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ESA impresión de valores no despreciables juntos o separados—fue sin duda la que en un primer momento prevaleció para nuestras dos norteamericanas, ligeramente anhelantes. La expresaban en sus frecuentes y mutuas observaciones diciendo que a nadie debían agradecérselo sino a ellas mismas. Milly declaró más de una vez «¡que si ella hubiese sabido!», aunque esta exclamación generalmente se interrumpía sin llegar a redondear su pensamiento. Esto, sin embargo, revestía escasa importancia para Mrs. Stringham, quien poco se preocupaba de averiguar si lo que quería decir era que en caso de haberlo sabido hubiera venido antes. No habría podido hacerlo, y quizá, por el contrario, lo que significaba era que —muy de acuerdo con su temperamento— no hubiera venido de ninguna manera. Por qué resultaba tan fácil fue un asunto respecto del cual su compañera rápidamente empezó a reunir impresiones. Susie reservó muchas de éstas para sí misma ya que si las comunicaba abiertamente hubieran causado no pocos trastornos. Además, los valores que según hemos dicho asediaban a las dos amigas eran, en muchos casos, valores de cosas —y de otras cosas— de las cuales tenían que hablar. La lección inmediata, por lo tanto, que recibieron, fue que acababan de ser arrebatadas por una ola que las mantenía en lo alto y que podía estrellarlas a su gusto. Pero mientras tanto, debemos apresurarnos a aclarar, ambas sacaban todo el partido posible de su precaria situación y si Milly no tenía otro incentivo le bastaba con el espectáculo del entusiasmo de Susan Shepherd.

La joven no le hizo ningún comentario, durante los tres días que siguieron, sobre el «éxito» presagiado por lord Mark, que por otra parte comprobaban de muchas maneras. Milly se sentía demasiado absorbida, demasiado apresada por la propia exaltación de Susie. Susie resplandecía con la luz de su justificada fidelidad: todo había sucedido, aun lo que su perspicacia le había hecho creer menos probable: había apelado a una posible delicadeza por parte de Maud Manningham —una delicadeza meramente posible, entiéndase bien— y había recibido una respuesta que hacía honor a la naturaleza humana. Esta probada sensibilidad de la dueña de Lancaster Gate obró durante esos primeros días, para nuestras dos amigas, a manera de una fina nube de polvo dorado flotante que esfumaba agradablemente su contorno. Detrás de esa bruma las formas, los colores, eran nítidos y profundos —ya hemos visto cómo se delinearon ante Milly—, pero nada, en comparación, ostentaba tanto la dignidad de la verdad como esa constancia de Maud en un sentimiento. Eso era lo que motivaba el orgullo de Susie, mucho más que el lugar que su amiga ocupaba en el mundo —lo que por otra parte no había podido aún evaluar totalmente—, mucho más también que su condición —desde el punto de vista más mundano y casi en el grado de una revelación— de ser inglesa, distinta, positiva, sin vibraciones interiores pero con las más delicadas resonancias externas.

La palabra que Susan Shepherd empleaba, una y otra vez, para referirse a ella, era «colosal», aunque no comparando su alma con enormes ámbitos sonoros sino más bien viéndola como un receptáculo de gran capacidad, en un principio tal vez flojo pero ahora sometido a la máxima tensión por los contenidos acumulados: una masa compacta — eso era para su admiradora norteamericana— de curiosos detalles. Cuando Susie encontraba en Estados Unidos a sus amigos «colosales» —que era la forma en que más comúnmente los clasificaba— quería dar a entender que eran espaciosos porque estaban vacíos. Mrs. Lowder, por una ley muy diferente, era espaciosa porque estaba llena, porque tenía algo en común, aun en reposo, con un proyectil de gran calibre, cargado y listo para hacer fuego. Esto, para el alma romántica de Susie, constituía la mitad del encanto que tenía aquel reencuentro, un encanto similar al que produce sentarse en primavera, durante una larga paz, en los canteros floridos y cubiertos de césped de una enorme fortaleza inactiva. Fiel a sus instintos psicológicos, Mrs. Stringham había advertido que el «sentimiento» que reencontraba en su antigua compañera de colegio se traducía casi exclusivamente en acción y movimiento, sin otra manifestación que los súbitos «querida», intercalados con más frecuencia de lo que ella misma hubiese sido capaz de imaginar. Caviló, con interés, sobre esta nueva cualidad de la raza, sintiendo que su propio espíritu reaccionaba de otra manera. La satisfacción, para ella, consistía en saber por qué se actuaba: la razón era lo más importante del asunto. En cambio, para Mrs. Lowder la razón no existía: el «porqué» de algo era apenas el superfluo condimento de un postre, la vainilla o la nuez moscada que se puede omitir sin menoscabar el valor nutritivo de la torta. El vivo deseo de Mrs. Lowder, sin duda alguna, era que las dos jóvenes que las acompañaban se entendiesen también por su lado, y según le confió Mrs. Stringham a Milly, en esos primeros días, cuando no estaba, en Lancaster Gate, ocupada en hablar sobre ella, era porque estaba dedicada a escuchar las historias acerca de la deslumbrante sobrina de su antigua condiscípula.

