, con su primera zambullida en las oscuras profundidades de una sociedad constituida desde un tiempo inmemorial, ella se veía enfrentada al interesante fenómeno de complicados, posiblemente siniestros motivos. Sin embargo, Maud Manningham (su nombre, aun en su presencia, de alguna manera daba riendas a la imaginación) había sido, de todos modos, amabilísima, y ella pensaba conducirse igualmente con ella. Había ido al hotel a visitarlas —fue con su sobrina— aun antes de que ellas pudieran suponer que había recibido su carta. Ellas habían escrito previamente, pero se apresuraron a viajar detrás de la misiva. Las invitó a comer dos días después, pero a la mañana siguiente, sin esperar que le devolvieran la visita, sin esperar nada, pasó de nuevo por el hotel con su sobrina. Era como si realmente se preocupara por ellas, era un magnífico ejemplo de fidelidad: fidelidad hacia Mrs. Stringham, su compañera de viaje, y antigua condiscípula de la dueña de casa, aquella señora de rostro encantador, sentada allá en el otro extremo de la mesa.

Lord Mark examinó a través de sus anteojos estos equilibrados atributos de Susan.

—Pero ¿no es la fidelidad de Mrs. Stringham igualmente magnífica?

—Sí, es un sentimiento hermoso, pero no tanto como si ella tuviera todavía algo para dar.

—¿No la tiene a usted? —preguntó ahora lord Mark.

—¿Yo? ¿Para ser dada a Mrs. Lowder? —Milly, por lo visto, nunca se había pensado a sí misma como objeto de una transacción semejante—. Oh, yo soy un regalo demasiado pobre, y aunque fuese verdad, no siento que me hayan ofrecido.

—Usted ha sido mostrada, simplemente, y nuestra amiga se ha lanzado sobre usted, lo que viene a ser lo mismo. —Lord Mark hacía sus bromas con expresión seria, pero sin que por esto resultara hosco—. Ser mostrada, para usted, significa ser asaltada, y si de ser mostrada se trata, aquí está usted de nuevo. Solamente que ya no está en manos de su amiga. Es Mrs. Lowder quien obtiene ahora los beneficios. Mire en torno y podrá darse cuenta, supongo, de que la están asaltando de una punta a la otra.

—Bien, entonces —dijo Milly— me parece también que me gusta más esto que ser criticada.

Una de las cosas que Milly comprendió más tarde —se pasaba la vida comprendiendo las cosas más tarde— fue que su compañero de mesa le había expresado así, en un estilo muy propio, distinto de cualquier otro, su viva consideración. Ella se preguntó cómo lo había hecho, sin necesidad de elogios ni confidencias. Se dijo, de todos modos, que la había obligado a continuar y lo más extraño fue la pregunta con que lo consiguió.

—Mrs. Lowder, ¿la conoce a usted bien?

—No, simplemente le gustamos.

Esto tampoco hizo reír al noble maduro y experimentado.

—Me refiero a usted, en particular. Su amiga, la señora de cara encantadora, que es realmente encantadora, ¿le ha contado?

Milly dudó. —¿Qué?

—Todo.

Su respuesta, por el modo en que él la dejó caer, le hizo sentir nuevamente que ella era objeto de revelaciones. Pero rápidamente halló su réplica.

—Oh, en cuanto a eso, pregúntele a ella.

—¿A su compañera?

—No. A Mrs. Lowder.

Lord Mark le explicó entonces que la dueña de la casa era una persona con la cual había ciertas libertades que nadie podía tomarse pero que él recibía un trato especialmente considerado, por cuanto ella era casi siempre muy atenta, y si se portaba bien durante un tiempo probablemente ella misma se lo diría.

—Y yo, mientras tanto, podré ver qué hace con usted. Eso me enseñará más o menos qué sabe de usted.

Milly siguió su pensamiento: era lúcido, aunque le sugirió algo distinto.

—¿Y qué sabe ella sobre usted?

—Nada —dijo lord Mark con serenidad—. Pero eso no influye en lo que hace conmigo. —Y agregó, como anticipándose a la pregunta de Milly sobre la naturaleza de lo que podía hacer con él—: Esto, por ejemplo. Ponerme directamente al lado de usted.

La joven recapacitó.

—¿Quiere decir que no lo hubiera hecho en caso de saber?...

Él la interrumpió.