Ambas tenían mucho para decirse sobre todo esto, y la viajera de Boston no estaba muy segura de no haber organizado para sí en Londres nada más que una larga serie de vivas emociones. Tenía un sentimiento de culpa, casi una impresión de inmoralidad, al reconocer —como ella decía— que se había dejado arrastrar. Se reía al comentarle a Milly, también, que no sabía dónde terminaría aquello, y el principal motivo de su intranquilidad se fundaba en que la vida de Mrs. Lowder se hallaba erizada de elementos que ella afrontaba por primera vez. Esos elementos, según suponía, representaban el mundo, un mundo que, como consecuencia de la indiferente espalda que los Antepasados Peregrinos le habían vuelto, nunca se había atrevido cruzar hasta Boston —seguramente hubiera mandado a pique al más fuerte paquebote de la compañía Cunard— y no se podía pretender ahora que ella lo afrontara sin más ni más porque Milly había tenido un capricho. Sucedía que ella misma tenía ahora uno, precisamente con respecto a su situación actual, y apenas si le servía de aliciente el pensar que nunca había tenido ninguno —o nunca había cedido ante él, lo que viene a ser lo mismo— con anterioridad. La estimulante perspectiva, por otra parte, de que aquello se convirtiera en material literario, la abandonó casi inmediatamente. Debía esperar, en todo caso. Después vería. Desde allí todo se le presentaba oscuro, lóbrego, vasto. Pensaba, en sus desvelos nocturnos, que tal vez llegaría a amar todo eso por lo que representaba en sí mismo, es decir, por lo que representaba y por Milly. Lo curioso era que pudiera pensar en el amor de Milly por todo aquello sin terror; o con terror, pero no al menos en lo que atañe a la conciencia sino sólo con respecto a la paz. Era una suerte que de todos modos, en aquel momento, sus fantasías volaran juntas.

Mientras, durante aquella primera semana que siguió a la comida, Mrs. Stringham se sumergió en Lancaster Gate, su compañera no se encontró menos dichosamente — aun hubiera podido decirse románticamente— dispuesta. La deliciosa muchacha inglesa de la recargada casa inglesa había sido como la imagen de un cuadro escapada milagrosamente de la tela, para lo cual Mrs. Stringham halló un perfecto símil. No había abandonado—sino más bien todo lo contrario— aquella otra presunción según la cual Milly era una princesa errante: ¿no era lo más indicado, entonces, ver que la princesa era esperada a las puertas de la ciudad por la doncella más digna, por la hija elegida de aquellos burgueses? En esto consistía, también, evidentemente, la diversión del encuentro para la princesa, ya que las princesas viven, casi siempre, plácidamente, en un plano de meras apariencias amables. Por esa razón se abrían paso, a las puertas de la ciudad, entre los cortejos de muchachas que esparcían flores sobre ellas; por esa razón, también, al cabo de los desfiles, efigies y otras imponentes demostraciones, encontraban placer en la franca compañía de los seres humanos.

Kate Croy se presentó ante Milly —esta última abundó en pormenores con Mrs. Stringham— como la maravillosa joven londinense en persona, como lo que ella concebía, desde mucho tiempo atrás, como la muchacha de Londres, una imagen forjada merced a las historias de viajeros, a anécdotas relatadas en Nueva York, a viejas lecturas de Punch y al trato frecuente con las novelas en boga. La única diferencia consistía en que Kate era mucho más simpática, porque la imagen que ella tenía era más bien la encarnación de la adustez. Había pensado que sería tan hermosa como en realidad lo era Kate, con esos mismos movimientos de cabeza y tonos de voz, igual estatura y actitud, cosas afectadas y por lo tanto disimuladas, todas señales de la heredera de una sociedad selecta, la que sería al mismo tiempo la heroína de una historia formidable. Milly colocó a la joven, desde un principio, en una historia, la vio —por imposición de su fantasía— como una heroína, intuyó que era el único papel que le convenía, y todo esto a pesar de la agradable sequedad de sus ademanes, su reserva sentimental, sus sombrillas, y sus chaquetas, y sus zapatos —tal como estas cosas se perfilaban ante ella—, y algo de muchacho vivaz en sus actitudes y las ocasionales licencias de su lenguaje.