—No, creo, para hacerle justicia, que de todos modos lo hubiera hecho. Así que puede estar tranquila.

Milly tomó esto como una concesión.

—¿Es porque usted, aun en el peor de los casos, es lo mejor que ella tiene?

Al oír esto por fin sonrió.

—Lo fui, hasta que llegó usted. Usted es ahora lo mejor.

Era extraño que estas palabras le diesen la impresión de su sabiduría, pero así fue efectivamente, hasta el punto de que creyó en ellas, aunque también con extrañeza. Eso era, de aquel primer encuentro entre ellos, lo que Milly más recordaría: había aceptado, se había rendido casi irremediablemente a la inevitabilidad de ser una de esas personas —como él hubiera dicho— que él creía haber visto demasiado por todas partes con toda especie de propósitos prácticos. Esta sumisión, por supuesto, no iba a verse disminuida más tarde cuando se enteró de que él había hecho tres visitas distintas a Nueva York, un poco antes de abandonar las brumas de la extrema juventud, y que había dejado allí numerosos amigos y conocidos.

Sus impresiones, sus recuerdos de toda aquella compleja magnitud, eran aún visiblemente ricos. Eso lo ayudó a situarla y ella tenía la sensación, cada vez más aguda y consciente —como si acabaran de dar un portazo a sus espaldas y la mano del guarda estuviese levantada dando la señal de partida—, de haber sido empujada al compartimiento en el cual tenía que viajar con él. Era algo por lo cual muchas jóvenes se hubiesen resentido y esa cualidad de espíritu con la cual Milly tomaba las cosas tal como eran constituía precisamente uno de los atractivos del caso. Milly acababa de saber por él, había comprendido —por encima del estrépito del vagón que lord Mark le concedía, entre todas las actuales propiedades de Mrs. Lowder, el mejor lugar. Ella tenía éxito, en eso resumía todo, le aseguró él en seguida, y tener éxito era precisamente aquello: siempre sucedía antes de que uno pudiese saberlo. La ignorancia del beneficiado era precisamente uno de sus componentes más importantes.

—Aunque usted todavía no ha tenido tiempo—dijo él—. Pero ya lo verá. Esto no es nada. Llegará a verlo todo. Usted puede, usted sabe... verá todo lo que usted sueña.

Milly se hallaba cada vez más sorprendida: era como si él le hiciera ver visiones mientras hablaba, y por algún extraño motivo, aunque esas visiones se apoderaban de ella. No podía relacionarlas —es decir, hallar su primordial y necesaria conexión— con una cara como la de lord Mark, con unos ojos semejantes y semejante voz, con tal tono y tales modales. Él obtuvo durante un momento el efecto de hacer que ella se preguntara si ahora iba a tener miedo, pues durante medio minuto el temor se apoderó patentemente de ella. Allí estaba de nuevo, sí, sin duda alguna: el reencuentro de Susie con Mrs. Lowder había empezado para ellas como una diversión, pero ambas en su alegría habían apretado un timbre que ahora continuaba sonando. Efectivamente, mientras Milly se hallaba sentada junto a lord Mark, sentía el agudo campanilleo en los oídos y se preguntó, durante esos minutos, por qué los demás no lo escuchaban. Nadie se asombraba, nadie sonreía, y el miedo del cual he hablado no era sino su propio deseo de acallarlo. El ruido cesó, sin embargo, como si el timbre mismo hubiera enmudecido, y le pareció haber entrevisto, en un rápido aunque suave fogonazo, que había para ella dos caminos: o dejar Londres en seguida, a primera hora de la mañana, o no hacer nada en absoluto. Pero esto último ya lo estaba haciendo. Es más, ya lo había hecho y no tenía alternativa. Ella se abandonó. Tenía la extraña sensación, allí mismo, de estar decidiéndolo, y cuando siguió caminando junto a lord Mark había tomado un recodo. Inmutable, pero intensamente expresivo, él afrontó, como ningún otro hubiera podido hacerlo, la misma pregunta que de pronto había formulado a Mrs. Stringham en el Brünig. ¿Conservaría ella todavía por mucho tiempo —había sido la pregunta— lo que poseía? «Ah, tal vez no», pareció responder su vecino. «Así que ya ve, debe seguirme a mí.» Era eso lo que quería decir, a pesar de su falta de ostentación, y el camino consistía precisamente en esa falta de ostentación. La hermosa sobrina —que ella no perdía de vista y que a su vez, estaba segura, no le sacaba los ojos de encima—, la sorprendente sobrina de Mrs. Lowder, quizá, podía ser el camino, porque en ella también faltaba toda ostentación, aunque no tuviera nada más, por lo que podía juzgar, en común con lord Mark. Pero ¿cómo podía una decir que había comprendido o que tenía conciencia de algo, a ese respecto, más allá del hecho de que ambos representaban lo mismo? Kate Croy, delicada pero amablemente, la miraba como adivinando la influencia de lord Mark sobre ella. Si adivinaba dicha influencia, ¿qué podía saber entonces sobre la misma y en qué medida la sentía obrar sobre ella? ¿Representaba, para ellos, algo particular, y debía considerarlos como duplicando, intensificando por mutua inteligencia la relación en la cual ella se despeñaba? Lo más raro era que hubiese podido reconocer tan velozmente en aquellas pocas miradas furtivas los diversos signos de un entendimiento, y esta misma anomalía, si hubiera podido dedicarle más tiempo, le habría indicado claramente, casi terriblemente, que estaba condenada a vivir con rapidez. Era cuestión de abreviar y, por lo tanto, su conciencia se intensificaba en proporción.