Cuando Milly comprendió que la enorme buena voluntad de Kate era lo que la intimidaba, halló por el momento una clave suficiente que ayudó para que ambas se sintieran, en aquellos días, totalmente a sus anchas. Ésas fueron, tal vez, las horas más felices que debían conocer juntas, enfrentándose a la vastedad de Londres en amistosa independencia, el Londres de los comercios y calles y suburbios singularmente interesantes para Milly, y también de los museos, y los monumentos, las «vistas» singularmente poco familiares para Kate, mientras las dos mayores seguían un derrotero completamente distinto, gozando de su intimidad y pensando cada una que la joven de la otra constituía una magnífica adquisición para la propia. Milly le comentó más de una vez a Susan Shepherd que Kate guardaba un secreto, alguna pena oculta, además de todo el resto de su historia, y que si se había prestado con tan buena disposición para agasajarlas, junto a Mrs. Lowder, fue exactamente para crearse una distracción, para tener algo en qué pensar. Pero esta hipótesis carecía de verdadero fundamento, aunque cuando éste se presentase los colores del cuadro se afirmarían notablemente, y a ella le agradaba pensar que estaba preparada para todo. Lo que sabía, además, estaba impregnado del carácter inglés, excéntrico, thackeriano: Kate Croy le había confiado sin rodeos su situación, su pasado, su presente, sus vicisitudes generales, su fracaso —hasta ese instante— en querer contentar al mismo tiempo a su padre, su hermana, su tía y a ella misma. La más sutil intuición de Milly —comunicada a Susie— era que la joven tenía asimismo alguien más a quien contentar, aunque no lo mencionaba, y le parecía obvio que una criatura como Milly la tuviese; una criatura no, tal vez, si se quería, exactamente hecha para inspirar pasiones (desde que esto siempre implicaba cierta tontería) sino esencialmente para ser vista —sobre todo por el ojo admirativo de la amistad— bajo la tenue sombra de algún probable e inminente interés masculino. Esta transparente sombra —cualquiera que fuese su fuente—había pendido sobre Kate durante toda la semana y su rostro se sonreía a través de ella, bajo la suave luz de las claraboyas, tanto en presencia de los viejos maestros, pasivos en su gloria, como delante de los nuevos, los novísimos, erizados de alfileres y blandiendo cortantes tijeras.

Mientras tanto, un aspecto singular del intercambio entre las dos jóvenes fue que cada una juzgaba a la otra más interesante que ella misma, o que cada una se juzgaba a sí misma —o decía que se juzgaba—, comparativamente, un objeto sin atractivos, y a la otra favorita de la naturaleza y de la fortuna. Kate estaba sorprendida, maravillada del modo en que su amiga insistía en «tomarla», y Milly se preguntaba si Kate sería sincera al decirle que era la persona más extraordinaria —aparte de ser la más encantadora que había conocido en su vida. Habían conversado en largas caminatas y no habían faltado innumerables historias, en las cuales la sobrina de Mrs. Lowder no llevaba precisamente la mejor parte. Las referencias de la visitante sobre Estados Unidos, con sus pasmosas inmensidades, su turbulento y rico Nueva York, sus violentas emociones, sus oportunidades de libertad desenfrenada, sus propios recuerdos de los padres y parientes desaparecidos, los inteligentes ambiciosos, bellos, esbeltos hermanos —que fueron los preferidos—, todos arrebatados —luego de haber sido sus sucesivos protectores— por un torbellino de especulación y disipación que le había dejado a ella por fin nada más que aquella ropa negra, aquel rostro pálido y esos cabellos rutilantes como último y roto eslabón: semejante cuadro relegó a las sombras la breve biografía—aunque vagamente ampliada—de una simple desconocida de la clase media de Bayswater. Y por más que ésa fuese una manera «bayswateriana» de ver las cosas —sin contar que Milly se interesó por las costumbres de Bayswater—, dicha oposición prevaleció tanto que Kate —como en su momento la propia Mrs. Stringham— se esforzó por demostrarle que ella era lo más parecido a una princesa que Bayswater prácticamente podía haber esperado conocer alguna vez. Sucedió de hecho —a partir del tercer día— que Milly empezó a pedirle a su amiga una especie de imagen de su situación, tan sincera parecía la impresión de Kate. Esta impresión era un tributo, un tributo sin duda al poder, un poder cuya fuente no representaba ningún misterio para la hermosa sobrina de Mrs. Lowder. Había momentos, bajo la luz de las claraboyas, en la interminable sucesión de museos y comercios que visitaban, en que la actitud natural de Kate un poco fría dejaba traslucir que si ella hubiese tenido tanto dinero...

No se trataba, de ninguna manera, de que ella pareciese acusar a su amiga de falta de imaginación en sus gastos; le echaba en cara no tener conciencia del temor, del ahorro, no tener la certidumbre o en todo caso el hábito de sentirse dependiente de los otros. En tales momentos, cuando todo Wingmore Street, por ejemplo, daba la impresión de susurrar a su alrededor y la pálida joven contemplaba a los distintos susurradores —generalmente indiscriminados, como ingleses individuales, ciudadanos ingleses, partes de un todo y tal vez aun intrínsecamente parecidos— en tales momentos en especial, Kate sentía la inmensa dicha de la libertad de Milly. Su campo de acción era enorme: no tenía que pedir nada a nadie, a nadie debía dar explicaciones; su independencia, su fortuna y su fantasía eran sus únicas reglas, un mundo obsequioso la rodeaba y ella podía aspirar ese aroma a cada paso. Kate, por su parte, en aquellos días, estaba dispuesta a perdonarle tanta felicidad sobre todo por creer que si continuaban juntas perseveraría en esos generosos sentimientos. Ella no concebía, en aquel momento, ni la menor resquebrajadura en el cristal de su amistad; no imaginaba no sólo que algo pudiese ocurrir entre ellas, ni siquiera una sombra en la claridad de su transparencia. Aunque, a pesar de todo, si Milly, en casa de Mrs. Lowder se había descrito a sí misma ante lord Mark diciendo que la joven del otro extremo de la mesa la trataba con amabilidad porque seguramente presentía que era oportuno o conveniente hacerlo, entonces coincidía íntimamente, con esto, el sentimiento de Kate —no analizado pero dividido—, la patente impresión de que Milly, a fin de cuentas, no era una persona con la cual uno podía identificarse, ni siquiera compartir su suerte. Kate, ciertamente, no sabía muy bien lo que quería significar con esta observación, pero estaba a punto de explicarlo cuando se decía a sí misma que a pesar de que Milly era tan rica no se la podía odiar por eso, lo que ya era bastante singular. Tales eran las alegrías y desasosiegos de Kate: no se le escapaba a ella que de no tener una razón particular para aceptar a Milly, hubiera tenido que apelar a toda su filosofía para no sentirse irritada por aquella millonaria que, como mujer, podía ser tan fácilmente —como en su propio caso— vaga pero fatalmente femenina. Ella no estaba de ninguna manera segura de querer a la tía Maud tanto como ésta se lo merecía, y la fortuna de que disponía la tía Maud era obviamente inferior a la de Milly. Había, a favor de esta última, cierta influencia que más tarde se definiría, pero mientras tanto bastaba decididamente con que la joven norteamericana fuese tan encantadora como extraña y tan extraña como encantadora, todo lo cual constituía un raro entretenimiento, como así también era suficiente que Kate se hubiese visto obligada a aceptar ciertos objetos de valor regalados por Milly. Una semana de camaradería en aquellas condiciones —condiciones que Milly resumía como ayuda y amparo brindados a una peregrina confusa e ignorante debía anunciarse desde un comienzo como una semana de obsequios, agradecimientos, recuerdos y manifestaciones de gratitud y admiración provenientes todos de una misma fuente. Kate comprendió en seguida la conveniencia de desistir de las tiendas hasta no recibir alguna garantía de que todo el contenido de cada una de éstas, que visitaba en calidad de humilde acompañante, no sería extendido a sus pies, aunque en verdad no tomó esta decisión sino después de haberse convertido en poseedora —aunque bajo protesta— de innumerables joyas preciosas y otros artículos de menor valor.