Eran colosales divagaciones para el espíritu de una joven en una simple comida en casa de Mrs. Lowder, pero ¿qué podía ser más significativo y admonitorio que el hecho de que fueran posibles? ¿Qué podían ser sino una parte de su intensa conciencia? Y fue una parte de ella, asimismo, que mientras se cambiaban los cubiertos y se presentaban los nuevos platos, y se desplegaban las diversas fases del menú; mientras los gestos se repetían y las escenas se multiplicaban y las palabras llegaban hasta ella como una lenta y espesa marea; mientras Mrs. Lowder se hacía más y más poderosa y firme, y Susie, a la distancia y por comparación, más endeble y diferente —diferente, es decir, de todos los demás y de todo—, fue una parte de su intensa conciencia también el que mientras todo esto se llevaba a cabo, Milly descendiera de nuevo de sus divagaciones, aterrizara haciéndose cargo otra vez de su destino como si hubiese sido capaz, con uno o dos aleteos, de elevarse hasta contemplar alguna otra alternativa del mismo. Pero el presente se mostró, en aquel breve intervalo, mejor que cualquier otra alternativa, y se le presentó con la misma imagen y en el mismo lugar donde lo había dejado. La imagen era esa que le mostraba —tal como lord Mark había dicho—su éxito de esa noche. Lo cual, por supuesto, dependía bastante de lo que él entendiese por éxito, aunque no quiso profundizar por ahora en ese sentido. Y volviendo a la carga le preguntó qué suponía que Mrs. Lowder pensaba hacer con ella y él replicó que podía dejar eso sin temor en manos de la dueña de casa.

—Ella recuperará —explicó gentilmente — su dinero. —Él pudo decir esto sin que pareciese vulgar o «sucio», y en seguida aclaró su idea al añadir—: Aquí, ¿sabe?, nadie hace nada gratuitamente.

—Ah, si lo que usted quiere significar es que la recompensaremos hasta donde sea posible, eso es muy cierto. Pero ella es una idealista —continuó Milly—, y los idealistas, en última instancia, creo, no se sienten jamás perjudicados.

Lord Mark, en la medida en que era capaz de entusiasmarse, halló esto admirable.

—Oh, ¿le dio la impresión de ser una idealista?

—A nosotras nos idealizó, a mi amiga y a mí, totalmente. Nos vio bajo una luz ideal — dijo Milly—. Es nuestra única riqueza. No nos quite eso.

—No lo haría, por nada del mundo. Pero ¿piensa usted —prosiguió, como si la pregunta de pronto fuera importante para él—, piensa usted que a mí también me ve bajo una luz... ideal?

Milly dejó la pregunta sin respuesta, por un momento, en parte porque su atención era atraída constantemente por la hermosa muchacha y en parte porque, hallándose tan próxima a la tía de ésta, no quería que la sorprendiera discutiendo demasiado libremente sobre ella. Mrs. Lowder, en efecto, por otro lado, intervenía en una carrera donde pasaban sobre los temas como si fuesen los islotes de un archipiélago, y mientras tanto los dejaba a ellos tranquilos, y Kate Croy, al mismo tiempo, se mostraba interesante como nunca. Milly, de pronto, se tranquilizó al comprender que lo que Mrs. Lowder había preparado era un informe sobre sus cualidades y también, se hubiera podido decir, sobre su valor, que lord Mark debía rendirle. La espléndida señora no quería, bajo ningún pretexto, que él no supiera lo que él mismo pensaba de Miss Theale. Por qué su juicio era tan importante era algo que quedaba por averiguar, pero fue esta intuición la que guió ahora su respuesta.

—No, a usted ella lo conoce bien. Debe de tener sus motivos para conocerlo. Ustedes, aquí, se conocen todos mutuamente, eso ya lo veo, en la medida que pueden conocerse. Saben cuáles son los hábitos de cada uno y son esos hábitos, ésos y nada más, los que los hacen a ustedes. Pero hay cosas que usted ignora.

Lord Mark tomó esto —para hacerle justicia— como si fuera un simple comentario.

—¿Cosas que yo ignoro, con todo el trabajo que me he tomado y lo que he andado por todo el mundo para saberlo todo?

Milly recapacitó, y su impaciencia, respondiendo tal vez a la verdadera intención de lord Mark —lo cual no debe desecharse—, aumentó junto con su ingenio.

—Usted es blasé pero no iluminado. Todo le es familiar pero realmente no tiene conciencia de nada. Lo que quiero decir es que le falta imaginación.

Lord Mark, entonces, echó su cabeza hacia atrás, barriendo con los ojos el otro extremo de la habitación, y mostrándose por fin tan completamente divertido que terminó por atraer la atención de su anfitriona. Sin embargo, Mrs. Lowder se limitó a sonreír como indicándole a Milly que era precisamente algo picante lo que ella esperaba y luego reinició, con un chasquido de las hélices, su crucero a través de las islas.

—¡Oh, ya he escuchado eso —respondió lord Mark— antes!

—Ahí está. Usted ya lo ha escuchado todo antes. También me ha escuchado a mí, en mi país, muchísimas veces.

—Oh, nunca demasiadas —protestó él—, y espero escucharla todavía muchas más.

—Pero ¿qué bien le puede hacer eso? — preguntó la muchacha como decidida ya a divertirlo abiertamente.

—Oh, lo verá apenas me conozca.

—Aunque lo más seguro es que nunca llegue a conocerlo.

—Ahí tiene exactamente —rió él— el bien que puede hacerme.

Si esto dejaba sentado que ambos no podían, o no querían entenderse, ¿por qué a pesar de todo sentía Milly, perversamente, un recrudecimiento de esa relación para la cual, a pesar suyo, había sido elegida? ¿Podía haber más extraña consecuencia de ese distanciamiento que aquella conversación —porque a eso habían llegado— casi íntima? Ella hubiera querido huir de su lado o más bien, por cierto, huir de ella misma mientras él estuviese presente. Milly comprendió ya —extraordinaria criatura, después de todo, ella también— que aún tenía que conocerlo y tratarlo mucho más y que la condición particular de ese trato sería excluirla a ella por completo de la cuestión. Todo lo demás, se podía contemplar, pero eso, nunca; y con tal arreglo podrían ir muy lejos. Esto en efecto pudo comenzar en seguida cuando Milly volvió al tema de la hermosa sobrina. Si ella debía excluirse lo mejor era introducir a algún otro, por lo que recurrió a Kate Croy, estando dispuesta —como no habían vacilado en hacer con ella— a sacrificarla si fuera necesario. El mismo lord Mark facilitó las cosas pues había dicho, unos momentos antes, que ninguno de ellos era capaz de hacer algo gratuitamente.

—¿Qué espera entonces —tuvo conciencia de su brusquedad—, conseguir Miss Croy con esto, ya que es tan interesada? ¿Qué piensa ganar con la espléndida acogida que nos ha brindado? ¡Mírela ahora!

Milly prorrumpió en elogios con su habitual desenvoltura, pero debió contenerse en seguida con un compungido «Oh» cuando la dirección que dio a sus miradas coincidió exactamente con un giro del rostro de Kate hacia ellos. Todo lo que había querido hacer era insistir en la belleza de ese rostro, pero lo único que consiguió en realidad fue renovar el efecto de mostrar a Kate como cómplice de lord Mark en alguna interesada manera de examinarlo. Lord Mark, sin embargo, contestó rápidamente su pregunta.