Fue tremendamente absurdo, también, que al terminar la semana, Milly dejara entender que en definitiva lo único que pedía en «retribución», como se dice, era que le contara algo acerca de lord Mark y que le concediese el privilegio de una visita a casa de Mrs. Condrip. Muchas otras diversiones le fueron ofrecidas, pero su interés se orientaba abiertamente hacia los seres humanos y realmente parecía esperar más de su encuentro con la ansiosa hermana de Chelsea que de las deslumbrantes veladas de la ópera. Kate no podía menos que admirar —y así lo demostró— una valentía semejante: el miedo a aburrirse, en ese caso, hubiera sido totalmente justificable. Milly contestó a esto alegando que era una de sus curiosidades, y la extraña dirección de ésta en particular dejó a su compañera perpleja. Otras de ellas, sin duda, eran más comprensibles, y Kate había escuchado sin sorprenderse que Milly no había podido entender a lord Mark. La explicación de Kate, por otra parte, resultó francamente insatisfactoria, ya, que resultaba difícil decir cuál era el rasgo por el que más se le conocía en Lancaster Gate. Uno conoce a los demás, generalmente, por algo que ellos dejan traslucir, por algo que puede palparse o definirse o probarse en su contra o a su favor, pero Kate no recordaba otro caso en que se concediera tanto valor a alguien sin ninguna clase de pruebas. Su valor residía en su futuro, que había sido aceptado por la tía Maud como si se tratara de un excelente cocinero o de la lancha de vapor que lord Mark poseía. No pensaba Kate que fuese un embaucador: era capaz, sin duda, de realizar grandes cosas, pero eso representaba, hasta el momento, como se dice, su único haber. Por otra parte, era sin duda ya todo un mérito —y no precisamente al alcance de cualquiera— el que hubiese podido hacerse tomar tan en serio por Mrs. Lowder. Al fin de cuentas, su mayor éxito consistía en contar con la confianza de la tía Maud. A veces ella solía ser fantasiosa pero reconocía a los embaucadores, y lord Mark no podía ser de ninguna manera uno de éstos. Había estado durante algún tiempo en el Parlamento, en la fracción conservadora, pero había perdido su banca a la primera oportunidad: eso era todo lo que tenía para ostentar. Sin embargo, él no hacía ostentación de nada, lo que era tal vez un signo de su real talento, uno de los pocos signos que los hombres inteligentes tienen en común con los tontos. Hasta la tía Maud admitía, frecuentemente, que había muchos rasgos valiosos, desde su punto de vista, ocultos en lord Mark. Él, mientras tanto, no era indiferente—indiferente con sus propios intereses— ya que intentaba sacar partido de Lancaster Gate tanto como Lancaster Gate tenía pensado sacarle a él, y aquí el aprovechado y el aprovechador se explotaban mutuamente como lo hacen siempre, podría decirse, en Londres, las partes de cada sociedad.

Kate lo explicó así a su atenta amiga: todos aquellos que tenían algo para dar —aunque los que se hallaban en tales condiciones formaban una minoría— trataban de obtener lo más posible en cambio, y procuraban conseguir por lo menos el mismo valor en retribución. Lo más sorprendente, además, era que esto se hacía, en algunos casos, con el feliz entendimiento de ambas partes. El explotador en una dirección era el explotado en la otra; había un perfecto equilibrio, y las ruedas del sistema, como podía verse, estaban perfectamente engrasadas. La gente podía así apreciar a los otros, como la tía Maud —según todas las apariencias—apreciaba a lord Mark, y como lord Mark, era de esperar, apreciaba a Mrs. Lowder, ya que de no ser así dejaría entrever un grado de estupidez mayor del que se le podía atribuir. Kate misma, es cierto, no alcanzaba a entender qué podía hacer lord Mark por su tía sin contar que la dueña de Lancaster Gate necesitaba de él mucho menos de lo que podía pensar, aunque había infinidad de cosas, por ambos lados, que Kate no llegaba a comprender. Kate creía, en última instancia, en cualquiera que la tía Maud apreciara, y le comentó a Milly, al decirle esto, que no hallaría persona más extraordinaria por maravillosa que fuera la gente que conociese en todo Londres. Había celebridades de a miles y también por supuesto grandes petulantes, pero una personalidad más atrayente —a criterio de Kate— una idiosincrasia más rica por donde se la mirase, era imposible de encontrar. Milly preguntó entonces, con sumo interés, si la confianza que Kate evidentemente le depositaba, se debía también a que Mrs. Lowder la hubiera «elegido», a lo que su interlocutora no pudo menos que responder afirmativamente, ya que por el mismo motivo creía en sí misma. ¿Quién si no ella había sido elegida con preferencia a todos, y con quién, si no con ella, efectuaba ese raro intercambio de explotar y ser explotada?