—¿Qué puede ganar? Bien, conocerla a usted.

—Sí, pero ¿qué significa eso para ella? Ella puede preocuparse por mí, ésa debe de ser su impresión, solamente sintiendo pena por mí, y eso es lo que la hace adorable: que esté dispuesta desde ahora a hacerlo. Es el colmo del desinterés.

Había en ello más de un aspecto al que lord Mark podía responder, pero en un segundo había hecho su elección.

—Ah, entonces yo estoy perdido, porque me temo que no siento ninguna pena por usted. ¿Qué importancia le da —preguntó— a su éxito?

—Justamente ésa es la razón de todo. Es porque nuestra amiga ve mi éxito que precisamente se conduele. Ella comprende—dijo Milly—. Es mejor que cualquiera de ustedes. Ella es hermosa.

Lord Mark pareció conmoverse por fin, por la importancia que la joven daba a esto, y retomó el asunto aun después de la distracción que introdujo una bandeja presentada entre ambos.

—Tiene un hermoso carácter, veo. ¿Es realmente así? Tiene que hablarme sobre ella.

Milly se asombró.

—¿Cómo? ¿No la conoce mejor que yo? ¿No la puede juzgar usted mismo?

—No, con ella no he podido. Ha sido inútil. No la comprendo. Y le aseguro que me gustaría comprenderla.

Esta afirmación tuvo para su compañera de mesa una efectiva sugestión de sinceridad. Le pareció que ahora expresaba lo que sentía, y se sorprendió más aún al recordar la total falta de curiosidad que él había evidenciado respecto de ella. Milly había querido decir algo— aunque por cierto sólo para sí misma— refiriéndose a la natural piedad de sus amigos. Había sido indudablemente una nota de cuestionable gusto, pero había surgido a pesar de ella, y lord Mark ni siquiera se preocupó de preguntar «¿Por qué natural?». No es que a ella le hubiese convenido que lo preguntara: las explicaciones la hubieran llevado muy lejos. Sólo que ahora percibía. Por comparación, que sus palabras sobre Kate realmente lo «atraían», y había en eso muchas cosas, tal vez demasiadas, que iría conociendo, y que se vislumbraban ya como una parte de esa realidad más amplia que desde ese momento, en su nueva situación, habría de fascinarla. No estaba ausente, en aquel mismo momento, de lo que lord Mark decía.

—Así que, como ve, se equivoca si piensa que nos conocemos todos perfectamente. Hay casos en que fracasamos. De todas maneras, yo ya he desistido, quiero decir, se la cedo a usted. Hágalo por mí y después me informará, cuando sepa algo. Se dará cuenta —terminó con simpatía— de que le tengo confianza.

—¿Por qué no habría de tenerla? —preguntó Milly, advirtiendo en sus últimas palabras una sutil, aunque tratándose de él, totalmente ingenua fatuidad.

Era como sugerir la posibilidad de que ella pudiese mentir para lucirse, de que su honestidad no pudiera resistir el deseo de quedar bien con él. No protestó sin embargo por dicha observación, ocupada como estaba en contemplar otras cosas. La única que había conseguido desconcertarlo era aquella hermosa joven de su propia especie y categoría social; en cambio, se sentía completamente seguro de aquella pequeña norteamericana, de barato exotismo, importada casi al por mayor, y cuyo ámbito natural —con sus condiciones de clima, de producción y de cultivo, con su inmensa profusión, aunque pocas variedades y escaso desarrollo— no le deparaban ninguna inquietud. Lo extraordinario era que Milly entendiera esta seguridad, lo que expresó sinceramente al decirle:

—Claro, entiendo que ella debe de ser difícil, así como veo que yo soy muy fácil. —Y esto fue lo que conservó durante el resto de la noche como lo más digno de ser recordado.

Se conformó con ser fácil y aceptó — lo había aceptado desde el primer momento representar un barato exotismo. Eso, de todos modos, favorecería provisionalmente su deseo de mantenerse — con lord Mark— a la espera. Le había parecido que debían conocerse todos, los unos a los otros, y si la bella Kate Croy resultaba dificultosa aun para los iniciados, bien, entonces el suyo debía de ser un valor no despreciable.