—Te preguntarás —dijo Kate— qué es lo que podrá obtener de mí. Eso es justamente lo que estoy tratando de averiguar. Hay algo que seguramente espera ganar conmigo. Y lo conseguirá, no dudes de ello. Y entonces veré de qué se trata. Por favor, créeme si te digo que nunca hubiera podido saberlo por mí misma.

Kate declinó en seguida discutir la propia capacidad de «rendimiento» de su amiga: que Milly reintegraría un cien por cien —y con exceso— fue la base satisfactoria en que coincidieron.

Hubo amabilidades, ingeniosidades, ironías, todo el lujo de especulaciones y divagaciones sobre Londres y la vida que rápidamente se transformaron en el estilo habitual con que se comunicaban. Milly se sintió encantada de saber que planeaban hacer algo con ella. Y si la mujer más extraordinaria de Inglaterra era quien debía hacerlo, mucho mejor.

Y si esta misma mujer se ocupaba de ambas al mismo tiempo, ¿qué podía ser más agradable para ellas? Cuando Milly señaló lo extraño que resultaba ese deseo de ocuparse de ambas a la vez, Kate replicó naturalmente que eso, por cierto, era una prueba de su sinceridad. Mrs. Lowder se dejaba arrastrar por sus sentimientos y los sentimientos la habían conmovido con la llegada de su antigua condiscípula. Cuando algo le interesaba siempre quería saber hacia qué lado saltaría la liebre y evidentemente desde hacía mucho tiempo no saltaba de esa manera. Esto, como hemos visto, era lo que en definitiva maravillaba a Milly, quien, observando a Mrs. Lowder, encontraba muchos eslabones rotos en la cadena que la unía a Susie. Ella esperaba que la dueña de Lancaster Gate tuviera ideas muy distintas de las suyas sobre Susie, en algunos aspectos muy precisos, y el hecho de que no fuera así la desconcertaba continuamente. Pero este mismo desconcierto fue la causa de una nueva y sutil impresión cuando llegó al extremo de comentarle a Kate que Susan Shepherd —y en especial aquella Susan Shepherd que emergía sin ser invitada de un pasado lejano debería, según todas las evidencias, simplemente aburrir a la tía Maud, lo que fue aceptado por su confidente sin ninguna clase de protestas y añadiendo todavía argumentos en ese sentido. Susan Shepherd, entonces, por lo menos, aburría a la sobrina, eso estaba claro. Aquella joven no veía nada en Susie, nada que valiera la pena, ni siquiera la misma indulgencia de Milly, lo que llegó a ser para ésta un hecho significativo. Que la pobre Susie fuera para Kate una nulidad era algo que arrojaba una luz sobre la joven inglesa. Era también, de alguna forma, una advertencia general para la compañera de la pobre Susie, sobre todo en la dirección de sus esperanzas. La irritó pensar que una persona que era lo suficientemente buena para ella no lo fuese también para otros, aunque —cosa bastante extraña— a Mrs. Lowder podía perdonarle ese menosprecio. Mrs. Lowder, sin embargo, no lo demostraba, y Kate Croy lo exhibía con naturalidad hasta que por último —aclaremos— Milly comprendió la razón y esa razón enriqueció su espíritu. ¿No era una razón suficiente, acaso, que la hermosa joven fuese —a pesar de sus muchas otras cualidades— también un poco brutal? ¿Y no le hacía sentir, como nadie hasta ese momento, que podía haber una feroz belleza en eso y aun una extraña gracia? Claro que Kate no era lo que se dice brutalmente brutal —como hasta entonces Milly había creído ciegamente que era el único modo de serlo—, ni siquiera lo era agresivamente, sino más bien con indiferencia, a la defensiva, y, como hay que reconocerlo, por el hábito de anticiparse. Acostumbraba simplificar las cosas de antemano: sus dudas no precedían y podía reconocer con singular rapidez lo que —como se dice en Nueva York— no iba a caerle bien. Por lo menos en ese aspecto la gente era mucho más rápida en Inglaterra que en Estados Unidos y Milly pudo comprobar —al cabo de un tiempo— cómo esos instintos llegaban a ser habituales en un mundo donde los peligros abundaban de tal manera. Había, era obvio, más peligros en los alrededores de Lancaster Gate que los que podían sospecharse en Nueva York o soñarse en Boston. Y en consecuencia, con una sensibilidad mayor ante el peligro, eran muchas más las precauciones, y no dejaba de ser un mundo verdaderamente asombroso aquel en que, se tomaban precauciones —cualquiera que fuese la razón— en contra de Susie.